En este colegio, los viernes por la tarde se rompe
la rutina. El resto de semana se rige por un horario estricto, que admite pocas
o ninguna variación, pero los viernes por la tarde nunca se sabe cómo van a
terminar. Después de clase, las alumnas internas nos reunimos en el comedor
para degustar la insípida comida que la vieja Sor Luz Divina nos prepara: sopa
de pollo aguada y pescado a la plancha sin ningún sabor. De postre, según la
temporada. A veces naranjas, a veces un yogur y si tenemos suerte, algún dulce
sobrante de los que las monjas preparan para vender. Sucede con poca frecuencia
pero esas ocasiones son siempre una fiesta. Cuando acabamos, nos dividimos en
tres grupos y limpiamos la inmensa sala que las monjas, pomposamente, llaman
“refectorio”. Nos repartimos las escobas, los trapos y las fregonas y vamos de
un lado al otro quitando el polvo de los cuadros y las estatuas, barremos hasta
el último rincón y fregamos dos veces el suelo: la primera, con lejía y agua y
la segunda, con un líquido que huele a fruta pasada, de color rosa, que deja
las baldosas resbaladizas y brillantes. Después salimos de allí tapándonos la
nariz porque queda flotando en el aire, a pesar de las ventanas abiertas al
frío del invierno o el calor achicharrante del verano, una combinación
irrespirable de olor a lejía y el otro líquido. No exagero en absoluto. Leonor,
la más joven de las alumnas internas, se marea si respira ese aire más de tres
veces seguidas.
Después de limpiar el refectorio, tenemos una hora
de libertad relativa. Sor Amelia, con el rostro serio, nos recuerda siempre que
debemos pasarla en nuestras habitaciones, en completo silencio, meditando
cuidadosamente sobre nuestro comportamiento durante la semana. Es su modo de
pedirnos que nos preparemos para el acto estrella de los viernes: la confesión.
Este es un colegio religioso, así que el trámite es obligatorio. ¿Nos molesta?
No en exceso, es una oportunidad para ejercitar nuestra creatividad porque,
estando encerradas las veinticuatro horas del día, seis días a la semana y doce
horas el séptimo, ¿podría decirme alguien qué posibilidades tenemos de pecar?
Pero pecar de verdad, en serio, nada de mentir o levantar falsos testimonios.
Ya lo digo yo: escasas o ningunas, así que nos estrujábamos el cerebro hasta
conseguir una lista lo suficientemente creíble pero sin exagerar. Qué pérdida
de tiempo, diréis, qué necesidad tendrán de hacer eso… Muy sencillo: para
llamar la atención del padre Segismundo, nuestro párroco titular y confesor
designado, un hombre de mediana edad con cara de bonachón y un diámetro de
circunferencia a la altura del ombligo que siempre me hace pensar en cómo se
las arreglará para atarse los zapatos cada mañana. Se mueve con pasitos cortos,
bamboleándose de un lado al otro como si fuera un paso de Semana Santa llevado
por costaleros, con un cigarro a medio fumar olvidado entre los dedos y la
mirada perdida en el horizonte. Tiene fama de santo pero, debajo de su aspecto
de abuelo consentidor, se esconde un auténtico psicópata de la moralidad y el
castigo. Supongo que os preguntaréis por qué, entonces, nos empeñamos en
provocarle pero la respuesta es muy sencilla: por necesidad.
