Hacía tiempo que no
veía una puesta de sol tan bonita, tan perfecta. El escenario es único. Me
rodean las montañas que protegen la ciudad, el perfil de algunos de los
edificios más señoriales y, en frente, el mar sereno. Es el puerto deportivo,
lo cual le resta una pizca de belleza, pero el conjunto es magnífico. Como
hemos llegado pronto, cuando apenas hacía diez minutos que habían abierto la
terraza del bar, hemos podido coger un sitio privilegiado, en primera línea,
para disfrutar de las vistas. En realidad, es un momento terriblemente
romántico. Todo se conjura para hacerlo así: la temperatura casi perfecta, la
música a un volumen adecuado para mantener una conversación, el paisaje…
Lástima de la compañía. Rectifico: lástima de la compañía mientras estuve
acompañada. Cuando se fue, dejándome plantada, mejoró bastante mi ánimo y el
momento.
Que Albert no iba a
cuajar conmigo lo supe desde el primer momento.
A veces tengo pálpitos sobre algo, una persona, una situación, un libro,
y raramente me equivoco. Con él, tan pronto como hablamos a través de la app,
me quedó claro que no iba a salir bien. Demasiado entusiasta, para mi gusto. Aun
así, le fui dando bola porque pensé que, quizá, mi primera impresión fue
equivocada. Todos merecemos que nos den una oportunidad, ¿no es cierto? Me
pidió el número de móvil pero le dije que no solía hacerlo hasta pasado un
tiempo aunque, si quería, podíamos hablar a través de otro programa para el que
no era necesario ese dato. No lo tenía instalado, me dijo, pero tardó un suspiro
en estar conectado y encontrarme.
Durante dos o tres
semanas, se dedicó a darme los buenos días con una canción, a preguntarme a
media mañana cómo me iba, a enviarme un mensaje a mediodía, otro a media tarde
y, para rematar la jornada, por la noche me pedía que le explicara qué había hecho durante
el día y me deseaba felices sueños, adornado con montones de emoticonos de
corazones, besos, guiños y caritas diabólicas que jamás venían a cuento. Todos
los malditos días, fines de semana incluidos. Hablamos de cine y cuando resultó
que coincidimos en nuestra película favorita, me soltó un “No entiendo cómo es posible que no tengas
novio”. Me preguntó cuál era la canción que más me gustaba de mi grupo de
cabecera y al decirle el título, escribió “Me estoy enamorando de ti”. Y, de
vez en cuando, aprovechaba cualquier resquicio de la conversación para dejarme
claro que tenía muchas ganas de conocerme. Yo no pero, viendo que estaba tan
entusiasmado, no sabía cómo decírselo sin hacerle daño. Perdí la cuenta de las
excusas que le di para no hacerlo. Salgo tarde del trabajo, tengo clase en el
gimnasio, tengo un dolor de cabeza tremendo, es que ya he quedado… Las usé
todas, las creíbles y las no creíbles, y pensaba que, en algún momento, se
daría cuenta de que no dejaba de echar balones fuera, pero o se hizo el tonto o
le dieron igual, porque siguió insistiendo. Con lo sencillo que habría sido
decirle la verdad, que no me interesaba en absoluto. Pero no, yo ahí,
aguantando porque “todo el mundo se merece una oportunidad” y ¿quién sabe? En
persona las cosas podían cambiar, tampoco sería la primera vez. Así que,
después de darles algunas vueltas más, acepté una cita, un miércoles por la
tarde, al salir del trabajo.
Por uno de esos giros
del destino, el día elegido resulté ser ganadora de un concurso del Museu
d’Història de Catalunya. El premio era dos entradas para una visita guiada a la exposición “Moda i Modistes”, que tenía
muchas ganas de ver, y una consumición en el bar que tenían en la terraza. Me
habría dado mucha rabia rechazarlo pero me sabía mal cambiar la cita. Le dije a
Albert lo que había pasado y que si le apetecía venir conmigo. Respondió que
sí, tal y como esperaba, y cambiamos el lugar de encuentro. Se despidió con un
“Por fin voy a conocerte, no puedes imaginar las ganas que tengo” seguido de un
montón de emoticonos con corazones que me pusieron la piel de gallina y no en
el buen sentido.
