jueves, 10 de septiembre de 2020

GRITA (Semana 34)


Me levanté mal. No enfadada, ni triste, ni cansada ni enferma. Mal, que incluye todo eso, y algo más, en sólo tres letras.

Hacía tres semanas, coincidiendo con un pico de trabajo bastante bestia e inesperado, que arrastraba un humor infernal, a medio camino entre la euforia y la tristeza. Al final, como era lógico, tantos altibajos emocionales me pasaron factura y estuve todo el día anterior, sábado, hecha un mar de lágrimas. Vamos, lo que mi abuela llamaba “un guiñapo”. Cualquier cosa me hacía llorar; una película, una noticia en el Telediario, una foto de Instagram y no digamos nada sobre algunos mensajes de Whatsapp. Rozando el patetismo más extremo, un par de abuelillas adorables, haciendo roscos y lanzándose puyas con acento de Granada, en un programa del Canal Cocina, me dejaron para el arrastre. Cualquier otra persona en mi misma situación, se habría metido en la cama con el estómago vacío, incapaz de tragar bocado. Yo, no. A mí no me quita el hambre nada. Ni el mal de amores ni un ataque de migraña, una fiebre alta o una gastroenteritis aguda ni, por supuesto, lo que fuera que tenía aquel maldito día. Por eso, en un claro arrebato de locura, a las ocho y media de la noche me dirigí a la cocina y empecé a trastear en los armarios y la nevera, buscando los ingredientes que me permitieran prepararme una cena que, gracias a la alquimia del fuego y la materia, se llevara por delante mi ataque de ansiedad. O de pena. O de gilipollez aguda, que también podría ser.

Puse una olla con agua en el fuego, con su sal y su hoja de laurel para darle sabor mediterráneo. Cuando arrancó a hervir, eché un puñado generoso de tallarines. Troceé media cebolla y corté, en trozos pequeños y desiguales, tres lonchas de panceta. Lo puse todo junto en una cazuela de barro, con una cucharada de aceite, donde pronto empezaron a chisporrotear y dorarse. Salpimenté los ingredientes y bajé el fuego un par de puntos para que no se quemaran. Removí los tallarines y comprobé que cocían correctamente. Con un tenedor de madera que había mezclado ya muchos sofritos en mi vida, le di vueltas a la cebolla y la panceta y aspiré el aroma que, poco a poco iba invadiendo toda la casa.

Olía a hogar, a tiempos felices, a risas en otra cocina, muchos años atrás, con mi madre al mando de los fogones y mi hermana y yo, sentadas en el suelo y con un cuaderno apoyado en las rodillas, apuntando las recetas que nos dictaba. Queríamos parecernos a ella, que era capaz de coger un puñado de inocentes alimentos y, con unas ollas y sartenes, hacer magia, transformar los malos humores en alegría y convertir cualquier comida en un festín. Mi hermana ha heredado su talento, yo... Bueno, yo me defiendo con dignidad, creo, y lo mejor que puedo decir de mi destreza culinaria es que todavía no he envenenado a nadie. Podría ser peor, supongo.


En fin, cuando la cebolla y la panceta estuvieron en su punto, añadí un paquete pequeño de crema de leche y dejé que todo se cociera hasta dejar una salsa pastosa, quiero decir cremosa (que suena mucho mejor) que, mezclada con los tallarines y acompañada con un vino rosado suave, me dejó al borde del orgasmo gustativo. Después, por si me había quedado un hueco donde no se me instalara la celulitis, me zampé un helado de chocolate que me levantó el ánimo y me confirmó que, a pesar de lo que digan los expertos, no es sustitutivo del sexo. Lo siento, pero nada lo sustituye. Pena negra, oye, que a pesar de estar hecha un asco anímicamente hablando, el cuerpo me siguiera pidiendo mambo. A falta de baile, me tomé una pastilla que me ayudara a dormir y me tumbé en la cama con un libro. No acabé ni un capítulo y de lo poco que leí, apenas entendí una frase. Mi cabeza seguía yendo a toda velocidad y entre eso y el atracón, al que no estoy acostumbrada, pasé una noche de perros. Me desperté cada dos por tres y cuando conseguía dormir, tenía unos sueños que se parecían demasiado a mi realidad de cada día. A las ocho de la mañana sonó el despertador e, incluso antes de abrir los ojos, quise morirme. ¿Y para qué diantre te levantas tan temprano un domingo?, os preguntaréis, ¿para ir a misa? Uf, no... Primero debería confesarme y con la cantidad que tiempo que llevo acumulando pecados, tendría que reservar un día entero con el párroco y no quiero ni pensar en la penitencia que me caería. No, quita, quita. Mi madrugón tenía motivos más terrenales.

