martes, 11 de agosto de 2020

VOYEUR (Semana 30)

Adriana tiene una rutina que sigue, casi al pie de la letra, cada día y a mí me encanta ser testigo de ella. La primera alarma de la mañana suena a las 6:30. Mientras Piotta canta su oda a Roma y los “7 vici capitale”, ella se da la vuelta y, sin abrir los ojos, tantea en la mesita de noche hasta que localiza el móvil y pulsa el botón para silenciarlo. Lo deja sobre la almohada y vuelve a quedarse inmóvil, de lado, hasta que suena la segunda y última alarma, a las siete en punto, y Exili a Elba le cuenta lo de las “Paraules d’una dona sàvia”. Adriana lo apaga antes de que llegue al estribillo y gimotea un poco, se da la vuelta y, a regañadientes, saca los pies de la cama y los pone en el suelo. Empieza entonces su pequeño ritual matutino, que incluye meter los pies en las zapatillas, desperezarse hasta que le crujen todas las vértebras, recogerse el pelo en una coleta desordenada, ponerse la camiseta, restregarse los ojos hasta casi hacerse daño y, por fin, levantarse y caminar hasta las escaleras que llevan al comedor para bajarlas entre bostezos.

Antes que nada, sube las persianas de la terraza y guiña los ojos ante la luz del sol. A esas horas de la mañana, el aire que entra es fresquito y se le pone la piel de gallina, así que cierra la puerta corredera de la derecha y deja abierta, solo un palmo, la de la izquierda. Va al lavabo y cuando vuelve, se enfrenta a la cocina para decidir qué desayuna. Un día pan con tomate y embutido, otro día yogur griego con cereales y frutos rojos, según la inspiración del momento o lo que la báscula, traidora, le haya dicho al pesarse unos minutos atrás. Lo que no le falta nunca, ni en los peores momentos, es una taza de café. Durante la semana, de esos de cápsulas; los fines de semana, de cafetera de las de toda la vida no sólo porque tiene más tiempo para saborearlo sino por el aroma que se queda flotando en el ambiente.

Desayuna sentada en el sofá, delante de la tele, porque jamás ha sido capaz de levantarse de la cama y salir corriendo, necesita su tiempo, despertar a su ritmo. Ve cualquier cosa que no sea noticias, prefiere no empezar el día enfadándose con los políticos o las cifras de contagiados por el COVID-19. Si al final se va a enterar, si no por la tele o la radio, por alguna de sus amigas, que se encargan de pasar los artículos más llamativos que encuentran, ¿para qué va empezar tan temprano? Cuando acaba el café, se levanta y va a la ducha. Se lava el pelo, se pone el suavizante o la mascarilla, se lava con una esponja de esas que arrancan, dicen, hasta la última célula muerta de la piel, se enjuaga con agua caliente y, para acabar de despertar, un último chorro de agua fría en verano. Se envuelve el pelo con una toalla en la que se nota los rastros de los tintes que, cada tres o cuatro semanas, se pone para disfrazar el color natural de su pelo y las canas que empezaron a salirle cuando tenía trece o catorce años y ahora son legión, y se seca el cuerpo con una de un hotel en Venecia que, “por error”, acabó en su maleta y le encanta. En cuanto sale de la ducha, consulta la hora y acelera. Se lava los dientes, la cara con un jabón especial y las manos. Se pone antiojeras, aunque está convencida de que no sirve para nada, y una crema hidratante de día. Se quita la toalla del pelo, se echa un líquido especial que ofrece volumen y brillo y bueno, al menos no lo estropea. Después coge la crema para rizos, la reparte por la melena y, con el secador en la mano, vuelve al comedor. Se sienta en el sofá, al lado de la terraza, pone la cabeza boca abajo y dedica diez o quince minutos a secarse el pelo. Para nada, en realidad, porque siempre parece que se ha peinado con una batidora, dice, pero a mí me encanta y sonrío al pensar en cómo quedan sus rizos sobre la cama, cuando se tumba y me deja verla, sin que ella lo sepa, desde sus piernas abiertas. Al terminar, vuelve al lavabo y se maquilla a toda velocidad, con un ojo puesto en el reloj y el otro en el espejo. Después se viste, casi siempre pantalones y una camisa o camiseta, zapatos planos o con un tacón de cuña que le permitan caminar sin llorar a cada paso. Agarra el bolso, la mochila donde carga el libro y la fiambrera y sale al escape sin mirar atrás. Se deja la cama sin hacer casi cada día, a veces por falta de tiempo y, a veces, por pura vagancia. “Si no lo va a ver nadie, ¿qué más da?”, dice para justificarse. Lo veo yo y me molesta. Igual que me molesta que no fregue los cacharros del desayuno y los deje en la fregadera hasta que vuelve por la noche. Al menos los cubre con agua para que no queden los restos pegajosos, pero estas costumbres las tiene que corregir. No tengo prisa, la verdad, nos estamos conociendo todavía y las cosas van razonablemente bien a pesar de las diferencias. Se acostumbrará a mí, no tengo duda, y con ella todo será perfecto. Esta vez no habrá errores, estoy seguro. Es ella. Tiene que serlo.

