Echó
un vistazo para asegurarse de que no faltaba, ni sobraba, nada. Se había salido
con la suya en cuanto a la decoración y se había librado de los globos de
colores, las serpentinas, el cartel con el “¡Feliz Cumpleaños, Cinthia!”
colgado en la pérgola del jardín y la tarta con su foto, vestida de
Blancanieves a los cuatro años, como cubierta. En su lugar, había colocado
mesas, cubiertas con manteles a cuadros, bancos de madera para que se sentaran
sus invitados, algunos farolillos colgados de los árboles y velas en lugares
estratégicos que, cuando empezara a atardecer, encenderían para dar calidez e
intimidad al ambiente. En un rincón, el tocadiscos en el que sonaría su música
favorita y, sobre el césped casi recién plantado, una plataforma en la que
poder desgastar las suelas de los zapatos bailando hasta reventar. Los vecinos
estaban avisados y habían prometido no quejarse demasiado del ruido si ellos,
en cambio, no se descontrolaban en exceso. Y, después de mucho suplicar,
patalear y jurar que se comportarían y no darían problemas, sus padres
accedieron a irse el fin de semana a su casa de la playa y dejarles solos para
que pudieran celebrarlo en libertad.
En la cocina, los empleados del catering que su madre había insistido en contratar se afanaban con los bocadillos variados, que iban colocando en bandejas adornadas con papel de seda de diferentes colores, y los reservaban en espera de su orden de colocarlos en su sitio. Los vasos de plástico ya estaban repartidos por la superficie de la amplia mesa, formando dibujos geométricos, y también los cuencos con patatas, ganchitos y chucherías de colores. Las bebidas esperaban su turno en el arcón del garaje y no las repartirían en los grandes cubos, a los que añadirían hielo, hasta el último momento. Y el pastel, de tres pisos y elaborado por la mejor pastelería de la ciudad, reposaba en la nevera, a salvo de miradas indiscretas y manos torpes. A ver, que todo el mundo sabía que era una fiesta de cumpleaños y esperaba una tarta digna de admiración, pero no quería estropear el factor sorpresa. Ella misma la había diseñado y supervisado su elaboración sin compartir con nadie, ni siquiera con su mejor amiga, ningún detalle. Cumplía 16 años y eso sólo ocurre una vez en la vida. No se podía permitir ningún fallo, ni siquiera el más mínimo, especialmente sabiendo que él iba a venir.
Cerró
los ojos y se puso las manos sobre el pecho. Se le aceleraba el corazón sólo
con pensar en el momento en que atravesara la puerta de su casa, se acercara
hasta ella para felicitarla. ¿Le daría también dos besos? Dios mío, ojalá lo
hiciera. Sintió que se le subían los colores al imaginar la escena y deseó no
tartamudear demasiado cuando le diera las gracias. Le habría encantado sentarse
un rato en su sillón favorito para recrear la escena en su cabeza, ensayar varias
frases y calmar sus nervios, pero quedaban apenas dos horas para que empezaran
a llegar los invitados y no tenía tiempo que perder. Tenía que seguir su plan
sin saltarse ningún punto o todo el edificio que con tanto cuidado había construido se vendría abajo sin remedio. Y
eso no se lo podía permitir de ninguna manera. Aquella era su fiesta, la iba a
celebrar a su manera y saldría perfecta o moriría en el intento.
Subió
las escaleras de dos en dos, entró en su habitación y cerró la puerta de una
patada. Fue directa al cuarto de baño que le habían instalado hacía dos años,
en el que el elemento estrella era una bañera lo suficientemente grande como para que se
estirara por completo sin que tuviera que encoger las rodillas. Abrió el grifo,
graduó la temperatura a su gusto y pulsó la palanca que cerraba el desagüe.