Me gustan los escape rooms. Y si son de miedo, ya no es que me gusten, es que me apasionan. Pocas cosas hay que me gusten más que me den sustos porque sí, gratuitamente. Disfruto viendo películas de terror, aunque luego me pase las noches entrando y saliendo de pesadillas y analizando las sombras de mis paredes, por si se mueven de forma sospechosa, y preguntándome si ese crujido que he escuchado es la casa que se me va a caer encima o los pasos de un asesino en serie que viene a rebanarme el pescuezo. Me lo paso bomba en una casa del terror; sé perfectamente que hay un monstruo al acecho detrás de cada esquina, pero lo mismo pego un salto de dos metros y grito como una desesperada cuando el seductor Drácula, el torpe de Frankenstein, la Momia medio despelucada, Freddy con la manicura recién hecha, Jason con su careta, Michael cargando sus traumas, la jodía niña de “El Exorcista”, la maldita Samara Morgan o el fantasma de la cara derretida de “Scary Movie” se me plantan delante. Es que no puedo, ¿eh? ¡Se me escapa el alma por la boca! Yo sufro, sí, pero de forma divertida. Los que tienen la suerte, o la desgracia, de acompañarme en la aventura, pues igual no tanto, que entre los sustos de la pantalla o  la atracción y los que les doy yo porque sí... Pero disculpadme, he vuelto a irme por las ramas. ¿Por dónde iba? Ah, sí, los escapes rooms.

Antes de que nos confinaran habíamos contratado uno que prometía escalofríos cada diez segundos pero tuvimos que anularlo porque como nos encerraron... ¿No quería una experiencia fuera de lo común? Pues, por gentileza de este virus cabrón, he disfrutado de una que ha durado tres meses, con todos sus días y todas sus noches. Ahora tampoco voy a explicar nada sobre ese tema, que todos hemos pasado lo nuestro en este tiempo tan distópico (hay que usar las palabras modernas y no hay ninguna más moderna que esa) que nos ha tocado vivir. A veces pienso que debería haber escrito un “Diario del confinamiento”; en realidad, empecé a hacerlo pero, después de una semana, el ciclo de “me levanto-desayuno-hago un poco de ejercicio-me ducho-veo la tele-leo-hago la comida-como-recojo la cocina-duermo la siesta-escribo-más tele-más libros-hago la cena-ceno-recojo la cocina otra vez-más tele-más libros-radio-me acuesto” me aburría hasta el infinito y es que confinarse, con una misma y sus circunstancias, no es en absoluto interesante. Las neuras, por las nubes. Los miedos (los de verdad, no los otros), a la altura de la estación espacial. Los kilos, descontrolados. Las agujetas, insoportables. La necesidad de hablar con alguien, disparada. Las ganas de sexo... ¡ni te cuento! En fin, a lo que iba, que tuvimos que dejar el escape para mejor ocasión. Cuando empezaron a levantar el encierro, desde la compañía se pusieron en contacto con nosotros para avisar que estaban adecuando los espacios a las nuevas normas exigidas para evitar los contagios y que nos avisarían cuando abrieran para que pudiéramos reservar hora. Elegimos un día, no fue posible. Elegimos otro, lo cambiamos. Y al tercero, acertamos. Y así es como llegamos a ese domingo en cuestión y mi madrugón, totalmente fuera de lugar pero muy justificado.