Para nosotras, las alumnas internas, la vida en el
colegio es una continua sucesión de clases, obligaciones, rezos y regaños. Misa
cada mañana antes de desayunar, misa cada noche después de cenar, revisión de
vestuario una vez a la semana, limpiar las habitaciones cada día después de
comer, cuatro horas de estudio diarias, nada de televisión, algo de radio pero
sólo en la sala común, apagar luces a las 10 de la noche… Contemplamos a las
alumnas externas con una mezcla de odio y envidia y ellas, que saben
perfectamente lo que sentimos, nos devuelven la mirada cargada de desprecio y
superioridad. No nos juntamos, somos como agua y aceite. Ellas entran a las
ocho y media cada mañana y a la una del mediodía, después de un Ave María y un
Padre Nuestro, vuelven a sus casas, con sus familias, sus criadas de uniforme
almidonado, sus fiestas de sociedad y sus ligues de alta sociedad que, en el
fondo, buscan lo mismo que todos los demás. En cambio, la mayoría de nosotras
venimos de familias ¿cómo las llaman? Bah, qué más da. Algunas somos hijas de madres solteras o viudas o, en el mejor de los casos, tenemos un padre en la cárcel en la cárcel o que se salió a buscar tabaco y jamás volvió. Somos las ovejas descarriadas del rebaño que
todavía se pueden salvar de la podredumbre del mundo pero somos difíciles,
llevamos sangre mala en las venas. No lo digo yo, nos lo recuerda la Madre
Superiora cada domingo, después de la misa, cuando nos permiten salir durante
medio día y nos recuerda los peligros que nos acechan al otro lado de estos
muros protectores. Peligros a los que, al parecer, nosotras estamos más
expuestas por eso de la mala sangre. Vamos, que cualquiera nace con el pecado
original a cuestas y nosotras debemos llevar ese y cinco o más de serie porque
sí. Si ella supiera que el peligro real está debajo de sus narices…
Porque el padre Segismundo, más allá de toda la
ira divina con la que nos amenaza desde el púlpito y las arengas con las que
nos castiga durante las clases de religión los martes y los jueves por la
tarde, esconde un secreto. A decir verdad, no sabemos si es un secreto
realmente secreto o uno de esos que se saben pero se prefiere ignorar. En
cualquier caso, el resultado es exactamente el mismo: todos miran hacia otro
lado y él sigue como si nada extraño ocurriera. A veces siento miedo, mucho
miedo, porque sé lo que podría pasar si se descubre lo que ocurre, pero otras
me da pena. No él, eso jamás, sino nosotras, que callamos aun sabiendo que
deberíamos gritar tan fuerte que hiciéramos temblar los cimientos de esta
institución. ¿Por qué no lo hacemos? Y para qué, ¿quién iba a creernos? Llegará
el día en que se crucen todos los límites y, entonces sí, caerán los velos y
aparecerá la verdad. Ojalá sea pronto porque algunas de nosotras ya no podemos
más.
Así que el viernes por la tarde, cuando la rutina
se rompe, el padre Segismundo se viste con su hábito de confesor y su estola
morada, entra en la capilla y nos mira como sopesando quién ha cometido los
pecados menos importantes y quién habrá caído en la depravación más absoluta.
Decide, en cuestión de segundos, el orden por el que deberemos acercarnos al
confesionario. Pensaréis en esa especie de caja de madera con dos habitáculos,
uno para él y otro para la víctima, separados por una delgada pared enrejada,
¿verdad? Pues os equivocáis, el padre Segismundo confiesa por cercanía y eso
significa que ha trasladado la ceremonia a un cuartito junto la sacristía,
donde hay un sofá de los tiempos de María Castaña, dos sillones a juego y una
pequeña mesita de café con su inefable Cristo crucificado y una copia de la
Biblia que, dice con orgullo, le regaló Juan Pablo II hace años. Una vez
decidido el orden de confesión, nos reparte por la capilla y nos ordena rezar
para preparar nuestra alma antes de abrirla a Dios, y se lleva a la primera
víctima.
El trámite no dura mucho al principio, se va
alargando según incrementa la importancia del pecado y, por consiguiente, el interés
del padre. Leonor suele ser de las primeras en entrar y apenas tarda cinco
minutos en salir. Es la más inocente de todas nosotras y también la menos
agraciada, lo cual es una bendición en esta situación. El padre apenas la mira,
se limita a escucharla con los ojos cerrados y le encarga un par de Ave María,
cuatro o cinco “Yo pecador” y el doble de Padre Nuestro, le absuelve sin
rozarle siquiera y, después de recordarle que no debe contarle a nadie lo que
allí ocurre, la manda de vuelta a su habitación. Leonor sale con la cabeza baja
y se aleja sin prestar atención a nada más que sus pasos. Estrella y Sofía se
reparte el segundo y tercer turno. Con ellas se demora un poquito más porque
hablan con susurros y tienen que repetir sus palabras una y otra vez para que el
padre, que padece una leve sordera, no se pierda nada. Tampoco tienen grandes
cosas que contar y aspiran a ingresar en la orden. Creo que ya han presentado
su solicitud y están a la espera de respuesta pero dudo mucho que las rechacen,
no están los tiempos como para ir despreciando postulantes. Así que entran, balbucean
su lista insignificante de pecadillos y salen con el rostro transfigurado de
santidad y alivio.
