domingo, 19 de abril de 2020

MARAVILLOSA PUESTA DE SOL (semana 14)


Hacía tiempo que no veía una puesta de sol tan bonita, tan perfecta. El escenario es único. Me rodean las montañas que protegen la ciudad, el perfil de algunos de los edificios más señoriales y, en frente, el mar sereno. Es el puerto deportivo, lo cual le resta una pizca de belleza, pero el conjunto es magnífico. Como hemos llegado pronto, cuando apenas hacía diez minutos que habían abierto la terraza del bar, hemos podido coger un sitio privilegiado, en primera línea, para disfrutar de las vistas. En realidad, es un momento terriblemente romántico. Todo se conjura para hacerlo así: la temperatura casi perfecta, la música a un volumen adecuado para mantener una conversación, el paisaje… Lástima de la compañía. Rectifico: lástima de la compañía mientras estuve acompañada. Cuando se fue, dejándome plantada, mejoró bastante mi ánimo y el momento.

Que Albert no iba a cuajar conmigo lo supe desde el primer momento.  A veces tengo pálpitos sobre algo, una persona, una situación, un libro, y raramente me equivoco. Con él, tan pronto como hablamos a través de la app, me quedó claro que no iba a salir bien. Demasiado entusiasta, para mi gusto. Aun así, le fui dando bola porque pensé que, quizá, mi primera impresión fue equivocada. Todos merecemos que nos den una oportunidad, ¿no es cierto? Me pidió el número de móvil pero le dije que no solía hacerlo hasta pasado un tiempo aunque, si quería, podíamos hablar a través de otro programa para el que no era necesario ese dato. No lo tenía instalado, me dijo, pero tardó un suspiro en estar conectado y encontrarme.


Durante dos o tres semanas, se dedicó a darme los buenos días con una canción, a preguntarme a media mañana cómo me iba, a enviarme un mensaje a mediodía, otro a media tarde y, para rematar la jornada, por la noche me pedía que le explicara qué había hecho durante el día y me deseaba felices sueños, adornado con montones de emoticonos de corazones, besos, guiños y caritas diabólicas que jamás venían a cuento. Todos los malditos días, fines de semana incluidos. Hablamos de cine y cuando resultó que coincidimos en nuestra película favorita, me soltó  un “No entiendo cómo es posible que no tengas novio”. Me preguntó cuál era la canción que más me gustaba de mi grupo de cabecera y al decirle el título, escribió “Me estoy enamorando de ti”. Y, de vez en cuando, aprovechaba cualquier resquicio de la conversación para dejarme claro que tenía muchas ganas de conocerme. Yo no pero, viendo que estaba tan entusiasmado, no sabía cómo decírselo sin hacerle daño. Perdí la cuenta de las excusas que le di para no hacerlo. Salgo tarde del trabajo, tengo clase en el gimnasio, tengo un dolor de cabeza tremendo, es que ya he quedado… Las usé todas, las creíbles y las no creíbles, y pensaba que, en algún momento, se daría cuenta de que no dejaba de echar balones fuera, pero o se hizo el tonto o le dieron igual, porque siguió insistiendo. Con lo sencillo que habría sido decirle la verdad, que no me interesaba en absoluto. Pero no, yo ahí, aguantando porque “todo el mundo se merece una oportunidad” y ¿quién sabe? En persona las cosas podían cambiar, tampoco sería la primera vez. Así que, después de darles algunas vueltas más, acepté una cita, un miércoles por la tarde, al salir del trabajo.

Por uno de esos giros del destino, el día elegido resulté ser ganadora de un concurso del Museu d’Història de Catalunya. El premio era dos entradas para una visita guiada  a la exposición “Moda i Modistes”, que tenía muchas ganas de ver, y una consumición en el bar que tenían en la terraza. Me habría dado mucha rabia rechazarlo pero me sabía mal cambiar la cita. Le dije a Albert lo que había pasado y que si le apetecía venir conmigo. Respondió que sí, tal y como esperaba, y cambiamos el lugar de encuentro. Se despidió con un “Por fin voy a conocerte, no puedes imaginar las ganas que tengo” seguido de un montón de emoticonos con corazones que me pusieron la piel de gallina y no en el buen sentido.