 Ahora que no nos oye nadie, os voy a hacer una confidencia: si me hubieran llamado para decirme que se había suspendido porque... porque sí y ya está, de verdad que me habrían hecho muy feliz. Pero no, claro, porque ¡para qué me iba a pasar algo medio bueno a mí! Bien mirado, decidí que igual salir de casa me iría bien, que si me daba el aire pues lo mismo se me aclaraba la niebla estúpida que tenía en la cabeza y empezaba a pensar, de una vez por todas, con un poco de lógica. Y nada, toda yo fingiendo que me creía lo que decía, desayuné frente a la tele, me duché, me vestí, me sequé el pelo sin que me quedara como una fregona muy usada y me maquillé. ¡Y el eyeliner quedó casi, casi perfecto! ¿Quién dice que ya no se producen milagros? ¡Pues estáis equivocados! Me envolví en una nube de L’Eau d’Issey Miyake y, una vez disipada la niebla de perfume, examiné con ojo muy crítico (como si tuviera otro cuando de analizarme yo se trata) la imagen que me devolvía el espejo. Dios Santo, ¿en serio iba a salir así a la calle? Mira, pues sí, así iba a salir a la calle por dos razones: primero, porque no tenía tiempo de cambiarme y, segunda, porque a pesar de las ganas de meterme en el pijama que tenía, mi conciencia me impedía dejar en la estacada a mis amigas. Sobre todo, después de tanto tiempo de esperar que llegara el día. No nos habíamos visto desde antes del confinamiento; habíamos mantenido largas conversaciones a través de Skype pero teníamos ganas de vernos frente a frente. ¿Y yo iba a rajarme en el último momento por un ataque de idiotez extremo? Pues no. Cogí el bolso, me puse la mascarilla y salí a la calle sin mirar atrás.

En cuanto me subí en el tren, saqué el libro del bolso y me puse a leer. Recuperé el capítulo que la noche anterior me había pasado por el forro y conseguí concentrarme lo suficiente como para mantener la mente alejada de mis neuras durante los treinta minutos que duró el viaje. Ya en Barcelona, me di un (muy) largo paseo hasta la sede del escape room. Como no podía ser de otra manera, llegué empapada de sudor porque, de un día para otro, el verano había hecho acto de presencia y nos castigaba con temperaturas demasiado altas. Qué bonito el verano, ¿eh? ¡Nooooooo, a mí dame fríooooooo! Prefiero ponerme capa sobre capa de ropa a andar por el mundo sudando como un pollo a l’ast, que se le quita a una las ganas hasta de respirar con estos calores de infierno... Total, que cuando llegué al bar donde habíamos quedado, el maquillaje se había derretido y mis ganas de esconderme en un agujero a oscuras se habían multiplicado por mil. Aun así, me las apañé para fingir que todo me iba geniaaaaal y, para variar, nadie se dio cuenta de nada. Qué gran actriz se ha perdido Hollywood, de verdad.

A la hora acordada nos plantamos en la puerta del local, llamamos al timbre y nos abrió un niñato, con cara de psicópata, disfrazado de botones de hotel que nos invitó a pasar con, imagino, una inmensa sonrisa bajo la mascarilla. Claro que, tal y como fue la cosa después, lo mismo fue inmensa que irónica que demoníaca... En fin. Metido en su papel, nos tomó los datos y nos explicó de qué iba el juego. Todos habíamos leído el libro y, creo, visto la película. Y qué queréis que os diga, yo tranquila, lo que se dice tranquila, pues no lo estaba. En cuanto llegamos al escenario donde empezaba la acción, me entró como un agobio, un sudor frío, unas ganas de salir por patas y decirles “os espero sentada en la puerta”... Estaba muy bien ambientado, no le faltaba ni un detalle, y la adrenalina empezó a circular como las cabras por mi cuerpo. ¿Dije algo? No. Cerré la boca y me dije “aquí hemos venido a jugar, ¿no? Ea, pues a jugar. ¡Aunque muera en el intento!”. Sí, es cierto, a dramática no me gana nadie. Bueno, el botones – barra – guía – barra – personaje  extraño que daba un poquito de grima cerró la puerta del vestíbulo, nos deseó suerte y se largó, riendo bajito, dejándonos solos frente al peligro. Madre mía, las ganas que me dieron de salir corriendo detrás de él... pero no, yo ahí, aguantando el tipo. Nos miramos los cinco, soltamos unas risitas nerviosas y empezamos a jugar.