Una a una, las doce chicas vamos cumpliendo con
una coreografía cuidadosamente ensayada durante siglos, los pasos que alguien,
mucho antes que cualquiera de nosotras naciera, inventó para mantener a raya la
vida de sus semejantes. ¿Qué pasaría por esas cabezas para inventar algo tan
sucio como la confesión? ¿Y por qué? Tal y como yo lo veo, y no soy la única,
no es más que una persona, imbuida de un poder supuestamente divino,
satisfaciendo su ansia de curiosidad sobre otra, con el único objetivo de
castigar sus debilidades y fallos. Debilidades y fallos a los que todos estamos
expuestos, aunque en algunos pesen mucho menos que en otros. Envidio a los que
pueden librarse de la confesión y no entiendo, por más que me esfuerzo, a los
que deciden hacerla voluntariamente. Ojalá yo pudiera evitarla, sería mucho más
feliz y eso que no tengo nada que esconder. Yo no peco; a mí, por decirlo de
una manera que seguramente no será correcta, me pecan. Me hacen pecar y me
señalan, me juzgan, me culpan y me condenan los mismos que me convierten en
pecadora. Al menos, he dejado de darles la razón, de sentirme sucia y
castigarme. Lo peor de mí no soy yo sino ellos. Él.
Esta semana, el turno de espera más largo nos
corresponde a Maite y a mí. Maite lleva en el colegio seis años. Llegó con
once, cuando su madre entró en prisión por un delito de prostitución y su padre
la dejó abandonada en la entrada. Las mojas se hicieron cargo de ella y le han
dado una educación más que adecuada. Eso hay que reconocerlo, en este aspecto
no hay diferencia alguna entre nosotras y las alumnas externas; nos exigen más,
por supuesto, a modo de retorcida compensación por costarles dinero en vez de
hacérselo ganar, pero nos preparan para valernos en el mundo cuando salimos de
aquí. A Maite le queda poco, en apenas unos meses cumplirá dieciocho años y
podrá irse. No ve la hora, dice que el último año se le está haciendo demasiado
largo y no deja de hacer planes, que cambia un día sí y otro también, para un
futuro que ella desea que sea brillante y, en realidad, sólo es incierto. Ya es
mayor para ciertas cosas y también para juntarse con nosotras, no mucho pero lo
suficiente. Sin embargo, no nos pierde de vista. Es nuestra gallina clueca
intentando proteger a sus polluelos sin demasiado éxito. No sé qué será de
nosotras cuando se vaya. Echaremos de menos su risa fácil, su manía de ir
cantando por todos los rincones, la habilidad que tiene para coser botones y,
sobre todo, que nos defienda con uñas y dientes de cualquier acto que considere
injusto. Normalmente es una persona muy tranquila por fuera pero siempre lleva
una auténtica procesión por dentro y hoy es incluso peor. Se remueve en el
asiento, no deja de dar golpecitos con el pie en el suelo y cada vez que oye el
sonido de la puerta al abrirse, se pone pálida. Anda enamoriscada de uno de los
jardineros, un muchacho de pocas luces y sonrisa brillante. Sabe que el padre
conseguirá sacarle la información, le obligará a contarle hasta los más mínimos
detalles y que el castigo que reciba será tremendo. Se teme cilicio durante
unos días y tiene miedo.
Cuando el padre la llama, arrastra los pies hasta
la habitación y la pierdo de vista cuando se cierra la puerta. Tarda mucho, más
de lo habitual, y cuando sale, lo hace con el rostro lleno de lágrimas y, en la
mejilla, la marca roja de una mano. Me mira de reojo y me pide que no diga
nada, que no empeore la situación, y sale de la capilla con pasos rápidos, casi
a la carrera, antes de echar a llorar en el pasillo. La oigo perfectamente y mi
primer impulso es levantarme e ir a consolarla, asegurarle que no pasará nada
pero no puedo. A mi espalda, el padre ha dicho mi nombre y en su tono se
adivina que no tolerará ni un segundo de retraso. Respiro hondo, me doy la
vuelta y, con la vista clavada en la punta de mis gastados mocasines, me dirijo
al confesionario.
Me siento en el sofá, siguiendo la indicación del
padre, y cruzo las manos con fuerza sobre mi regazo, evitando mirarle. Con paso
cansino, resoplando por el esfuerzo, se acerca a mí y me pone una mano pesada
sobre la cabeza.
- Ave María Purísima- recito mientras se sienta en
un sillón a mi lado, tan cerca que nuestras rodillas casi se tocan.
-Sin pecado concebida- contesta él. Me santiguo y
continúo con el guion.
- Hace una semana que no me confieso, padre- digo, desplazándome un poco en el sofá para
alejarme de él.
- Que el Señor esté en tu corazón para que te
puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. Cuéntame, hija mía,
cuáles son”, dice, sentándose en el hueco que dejé libre en el sofá. Qué gran
error, pienso, acabo de concederle toda la ventaja en este juego. Me quedo en
silencio unos segundos, con los ojos cerrados, como si ordenara mis
pensamientos, y aprovecha para poner una mano sobre mi rodilla. Reprimo el
impulso de apartársela y alejarme un poco más pero la aprieta y me anima a
continuar - Vamos, hija mía, no temas, que el Señor y yo te escuchamos.
