El
sótano de la comisaría es un agujero oscuro y húmedo, el escenario apropiado
para las atrocidades que ocurren. O que provocamos. No seamos idiotas, no
queramos quitarnos de encima la culpa ni la responsabilidad. Eh, admito la
culpa, niego la responsabilidad. Yo no soy responsable de los actos de los de
otros y de los míos, responderé ante Dios cuando me toque. Estoy seguro de que
me perdonará porque, al fin y al cabo, actué en su nombre y por el bien de este
país. De lo que opinen los hombres o la historia… qué más da. Dudo que esté
aquí cuando les toque juzgarme.
No
importa las veces que limpien el suelo o las paredes, algunas manchas nunca se
van y otras reaparecen al cabo de unas horas. No me molestan y hasta he
aprendido a usarlas para intimidar al detenido. Un par de hostias bien dadas y algún
comentario casual sobre lo que ha podido, o no, pasar allí mismo horas o días
antes, y se les afloja la lengua antes de decir “amén”. Los hay duros, claro,
no todo va a ser coser y cantar, pero esos también acaban cantando hasta la
lista de los reyes godos. Soy bueno en mi trabajo y cada día aprendo algo más.
A mí no se me escapa uno sin que me explique dónde, cuándo, cómo y quién. Por
eso mi nombre es respetado, me tratan de “usted” y mis subordinados se cuadran
en cuanto me ven aparecer. Nadie habla de mí a mis espaldas como no sea para
alabarme. Sí, puede que también me tengan miedo pero eso es bueno, es útil, me
ahorra mucho esfuerzo. Cuando salgo de un interrogatorio, la gente evita
mirarme de frente; saben que pueden salir escaldados. No cuestionan mis métodos
porque tengo éxito. ¿Qué se me muere alguno de vez en cuando? Nos pasa a todos
y no es culpa mía. Si fueran inteligentes, no me obligarían a cruzar ciertos
límites y una vez se empieza… Bueno, es difícil parar.
Ayer hicieron una redada en un pueblucho de muertos de hambre y nos trajeron a unos cuantos metidos en camiones. Yo dirigí la operación, había seguido los pasos del grupo durante meses y sabía exactamente en qué momento actuar para pillarlos de mierda hasta el cuello. No fallé, por supuesto. No hubo bajas entre los nuestros, un par de heridos sin importancia, y de la otra parte, francamente, ni lo sé ni me importa. Son escoria, enemigos de la patria. De vuelta a Jefatura, ordené que los repartieran por las celdas y los dejaron cociéndose en su propio miedo toda la noche. Ni comida ni agua ni luz, que se distraen y no piensan en lo que se les viene encima. Quince hombres y cuatro mujeres, algunos fichados, viejos conocidos que no aprenden y a los que, de vez en cuando, hay que recordarles quién manda aquí. Me di una vuelta por el sótano, les observé a través de las mirillas de las celdas, y después me fui a casa, a descansar.
Regresé
por la mañana, después de un sueño reparador. Revisé el expediente de la
redada, rectifiqué errores, taché algunos detalles que no tenían importancia en
el caso y se lo devolví a Pepe, para que lo pasara todo de nuevo y destruyera
el original. Le recordé, con una colleja cariñosa, que su trabajo no era opinar
sino contar la verdad, mi verdad, y que si no estaba conforme siempre podía
pedir el traslado a otro departamento o regresar a su puto pueblo a cuidar las
cabras de su padre. Se deshizo en excusas y perdones, “lo siento, inspector,
tiene razón, inspector, como usted mande, inspector” y se largó con la cabeza
gacha a cumplir mis órdenes. Me gusta cuando me obedecen, no hay sensación que
se parezca a esa. ¿O sí?