En cuanto abrimos la puerta que daba acceso al escenario principal del juego, nos encontramos las luces apagadas y un triciclo, maldita sea, un triciclo se acercó hasta nosotros. Solo. Sin niño, gracias a Dios. O no, porque a mí se me encogió el estómago y, lo siento, el cerebro se me cortocircuitó. Que no sé si existe o no la palabra pero es el término más adecuado para describir el estado de desconexión en el que entré. ¿Habéis visto “El Sexto Sentido”? Si es que sí, sigue leyendo. Si es que no, sáltate las dos o tres frases siguientes porque contiene spoiler. ¿Sabéis cuando en la película sale la señora del batín lila o rosa o de color yoquésé? Bueno, ese instante, acompañado por la dichosa música, me fríe el cerebro y todo lo que viene después me la repamplinfla. Y da igual si he visto la escena hace cinco años o cinco minutos, el escalofrío y el salto en la silla o sofá no me lo quita nadie. Pues en ese momento, cuando apareció el triciclo circulando despacito, despacito, hasta detenerse a nuestros pies, tuvo el mismo efecto. Me pegué a la pared, contuve el aliento y esperé que los demás se movieran para seguirles a una distancia prudencial, por si había que salir corriendo en busca de la salida.

No voy a explicar todas las cosas que hicimos, por si alguien que lea esto (ay, el optimismo) decide ir a probarlo pero no puedo callarme lo bien montado que estaba todo. La ambientación, de quince sobre diez, tanto en decoración como en sonido e iluminación. Madre mía, qué juegos de luces y qué efectos sonoros más increíbles. Como nos ocurre siempre, tardamos unos minutos en entrar en calor, yo más que ellos porque iba haciendo la guerra por mi cuenta, pero pronto nos encontramos buscando pistas, resolviendo enigmas, encontrando llaves, atravesando huecos imposibles y, en fin, metidos de lleno en un juego que no exigía estrujarse el cerebro pero sí usar el ingenio y, sobre todo, tener los huevos y los ovarios bien puestos. Lo siento pero los cinco íbamos escasos de valentía ese día y, por suerte para nosotras y por desgracia para él, a Sergi le tocó ser la avanzadilla por ser el macho alfa, el único macho en realidad, de la manada. Pobre, le utilizamos vilmente y no se quejó en ningún momento; tiene el cielo ganado. En un momento dado, abrimos una caja con un montón de llaves etiquetadas con palabras en inglés y, consciente o inconscientemente, me apoderé de una de ellas y la llevé en la mano hasta que acabamos, como si fuera mi amuleto. ¿Este detalle es importante para el desarrollo de la trama? Pues no pero me hizo gracia y... vale, ya, voy al lío.

Como os decía, fuimos superando las pruebas y entramos en la habitación donde se desarrollaría la parte más importante del juego. A esas alturas de la mañana, yo ya había perdido la noción del tiempo y el agobio que sentía había cedido un poco. Y ahí, justo ahí y en ese momento, que realmente estaba empezando a espabilarme, vino el súmmum del día.