En cuanto cierra la puerta, el silencio se apodera del piso y yo me siento terriblemente solo. Durante el confinamiento me acostumbré a su presencia constante, a sus idas y venidas como una fiera enjaulada, las noches en vela mirando el techo, los días en que no conseguía salir de la cama, las lágrimas que se le escapaban a veces sin control. Y también a sus carcajadas al ver sus series favoritas, a verla bailar por el comedor mientras cantaba a gritos, a mirarla sentada frente el portátil, mordiéndose los labios al buscar la palabra que diera sentido a la frase perfecta, a contemplarla sentada en el suelo, junto a la puerta de la terraza, con un libro apoyado en las piernas y una taza de té en la mano, a que se quedara dormida en el sofá después de comer y escucharla hablar por teléfono con sus padres o sus amigos. Algunos de ellos deberán desaparecer del mapa, sobre todo ese con el que se escribía casi cada noche y con el que, de vez en cuando, hablaba por teléfono. A juzgar por su sonrisa y la mirada soñadora, es el más peligroso de todos. Una noche debieron tener una conversación de lo más caliente porque apagó la luz, se tumbó en el sofá y su mano acabó perdida entre sus piernas. La vi sonreír con picardía, morderse el labio, cerrar los ojos para imaginar mejor lo que fuera que le contaba, escuché sus gemidos  de placer y cómo, cuando todo acabó, se relamía los labios y se estiraba como una gata consentida. Me molestó pero, entonces, no estábamos juntos y no tenía derecho a quejarme. Ahora es diferente. Dentro de nada no necesitará más atención que la que yo le preste y juro que la haré feliz y la satisfaré, dentro y fuera de la cama, mucho, mucho más que cualquiera de los monigotes con los que, hasta ahora, se ha entretenido. Y los juguetes. Eso también tendrá que desaparecer, no le harán falta cuando estemos juntos.  De momento, que juegue tanto como quiera. Pero cuando yo diga “basta”, se acabó.

Me doy una vuelta por el piso, persiguiendo el rastro leve de su perfume que aún flota en el aire. No debería hacerlo, tengo mucho trabajo pendiente esperándome en la mesa, pero no puedo evitarlo. Se ha dejado el pijama en el lavabo y las zapatillas en las escaleras. No ha cerrado la bolsa del pan. Tampoco ha cogido la bolsa de la basura y está tan llena que difícilmente podrá meter ni un papel cuando regrese esta noche. En la habitación pequeña, la ropa que recogió anoche del tendedero sigue esperando que la doble antes de meterla en el armario. Resisto la tentación  de poner remedio y orden pero no quiero que me malinterprete. Paso a paso, de verdad que no tengo prisa, pero es que odio el desorden. Necesito que esté todo en perfecto estado para controlar esos ataques de ira sin sentido que tantos problemas me han dado en el pasado. Adriana no es mala, sólo descuidada pero eso se puede remediar. Sólo necesitamos hablar y tiempo. Regreso a mi habitación, cierro la puerta y abro la ventana para que entre un poco de aire. Enciendo el ordenador del trabajo y me pierdo en los presupuestos, las estadísticas y la lista interminable de mails pidiendo que solucione problemas que ni he causado yo ni me corresponde a mí arreglar. Como tantas veces antes, me repito que cualquier día me planto en el despacho del director, le explico todo lo que está mal en esta empresa y dimito. Lástima que necesite el dinero... pero esta situación no se puede alargar mucho más, me va a costar una enfermedad. El día se me va sin darme cuenta. De repente, son las siete de la tarde y apenas he parado para comerme una ensalada, de pie frente al fregadero, antes de volver a trabajar. Tengo el cuello agarrotado y me duelen las piernas al levantarme de la silla. Adriana llegará en una media hora, tengo tiempo de ducharme y relajarme un poco antes de que regrese. Quiero estar listo para recibirla como se merece.