Buscó en el armario una botella de jabón con su perfume favorito y echó un
chorro generoso en el agua. Espero unos segundos hasta que se empezó a formar
una capa de espuma y aspiró el aroma con cara de felicidad, ese olor siempre le
levantaba el ánimo. Volvió a la habitación, entró en el vestidor y descolgó la
percha en la que, protegido con una bolsa de plástico transparente, esperaba el
vestido que aquella misma mañana había recogido de la modista. Sintió la
tentación de bajar la cremallera y sacarlo ya, colgarlo del espejo y admirarlo,
imaginarse dentro de él mientras bajaba las escaleras para recibir a sus
invitados, pero se tragó las ganas. No quería arriesgarse a arrugarlo o, madre
mía, ensuciarlo. Esperaría hasta estar maquillada y peinada, que tampoco iba a
tardar tanto. Se quitó la vieja camiseta de su equipo de fútbol, los
desgastados tejanos que había llevado durante todo el día y la ropa interior,
dejándolo todo en el suelo en mitad del vestidor. Ya lo recogería más tarde, si
tenía tiempo, y si no, al día siguiente. Volvió al cuarto de baño, cerró el
grifo y, con un suspiro, se sumergió en la bañera cubierta de espuma. Tenía exactamente
quince minutos para relajarse y vaciar la mente de pensamientos negativos.
Apoyó la cabeza en el borde acolchado de la bañera, cerró los ojos y se olvidó
de todo.
Una
hora más tarde, sentada en el tocador, observaba con ojo crítico la imagen que
le devolvía el espejo. El pelo, su eterno problema, por una vez había decidido
colaborar y dejar la rebeldía para otro día. Siguiendo las instrucciones de una
revista, recogió mechón tras mechón hasta convertir sus normalmente
desordenados rizos en una especie de nube esponjosa y suave. Había utilizado
aproximadamente un millón de horquillas, situadas de modo estratégico para que
se vieran lo menos posible, y llevaba tanta laca que dudaba que un solo pelo se
moviera de sitio durante unas horas. Quizá había quedado un poco más abultado
de lo que quería pero quedaba bien, le favorecía. Su padre siempre decía que
tenía un cuello muy bonito y debía lucirlo más a menudo. El maquillaje,
discreto, acentuaba el color azul de sus ojos, que aquella noche no quedarían
ocultos detrás de las gafas que normalmente usaba. Repasó sus labios con una barra
de un rosa pálido, se dio una nueva capa de rimmel, parpadeó para que se secara
y, por fin, estuvo lista para vestirse.
Con
cuidado, bajó la cremallera de la bolsa protectora, sacó el vestido y lo dejó
encima de la cama. Lo observó durante un minuto, todavía sin creerse del todo
que fuera suyo, y acarició con suavidad la falda y el corpiño. Abrió un cajón
de la cómoda, sacó una pequeña caja, atada con un lazo de satén rosa, y la dejó
junto al vestido. Entró al vestidor y volvió a salir con unos zapatos con tacón
medio y pulsera que se abrocharía al tobillo y los dejó en el suelo, al pie de
la cama. Se quitó la bata y la lanzó a la butaca del tocador. Falló el tiro y
cayó al suelo, donde quedó olvidada. Desató el lazó, abrió la caja y sacó un
par de medias de seda y un conjunto de sujetador y bragas con encaje. Se puso
primero la ropa interior, peleando con el cierre del sujetador, que se negaba a
cerrarse, y después extendió las medias. Se sentó en el borde de la cama y con
mucho cuidado, para no romperlas antes de tiempo, las fue deslizando por sus
piernas. Se puso de pie, las sujetó al liguero y, con la respiración agitada, se
acercó al espejo para girar la cabeza, en un ángulo imposible, y colocar la
costura de las medias en su lugar correcto. Había practicado muchas veces, con
viejas medias de su madre, para no estropearlo todo en el último minuto, y
jamás le había costado tanto asegurarlas en el cierre y que la costura no
pareciera una carretera de montaña llena de irregularidades. Cogió entonces el
vestido, bajó la cremallera que quedaba disimulada en el lateral, y se lo puso,
empezando por los pies. Colocó los tirantes y cerró la cremallera despacio.
