El jaleo de los días de feria ya se oía a un kilómetro del
pueblo. Si tenías el olfato fino, también llegaban hasta ti los olores a
fritanga y, algo por debajo de la superficie, el regusto a vino peleón de los
puestos de comida. La gente, vestida de domingo, se dirigía a la plaza, donde
una orquesta de quinta fila afinaba sus instrumentos para amenizar la velada.
Todavía no se había puesto el sol y los mosquitos ya empezaban su baile
infernal.
A Marisa le daba la vida ese ambiente exaltado. En esos
cuatro días, nadie se acordaba de problemas o penas y todos eran amables o,
como mínimo, simpáticos con todos. Cuando se acababa la fiesta, la vida volvía
a la normalidad y los vecinos se miraban con recelo, los cuchicheos regresaban
a todas las esquinas, los ricos sólo se codeaban con los ricos y los pobres
recuperaban la lucha por sobrevivir. Pero esa pausa, esas noventa y seis horas,
compensaban todo un año de penurias y estrecheces.
Estrenaba los dos vestidos
que había cosido, después de volver del campo, limpiar la cocina y acostar a
sus hermanos pequeños. Se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía
unas gotitas de perfume y se calzaba los zapatos que había lustrado con esmero
para que nadie notara las rozaduras del tiempo. Y bailaba. Bailaba toda la
noche, hasta que le dolían los pies y el mareo le hacía olvidar las penas. Y se
reía a carcajadas con sus amigas, al sentir sobre su piel las miradas de los
mozos más apuestos del pueblo, que parecían repartirse las presas como si de
una partida de caza se tratara. No acabaría con ninguno, valía más que ellos,
pero jugaba con todos con un gato con un ratón despistado. Se dejaba admirar,
incluso querer, sin traspasar jamás la línea de la decencia. Aspiraba a más y
sabía que su destino no estaba allí, en aquella plaza empedrada donde una banda
de mala muerte destrozaba canciones hasta que salía el sol.
Antonio la contemplaba apoyada en la barra del bar, amarrado
a un vaso siempre medio lleno de tinto peleón, envuelto en el humo de un
cigarro. A su alrededor, los amigos hacían comentarios soeces sobre las
muchachas, quién había crecido para convertirse en objeto de deseo y quién
seguía condenada a quedarse sentada mientras los demás bailaban. Sus risas, a veces,
se oían por encima del
estruendo de la banda y él fruncía el ceño, molesto por
las distracciones. No hablaba casi nunca y cuando lo hacía, casi nadie podía le
hacía caso. Era un bicho raro, retraído y huraño, poco acostumbrado al contacto
humano porque pasaba gran parte del año cuidando sus ovejas en el monte. Cuando
bajaba al pueblo, no iba más allá del bar y el colmado donde compraba alimentos
antes de volver a su cabaña perdida en el bosque. Pero siempre, siempre, perdía
unos minutos rondando la casa de Marisa, con la esperanza de verla aunque fuera
de lejos y quizá, si la suerte aquel día estaba de su lado. robarle una mirada
o una sonrisa que le mantendría despierto y caliente durante las noches más
frías del invierno.
La deseaba desde la primera vez que se cruzó con ella,
cuando apenas empezaba a dejar atrás la niñez, una adolescente con piernas de
alambre, una melena desgreñada y los labios más hermosos que había visto jamás.
La vio al pie de la fuente, donde esperaba que sus dos cántaros se llenaran de
agua, y el sonido de su risa, la visión breve de una rodilla y la curva de su
cuello le hicieron olvidar que su padre esperaba en la entrada del pueblo y
castigaría el más mínimo retraso con una ración de cinturón en la espalda.
Cuando sintió que la respiración le volvía al cuerpo, se acercó a un mozo para
preguntar su nombre y pasó el resto del día diciéndolo en voz baja, tragándose
las ganas de sonreír al recordar su imagen fresca.
Pasaron años antes de que se atreviera a acercarse a ella y
durante ese tiempo la vio crecer, madurar, aprender a comportarse con las
mujeres como si supiera cuáles eran sus rivales y cuáles jamás podrían
enfrentarse a ella, y a controlar a los hombres para prometerles todo lo que
pasara por sus mentes sin concederles jamás ni el deseo más inocente. Si
hubiera conocido la expresión. Marisa habría sido su femme fatale, su Gilda, su
Marilyn, su Greta Garbo,su sueño inalcanzable. Para ella, Antonio no era más que
el extraño que bajaba al pueblo una vez al mes y se quedaba mirándola
fijamente, sin decirle nada, hasta hacer que se sintiera incómoda. No era como
los demás mozos, a los que podía dominar con sólo mover un dedo. En él
presentía la intensidad del deseo sin nombrar, el
miedo de perder lo que ni
siquiera se atrevía a soñar, el peligro. Y sentía, de un modo oscuro y
violento, que si algún día se le ocurría acercarse a ella, rozarle con un solo
dedo, susurrarle su nombre al oído o cruzarse en su camino a la salida de
misa... lo dejaría todo para seguirle sin preguntas.
Porque ella quería más, quería lujos, dinero, vestidos
diferentes para cada día del año, ropa interior de seda, una peluquera que la
peinara cada mañana, comidas que no era capaz de nombrar, perfumes caros,
viajes a Londres y París, diamantes y perlas, una casa donde el agua saliera de
un grifo y el invierno se quedara al otro lado de las ventanas. Quería una vida
con mayúsculas donde ella fuera la señora y no la criada... pero en el fondo también
sabía que necesitaba, quería, deseaba a Antonio y la oscuridad de sus noches
solitarias, la fuerza de su deseo moviéndose por sus venas, el castigo de su
indiferencia cuando fingía no verla, sus manos duras contra su piel clara. Iba
a luchar con todas sus fuerzas por alejarse de allí, de él, pero tenía la
sensación de empezar la guerra con una batalla ya perdida.
Y de algún modo, también él lo sabía.
Mjo
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