En una hora me ducho, me afeito y me visto con ropa cómoda. A pesar de trabajar desde casa, sigo imponiéndome el traje y la corbata, así que es un placer poder ponerme un pantalón de chándal, una camiseta y unas deportivas. Preparo la cena, una ensalada de pasta a la que añado bacon, maíz y olivas negras, sus favoritas, y la dejo en la nevera para que se enfríe. Me da tiempo, incluso, a preparar mahonesa casera, con un toque de limón, como a ella le gusta. Después me siento en el sofá, frente a la televisión, con una copa de vino blanco bien frío. Es el descanso del guerrero, ahora llega mi momento.  La oigo entrar y cerrar la puerta de golpe. La miro, con una ceja arqueada a modo de pregunta silenciosa, y sólo necesito mirarle a la cara para saber que no ha tenido un buen día. Deja el bolso y la mochila en el suelo, junto al sofá, se sienta en las escaleras para quitarse los zapatos y sube a la habitación quitándose la ropa por el camino. Me encanta el gesto que hace al quitarse la camiseta, cómo sube los brazos y se la saca por la cabeza. Me gusta el vaivén de sus caderas al subir las escaleras, verla andar descalza, entrever el perfil de sus pechos libres al quitarse el sujetador. Aprieto los dientes y bebo un trago de vino, imaginando qué hace ahí arriba. Supongo que ya se ha desabrochado los tejanos y los ha deslizado por sus caderas hasta quitárselos y dejarlos sobre el arcón antiguo que hay al pie de su cama. Rescatará el pijama de debajo de la almohada, los viejos pantalones cortos y la camiseta de tirantes con una mancha de tinte a la altura del pezón izquierdo, y se sentará en la cama, quizá incluso se tumbará, respirará hondo, cerrará los ojos y dejará que la tensión del día desaparezca poco a poco. Baja al cabo de diez minutos, va al lavabo y se desmaquilla y se recoge el pelo en un moño desordenado. Cuando sale, va a la cocina, abre la nevera y saca una lata de cerveza con limón, sin alcohol, y la vacía en un vaso de los pocos que han sobrevivido a tres mudanzas en siete años. Se sienta en el sofá, pulsa el botón de “on” en el mando de la tele y busca un canal que la entretenga sin necesidad de pensar. Elige uno en el que emiten documentales sobre crímenes y, al acabar el capítulo, se sienta a la mesa y cenamos. Ha debido de tener un día realmente malo porque frunce el ceño  y, a veces, parece que se va a echar a llorar. De vez en cuando, mira la pantalla y masculla algo pero no acierto a entender qué dice y decido dejarla en paz. Me vendría bien contarle las últimas novedades, ninguna buena, de mi empresa pero supongo que, ahora mismo, le apetece tanto como que le saquen una muela sin anestesia. No me enfado, de verdad que no, soy una persona muy comprensiva. Casi siempre. Todos tenemos días malos, mañana será mejor. Seguro.

Recoge la mesa, friega los platos, incluyendo los que ensució durante el desayuno y la fiambrera que utilizó para comer a mediodía, y la vitrocerámica. Abre la nevera, saca la botella de agua y bebe un largo trago, directamente de la botella. Ah, no, por favor, otro detallito que tendremos que corregir. Cuando acaba, la rellena con agua del grifo, mete la botella en la nevera y la cierra con un golpe de cadera. Apaga la luz de la cocina y vuelve al sofá, a tantear canales de televisión hasta que, aburrida, la apaga. Coge el móvil, que había dejado olvidado sobre la mesa, y revisa las redes sociales y las apps de mensajería. Sonríe  por primera vez desde que ha vuelto y se tumba en el sofá, con las piernas apoyadas contra la pared, y se embarca en una conversación con, imagino, ese amigo que tanto parece interesarle. Rechino los dientes de rabia, no necesito eso ahora mismo y, desde luego, ella tampoco. Debería olvidarse de él y relajarse en vez de seguirle el jueguecito absurdo que se trae con ella. Qué estúpidas son algunas mujeres, por favor. Me dan ganas de gritar muy alto pero me las trago. Mañana, mañana será otro día y será mejor.

Quince o veinte minutos más tarde, deja el móvil sobre el sofá y se queda mirando la pared, sonriendo como si fuera la persona más feliz del mundo. Coge el móvil de nuevo e, imagino, repasa la conversación una y otra vez, hasta sacarme de quicio. No soporto a la gente desconsiderada y Adriana está siéndolo, y mucho, conmigo. Me levanto de sofá, voy a la cocina y abro la nevera, saco el vino y me sirvo otra copa, esta vez llena hasta el borde. Vacío la mitad de un trago y vuelvo a llenarla con lo poco que queda en la botella. Regreso al sofá, me siento y sigo bebiendo mientras la vigilo de reojo. Ha cambiado de postura y está tumbada de lado, con los ojos clavados en la televisión y una sonrisa de felicidad jugueteando en la boca. Me molesta. Me molesta muchísimo saber que no soy yo el motivo de esa aparente alegría, pero no digo nada porque, en el fondo, sé que es sólo algo temporal. Dentro de unos días, ni se acordará de quien sea que tanto parece importarle ahora. Dentro de unos días, seré yo y sólo yo el hombre que ocupe el centro de sus pensamientos mañana, tarde y noche. Sólo necesito tener un poco de paciencia y pronto tendré mi recompensa. Me lo merezco. Me lo he ganado.

