Me levanté mal. No enfadada, ni triste, ni cansada ni enferma. Mal, que incluye todo eso, y algo más, en sólo tres letras.
Hacía
tres semanas, coincidiendo con un pico de trabajo bastante bestia e inesperado,
que arrastraba un humor infernal, a medio camino entre la euforia y la
tristeza. Al final, como era lógico, tantos altibajos emocionales me pasaron
factura y estuve todo el día anterior, sábado, hecha un mar de lágrimas. Vamos,
lo que mi abuela llamaba “un guiñapo”. Cualquier cosa me hacía llorar; una
película, una noticia en el Telediario, una foto de Instagram y no digamos nada
sobre algunos mensajes de Whatsapp. Rozando el patetismo más extremo, un par de
abuelillas adorables, haciendo roscos y lanzándose puyas con acento de Granada,
en un programa del Canal Cocina, me dejaron para el arrastre. Cualquier otra
persona en mi misma situación, se habría metido en la cama con el estómago
vacío, incapaz de tragar bocado. Yo, no. A mí no me quita el hambre nada. Ni el
mal de amores ni un ataque de migraña, una fiebre alta o una gastroenteritis
aguda ni, por supuesto, lo que fuera que tenía aquel maldito día. Por eso, en
un claro arrebato de locura, a las ocho y media de la noche me dirigí a la
cocina y empecé a trastear en los armarios y la nevera, buscando los ingredientes
que me permitieran prepararme una cena que, gracias a la alquimia del fuego y
la materia, se llevara por delante mi ataque de ansiedad. O de pena. O de
gilipollez aguda, que también podría ser.
Puse una olla con agua en el fuego, con su sal y su hoja de laurel para darle sabor mediterráneo. Cuando arrancó a hervir, eché un puñado generoso de tallarines. Troceé media cebolla y corté, en trozos pequeños y desiguales, tres lonchas de panceta. Lo puse todo junto en una cazuela de barro, con una cucharada de aceite, donde pronto empezaron a chisporrotear y dorarse. Salpimenté los ingredientes y bajé el fuego un par de puntos para que no se quemaran. Removí los tallarines y comprobé que cocían correctamente. Con un tenedor de madera que había mezclado ya muchos sofritos en mi vida, le di vueltas a la cebolla y la panceta y aspiré el aroma que, poco a poco iba invadiendo toda la casa.
Olía
a hogar, a tiempos felices, a risas en otra cocina, muchos años atrás, con mi
madre al mando de los fogones y mi hermana y yo, sentadas en el suelo y con un
cuaderno apoyado en las rodillas, apuntando las recetas que nos dictaba.
Queríamos parecernos a ella, que era capaz de coger un puñado de inocentes
alimentos y, con unas ollas y sartenes, hacer magia, transformar los malos
humores en alegría y convertir cualquier comida en un festín. Mi hermana ha
heredado su talento, yo... Bueno, yo me defiendo con dignidad, creo, y lo mejor
que puedo decir de mi destreza culinaria es que todavía no he envenenado a nadie.
Podría ser peor, supongo.
En fin, cuando la cebolla y la panceta estuvieron en su punto, añadí un paquete pequeño de crema de leche y dejé que todo se cociera hasta dejar una salsa pastosa, quiero decir cremosa (que suena mucho mejor) que, mezclada con los tallarines y acompañada con un vino rosado suave, me dejó al borde del orgasmo gustativo. Después, por si me había quedado un hueco donde no se me instalara la celulitis, me zampé un helado de chocolate que me levantó el ánimo y me confirmó que, a pesar de lo que digan los expertos, no es sustitutivo del sexo. Lo siento, pero nada lo sustituye. Pena negra, oye, que a pesar de estar hecha un asco anímicamente hablando, el cuerpo me siguiera pidiendo mambo. A falta de baile, me tomé una pastilla que me ayudara a dormir y me tumbé en la cama con un libro. No acabé ni un capítulo y de lo poco que leí, apenas entendí una frase. Mi cabeza seguía yendo a toda velocidad y entre eso y el atracón, al que no estoy acostumbrada, pasé una noche de perros. Me desperté cada dos por tres y cuando conseguía dormir, tenía unos sueños que se parecían demasiado a mi realidad de cada día. A las ocho de la mañana sonó el despertador e, incluso antes de abrir los ojos, quise morirme. ¿Y para qué diantre te levantas tan temprano un domingo?, os preguntaréis, ¿para ir a misa? Uf, no... Primero debería confesarme y con la cantidad que tiempo que llevo acumulando pecados, tendría que reservar un día entero con el párroco y no quiero ni pensar en la penitencia que me caería. No, quita, quita. Mi madrugón tenía motivos más terrenales.