- Siento envidia de mis compañeras externas, tienen
tantas cosas bonitas… y no quieren compartirlas nunca con nosotras, son malas y
egoístas-. Hago una pequeña pausa y me anima a continuar-. Robé un par de bollos
dulces de la cocina. Me inventé un dolor de cabeza muy fuerte para no limpiar
los baños esta semana.
- Por tanto, mentiste-, dice, subiendo su mano por
mi pierna. Me da un escalofrío que él prefiere ignorar y asiento, con la vista
clavada en una grieta de la pared.
- Acusé a una externa de haber robado las flores
del recibidor cuando había sido yo. Vi el armario del refectorio abierto y bebí
un trago del vino que allí guarda la Madre Superiora. Algunas noches me levanto
y me voy al lavabo para leer novelas. A veces fumo, escondida en detrás del cobertizo
del jardinero. El último fin de semana que salí, dejé que un chico me besara-.
La mano, que estaba ya muy cerca de mi muslo, se detiene de repente y yo
contengo el aliento.
- ¿Y te gustó? – No digo nada, no quiero decir
nada-. ¡Contesta! ¿Te gustó?
- Padre, yo… - asiento con la cabeza y su mano me
aprieta el muslo. Me hace daño pero no parece importarle.
- ¿Era la primera vez? – niego con la cabeza y se
levanta. Pone su mano bajo mi barbilla y me obliga a mirarle-. ¿Qué más te
hizo? ¿Y qué le hiciste tú?
Le cuento que le devolví el beso, que dejé que me
cogiera de la cintura y después me abrazara, que me acompañó a pasear por el
parque y nos besamos una y otra vez. Volvió a sentarse a mi lado, puso su mano
en el mismo punto sobre mi pierna y empezó a acariciarme.
- Así que te gustó, ¿eh? – Se acercó para
susurrarme al oído y pude oler el tabaco en su aliento-. Sí, ya lo creo que te
gustó… y seguro que también dejaste que te tocara y que tú le tocaste también.
Dime, niña, ¿has tenido pensamientos impuros con él? Cuéntamelos, vamos, tienes
que decírmelo para que Dios y yo podamos perdonarte.
Intento sacar su mano de debajo de mi falda y
alejarme de él, salir de allí, pero no puedo. Es más grande y más fuerte que
yo, a pesar de su edad, y lo único que consigo es que se enfade conmigo. Me da
un bofetón que me deja sin aire y me quedo tumbada en el sofá. Él aprovecha
para ponerse encima de mí, levantarme la falda y tocarme por todas partes. Tengo
que hacer algo, tengo que sacar fuerzas de flaqueza y gritar pidiendo socorro o
pegarle un rodillazo entre las piernas o un puñetazo en su nariz de borracho o
un cabezazo en la frente o... No hago nada, ni siquiera le suplico que me deje
en paz, que no siga, que pare. Ni lloro. Me quedo quieta, con los ojos y la
boca cerrada, esperando que haga su trabajo, que acabe pronto y me deje
marchar. Por suerte para mí, se sacude diez o doce veces y se derrumba, con un
gemido ronco, sobre mi cuerpo. Se queda así, con la respiración agitada,
durante unos segundos y luego se levanta con esfuerzo. Se arregla la ropa y el
pelo, enciende un cigarro y me ordena que me siente. Me da un vaso de agua que
yo rechazo, me limpia las lágrimas que, ahora sí, empiezo a derramar, me pasa
las manos por el pelo y me baja la falda. Me dice que es todo culpa mía, que yo
deseaba que ocurriera y por eso le he provocado con esas historias de vicio y
perversión. Él es la víctima, yo la pecadora. Me castiga, por mi bien, con una
cantidad ingente de oraciones y consejos, me pide que reflexione sobre mi
actitud y me asegura que no estoy condenada aún, que todavía me queda una
posibilidad de salvación porque Dios ama a todas las criaturas y,
especialmente, a las que parecemos andar por el camino de la perdición. Después
me da una palmadita en la cabeza, hace la señal de la cruz y me absuelve.
- Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris
et Filii et Spiritus Sancti. Ve, hija, y procura no pecar más. Y recuerda, no
puedes contarle a nadie lo que ocurre en este confesionario, es un asunto entre
Dios, tú y yo – Asiento, hago una genuflexión y me giro para irme a mi
habitación-. Te espero la semana que viene, no lo olvides.
Señalada. Juzgada. Condenada.
Mjo
14-06-2020
Reto Ray Bradbury
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