Ajustó el fajín de satén, del mismo azul suave de los bordados que adornaban el
bajo y el escote del vestido, para que marcara su cintura y, como remate, se
puso los zapatos, los primeros de su vida con tacón. Con paso inseguro, regresó frente al espejo y se miró de arriba abajo,
por un lado y por el otro, corrigió la costura de la media izquierda, que había
vuelto a torcerse, se puso un collar de perlas pequeñas y unos pendientes a
juego y se dijo que, a pesar de todo, no estaba demasiado mal. “He hecho lo que
he podido con el material del que dispongo”, se dijo, poniéndose unas gotas de
su perfume detrás de las orejas, en las muñecas y, siguiendo un arrebato
incontrolado, en el nacimiento de los pechos y los tobillos. En ese momento,
sonó el timbre, miró el reloj y se dio cuenta que ya había llegado la hora. Se
echó una última mirada, suspiró y salió de la habitación murmurando no sé qué
sobre un patito feo que, a pesar de todos sus esfuerzos, jamás consiguió
convertirse en cisne.
A
diferencia de sus compañeras de instituto, Cinthia no andaba por el mundo como si éste le
perteneciera, haciendo que todas las cabezas se giraran a su paso por los
pasillos entre clase y clase. Pertenecía a los estudiosos, había sido delegada
de curso durante tres años seguidos y si bien sus compañeros la apreciaban, no
solía recibir invitaciones para fiestas o ir al cine y era la única chica de su
clase a la que todavía no habían besado. ¿Le importaba? Pues lo cierto era que
no. Soñaba con ser alguien en la vida, no actriz, cantante o modelo. Quería ser
alguien que marcara la diferencia algún día, que su nombre se pronunciara con
admiración y reverencia. ¿El amor? Era demasiado joven todavía, ya tendría
tiempo de encontrarlo y, seguramente, perderlo varias veces en los años
venideros, o al menos eso era lo que decía, palabra por palabra, a cualquiera
que le preguntara sobre el tema, y no mentía. Hasta que, hacía unos meses,
apareció Aidan, se sentó a su lado en clase de química y toda su filosofía de
vida se fue al garete en un abrir y cerrar de ojos.
Aidan
o, como se le conocía en el colegio, “el divino Aidan” era un cliché andante.
Hijo de un influyente miembro de la sociedad local, con un apellido que sonaba
a historia rancia y un abuelo que había dado nombre a la plaza del pueblo, un
ala del hospital y al pabellón de deportes, era el sueño de todas las madres
con hijas en edad de merecer. Quarterback del equipo de fútbol, de trato fácil,
simpático sin fingimientos, era también un buen compañero y estudiante de notas
altas, un triunfador por naturaleza. Sin apenas esforzarse, levantaba pasiones
tanto entre los chicos, que peleaban por ser sus mejores amigos, como entre las
chicas, que rivalizaban por sus atenciones con uñas y dientes. Y él tenía para
todos por igual, sabía tratar a la gente para no crearse enemigos ni causar
grandes daños y, en poco más de dos meses, los tuvo a todos comiendo de su
mano. Su padre estaba terriblemente orgulloso de él, era su heredero y
presumía, ante cualquiera que quisiera oírle, de haber criado a un líder nato.
“Este chico mío llegará lejos”, solía decir, “¡quién sabe si no acabará por ser
presidente!”. Aidan se encogía de hombros y sonreía. ¿Presidente? ¿Trabajar?
Por favor, eso no iba con él. Y es que, en el fondo, lo único que deseaba era
salir de allí, de aquel pueblo donde todos le conocían, o creían conocerle, y
dejar de fingir ser quién no era.
Aidan,
el divino Aidan, el hijo y heredero perfecto, lo que realmente deseaba era
jugar a football mientras el cuerpo le aguantara, ganar tantos anillos de
campeón como pudiera y disfrutar de la vida, el dinero y las mujeres hasta el
día en que muriera. Ni más ni menos que eso. Tenía otros hermanos, que se
hicieran cargo de las empresas ellos. ¿Por qué tenía que ser él, precisamente?