Me
gustan los escape rooms. Y si son de miedo, ya no es que me gusten, es que me
apasionan. Pocas cosas hay que me gusten más que me den sustos porque sí,
gratuitamente. Disfruto viendo películas de terror, aunque luego me pase las
noches entrando y saliendo de pesadillas y analizando las sombras de mis
paredes, por si se mueven de forma sospechosa, y preguntándome si ese crujido
que he escuchado es la casa que se me va a caer encima o los pasos de un
asesino en serie que viene a rebanarme el pescuezo. Me lo paso bomba en una
casa del terror; sé perfectamente que hay un monstruo al acecho detrás de cada
esquina, pero lo mismo pego un salto de dos metros y grito como una desesperada
cuando el seductor Drácula, el torpe de Frankenstein, la Momia medio
despelucada, Freddy con la manicura recién hecha, Jason con su careta, Michael
cargando sus traumas, la jodía niña de “El Exorcista”, la maldita Samara Morgan
o el fantasma de la cara derretida de “Scary Movie” se me plantan delante. Es
que no puedo, ¿eh? ¡Se me escapa el alma por la boca! Yo sufro, sí, pero de
forma divertida. Los que tienen la suerte, o la desgracia, de acompañarme en la
aventura, pues igual no tanto, que entre los sustos de la pantalla o la atracción y los que les doy yo porque
sí... Pero disculpadme, he vuelto a irme por las ramas. ¿Por dónde iba? Ah, sí,
los escapes rooms.
Antes de que nos confinaran habíamos contratado uno que prometía escalofríos cada diez segundos pero tuvimos que anularlo porque como nos encerraron... ¿No quería una experiencia fuera de lo común? Pues, por gentileza de este virus cabrón, he disfrutado de una que ha durado tres meses, con todos sus días y todas sus noches. Ahora tampoco voy a explicar nada sobre ese tema, que todos hemos pasado lo nuestro en este tiempo tan distópico (hay que usar las palabras modernas y no hay ninguna más moderna que esa) que nos ha tocado vivir. A veces pienso que debería haber escrito un “Diario del confinamiento”; en realidad, empecé a hacerlo pero, después de una semana, el ciclo de “me levanto-desayuno-hago un poco de ejercicio-me ducho-veo la tele-leo-hago la comida-como-recojo la cocina-duermo la siesta-escribo-más tele-más libros-hago la cena-ceno-recojo la cocina otra vez-más tele-más libros-radio-me acuesto” me aburría hasta el infinito y es que confinarse, con una misma y sus circunstancias, no es en absoluto interesante. Las neuras, por las nubes. Los miedos (los de verdad, no los otros), a la altura de la estación espacial. Los kilos, descontrolados. Las agujetas, insoportables. La necesidad de hablar con alguien, disparada. Las ganas de sexo... ¡ni te cuento! En fin, a lo que iba, que tuvimos que dejar el escape para mejor ocasión. Cuando empezaron a levantar el encierro, desde la compañía se pusieron en contacto con nosotros para avisar que estaban adecuando los espacios a las nuevas normas exigidas para evitar los contagios y que nos avisarían cuando abrieran para que pudiéramos reservar hora. Elegimos un día, no fue posible. Elegimos otro, lo cambiamos. Y al tercero, acertamos. Y así es como llegamos a ese domingo en cuestión y mi madrugón, totalmente fuera de lugar pero muy justificado.
En
cuanto me subí en el tren, saqué el libro del bolso y me puse a leer. Recuperé
el capítulo que la noche anterior me había pasado por el forro y conseguí
concentrarme lo suficiente como para mantener la mente alejada de mis neuras
durante los treinta minutos que duró el viaje. Ya en Barcelona, me di un (muy)
largo paseo hasta la sede del escape room. Como no podía ser de otra manera,
llegué empapada de sudor porque, de un día para otro, el verano había hecho
acto de presencia y nos castigaba con temperaturas demasiado altas. Qué bonito
el verano, ¿eh? ¡Nooooooo, a mí dame fríooooooo! Prefiero ponerme capa sobre
capa de ropa a andar por el mundo sudando como un pollo a l’ast, que se le
quita a una las ganas hasta de respirar con estos calores de infierno... Total,
que cuando llegué al bar donde habíamos quedado, el maquillaje se había
derretido y mis ganas de esconderme en un agujero a oscuras se habían
multiplicado por mil. Aun así, me las apañé para fingir que todo me iba
geniaaaaal y, para variar, nadie se dio cuenta de nada. Qué gran actriz se ha
perdido Hollywood, de verdad.
