domingo, 16 de agosto de 2020

ABUELAS (semana 31)


La señora Consuelo carga con ochenta y siete años a las espaldas y asegura sentir todos y cada uno de ellos sobre las piernas. Tiene el pelo blanco, la mirada limpia y la risa ronca y rápida. Vive sola, detrás de la iglesia, en una casa demasiado grande, donde los recuerdos van y vienen por los pasillos y le enredan el sueño. Su marido, Dios lo tenga en Su Gloria o donde le convenga, había muerto quince años atrás. Le pilló tan de sorpresa, tan con la guardia baja, que todavía espera verle entrar por la puerta del comedor, limpiándose el sudor de la frente y preguntando, a voz de grito, que dónde está su cena. Aquel hombre, que tantas noches en blanco le había dado, parecía resistirse a largarse con viento fresco y dejarla vivir en paz. “Qué castigo eres, Antonio, que ni estando muerto me libro de ti”, decía cuando, a veces y de reojo, percibía su sombra vigilante deslizándose por las paredes.

Doña Paquita, que había nacido el mismo día que acababa la Guerra Civil, vivía justo enfrente. Acompañaba su vejez con un gato naranja, tuerto y arisco, y la  más pequeña de sus hijas, que quiso ser artista y sólo consiguió convertirse en madre soltera. Se le rompieron los sueños en cuanto la criatura dio la primera patada y el padre, casado y con cinco hijos, se hizo humo. Regresó al pueblo con la frente alta y el orgullo herido, para parir, sacrificarse, ser casi santa y mártir, porque le había cogido miedo a la vida. La nieta nació rebelde y antes de cumplir los diecisiete, cogió un tren y se perdió de vista. Ahora vive en New York, escribe cartas plagadas de “darling”, “you know” y “so happy” y cría a dos mocosos de piel morena con el pelo ensortijado y las sonrisas más hermosas del mundo. Siempre dice que se ofrece a pagarles el viaje para que vayan a verla y a conocer a sus hijos y ellas, recurriendo a las mentiras piadosas, juran que irán el próximo verano, las navidades siguientes, cuando deje de hacer tanto frío, antes de que apriete el calor. No pasará nunca y lo saben.

Al final de esa misma calle, la señora Pilar riega los geranios cada noche, al caer el sol. Repite el ritual desde que cumplió los diez años y su padre, jardinero de profesión, lo dejó todo y se fue al frente. No volvió jamás y, a pesar de los años que han pasado, no ha podido averiguar si murió en la guerra o encontró un futuro mejor en cualquier otra parte. Sea como sea, se quedó al mando de una casa donde su madre se metió en la cama hasta ahogarse de la pena y cuatro hermanos entre ocho y tres años. Trabajó en lo que pilló, echando más horas que un reloj, y le tocó enterrar a su madre y a un hermano, que agarró el sarampión y en dos días se fue al otro barrio. No tuvo tiempo de llorar a ninguno y tampoco ahora lo hace, no tiene ya sentido. Se casó mayor y no tuvo hijos. Su marido, que fue perdiendo la memoria hasta convertirse en una criatura frágil que sólo sonríe cuando la siente cerca, fue la única alegría de su vida. Dice que todavía hoy siente que el corazón se le acelera cuando le coge la mano y que daría la vida por él. Cómo si no lo hiciera ya...  Cuando alguien le pregunta por esa costumbre de regar las plantas cada día, responde que es el único momento del día en el que su vida y el silencio le pertenecen.

La señora Leocadia, que odia su nombre desde el mismo momento en que fue capaz de pronunciarlo sin tropezar con las letras, vive en el único edificio alto del pueblo. Como no se cansa de repetir a todo aquel que comete el error de prestarle atención, es el mejor de todos porque, al fin y al cabo, para ella el dinero no era problema. En ese ático con acceso directo desde el ascensor, suelos de mármol italiano y muebles de madera maciza, vive rodeada de fotografías con personajes ilustres que hace mucho que crían malvas y una perra vieja y gruñona a la que llama “Generala”. Y sus libros, sus muy amados libros. Hasta no hace mucho, leía compulsivamente pero su vista ya no es la que era y tuvo que cambiar de afición. Delia, la chica que cada día viene a ponerle el piso en orden y a hacerle compañía hasta las cuatro de la tarde, le compró por internet unos prismáticos equipados con visión nocturna. Y ahora, desde su terraza, tan grande que ha instalado una piscina de obra con dibujos dorados en el fondo, vigila las idas y venidas de sus vecinos y se justifica diciendo que en algo tiene que entretener esa absurdidad que llaman “vejez”. Una vez a la semana, pide cita con el director de su sucursal bancaria y repasa el estado de sus cuentas. Ha hecho números y calcula que podrá vivir, con holgura, hasta el día en que se muera. Después de la última reunión familiar, decidió cambiar el testamento y dejar a cero a la caterva de sobrinos que la miraban con ojos codiciosos. Menuda sorpresa se llevarán el día que estire la pata y el abogado, su querido Nicanor, les diga que lo que queda es para la construcción de una biblioteca nueva y lo que sobre, a repartir entre becas escolares y ayudas para mujeres maltratadas, que en su piso podrán empezar una nueva vida, lejos del infierno. “Lo único que siento es que no podré estar allí para verles las caras, maldita sea”, decía entre carcajadas.