¿Sólo porque era el primogénito? Valiente argumento, valerse de una cuestión de
pura mala suerte para atarle a un destino que no deseaba. A pesar de todo,
jamás le llevó la contraria a su padre, que se afanaba en buscarle sitio en las
mejores universidades, respaldado por su talento en el campo de juego, sus
buenas notas y, por supuesto, el peso de su muy ilustre apellido. Ya había
recibido cartas de aceptación de casi todas pero le costaba decidirse por una.
Su prioridad era poner distancia entre su familia, sus amigos y él. El programa
académico le daba bastante igual, aunque
si eso le garantizaba una vía de escape, estaba más que dispuesto a cargar con
ello. Cuando fuera libre, ya se encargaría él de coger las riendas de su vida y
no volver la vista atrás bajo ningún concepto. Pero, hasta que llegara ese día,
marcado en rojo en su calendario imaginario, tendría que seguir siendo el
espejo en el que todos los jóvenes se miraban y el objeto de deseo de las
madres que buscaban un buen partido para sus casaderas hijas. Y eso significaba
tener que acompañar a la insípida, aunque muy hermosa, Harriet al cumpleaños de
no sabía exactamente qué compañera de clase. Es que no le sonaba ni el nombre
aunque, en realidad, ¿qué más daba? Le llevaría un regalo insignificante, algo
que rescataría en el último momento del joyero de su madre y envolvería con
torpeza. Representaría su papel durante la celebración y, después de comerse un
trozo de pastel, volvería a casa con Harriet e intentaría hacer una parada en
el aparcamiento de la colina, a ver si esta vez conseguía algo más que unos
besos forzados con sabor a culpabilidad. “Qué duro es ser yo”, se dijo,
mientras cogía las llaves del coche y salía de la espléndida mansión en la que
había crecido. Desde la ventana del salón, su padre le observaba orgulloso.
“Mira, querida”, comentó a su esposa, que bordaba un pañuelo sentada en una
butaca de terciopelo verde, “ahí va mi hijo, dispuesto a comerse el mundo”.
“Querrás decir nuestro hijo, querido”, le señaló ella, en un susurro apenas
audible. Como de costumbre, la miró con disgusto, notando nuevas arrugas
alrededor de los ojos e ignorando el aire de tristeza que le envolvía. Ni
siquiera se molestó en contestarle. Apagó el puro en un cenicero de mármol
y salió en dirección a la cocina, a ver
si encontraba a la nueva criada sola.
Más
tarde, aquella misma noche, cuando la fiesta hubo concluido y todos los actores
se habían retirado ya de escena, yo me
dediqué a recoger los restos de sus historias y reconstruirlas, punto por
punto, en mi vieja libreta. Ser insignificante tiene sus ventajas y es que,
aunque nadie te pregunte cómo estás o recuerde tu nombre, sueles ser la
receptora de sus penas y desgracias. Y eso, porque la información es poder, sin
que ninguno de ellos lo sospeche, me convierte en la persona más poderosa de
este pueblo de mierda.
Por
eso sé que la criada nueva de los Hogan hizo las maletas a medianoche y
desapareció sin dejar más rastro que un uniforme rasgado sobre la cama de su
diminuta habitación. Me lo contó entre lágrimas de vergüenza, sentada en la
estación de autobuses, donde me la encontré esperando que abrieran las
taquillas para poder comprar un billete que la llevara de vuelta a su pequeño
pueblo perdido en el sur. Me enseñó las marcas de sus dientes clavados en el
hombro y los cardenales que le había hecho en los muslos al forzarla a separar
las piernas, antes de violarla como un animal, de pie, en la despensa. Al otro
lado de la pared, su esposa bordaba un pañuelo o un chal o una colcha o un
mantel que podría estrenar la próxima Navidad, ajena a todo o quizá sabiendo
exactamente qué pasaba por haberlo sufrido ya en su juventud. Le hice compañía
hasta que subió al autobús y le prometí que no se lo contaría a nadie, que su
secreto estaría a salvo conmigo, aunque jamás le dije que así sería para
siempre.