Entre
los detenidos anoche, un nombre en especial me llamó la atención. Mercedes
Salinas, a la que todos llaman “La Roja” por dos razones más que obvias: porque
tiene antecedentes como comunista y porque ejerce de puta en las calles del
Chino. Dicen que, de joven, era una verdadera joya y su virginidad salió a
subasta y se pagó a precio de oro. Nunca se supo la cantidad que pagó el
afortunado, un banquero madrileño que viajó expresamente desde la capital para
cobrar su premio, pero cuentan que el hombre no volvió a ser el mismo después
de aquella noche. Creo que Mercedes tenía quince años declarados, un cuerpo
hecho para el pecado y, dicen, ninguna vergüenza. Jamás confesó donde aprendió
todos los trucos que era capaz de desarrollar en una cama, pero pronto se
convirtió en la reina de las mujeres que vendían sus favores a precio de oro. Los
hombres, que viajaban desde cualquier punto del país, hacían cola en la puerta
de su edificio con el único objetivo de pasar una hora entre el paraíso de sus
piernas. Controlaba al milímetro cada aspecto de su profesión, la más antigua
del mundo, y presumía de no equivocarse nunca. Hasta que llegó Elías y cometió
el peor error de todos. Enamorarse.
Elías
andaba metido en política, alborotando en las fábricas textiles, amenazando a
los empresarios y saboteando la producción. Traficaba con armas e incluso
explosivos y se rumoreaba que estaba detrás de algunos asesinatos, pero nada se
pudo probar. De vez en cuando le detenían, le daban una paliza en los calabozos
y lo dejaban tirado en cualquier callejón, esperando que aprendiera la lección
de una vez por todas. Pero no aprendía. Tarde o temprano acababa por volver, en
un círculo vicioso que sólo acabaría cuando al policía de turno se le fuera la
mano o le estallara en las narices la última bomba que manipulara.
Nadie
sabe muy bien cómo ni cuándo se conocieron pero, desde ese mismo instante, se
hicieron inseparables. Y Mercedes dejó de ser la puta de todos para convertirse
en la de Elías. Iba de su mano a los encuentros clandestinos en los que se
organizaban los atentados y hasta llegó a participar en alguno de ellos. Se
aprendió al dedillo todos los dogmas, se consagró a la política con la misma
devoción que había empleado en satisfacer a cada hombre que pasó por su cama.
De la noche a la mañana, fue la revolucionaria perfecta, dispuesta a dar su
vida por una causa en la que creía a pies juntillas. Victoria o muerte, decía.
Pero no fue la suya sino la de Elías, que cayó en el fuego cruzado entre sus
compañeros y la Guardia Civil cuando intentaba huir, con un botín muy
suculento, del atraco de un banco. Allí acabó su historia y empezó la leyenda y
es que no hay mejor manera de pasar a la posteridad que convertirse en mártir
por una causa perdida. Y no hay causa más perdida que la libertad del pueblo.
Menuda utopía.
Mercedes
cogió la pena y la transformó en rabia, en odio intenso ante cualquier tipo de
poder establecido, y se trabajó a conciencia para hacerse un hueco en la
dirección del partido. Lo consiguió, por supuesto, no había nadie tan capaz de
ejecutar los planes más descabellados, de arriesgarse hasta el precipicio, de
apretar el gatillo sin pestañear siquiera. Llegaba, actuaba, desaparecía. Y
así, una y otra vez. Era el objetivo de todas las búsquedas policiales.
Detuvimos a cualquiera que tuviera una mínima relación con ella y recurrimos a
cualquier medio para sacarles información. Más de una vez se nos fue la mano
pero quién iba a quejarse, son todos escoria. No sirvió de nada; cuando
llegábamos al agujero en el que se escondía, había volado sin dejar rastro.
Todos los agentes la odiábamos pero ninguno tanto como yo.
La Roja y yo teníamos una cuenta pendiente
aunque ella no lo supiera. Tenía dieciocho años cuando llegué a esta mierda de
ciudad, cargando con una maleta de cartón que había conocido tiempos mucho
mejores y un montón de esperanzas que resultaron ser falsas. Había oído hablar
de ella, como muchos otros, en el bar de mi pueblo, donde las historias de sus
hazañas entre las sábanas se contaban, en voz baja, entre vaso y vaso de vino.
Sentí deseo de conocerla, de disfrutarla, mucho antes de tener el dinero que me
permitiera siquiera acariciar uno de sus cabellos. Ahorré cada real que cayó en
mi mano hasta conseguir la cantidad suficiente y, vestido con el único traje
decente que tenía, me planté en la ciudad sólo para descubrir que no me llegaba
ni para acercarme a su puerta. Trabajé durante meses para juntar lo que me
faltaba y cuando por fin lo tuve, pedí cita e hice cola con el resto de
fantasmas ansiosos por un trocito de su afecto de alquiler. Cuando llegó mi
turno, me detuvo en la puerta con un gesto autoritario. Me miró de arriba
abajo, me revisó desde las orejas hasta los dientes, me apretó las nalgas con
las dos manos y se echó a reír.