El guía, a través de los altavoces, nos informó de que debíamos entrar en el pequeño cuarto de baño si queríamos seguir jugando. Nadie se atrevía a ir delante y, después de unos pocos “ve tú”, “sí, claro, qué lista, ¿por qué no vas tú?”, “no, no, yo no que me da miedo, que vaya ella”, se me hincharon las narices y, agarrando a Sergi por los hombros, le di media vuelta y enfilamos el camino del baño. Las demás, como activadas por un resorte, nos siguieron. En plan “trenecito”, entramos en el diminuto lavabo por este orden: Sergi, una servidora, Sandra, Ana y Helena. Imposible, no cabíamos todos y las tres últimas se quedaron fuera. Cerraron la puerta y... cerrada se quedó. Me agarré a la maneta y empecé a darle mamporros a ver si se abría y nada, que nos habíamos quedado atrapados en un espacio de unos dos metros de ancho por tres de largo, con una ventana en el lado izquierdo, una bañera cerrada por una mampara con cristal (¿se dice esmerilado?) a través de la que se intuía una sombra vagamente humana, un inodoro, dos pequeños muebles con cajones y un espejo. ¿Sufrís de claustrofobia? Hasta ese momento, yo tampoco. Empecé a respirar a bocanadas, como si me faltara el aire, porque mi imaginación iba varios pasos por delante y ya estaba enviando a mi cerebro imágenes terroríficas a una velocidad infernal. Y cuando las luces empezaron a temblar, a bajar y subir de intensidad y lo que fuera que hubiera en la maldita bañera empezó a moverse, lenta, muy lentamente...

Dejad que os diga una cosa: sé perfectamente que lo que había allí era un artilugio diseñado para asustar y que, por muy bien que estuviera montado, no era real. Pero en aquel momento, con el cruce mental que ya llevaba puesto, algún cable en mi cerebro hizo “¡Clic!” y se rompió. Esperaba que, de un momento a otro, la mampara se abriera y dejara ver el cuerpo putrefacto de una mujer, o un hombre o yo qué sé, y que de su boca saldría un grito que sonara a muerte y oliera a podredumbre. Por supuesto, después de eso, ya todo me daría igual porque no sería capaz de sentir nada más.

Por suerte, Sergi no se dejó llevar ni por la imagen terrorífica ni por mi ataque de histeria de manual. Bueno, asustadico estaba y no se puede negar. Ese momento impagable de los dos con la espalda pegada en la puerta y cogidos de la mano no me lo invento, fue real. Pero se recuperó y empezó a pensar antes que yo y, gracias, gracias, gracias, consiguió que mi cerebro regresara a la realidad y se pusiera en marcha de nuevo. Y salimos. Encontramos el mecanismo maldito que activaba la apertura de la puerta, les gritamos al resto lo que tenían que hacer y, cuando por fin encajaron las piezas al otro lado, salimos en tromba y casi me eché a llorar de puro alivio.

Salí floja, sudando, con la garganta dolorida de tanto gritar, pero ¿sabéis cómo no salí? Mal, enfadada, triste, alterada, desanimada. A fuerza de berrear como una loca, todos los nervios que había ido acumulando durante semanas se hicieron humo y me encontré en plena forma, con las neuronas activadas al máximo y ganas de resolver todos los enigmas que me salieran al paso. Todavía vinieron algunos sustos pero nada comparado con lo que habíamos vivido en ese baño de pacotilla. Completamos las pruebas, con alguna ayuda del guía, y conseguimos salir a tiempo y casi ilesos. Describir el alivio que sentí al verme fuera de aquellas habitaciones de pesadilla está más allá de mi capacidad pero me senté en el suelo y pude sonreír por primera vez desde hacía varios días.

Lo que vino después es otra historia y no tiene importancia pero estoy convencida de que si no hubiera pasado por aquel momento de catarsis, que no sé si es la palabra correcta pero es la única que se me ocurre, me habría enfrentado a los días que siguieron de una manera muy distinta. ¿He aprendido que no es bueno guardarse tanto las emociones? Sí, sin duda. ¿Volveré a hacerlo? Sí, sin duda. ¿Y de qué te sirve, entonces, saberlo? De nada. Pero lo sé, que ya es bastante.

 

Mjo

30-08-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 34

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