También
sé que Aidan, el divino Aidan, se parece más a su padre de lo que él mismo
hubiera podido imaginar. Durante la fiesta de la dulce e inocente Cinthia se
comportó como un auténtico caballero. Le hizo cumplidos sobre su vestido, alabó
la comida, la decoración y la casa en general, la sacó a bailar varias veces y
le aseguró que, aquella noche, ninguna chica brillaba más que ella. No mentía,
porque Aidan no mentía jamás. Era cierto que estaba deslumbrado con aquella
criatura desconocida que, a pesar de saber que era compañera suya de clase, no
conseguía ubicar. ¿Cómo se le había pasado por alto? Era dulce, discreta, muy
tímida y estaba, a todas luces, locamente enamorada de él. Sus ojos, de un azul
limpio, le seguían allá donde iba y cada vez que sus miradas se cruzaban,
dibujaba una sonrisa y clavaba la vista en la punta de sus zapatos. Estuvo a su
lado mientras abrió los regalos, le ayudó a repartir bocadillos cargando con
las bandejas de un lado a otro del jardín y encendió, una por una, todas las
velas al caer la noche. Puso sus discos favoritos, le dijo una y otra vez lo
bella que le parecía y, cuando sopló las dieciséis velas, fue el primero en
abrazarla mientras le susurraba al oído “espero que tu deseo se haga realidad”.
Se las arregló para hacerla beber, con disimulo, como si la iniciativa partiera
de ella, hasta que a duras penas consiguió tenerse en pie y cuando necesitó un
apoyo para entrar en la casa, fue su brazo el que encontró.
Los
invitados se habían ido poco a poco y se quedaron solos, sentados en el cómodo
sofá. Cinthia sonreía y se apoyaba contra su pecho, pensando que aquella noche
estaba rozando el mismísimo cielo con la punta de los dedos, y cuando Aidan se
inclinó para besarla, se dejó hacer sin oponer resistencia. Al contrario, le
echó los brazos al cuello y respondió al beso con las mismas ganas. No creo ni
que se diera cuenta de que Aidan la cogía en brazos y subía con ella las
escaleras, que abrió una puerta tras otra hasta encontrar su habitación y que
allí, sin más luz que la que se filtraba por los amplios ventanales que daban
al jardín, le arrancó la ropa sin prestar atención a sus débiles protestas. La
lanzó sobre la cama, se puso encima suyo y empezó a besarla, a tocarla por
todas partes sin que le importara lo más mínimo la posibilidad de hacerle daño
o no. Cinthia pareció reaccionar e intentó quitárselo de encima, sin éxito. Le
empujó, le dio puñetazos y patadas que apenas le rozaron y, en un intento
desesperado, le arañó la cara. Aidan respondió dándole un bofetón que la dejó
sin aliento y le arrancó, de golpe, las pocas fuerzas que le quedaban. Y en su
cama de princesa de cuento de hadas, sobre una colcha de color rosa y bajo la
atenta mirada de sus muñecos de peluche, Aidan violó a Cinthia dos veces. Luego
fue al lavabo, se lavó las manos y se pasó una toalla humedecida por el cuerpo,
para borrar el rastro de su olor. Rebuscó en los armarios hasta encontrar
alcohol y tiritas para curarse los arañazos de la cara y el pecho, maldiciendo
en voz alta al sentir el escozor del líquido sobre las heridas. Después se
vistió sin mirarla y, antes de salir, se acercó a ella y le dijo al oído “si
cuentas algo de esto, puta, te mato”. Cinthia se quedó muy quieta, con los ojos
apretados, hasta que escuchó la puerta de la calle cerrarse. Entonces sí, gritó
tan alto que le dolió la garganta y lloró durante tanto tiempo que ni siquiera
se dio cuenta de que se hizo de día. Salió de la cama, dolorida, y fue hasta el
cuarto de baño. Llenó la bañera de agua ardiendo y se metió en ella, apretando
los dientes, hasta que sintió que su cuerpo dejaba de sentir dolor. Después se
vistió con su vieja ropa de niña inocente, recogió los restos de una fiesta que
desearía no haber organizado jamás y se sentó en la cocina a esperar que sus
padres volvieran de la playa. Cuando regresaron, la encontraron haciendo los
deberes, como siempre. Si notaron algo extraño, no lo dijeron. Ella
tampoco dijo nada, por supuesto. Bueno, a mí sí, claro, pero es que yo soy su
única amiga y no soy peligrosa para nadie, en absoluto. Al menos, de momento.