A las once y media, bosteza, se estira en el sofá y apaga la televisión. Va por última vez al lavabo, se lava los dientes, la cara y las manos, se toma la pastilla que la ayuda a dormir, porque a veces se despierta a las cuatro de la mañana y no consigue pegar ojo, y empieza el ritual de cierre de función diario. Comprueba que ha cerrado la puerta con llave, dos vueltas y media, y apaga la luz del recibidor. Se asoma a la cocina por si la nevera se ha quedado abierta, a la habitación pequeña para ver si la persiana está bajada y en el comedor desconecta el ladrón del que depende la televisión, la lámpara de pie y los auriculares que usa cuando ve películas y series en versión original. Baja la persiana, dejando un trozo de unos cincuenta centímetros abiertos para que corra un poco el aire, coge el móvil y sube a la habitación canturreando. Comprueba que las alarmas están activadas para el día siguiente, abre el cajón donde guarda la ropa interior y esos juguetes que usa cuando las ganas de sexo le pueden y selecciona uno con estimulador del punto G. Se quita la camiseta y, a la luz de la mesita de noche, lo pone en marcha. No sé qué escena se estará imaginando ni quién será su co-protagonista pero, desde luego, funciona porque pronto van subiendo de intensidad sus gemidos y acaba por correrse con un grito ahogado. Se queda relajada, sonriendo como una idiota, y después de un par de minutos se levanta, saca una toallita del cajón, limpia el aparato y vuelve a guardarlo en la bolsa de tela donde los preserva de las miradas ajenas. Vuelve a la cama, apaga la luz y...

En ese momento, conecto mis cámaras en modo visión nocturna. Como un fantasma reluciente y perezoso, Adriana se tumba de lado, se abraza a la almohada y cierra los ojos. Hago zoom y en la pantalla central, la más grande y que mejor calidad de imagen ofrece en condiciones de luz escasa, veo como su respiración se hace más pesada, como se le relajan los músculos y, finalmente, se queda profundamente dormida. Amplio el zoom hasta el límite de las cámaras, todas a la vez para verla mejor, desde todos los ángulos posibles, y me recreo haciendo un barrido por todo su cuerpo. Lentamente, recorro cada centímetro de su piel, desde los dedos de los pies hasta el nacimiento del pelo en la frente. Me detengo en la curva de las pantorrillas, en la cintura, la base de la espalda, los pechos libres de toda atadura, el hueco del cuello, los labios entreabiertos y, por fin, el pelo alborotado. No puedo evitarlo. A mi pesar, me excito al pensar en lo que podría hacer si estuviera a su lado, algo mucho mejor que el alivio rápido de sus juguetes y, no tengo duda, infinitamente mejor que lo que el payaso del móvil le habrá hecho nunca. Abro los pantalones y, por unos instantes, me dejo llevar por mis deseos. Hace tanto que no lo hago que acabo en apenas unos segundos. Me alivia pero no me satisface. Al contrario, me avergüenzo de mi debilidad, de no ser capaz de resistir la tentación pero no es culpa mía, sino suya. No, en realidad tampoco es culpa suya. Es que me consume la impaciencia, la necesidad de que sea ya mía. Pronto, será pronto.

Saco del cajón de la mesa una libreta en la que apunto las novedades, escasas, del día y consulto el plan trazado. Mañana hará cuatro meses que nos vimos por primera vez, en el ascensor. Si no hubiera sido por el confinamiento, ya estaríamos juntos pero estos tres meses han sido una completa pérdida de tiempo. Sí, mañana, será mañana, está decidido. Me limpio las manos con una toallita húmeda y paso otra por la superficie de la mesa. Pulso el botón “Eject” del ordenador, saco el DVD con la grabación de las cámaras, que se activan gracias a sus sensores de movimiento, y escribo su nombre y la fecha con un rotulador permanente. Después lo guardo en el cajón de abajo, junto con todos los demás. Los otros, los de Gemma, Estela, Sofía e Irene, duermen el sueño de los justos en una caja, con cerradura de seguridad, que guardo en un trastero de alquiler al otro lado de la ciudad.

Y ellas... bueno, ¿a quién le importa?

 

 

Mjo

02-08-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 30

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