A las siete y media
llegué a la entrada de metro donde habíamos quedado. Lamento decirlo, pero nada
más verlo pensé “no, esto no lo vamos a salvar de ninguna manera”. Albert era
alto, muy alto y delgado, muy delgado. Tenía el pelo oscuro y largo, recogido en
una coleta descuidada, y venía sin afeitar. Además, caminaba algo encorvado y
hablaba despacio y muy bajito. Criticadme, pero es que no vi nada que me
llamara la atención positivamente. Me tragué las ganas de decirle “lo siento,
pero no va a funcionar” y largarme. Yo me había hecho la cama y, por lo tanto,
debería dormir en ella, al menos hasta que fuera capaz de aguantar. Me las
arreglé para dibujar una sonrisa de compromiso que no fue nada comparada con la
suya, amplia y radiante. Se inclinó para darme dos besos y cuando intentó darme
un abrazo, retrocedí de forma instintiva. Si se dio cuenta, se calló y yo fingí
que no había pasado nada. Nos metimos en el metro que, a esas horas, estaba
lleno a reventar. Nos quedamos de pie, agarrados a una barra. Entre el ruido de
las conversaciones de la gente y el que hacía el metro al circular, apenas
conseguía oír nada de lo que me decía. Perdí la cuenta de las veces que le tuve
que decir “¿Qué?” y “Perdona, es que no te he oído bien”. Albert se acercaba un
poco más, se inclinaba y, a la altura de mi oído, repetía lo que había dicho. A
pesar de todo, la mitad de las veces seguí sin entender qué decía y así, en una
especie de baile absurdo, hicimos el trayecto. Al llegar a nuestra estación, el
metro dio un frenazo brusco que me pilló despistada y casi me caigo. Albert me
salvó de la caída cogiéndome por la cintura. Le di las gracias y me separé en
cuanto pude.
Salimos a la calle y
nos orientamos hacia dónde teníamos que ir. Albert iba varios pasos por detrás
de mí, con el móvil en la mano, y pensé que no me parecía precisamente algo muy
adecuado. Al llegar a los semáforos se ponía a mi altura y entonces intentaba
entablar una conversación, sin éxito. Él seguía atento al teléfono y yo,
mirando a mi alrededor, rezando para que la tarde se pasara rápido. A esas
alturas, ya había decidido que no iba a pasar de ahí, un error para olvidar y
poco más. Llegamos al Museu, nos dieron las invitaciones en el mostrador de
información y subimos al primer piso, donde nos esperaba el resto del grupo y
la guía para empezar la visita.
Me gustó muchísimo lo
que vi y lo que nos explicó la guía. Había unos vestidos impresionantes y me
costaba poco imaginarme metida en alguno de ellos. Iba de un lado para otro
haciendo fotos, leyendo los pequeños carteles explicativos y examinando los
paneles donde se exponían antiguas revistas de patrones, retales de telas de
diversos materiales y la recreación de una mercería y taller de costura que
habían instalado en un rincón bien iluminado. Albert no se despegaba de mí más
de dos pasos. Si se me ocurría retroceder sin mirar atrás, tropezaba con él,
que aprovechaba para ponerme las manos sobre los hombros o pasarme un brazo por
la cintura. Una vez, hasta le pisé y al intentar recuperar el equilibrio, mi
mano fue a chocar contra cierta parte de su anatomía que se puso contenta al
instante. Qué vergüenza, menos mal que nadie se dio cuenta porque estaban
atentos a las explicaciones de la guía. Me alejaba en cuanto podía, intentando
no demostrar lo incómoda que me hacía sentir. De vez en cuando, se inclinaba
para decirme al oído “Me gusta tanto verte tan feliz” o “Se nota que estás
disfrutando mucho, me encanta”. Al principio sonreía con cara de circunstancias
pero, al final, me limitaba a fingir que no le había oído. Pensaba que si me
acababa de conocer, cómo narices podía saber si estaba o no feliz, disfrutando,
contenta o deseando de salir corriendo. Cruzamos sala tras sala y, como no
podía ser de otra manera, acabamos llegando al final. La guía nos indicó que en
el bar de la última planta tenían nuestros nombres para la consumición y nos
señaló las escaleras y los ascensores. Después se despidió y fue a recoger al
nuevo grupo. Albert me miró y sonrió.
- ¿Vamos?
- Claro, ¿escaleras?
– pregunté.
- Mejor ascensor –
contestó, cogiéndome del brazo.
En cuanto entramos,
tuve la sensación de que se estaba preparando para besarme y ahí sí que ya no
sabía cuál iba a ser mi reacción. Bueno, sí me la imaginaba y, definitivamente,
no era buena. Por suerte, antes de que se cerrara la puerta, entró uno de los
vigilantes y se rompió “la magia” del momento. A punto estuve de darle las
gracias porque, sin saberlo siquiera, me había salvado de lo que podría haber
sido una situación muy incómoda. Subimos los dos pisos en unos segundos y
seguimos las indicaciones hasta la terraza. Hacía una tarde magnífica, había
bajado la temperatura y corría una ligera brisa marina. El lugar era precioso y
se me escapó una sonrisa auténtica por primera vez en toda la tarde. Antes de pedir,
nos acercamos a la barra que estaba junto a la barandilla y nos sentamos.
Albert me miraba y yo miraba al mar, a las montañas, a los edificios, la carta
de cócteles y cervezas, qué se podía comer… cualquier cosa que no tuviera que
ver con él. Se acercó un poco más y no me quedó más remedio que levantar la
vista de la carta y enfrentarme a él.
- Qué bien se está,
¿verdad? – me dijo, en un alarde de imaginación.
- Sí, desde luego. Es
un sitio precioso, no tenía ni idea de que existiera – contesté -. ¿Lo
conocías?