A las siete y media llegué a la entrada de metro donde habíamos quedado. Lamento decirlo, pero nada más verlo pensé “no, esto no lo vamos a salvar de ninguna manera”. Albert era alto, muy alto y delgado, muy delgado. Tenía el pelo oscuro y largo, recogido en una coleta descuidada, y venía sin afeitar. Además, caminaba algo encorvado y hablaba despacio y muy bajito. Criticadme, pero es que no vi nada que me llamara la atención positivamente. Me tragué las ganas de decirle “lo siento, pero no va a funcionar” y largarme. Yo me había hecho la cama y, por lo tanto, debería dormir en ella, al menos hasta que fuera capaz de aguantar. Me las arreglé para dibujar una sonrisa de compromiso que no fue nada comparada con la suya, amplia y radiante. Se inclinó para darme dos besos y cuando intentó darme un abrazo, retrocedí de forma instintiva. Si se dio cuenta, se calló y yo fingí que no había pasado nada. Nos metimos en el metro que, a esas horas, estaba lleno a reventar. Nos quedamos de pie, agarrados a una barra. Entre el ruido de las conversaciones de la gente y el que hacía el metro al circular, apenas conseguía oír nada de lo que me decía. Perdí la cuenta de las veces que le tuve que decir “¿Qué?” y “Perdona, es que no te he oído bien”. Albert se acercaba un poco más, se inclinaba y, a la altura de mi oído, repetía lo que había dicho. A pesar de todo, la mitad de las veces seguí sin entender qué decía y así, en una especie de baile absurdo, hicimos el trayecto. Al llegar a nuestra estación, el metro dio un frenazo brusco que me pilló despistada y casi me caigo. Albert me salvó de la caída cogiéndome por la cintura. Le di las gracias y me separé en cuanto pude.

Salimos a la calle y nos orientamos hacia dónde teníamos que ir. Albert iba varios pasos por detrás de mí, con el móvil en la mano, y pensé que no me parecía precisamente algo muy adecuado. Al llegar a los semáforos se ponía a mi altura y entonces intentaba entablar una conversación, sin éxito. Él seguía atento al teléfono y yo, mirando a mi alrededor, rezando para que la tarde se pasara rápido. A esas alturas, ya había decidido que no iba a pasar de ahí, un error para olvidar y poco más. Llegamos al Museu, nos dieron las invitaciones en el mostrador de información y subimos al primer piso, donde nos esperaba el resto del grupo y la guía para empezar la visita.

Me gustó muchísimo lo que vi y lo que nos explicó la guía. Había unos vestidos impresionantes y me costaba poco imaginarme metida en alguno de ellos. Iba de un lado para otro haciendo fotos, leyendo los pequeños carteles explicativos y examinando los paneles donde se exponían antiguas revistas de patrones, retales de telas de diversos materiales y la recreación de una mercería y taller de costura que habían instalado en un rincón bien iluminado. Albert no se despegaba de mí más de dos pasos. Si se me ocurría retroceder sin mirar atrás, tropezaba con él, que aprovechaba para ponerme las manos sobre los hombros o pasarme un brazo por la cintura. Una vez, hasta le pisé y al intentar recuperar el equilibrio, mi mano fue a chocar contra cierta parte de su anatomía que se puso contenta al instante. Qué vergüenza, menos mal que nadie se dio cuenta porque estaban atentos a las explicaciones de la guía. Me alejaba en cuanto podía, intentando no demostrar lo incómoda que me hacía sentir. De vez en cuando, se inclinaba para decirme al oído “Me gusta tanto verte tan feliz” o “Se nota que estás disfrutando mucho, me encanta”. Al principio sonreía con cara de circunstancias pero, al final, me limitaba a fingir que no le había oído. Pensaba que si me acababa de conocer, cómo narices podía saber si estaba o no feliz, disfrutando, contenta o deseando de salir corriendo. Cruzamos sala tras sala y, como no podía ser de otra manera, acabamos llegando al final. La guía nos indicó que en el bar de la última planta tenían nuestros nombres para la consumición y nos señaló las escaleras y los ascensores. Después se despidió y fue a recoger al nuevo grupo. Albert me miró y sonrió. 

- ¿Vamos?

- Claro, ¿escaleras? – pregunté.

- Mejor ascensor – contestó, cogiéndome del brazo.

En cuanto entramos, tuve la sensación de que se estaba preparando para besarme y ahí sí que ya no sabía cuál iba a ser mi reacción. Bueno, sí me la imaginaba y, definitivamente, no era buena. Por suerte, antes de que se cerrara la puerta, entró uno de los vigilantes y se rompió “la magia” del momento. A punto estuve de darle las gracias porque, sin saberlo siquiera, me había salvado de lo que podría haber sido una situación muy incómoda. Subimos los dos pisos en unos segundos y seguimos las indicaciones hasta la terraza. Hacía una tarde magnífica, había bajado la temperatura y corría una ligera brisa marina. El lugar era precioso y se me escapó una sonrisa auténtica por primera vez en toda la tarde. Antes de pedir, nos acercamos a la barra que estaba junto a la barandilla y nos sentamos. Albert me miraba y yo miraba al mar, a las montañas, a los edificios, la carta de cócteles y cervezas, qué se podía comer… cualquier cosa que no tuviera que ver con él. Se acercó un poco más y no me quedó más remedio que levantar la vista de la carta y enfrentarme a él.

- Qué bien se está, ¿verdad? – me dijo, en un alarde de imaginación.

- Sí, desde luego. Es un sitio precioso, no tenía ni idea de que existiera – contesté -. ¿Lo conocías?