- Dónde vas con ese cuerpo de miseria… Así no
me vas a aguantar ni el primer beso - me dijo entre carcajadas-. Anda, ¡vete y
vuelve cuando ya seas hombre!
De
un empujón me lanzó a la calle y dio paso al siguiente candidato. Recuerdo,
como si hubiera sido ayer, el sonido grotesco de las risas de los hombres que
aguardaban, cómo algunos se atrevieron a señalarme con el dedo y hasta a
palmearme la espalda y llamarme “chaval”. La humillación todavía duele,
probablemente porque la he mimado y alimentado cada día. Yo no olvido. Y quién
me la hace, tarde o temprano la paga.
Me
aceptaron en la policía porque, sorprendentemente, no exigían demasiado y me
pareció una buena salida. Necesitaban hombres con pocos escrúpulos, que sepan
qué preguntas hacer y cuándo hacerlas, que impongan con su sola presencia. Yo
soy todo eso y mucho más. Mi nombre es sinónimo de miedo, hay quién empieza a
hablar con sólo escucharlo y eso me ahorra mucho trabajo. Y dinero, que las
facturas de la tintorería son caras y es la única manera que tengo de quitar
las manchas de sangre de la ropa. Pero, en todo este tiempo, mi objetivo
prioritario ha seguido siendo ella. Desde que me asignaron a esta comisaria, he
perseguido sin descanso sus pasos y, aunque no había podido echarle el guante a
ella, sí había detenido a muchos de sus compañeros de locura. La mayoría de los
miembros de su célula revolucionaria que han pasado por mis manos no han
sobrevivido. Nada grave, no eran más que desechos, en el fondo le he hecho un
favor al mundo quitándolos de en medio. Y con paciencia, miguita a miguita,
acabé atrapando a la Reina Madre del panal. Ahora es mía y lo voy a disfrutar.
Veamos qué me cuenta.
Bajé
al sótano, un lugar oscuro y sin ventilación, a prueba de gritos y llantos. Lo
que pasa al otro lado de la puerta se queda justo en ese lado de la puerta,
sobre todo porque yo no permito que nadie vaya contando historias, reales o
inventadas. Me recibió el cabo Morales, que se cuadró en cuanto me vio aparecer
por el pasillo, con las manos en los bolsillos. Me confirmó que la detenida
era, efectivamente, quién decía ser y que estaba esperando mi visita. Le di las
gracias y le mandé de vuelta al piso de arriba.
-
Que no baje nadie hasta que yo lo ordene – le dije, a modo de despedida.
-
Descuide, señor, así se hará – contestó sin mirarme a los ojos. Pobre Morales,
hace poco que le han destinado a Vía Layetana y todavía no se acostumbra a
ciertos procedimientos. Ya se curtirá, por la cuenta que le trae.
Esperé
a que desapareciera escaleras arriba, encendí un cigarrillo y me asomé al
pequeño hueco acristalado de la puerta. Sí, allí estaba Mercedes, sentada en
una silla, esperando. Tenía el pelo revuelto, la ropa mal abrochada y manchada
de sangre. Si era suya o de cualquier otro no podía decirlo y, en realidad,
tampoco importaba. Se me aceleró el pulso y me obligué a controlar las ganas de
entrar y acabar con ella sin mediar palabra. ¿Dónde habría estado la diversión,
entonces? Respiré hondo varias veces y cuando sentí que estaba preparado, tiré
la colilla al suelo y entré. Cerré la puerta a mi espalda y la observé.
Cualquier otro detenido, hombre o mujer, habría dado un respingo y, al verme,
habría empezado a temblar. Ella no. Ella se limitó a levantar la barbilla y a
mirarme a los ojos. No había en ellos ni rastro de miedo.
-
Vaya, mira a quién tenemos aquí… ¡Pero si es el medio hombre! – dijo, a modo de
saludo, y empezó a reírse.
La
primera hostia ni la vio venir. Se le cortó la risa y hasta la respiración.