Esas cuatro mujeres, temibles y humanas, son nuestra memoria viva. Cuando los días se alargan, sacan sus sillas de anea hechas a mano, las mismas que, remiendo arriba, remiendo abajo, usan desde que el mundo es mundo, y se sientan en la puerta de Paquita, armadas con abanicos de seda y puntilla para combatir el calor y rodeadas de espirales contra los mosquitos. Para beber, limonada bien fresquita con una hojitas de menta del huerto de Pilar. Brindan por ellas y por los ausentes, repasan cómo les fue el día y, finalizado el calentamiento, se lanzan a la práctica de su deporte favorito: el despelleje, ya fuera al prójimo o entre ellas.

 

PAQUITA:    ¿Habéis visto a la chica de los Alelaos? Madre mía, ¿pero qué le dan de comer a esa criatura?

LEOCADIA: ¡Ay, todavía no les he visto! ¿Cuándo han llegado?

PILAR: Hace tres o cuatro días, creo. No me digas que aún no han ido a rendirte pleitesía... (concluye la puya con una risita, le da un codazo a Consuelo, que derrama la mitad de la limonada sobre su falda nueva).

CONSUELO: ¡Pero mira que eres brutica, hija! (Deja el vaso en el suelo, saca un pañuelo bordado de la cinturilla de la falda y lo pasa por las manchas). Nada, voy a tener que lavarla esta noche antes de acostarme.

PILAR:         Qué dramática eres (se inclina mucho sobre la falda, porque es miope y se ha dejado las gafas en casa, y a punto está de caerse de la silla). ¡Si apenas se ve!

LEOCADIA:  Eso lo dices tú, que no ves tres en un burro (menea la cabeza con desaprobación). Consuelo, déjala toda la noche en remojo pero ya te digo que no va a servir de nada. Se va a quedar la mancha SE-GU-RO (y subraya cada sílaba con una golpe de abanico al aire).

PAQUITA:    Lástima, con lo bonita que es la falda... Si es que a quién se le ocurre vestirse tan fina para sentarse a la fresca en la puerta de casa.

CONSUELO:          Ah, claro, si es que tengo cada cosa... A ver, tú que eres tan lista, ¿cuándo me la puedo poner?

LAS TRES A CORO: ¡El domingo! (y se echan a reír a carcajadas).

CONSUELO: ¡El domingo! Anda ya...

PAQUITA: Sí, mujer, para ir a misa.

LEOCADIA:  ¿A misa, la irreverente ésta? (la señala con el pulgar y suelta un bufido) Pues eso sí que iba a ser un milagro. ¿Cuánto hace que no pisas la iglesia?

CONSUELO: Quince años hará en noviembre (responde, levantando la barbilla en un gesto desafiante).

PAQUITA:    ¡Quince años! (Se echa las manos a la cabeza y, después, se santigua).

PILAR:         Desde el entierro de Antonio, ¿verdad? (Consuelo siente y se cruza de brazos).

LEOCADIA: Qué rencorosa eres, de verdad. Tampoco fue para tanto... Además, el padre Anselmo hace ya mucho que no viene por el pueblo (hace una pausa y se queda mirando al vacío con expresión interrogante)

PAQUITA:    Eso estaba yo pensando, que hace meses que no se le ve por aquí. ¿Qué le habrá pasado? (Mira a las demás, esperando una respuesta)

PILAR:         ¿Cómo que qué le habrá pasado? ¿Lo dices en serio? (Paquita asiente y se encoge de hombros) No me lo puedo creer.

LEOCADIA:  ¿El qué? (pregunta mientras se lleva el vaso de limonada a la boca).

PILAR:         Pero... (mira a Consuelo, que enarca las cejas y se muerde los labios para no reírse) Madre mía, que San Drogón os conserve el oído porque lo que es la cabeza (señala a Leocadia y Paquita) la tenéis echada a perder.

LEOCADIA:  Ea, ¡habló Doña “yo es que me acuerdo de todo”! ¿Cuántas veces saliste ayer a comprar sal y volviste sin ella?

PILAR:         ¿Y qué tendrá que ver el tocino con la velocidad?

LEOCADIA:  Vaaaaaaayaaaaaa, mírala ella, qué habla más moderrrrrrna. ¿Quién te ha enseñado, eh? (Hace una pausa dramática y dibuja una sonrisa maliciosa) ¿Tu nieto?