- No, para nada – Se acercó un poco más y yo me las arreglé para alejarme, apoyándome en el ridículo respaldo del taburete alto en el que me había sentado. Se acercó la camarera con su mejor sonrisa y nos preguntó si queríamos pedir algo. Casi la beso por aparecer cuando más falta me hacía.

- Sí, por favor, una clara bien fría. ¿Y tú? – Pidió que le recitaran la lista de cervezas del lugar y se decidió por la siempre socorrida Estrella. La camarera se alejó a buscar nuestras bebidas y me relajé un poco.

Empezamos a hablar, Albert con su tono extremadamente bajo y yo intentando interpretar sus palabras. Yo no entendía sus bromas y él no pillaba mis ironías. Para cuando llegó la camarera con los vasos, estaba deseando salir de allí. Aquello no iba a ningún sitio y lo que no conseguía comprender era que no se diera cuenta de mis reacciones negativas. Si algo me han dicho alguna vez es que pago con la cara y es cierto, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no demostrar, en cada momento, lo que sea que esté sintiendo. Pero Albert o se hacía el loco o verdaderamente no pillaba nada.

- Va a ser difícil mejorar esto en una segunda cita, ¿eh? – dijo, acariciándome la cara. “Ahí va la mitad de mi maquillaje”, pensé, pero me conformé con sonreír y dirigí la conversación hacia otro sitio.

- ¿Alguien interesante? – le señalé el móvil que había dejado sobre la barra. Le llegaban mensajes cada dos por tres, los leía, contestaba y volvía su atención a mi persona.

- No, sólo es un amigo. Le ha dejado la novia y no deja de pedirme consejos porque quiere volver con ella.

- Ah… - y me quedé callada. A pesar de que sabía que de aquella tarde no íbamos a pasar, aunque él parecía estar convencido de lo contrario, no me parecía lógico que estuviera pendiente de su amigo en mitad de una cita.

- Te juro que no es ninguna mujer, de verdad – se rió entre dientes y me acarició el brazo.

- No, si no me importa. Era curiosidad, simplemente – Sonreí y le di un trago a la clara. Me quedé mirando el mar, buscando algo con lo que rellenar el silencio, y no conseguí encontrar nada de lo que me apeteciera hablar con él.

-  ¿Te lo estás pasando bien? – Asentí. ¿Qué iba a hacer, si no? -. Me alegro, se te ve tan contenta… Me va a costar mucho superar esto en una segunda cita, pero seguro que se me ocurre algo.

Y no pude contenerme. Era en ese momento o nunca porque ya me estaba quedando sin recursos y sin ganas de fingir y… me harté. Así de simple: me harté.

- Mira, Albert, es que no creo que eso vaya a ocurrir.

- ¿Qué? – dejó la jarra de cerveza en la barra de golpe y me miró con cara de no entender nada.

- Que no va a haber una segunda cita, lo siento – No dijo ni media palabra. Se giró, clavó la mirada en el horizonte y se quedó mudo. Dejé pasar unos segundos, a ver si reaccionaba, pero en vista del éxito, seguí con mi argumento -. Quizá podríamos ser amigos pero nada más. No siento ese tipo de conexión contigo y…

Empecé a sudar. Me habría esperado cualquier cosa, que me gritara, que me llamara puta o que se levantará y me dejara allí plantada después de formarme una escena, pero ese silencio pesado me dejó completamente descolocada. Le miraba, intentado descifrar qué estaría pasando por su cabeza, pero era imposible.

- ¿Qué piensas? – le pregunté.

- ¿Qué quieres que piense? – contestó, de malas maneras, todavía sin mirarme-. Ya lo has dicho todo, no hay nada en lo que pensar.

- Te has enfadado, claro.

- Yo ya no me enfado por nada – dijo, mirándome con desprecio. Después, volvió a concentrarse en el mar y pareció olvidarse de mí.

Decidí callarme porque lo único que podía pasar era estropear todavía más la situación y no me apetecía para nada. Un rato más tarde, no podría decir cuánto porque había perdido la noción del tiempo, se bebió lo que le quedaba de la jarra de cerveza de tres tragos, la dejó sobre la barra con un golpe que hizo que temblaran los adornos florales que había, y se levantó.

- Si no te importa, me voy ya – y se fue sin esperar mi respuesta y sin mirar atrás.

- Sí, vale, lo siento, adiós… - Para cuando acabé mi frase de despedida, ya debía estar en el ascensor, maldiciéndome.

Me quedé allí sola, con la brisa marina, la maravillosa puesta de sol, las vistas al Mediterráneo y todo lo demás. Qué lástima, pensé, porque con la persona adecuada, esta tarde habría sido maravillosa. Me dio por reír, la verdad. Era tan surrealista que no podía hacer otra cosa. Después pedí una segunda clara, saqué el ebook del bolso y me perdí por las calles de Vigata de la mano de mi querido inspector Montalbano.


Mjo

12-04-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 14



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