Y
como no hay dos sin tres, acabé por enterarme de que Harriet, la insípida
acompañante de Aidan, había sido testigo mudo de la indiferencia con que él la
trató durante toda la noche, más interesado en la homenajeada que en ella.
Lejos de ofenderse y montarle una escena, decidió pagarle con la misma moneda.
Buscó una víctima fácil y la encontró en Charlie, un estudiante de último año
con fama de responsable y que sabía, a ciencia cierta, que estaba perdidamente
enamorado de él. Le contó lo que había sucedido, fingió una pena que estaba muy
lejos de sentir y dejó que la consolara. Confiaba en que alguien
le fuera con el cuento a Aidan y éste, muerto de celos al ser sustituido por un
don nadie, viniera a reclamar lo que era suyo por derecho. No tuvo suerte y, al
final, no le quedó más que aceptar el ofrecimiento de Charlie para llevarla a
casa. A mitad de camino, le sugirió hacer una parada en el aparcamiento de la
colina. “Hace una noche tan bonita y te has portado tan bien conmigo… “, le
dijo, acariciándole la nuca. Casi le oyó ronronear de gusto. Charlie cogió el
desvío y aparcó en el extremo norte, al abierto de unos arbustos que ocultaban
el coche de todo aquel que pasara por la carretera. Sin poderse creer la suerte
que había tenido, se abalanzó sobre ella para besarla, mientras una de sus
manos se movía frenéticamente por encima del vestido y la otra buscaba, y
encontraba, un tesoro debajo de la falda. Harriet pensó, por un instante,
dejarle jugar un poco y después rechazarle con la excusa de que ella era una
chica decente pero, en el último momento, imaginó a Aidan dándose un festín con
aquella rata disfrazada de mujer y se dijo que merecía su venganza. Así que se
limitó a separar las piernas y dejarle que se colocara entre ellas. Debo
reconocer que tuvo, que tuvieron mala suerte y es que Charlie, en su
atolondramiento por complacer a la dama, golpeó el freno de mano y el coche,
sin que ninguno de los dos se diera cuenta hasta que fue demasiado tarde para
detenerlo, se deslizó por la pendiente y fue a parar a la antigua cantera,
varios cientos de metros más abajo. No sobrevivieron y, lo que seguramente les
habrá parecido peor, ambos murieron siendo vírgenes. Sus familias, con la
connivencia de la policía local, vendieron la historia de que había sido un
desgraciado accidente, que se salieron de la carretera porque un conductor
borracho se les echó encima. El hecho de que aquel punto no sólo estuviera
alejado de la ruta que llevaba hacia el pueblo y, además, separado de la
carretera por unos cuantos metros es algo que nadie se molestó en señalar. Se
les enterró, por separado y con dos días de separación, y con ellos también
enterraron la vergüenza de la verdad. Verdad que, con excepción de los bomberos
que intervinieron en el rescate y el sheriff, que resulta ser mi padre, sólo yo
conozco. Tengo un pequeño defecto y es que, cuando me quedo sola, me gusta
colarme en su oficina y leer sus informes e interpretar las insinuaciones que,
con mucha frecuencia, se deslizan entre líneas. Ya saben, no dejes nunca que la
verdad te arruine una buena historia. Y la verdad sobre este caso me la guardo,
por si algún día me hace falta, junto con algunas otras.
Mjo
07-06-2020
Reto
Ray Bradbury
Semana
22
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