A
la hora acordada nos plantamos en la puerta del local, llamamos al timbre y nos
abrió un niñato, con cara de psicópata, disfrazado de botones de hotel que nos
invitó a pasar con, imagino, una inmensa sonrisa bajo la mascarilla. Claro que,
tal y como fue la cosa después, lo mismo fue inmensa que irónica que
demoníaca... En fin. Metido en su papel, nos tomó los datos y nos explicó de
qué iba el juego. Todos habíamos leído el libro y, creo, visto la película. Y
qué queréis que os diga, yo tranquila, lo que se dice tranquila, pues no lo
estaba. En cuanto llegamos al escenario donde empezaba la acción, me entró como
un agobio, un sudor frío, unas ganas de salir por patas y decirles “os espero
sentada en la puerta”... Estaba muy bien ambientado, no le faltaba ni un
detalle, y la adrenalina empezó a circular como las cabras por mi cuerpo. ¿Dije
algo? No. Cerré la boca y me dije “aquí hemos venido a jugar, ¿no? Ea, pues a
jugar. ¡Aunque muera en el intento!”. Sí, es cierto, a dramática no me gana
nadie. Bueno, el botones – barra – guía – barra – personaje extraño que daba un poquito de grima cerró la
puerta del vestíbulo, nos deseó suerte y se largó, riendo bajito, dejándonos
solos frente al peligro. Madre mía, las ganas que me dieron de salir corriendo
detrás de él... pero no, yo ahí, aguantando el tipo. Nos miramos los cinco, soltamos
unas risitas nerviosas y empezamos a jugar.
En cuanto abrimos la puerta que daba acceso al escenario principal del juego, nos encontramos las luces apagadas y un triciclo, maldita sea, un triciclo se acercó hasta nosotros. Solo. Sin niño, gracias a Dios. O no, porque a mí se me encogió el estómago y, lo siento, el cerebro se me cortocircuitó. Que no sé si existe o no la palabra pero es el término más adecuado para describir el estado de desconexión en el que entré. ¿Habéis visto “El Sexto Sentido”? Si es que sí, sigue leyendo. Si es que no, sáltate las dos o tres frases siguientes porque contiene spoiler. ¿Sabéis cuando en la película sale la señora del batín lila o rosa o de color yoquésé? Bueno, ese instante, acompañado por la dichosa música, me fríe el cerebro y todo lo que viene después me la repamplinfla. Y da igual si he visto la escena hace cinco años o cinco minutos, el escalofrío y el salto en la silla o sofá no me lo quita nadie. Pues en ese momento, cuando apareció el triciclo circulando despacito, despacito, hasta detenerse a nuestros pies, tuvo el mismo efecto. Me pegué a la pared, contuve el aliento y esperé que los demás se movieran para seguirles a una distancia prudencial, por si había que salir corriendo en busca de la salida.
No
voy a explicar todas las cosas que hicimos, por si alguien que lea esto (ay, el
optimismo) decide ir a probarlo pero no puedo callarme lo bien montado que
estaba todo. La ambientación, de quince sobre diez, tanto en decoración como en
sonido e iluminación. Madre mía, qué juegos de luces y qué efectos sonoros más increíbles.
Como nos ocurre siempre, tardamos unos minutos en entrar en calor, yo más que
ellos porque iba haciendo la guerra por mi cuenta, pero pronto nos encontramos
buscando pistas, resolviendo enigmas, encontrando llaves, atravesando huecos
imposibles y, en fin, metidos de lleno en un juego que no exigía estrujarse el
cerebro pero sí usar el ingenio y, sobre todo, tener los huevos y los ovarios
bien puestos. Lo siento pero los cinco íbamos escasos de valentía ese día y,
por suerte para nosotras y por desgracia para él, a Sergi le tocó ser la
avanzadilla por ser el macho alfa, el único macho en realidad, de la manada.
Pobre, le utilizamos vilmente y no se quejó en ningún momento; tiene el cielo
ganado. En un momento dado, abrimos una caja con un montón de llaves
etiquetadas con palabras en inglés y, consciente o inconscientemente, me
apoderé de una de ellas y la llevé en la mano hasta que acabamos, como si fuera
mi amuleto. ¿Este detalle es importante para el desarrollo de la trama? Pues no
pero me hizo gracia y... vale, ya, voy al lío.