Podría haber seguido dándole pero si perdía el conocimiento pronto, la
diversión se acababa y yo quería pasarlo bien. Y cobrarme la vergüenza que me
hizo pasar, claro. Y que sufriera, coño, que después de todo no era más que una
puta roja y tenía las manos manchadas de sangre. Su destino estaba más que
sellado. Ya fuera allí, aquella noche o la siguiente, o después de pasar por un
tribunal, a Mercedes le quedaba un suspiro de vida.
Me
quité la chaqueta y la colgué, con cuidado, en el extremo opuesto de la
habitación. Me remangué la camisa, encendí otro cigarro y me senté en otra
silla. Crucé las piernas y me dediqué a fumar con calma, sin dejar de mirarla.
Le sangraba el labio inferior pero no parecía importarle demasiado. Con las
manos esposadas en la espalda, no podía limpiárselo y le goteaba sobre la
blusa. Le faltaba la mitad de los botones y, por el escote abierto, le asomaban
los pechos apenas contenidos por un sujetador negro. Hace años, la visión de
esa carne me habría excitado hasta el extremo pero aquella noche me dejó
frío. La miré sin abrir la boca y me di
cuenta de hasta qué punto había envejecido. La vida le había tratado mal pero
no podía culpar a nadie. Tenía arrugas alrededor de los ojos, que habían
perdido el brillo que volvía loco al más frío de los hombres, y las profundas
marcas a ambos lados de la boca, le daban aspecto de amargada. Parecía que no
se había peinado en días, tenía los senos caídos y una telaraña de venas
varicosas le cruzaba las piernas, que asomaban por debajo de la falda negra y
deslucida. Mercedes, la mujer que hacía girar todas las cabezas y por cuya cama
habían pasado más pollas de las que sería capaz de recordar, había desaparecido
por completo. En su lugar, una vieja bruja se sorbía la nariz y luchaba por no
dejar escapar las lágrimas que le inundaban los ojos. No era nada. No era
nadie.
Me
levanté y me acerqué a ella. Saqué un pañuelo del bolsillo, lo mojé en un vaso
de agua que había sobre la mesa y le limpié la cara lo mejor que pude. Le
aparté el pelo e intenté peinarla con los dedos pero era imposible. Le cerré la
camisa, abrochando los pocos botones que le quedaban, y le bajé la falda.
-
Gracias – dijo, mirándome a los ojos sin asomo de burla o engaño, y dibujó la
sonrisa más triste que había visto en mi vida. Por un momento, desapareció
aquella mujer cansada de sobrevivir y volví a ver a la encantadora de
serpientes que me había robado el sueño. Me desarmó.
Me
encontré, de repente, contándole todas las historias que había oído sobre ella
cuando no era más que un adolescente con demasiados pájaros en la cabeza,
confesando que fue el único motivo por el que dejé atrás a mi familia y a una
novia muy formal y obediente, y atravesé el país entero para verla, para
conocerla, para pasar unas horas amarrado a un cuerpo que, decían, tenía el
poder para perder a cualquiera. Le hablé de mi pena al rechazarme, del inmenso
dolor, de la rabia que había arrastrado durante demasiados años. Le dije que no
había vuelto a desear a ninguna mujer de la misma manera, que seguía siendo su
cara la que veía en cada una de mis conquistas, que me había arruinado la vida
con un par de frases y sólo el ansia de vengarme de ella me movía. Le acaricié
la mejilla con los nudillos y me callé. Me miró, sacudió la cabeza con orgullo
y se irguió en la silla.
-
Creo que te has confundido, inspector –
dijo con desprecio. Parecía morder cada palabra y escupirla-. Aquí soy yo la
que debería estar confesando, no tú. Si necesitas aliviar esa mente de mierda,
ve a ver a tu confesor... medio hombre.
Se
me nubló la vista. Sentí que una marea oscura y densa me nacía en el estómago y
me cegaba, me ahogaba, me ardía en las venas. Me puse de pie y me alejé unos
pasos. Apreté los puños y los dientes pero no en busca de relajación sino para
juntar la ira y dirigirla hacia ella.