- No, para nada – Se
acercó un poco más y yo me las arreglé para alejarme, apoyándome en el ridículo
respaldo del taburete alto en el que me había sentado. Se acercó la camarera
con su mejor sonrisa y nos preguntó si queríamos pedir algo. Casi la beso por aparecer
cuando más falta me hacía.
- Sí, por favor, una
clara bien fría. ¿Y tú? – Pidió que le recitaran la lista de cervezas del lugar
y se decidió por la siempre socorrida Estrella. La camarera se alejó a buscar
nuestras bebidas y me relajé un poco.
Empezamos a hablar,
Albert con su tono extremadamente bajo y yo intentando interpretar sus
palabras. Yo no entendía sus bromas y él no pillaba mis ironías. Para cuando
llegó la camarera con los vasos, estaba deseando salir de allí. Aquello no iba
a ningún sitio y lo que no conseguía comprender era que no se diera cuenta de
mis reacciones negativas. Si algo me han dicho alguna vez es que pago con la
cara y es cierto, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no demostrar, en cada
momento, lo que sea que esté sintiendo. Pero Albert o se hacía el loco o
verdaderamente no pillaba nada.
- Va a ser difícil
mejorar esto en una segunda cita, ¿eh? – dijo, acariciándome la cara. “Ahí va
la mitad de mi maquillaje”, pensé, pero me conformé con sonreír y dirigí la
conversación hacia otro sitio.
- ¿Alguien
interesante? – le señalé el móvil que había dejado sobre la barra. Le llegaban
mensajes cada dos por tres, los leía, contestaba y volvía su atención a mi
persona.
- No, sólo es un
amigo. Le ha dejado la novia y no deja de pedirme consejos porque quiere volver
con ella.
- Ah… - y me quedé
callada. A pesar de que sabía que de aquella tarde no íbamos a pasar, aunque él
parecía estar convencido de lo contrario, no me parecía lógico que estuviera
pendiente de su amigo en mitad de una cita.
- Te juro que no es ninguna
mujer, de verdad – se rió entre dientes y me acarició el brazo.
- No, si no me
importa. Era curiosidad, simplemente – Sonreí y le di un trago a la clara. Me
quedé mirando el mar, buscando algo con lo que rellenar el silencio, y no
conseguí encontrar nada de lo que me apeteciera hablar con él.
- ¿Te lo estás pasando bien? – Asentí. ¿Qué iba
a hacer, si no? -. Me alegro, se te ve tan contenta… Me va a costar mucho
superar esto en una segunda cita, pero seguro que se me ocurre algo.
Y no pude contenerme.
Era en ese momento o nunca porque ya me estaba quedando sin recursos y sin
ganas de fingir y… me harté. Así de simple: me harté.
- Mira, Albert, es
que no creo que eso vaya a ocurrir.
- ¿Qué? – dejó la
jarra de cerveza en la barra de golpe y me miró con cara de no entender nada.
- Que no va a haber
una segunda cita, lo siento – No dijo ni media palabra. Se giró, clavó la
mirada en el horizonte y se quedó mudo. Dejé pasar unos segundos, a ver si
reaccionaba, pero en vista del éxito, seguí con mi argumento -. Quizá podríamos
ser amigos pero nada más. No siento ese tipo de conexión contigo y…
Empecé a sudar. Me
habría esperado cualquier cosa, que me gritara, que me llamara puta o que se
levantará y me dejara allí plantada después de formarme una escena, pero ese
silencio pesado me dejó completamente descolocada. Le miraba, intentado
descifrar qué estaría pasando por su cabeza, pero era imposible.
- ¿Qué piensas? – le
pregunté.
- ¿Qué quieres que
piense? – contestó, de malas maneras, todavía sin mirarme-. Ya lo has dicho
todo, no hay nada en lo que pensar.
- Te has enfadado,
claro.
- Yo ya no me enfado
por nada – dijo, mirándome con desprecio. Después, volvió a concentrarse en el
mar y pareció olvidarse de mí.
Decidí callarme
porque lo único que podía pasar era estropear todavía más la situación y no me
apetecía para nada. Un rato más tarde, no podría decir cuánto porque había
perdido la noción del tiempo, se bebió lo que le quedaba de la jarra de cerveza
de tres tragos, la dejó sobre la barra con un golpe que hizo que temblaran los
adornos florales que había, y se levantó.
- Si no te importa,
me voy ya – y se fue sin esperar mi respuesta y sin mirar atrás.
- Sí, vale, lo siento,
adiós… - Para cuando acabé mi frase de despedida, ya debía estar en el
ascensor, maldiciéndome.
Me quedé allí sola,
con la brisa marina, la maravillosa puesta de sol, las vistas al Mediterráneo y
todo lo demás. Qué lástima, pensé, porque con la persona adecuada, esta tarde
habría sido maravillosa. Me dio por reír, la verdad. Era tan surrealista que no
podía hacer otra cosa. Después pedí una segunda clara, saqué el ebook del bolso
y me perdí por las calles de Vigata de la mano de mi querido inspector Montalbano.
Mjo
12-04-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 14
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