PILAR:         Ya tardaba en salir Marcos por medio. Hay que ver la tirria que le tienes, moza. ¿Se puede saber qué te ha hecho?

PAQUITA:    Acabáramos... (pone los ojos en blanco y suspira, resignada).

CONSUELO: Déjalo, mujer, si está de broma (pone la mano sobre el brazo de Pilar e intenta cambiar de tema) ¿Qué decías de la chica de los Alelaos?

LEOCADIA:  ¿A mí? Naaaadaaaaa... pero desde luego que a mi Soraya la ha dejado para el arrastre.

PILAR:         ¿Pero aún andamos con eso? Que ya hace dos años que rompieron, por favor, ¡ya va siendo hora de que cambie el disco! (vacía el vaso de limonada de un solo trago y lo deja en el suelo).

CONSUELO: Señoras, que decía yo... (no puede acabar la frase).

LEOCADIA:  No, por Dios, ya ni se acuerda de que existe. De hecho, (se inclina un poco y baja la voz, como si fuera a confesar un secreto de estado) se ve con el hijo de un director de banco, un chico de muy buena familia. No es muy bonico pero va para arquitecto...

PILAR:         Pues que le vaya muy bien, oye. Tu Soraya es una preciosidad (miente con el descaro que dan los años y le guiña un ojo a Paquita) y se merece toda la suerte del mundo.

LEOCADIA:  Pero hay que ver los dolores de cabeza que le ha dado tu Marcos. ¡No te puedes imaginar la cantidad de veces que le he tenido que limpiar las lágrimas de esa cara de muñeca que tiene! (ahoga un sollozo teatrero y aprieta los labios)

PILAR:         Y dale Perico al torno. ¡Que eran dos críos, Leocadia! Si aún les olía el culo a pañales cuando les dio por pasearse por el pueblo de la mano. ¡Y a ti se te llevaban los demonios al verlos! ¿O es que ya no te acuerdas?

CONSUELO:          Pero vamos a ver, ¿es que no nos vamos a poder reunir ni una puñetera vez sin que el tema de los dos mocosos salga a relucir? (Se hace un silencio incómodo. Leocadia y Pilar se miran de reojo y ninguna da su brazo a torcer).

PAQUITA:    Consuelo tiene razón, que sois peor que ellos... Dejadlo ya, que no son Romeo y Julieta. Se juntaron, se dejaron y ahora son amigos. Si ellos han sido capaces de dejar todo eso atrás, ¿me vais a decir que vosotras no sabéis cómo hacerlo? (Las mira a las dos, con los brazos cruzados y espera que cedan).

PILAR:         También es verdad... (concede, sintiéndose muy generosa y un poco mártir) No sé qué me pasa, que cada vez que alguien me mienta a Marcos, salto como una víbora. Sabré yo los defectos del chico... pero desde que su madre pegó la “espantá” y su padre se arrejuntó con la petarda esa (pone cara de asco supremo), me da mucha penica.

LEOCADIA:  Desde luego, mala suerte ha tenido la criatura... Ea, no se hable más del tema. ¿Amigas? (Dibuja una sonrisa de oreja a oreja, falsa como los diamantes de sus pendientes, y ofrece una mano cargada de anillos a su “enemiga”, que se la estrecha y aprieta un poquito más de la cuenta).

CONSUELO: ¡Un brindis para celebrar que la sangre no ha llegado al río! (Levantan los vasos y los entrechocan, con tan mala fortuna que un generoso chorro de limonada va a parar a su camisa) ¡Ahora la camisa! Desde luego que esta noche no es la mía...

PAQUITA:    Bah, eso se quita dejándola en remojo en agua con sal gorda... Y oye, cambiando de tema, ¿qué es lo que decís que le ha pasado al padre Anselmo?

LEOCADIA: ¡Eso, eso!

PILAR:         Agarraos las enaguas, que se os van a caer al suelo en cuanto os lo cuente. (Baja la voz y se inclina,  gesto que imitan las demás para dar más ambiente de confidencia) ¿Os acordáis de aquel retiro espiritual que hacía cada año, entre Navidad y Semana Santa?

PAQUITA:    Sí, claro, se va a... ¿cómo se llama el monasterio ese? Madre mía, de verdad que tengo la cabeza hecha un desastre...

CONSUELO: No me acuerdo yo tampoco pero da igual, no es importante. Pues resulta que la última vez le pillaron tomando la confesión de uno de sus discípulos de una forma digamos un poco...

PILAR: ¡Un poco, dice! (Y se echa a reír a carcajadas).

CONSUELO: ¡Calla, escandalosa, que se va a enterar medio pueblo! (Intenta mantener la compostura pero acaba riéndose también. Leocadia y Paquita se miran sin entender nada).

