martes, 22 de mayo de 2018

EVA (1)

Se llamaba Eva y gastaba maneras de femme fatale de película americana en blanco y negro. Se pintaba los labios de rojo sangre, fumaba en boquilla de nácar y usaba medias de rejilla con costura trasera que sujetaba en su sitio con liguero de encaje. Todo eso, claro, lo supe más tarde, cuando decidió abrirme de par en par las puertas de su vida y yo me tiré de cabeza sin medir las consecuencias.

Una tarde plomiza de marzo se acercó a mí, desafiando la ley de la gravedad sobre tacones de doce centímetros, y me pidió fuego. Yo, que andaba ahogándome en el pantano del primer desamor, no acerté ni a pestañear. Ella, conocedora del efecto que tenía sobre nosotros, los ratones grises de la existencia, esbozó una sonrisa y se inclinó sobre la barra del bar, ofreciéndome una vista privilegiada de sus pechos apenas cubiertos con una telaraña de tejido negro. Se me secó la boca y, en mis venas, la sangre se lanzó en un galope enloquecido con destino final en mi entrepierna. Avergonzado, cubrí mi regazo con las manos y recé para que no se diera cuenta pero un destello perverso en sus ojos me dejó claro que nada había escapado a su atención. Sentí que me ardía la cara. Me estrujé el cerebro en busca de las palabras que parecían haber desaparecido por arte de embrujo y empecé a sudar de puro nervio. Si aquella criatura exótica pensó que era idiota o mudo, o idiota y mudo, lo disimuló de maravilla. Sospecho que cualquier otra se habría largado sin mirar atrás, dejándome por imposible. Ella, en cambio, clavó sus ojos perfilados de khol en los míos y esperó pacientemente a que me volviera la vida al cuerpo.

- Perdone, me decía... - acerté a preguntar en un hilo de voz.

- Fuego, cariño, que necesito fuego - dijo levantando la boquilla y lanzándome una sonrisa a quemarropa que acertó de pleno en el centro de la diana.

- Eh... no, lo siento, no fumo - me disculpé, maldiciendo por dentro el momento en que decidí abandonar el vicio.

- Lástima... - contestó, mirándome de arriba abajo tan lenta y profundamente que se llevó por delante las pocas defensas que me quedaban-, habría jurado que todo tú eres llama...

Se encogió de hombros, chasqueó la lengua y, después de guiñarme un ojo, dio media vuelta y se alejó, contoneándose en precario equilibrio sobre sus tacones imposibles, hasta desaparecer engullida por la humareda del local. Mi primer impulso fue saltar del taburete y seguirla pero me bastó un vistazo a mi reflejo en el espejo del bar para abandonar el intento. Imaginé que no le faltarían galanes dispuestos a encenderle el cigarrillo y lo que hiciera falta y, a regañadientes, volví mi atención al vaso donde se aguaban dos dedos de vodka de garrafón y mis penas de amor. Saqué un billete de la gastada cartera de piel, lo dejé sobre el mostrador y me puse la gabardina. Salí del local arrastrando los pies, fantaseando con la idea de encontrarme con ella por casualidad o a propósito, y compartir un encuentro furtivo y ardiente detrás de cualquier puerta, algo que por supuesto no ocurrió.

En la calle me recibió una lluvia torrencial que ningún meteorólogo había previsto. Quedé calado hasta los huesos antes de encontrar un balcón bajo el que refugiarme, rogando para que apareciera un taxi providencial que me salvara de una pulmonía. Veinte minutos más tarde, empapado, tiritando de frío y sin haber visto ni un solo taxi libre u ocupado, acepté mi mala suerte y eché a andar hasta mi casa. Allí me esperaba el eco de tiempos más felices y un gato despelucado que vivía empeñado en ignorarme. "Bienvenido a la vida real, capullo", pensé al meterme en la cama. Apagué la luz y pasé el resto de la noche contando las grietas del techo.


Mjo



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