Esta
vez no la pillé con la guardia baja, me estaba esperando y el primer golpe lo
recibió sin quejarse siquiera. Usé los puños hasta que escuché crujir los
huesos de su nariz y pómulos. Su cara se convirtió en una masa sanguinolenta y
deforme que no se parecía en nada a un rostro humano. Por suerte para ella, por
desgracia para mí, perdió el conocimiento muy pronto pero seguí golpeando con
una regularidad digna de mejor causa. Cuando paré, porque sentía que el aire no
me llegaba a los pulmones, de un empujón la tiré al suelo, mujer y silla
unidas, y me alejé. Me senté en la otra silla y vacié el vaso de agua de un
solo trago. Respiraba como si hubiera corrido delante de un Vitorino en los San
Fermines y me dolían las manos, tenía los nudillos cubiertos por la mezcla de
su sangre y la mía. Cerré los ojos y dejé la mente en blanco. Unos minutos más
tarde, mi respiración se había regulado y me sentía capaz de seguir con el
interrogatorio.
Me
acerqué a Mercedes, que gemía en el suelo, con la cabeza apoyada en un charco
de sangre, y le cogí del pelo. Empecé a pedirle nombres, fechas, lugares,
métodos que iban a usar. Le dije que si no lo sabía, que se lo inventara. Sólo
gemía y lloraba, balbuceaba, pedía clemencia. Le solté las esposas y esperé.
Apenas podía mover los brazos sin quejarse pero se las arregló para arrastrarse
hasta el fondo y sentarse con la espalda apoyada en la pared, dejando en el
suelo un rastro irregular de sangre. Encendí un cigarro para darle tiempo a
recuperarse, estaba seguro de que había alcanzado su límite y no tardaría en
empezar a cantar como un canario. La vi temblar y supe que había ganado.
Soy
idiota. Soy idiota perdido. He pasado muchos años enfrentándome a delincuentes
de medio pelo y a verdaderos criminales, gente peligrosa y dura de roer, pero
siempre había conseguido sacarles lo que quería. Si alguno se perdía en el
proceso, no era más que una desgracia sin importancia, una de tantas. Por eso
pensé que con Mercedes no era diferente, que la posibilidad de no sobrevivir a
aquella noche era razón más que suficiente para que se derrumbara y confesara
absolutamente todo. Estaba a un paso de conseguir la victoria más importante de
mi carrera y… me equivoqué.
La
escuché reír. Primero era más un gemido extraño, luego un chirrido que acabó
evolucionando en carcajadas estridentes que rebotaban de una pared a otra en un
eco ensordecedor que me obligó a taparme los oídos. De vez en cuando, decía
“¡Medio hombre!” y seguía riéndose. Me señalaba con un dedo tembloroso y
lloraba, no sé si de risa o dolor, y acabó por deslizarse por la pared hasta
quedar tumbada, encogida como un feto nacido antes de tiempo.
Me
levanté de la silla con un rugido, volqué la mesa, rompiendo la jarra y los dos
vasos, y en tres zancadas me planté delante suyo. Le agarré del pelo y siguió
riéndose. “Medio hombre, medio hombre, medio hombre…” susurraba, sin dejar de
mirarme.
Qué
desgracia. Qué pobre elección de últimas palabras, la suya.
Dos
días más tarde, en la sección de sucesos del periódico apareció una noticia breve
que rezaba así:
“HALLADA MUERTA
UNA ANTIGUA PROSTITUTA”
- Redacción local
–
En la noche de
ayer, fue localizado el cuerpo sin vida de una mujer, en las inmediaciones de
la Plaza Real. El cadáver, con signos evidentes de haber sido maltratado, fue identificado
como Mercedes Salinas, conocida anarquista y prostituta. Según las
investigaciones, habría fallecido al intentar robar a un cliente y éste, al
descubrirla, le golpeó hasta dejarla sin sentido en la calle. Según las fuentes
médicas consultadas, la víctima, aunque muy mal herida, fue abandonada todavía
con vida pero, dadas las bajas temperaturas que estamos sufriendo en los
últimos días, fue imposible que sobreviviera. Ante la falta de testigos de
hecho, se cierra el caso. Ningún familiar ha reclamado sus restos, será
enterrada en una fosa común en el Cementerio de Pueblo Nuevo.”
Lo
dicho, qué desgracia.
Mjo
21-06-2020
Reto
Ray Bradbury
Semana
24
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