Como
os decía, fuimos superando las pruebas y entramos en la habitación donde se
desarrollaría la parte más importante del juego. A esas alturas de la mañana,
yo ya había perdido la noción del tiempo y el agobio que sentía había cedido un
poco. Y ahí, justo ahí y en ese momento, que realmente estaba empezando a
espabilarme, vino el súmmum del día.
El
guía, a través de los altavoces, nos informó de que debíamos entrar en el
pequeño cuarto de baño si queríamos seguir jugando. Nadie se atrevía a ir
delante y, después de unos pocos “ve tú”, “sí, claro, qué lista, ¿por qué no
vas tú?”, “no, no, yo no que me da miedo, que vaya ella”, se me hincharon las
narices y, agarrando a Sergi por los hombros, le di media vuelta y enfilamos el
camino del baño. Las demás, como activadas por un resorte, nos siguieron. En
plan “trenecito”, entramos en el diminuto lavabo por este orden: Sergi, una
servidora, Sandra, Ana y Helena. Imposible, no cabíamos todos y las tres
últimas se quedaron fuera. Cerraron la puerta y... cerrada se quedó. Me agarré
a la maneta y empecé a darle mamporros a ver si se abría y nada, que nos
habíamos quedado atrapados en un espacio de unos dos metros de ancho por tres de
largo, con una ventana en el lado izquierdo, una bañera cerrada por una mampara
con cristal (¿se dice esmerilado?) a través de la que se intuía una sombra
vagamente humana, un inodoro, dos pequeños muebles con cajones y un espejo.
¿Sufrís de claustrofobia? Hasta ese momento, yo tampoco. Empecé a respirar a
bocanadas, como si me faltara el aire, porque mi imaginación iba varios pasos
por delante y ya estaba enviando a mi cerebro imágenes terroríficas a una velocidad
infernal. Y cuando las luces empezaron a temblar, a bajar y subir de intensidad
y lo que fuera que hubiera en la maldita bañera empezó a moverse, lenta, muy
lentamente...
Dejad que os diga una cosa: sé perfectamente que lo que había allí era un artilugio diseñado para asustar y que, por muy bien que estuviera montado, no era real. Pero en aquel momento, con el cruce mental que ya llevaba puesto, algún cable en mi cerebro hizo “¡Clic!” y se rompió. Esperaba que, de un momento a otro, la mampara se abriera y dejara ver el cuerpo putrefacto de una mujer, o un hombre o yo qué sé, y que de su boca saldría un grito que sonara a muerte y oliera a podredumbre. Por supuesto, después de eso, ya todo me daría igual porque no sería capaz de sentir nada más.
Por suerte, Sergi no se dejó llevar ni por la imagen terrorífica ni por mi ataque de histeria de manual. Bueno, asustadico estaba y no se puede negar. Ese momento impagable de los dos con la espalda pegada en la puerta y cogidos de la mano no me lo invento, fue real. Pero se recuperó y empezó a pensar antes que yo y, gracias, gracias, gracias, consiguió que mi cerebro regresara a la realidad y se pusiera en marcha de nuevo. Y salimos. Encontramos el mecanismo maldito que activaba la apertura de la puerta, les gritamos al resto lo que tenían que hacer y, cuando por fin encajaron las piezas al otro lado, salimos en tromba y casi me eché a llorar de puro alivio.
Salí
floja, sudando, con la garganta dolorida de tanto gritar, pero ¿sabéis cómo no
salí? Mal, enfadada, triste, alterada, desanimada. A fuerza de berrear como una
loca, todos los nervios que había ido acumulando durante semanas se hicieron
humo y me encontré en plena forma, con las neuronas activadas al máximo y ganas
de resolver todos los enigmas que me salieran al paso. Todavía vinieron algunos
sustos pero nada comparado con lo que habíamos vivido en ese baño de pacotilla.
Completamos las pruebas, con alguna ayuda del guía, y conseguimos salir a
tiempo y casi ilesos. Describir el alivio que sentí al verme fuera de aquellas
habitaciones de pesadilla está más allá de mi capacidad pero me senté en el
suelo y pude sonreír por primera vez desde hacía varios días.
Lo
que vino después es otra historia y no tiene importancia pero estoy convencida
de que si no hubiera pasado por aquel momento de catarsis, que no sé si es la
palabra correcta pero es la única que se me ocurre, me habría enfrentado a los
días que siguieron de una manera muy distinta. ¿He aprendido que no es bueno
guardarse tanto las emociones? Sí, sin duda. ¿Volveré a hacerlo? Sí, sin duda.
¿Y de qué te sirve, entonces, saberlo? De nada. Pero lo sé, que ya es bastante.
Mjo
30-08-2020
Reto
Ray Bradbury
Semana
34
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