LEOCADIA: A lo mejor si contáis el chiste, nos reímos todas, ¡que ya está bien! (Tiene el ceño fruncido, lo que provoca que las otras dos se rían más todavía) Será posible... ¡Paquita, me da que nos están tomando el pelo!

CONSUELO:          No, para nada (dice, limpiándose las lágrimas de los ojos) Ay, perdón, es que sólo de imaginar la escena... (se le escapa una carcajada pero la mirada fulminante de Leocadia evita que caiga en otro ataque de risa) Perdón, perdón...

PILAR:         Mira, que cuando entraron en la sala en la que estaba oyendo confesión, encontraron a aquel muchacho, uno de los novicios a los que daba clase de latín y con quién practicaba la administración de los sacramentos, arrodillado a sus pies.

PAQUITA:    Bueno, si le estaba escuchando en confesión, ¿cómo iba a estar? ¿Haciendo el pino? De verdad que tenéis cada cosa...

CONSUELO: Ya, es que en vez de practicar la administración de los sacramentos, le estaba administrando otra cosa, ya me entendéis... (Hace una pausa y les guiña el ojo con picardía. Leocadia y Paquita se miran y se encogen de hombros. Piensan un poco y, de repente, abren los ojos como platos y se les escapa una exclamación a medio camino entre el escándalo y la diversión).

LEOCADIA: No querrás decir que le les pillaron con... (Consuelo y Paquita asienten al mismo tiempo, con expresión satisfecha. Nada les gusta más que ser las portadoras de un chisme jugoso) Madre mía, quién lo iba a decir...

PAQUITA:    Con la pinta de no haber roto un plato que tenía... (Hace un gesto con la cabeza y suspira exageradamente. Ella, tan beata, admiraba profundamente a aquel hombre de expresión serena, siempre dispuesto a escuchar sus preocupaciones). Se me ha caído del pedestal, ¿eh?

PILAR:         A ver, tampoco vayamos a hacer ahora una tragedia del tema, que ni es el primero ni será el último que acaba sacando los pies del tiesto. Todos deberían declarar sus tendencias sexuales, mejor le iría a la iglesia si se dejara de monsergas y se modernizara un poquito.

LEOCADIA: Claro que sí, y que los curas se casen y las monjas den misa...

CONSUELO: Pues tampoco sería tan terrible. ¡Hay que modernizarse un poquitoooooo!

PAQUITA:    ¡Calla, so hereje! (Se persigna dos o tres veces y la mira horrorizada) No me extraña que no vayas a misa, ¡es que no deberían dejarte ni pisar el tranco de la puerta!

CONSUELO: Anda ya, exagerá... (Coge la jarra de limonada y reparte lo que queda, casi todo agua de los cubitos que se han derretido por el calor) Voy a buscar la otra jarra, que la tengo en la nevera y estará bien fresquita. (Se mete en la casa y, antes de desaparecer por el pasillo, asoma la cabeza por la puerta) ¡Ni se os ocurra contar nada hasta que yo vuelva! (Las tres contestan, a coro, con un “Noooooooo” divertido. Consuelo regresa tan rápido como sus cansadas piernas le permiten, llena los vasos y se sienta en su silla de nuevo) ¿De qué hablábamos?

PAQUITA:    De la chica de los Alelaos.

PILAR:         No, hablábamos de... (no puede acabar la frase porque Leocadia se lo impide)

LEOCADIA: ¡De la chica de los Alelaos y punto!

CONSUELO: Sea, pues. A ver, ¿qué le pasa a esa criaturica?

PAQUITA:    Que está en los huesos, madre mía, da lastimica mirarla...

CONSUELO: A ver, que a nadie puede extrañarle cómo salga la niña. Acordaros de la abuela y de su madre, el ansia de figurar que tenían siempre. Y ya sabéis lo que dicen...

LEOCADIA: ¡Que arreglao al santo es el escapulario!

 

En ese momento yo, que había estado espiando su conversación apoyada en el alféizar de la ventana, decido retirarme en la relativamente fresca oscuridad de mi habitación. Me tumbo en la cama y me dejo acunar por sus voces, entre la que destaca la de mi abuela Consuelo, que disfruta como una loca desgranando la historia de la familia de los Alelaos, justificando con anécdotas jugosas y carcajadas el motivo por el que, en el pueblo, se les conoce por ese ese mote. Poco a poco, van construyendo una geografía humana que jamás encontrará su sitio en los libros pero que, para mí, es mucho más cercana y real que la caída del Imperio Romano o la Revolución Francesa. Cuando me preguntan por qué sigo pasando los veranos aquí, en este pueblo donde parece que nunca pasa nada digno de ser contado ni, por supuesto, recordado, simplemente sonrío. Si ellos supieran...


Mjo

09-08-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 31

No hay comentarios:

Publicar un comentario