A las siete y media, puntual como solo un tren inglés puede serlo. Alastair desconecta la alarma y entra en el almacén. Guiado por la claridad tenue de las luces de emergencia, atraviesa los pasillos flanqueados por estanterías llenas de cajas de zapatos de todos los estilos, hasta llegar al pequeño y atestado despacho. Enciende la calefacción y espera cinco minutos antes de quitarse el abrigo, la bufanda y el gorro de lana, que cuelga en una vieja percha de madera. Se pasa las manos por la cabeza en un intento de recomponer sus remolinos, tarea inútil porque su pelo tiene personalidad propia y no se deja dominar. Suspira, resignado, y conecta el hervidor de agua para prepararse un té que le ayude a entrar en calor. Preferiría hacerlo con una tetera tradicional, como la que usa en casa, que le añadiera cierto sabor a elegancia, pero tener un hornillo en aquella habitación llena de papeles no le parecía una buena idea. Su parte snob se conformaba con beber su té en una taza antigua que compró en un mercado de anticuarios, ya no recuerda ni el nombre del pueblo ni cuándo fue. Está un poco maltrecha, con el borde desportillado y el asa pegada con pegamento, pero eso no le resta belleza. Le encanta pero no lo reconocerá ni bajo tortura, sería un insulto a su hombría, que bien sabe Dios que se pone en entredicho con demasiada frecuencia. Cuando el agua alcanza la temperatura correcta, ni un grado más ni uno menos, pone la bolsita con su mezcla favorita en la taza, añade la cantidad de agua adecuada y espera cinco minutos a que se obre la magia. Después saca la bolsita con cuidado de no ensuciarse la ropa ni salpicar la mesa, la tira a la papelera y se sienta en la butaca para disfrutar del silencio. Cierra los ojos y se imagina sentado en su cocina, viendo amanecer desde la ventana, con su gato dormido frente a la chimenea y, a su lado, ella y su sonrisa. Ah, la imaginación, qué perversa puede llegar a ser.
La mañana transcurre lenta, como casi siempre. Recibe uno de los pedidos que había reclamado y deja las cajas en el almacén, para revisarlas en la pausa del mediodía. No suele ir a casa, que le queda demasiado lejos; se conforma con comer un sandwich o una ensalada en la oficina, escuchando las últimas noticias en la radio, y si no tiene nada más que hacer, descabeza un sueñecito incómodo en la butaca. Ese día no podrá; tiene que comprobar que han llegado todos los modelos que pidió y que están en buen estado porque él sólo vende de lo bueno, lo mejor y de lo mejor, lo extraordinario. Reconoce que es un trabajo tedioso pero alguien tiene que hacerlo... y le toca a él, por supuesto. No lo va a hacer su jefe, que sólo aparece a final de mes para repasar las cuentas y quejarse por todo: las ventas, los precios, los beneficios, los clientes, el tiempo, el tráfico, el gobierno, la corona y, por supuesto, su empleado, que nunca se esfuerza lo suficiente.
A
Alastair, esas visitas le producen ardor de estómago y le dejan con una
sensación de impotencia que tarda días en quitarse de encima. Poca gente hay en
el mundo capaz de alterarle tanto, hasta el punto que tener unas irrefrenables
ganas de darle un puñetazo en su perfecta nariz de lord inglés y arruinarle no
solo el traje, hecho a medida en la mejor sastrería de Savile Row, sino el perfil que tanto le gustaba exhibir
en las revistas del corazón. Alastair se mordía la lengua y aguantaba el
chaparrón fingiendo una pesadumbre que estaba muy lejos de sentir. Si no
necesitara el trabajo, se decía una y otra vez, se iba a enterar el estirado
éste de lo que era capaz. Pero lo cierto es que le hacía falta y, además, le
encantaba. Y, ahí al fondo de su corazón, en un rincón al que pocas veces se
atrevía a entrar, protegido de la curiosidad ajena, estaba la razón más
poderosa de todas: Lady Viola. “Su” Viola.
La
chica, de la que no sabía el nombre, volvió a la semana siguiente. Se paseó por
la tienda, observando el género con atención, acariciando algún artículo como
si considerara comprarlo y lanzándole, de vez en cuando, una sonrisa
deslumbrante. Alastair no conseguía abrir la boca para preguntarle si
necesitaba ayuda ni podía moverse para acercarse a ella y cantarle las excelencias
de sus zapatos, señalando la calidad de los materiales y la perfección de los
acabados. Sentía el corazón latiendo tan rápido, tan fuerte, que estaba seguro
de que podía escucharse por toda la ciudad. Después de un tiempo que le pareció
demasiado corto, la desconocida se acercó al mostrador y le preguntó si sería
posible probarse unas preciosas sandalias rojas, abrochadas al tobillo con una
sencilla pulsera de piel. Él tragó saliva y le pidió que se sentara en uno de
los cómodos bancos acolchados mientras iba al almacén a buscar su número.
Gracias a su impecable sistema de almacenaje, localizó el par adecuado en un
minuto y regresó a la tienda, con las piernas un poco temblorosas, y una
actitud de lo más profesional.
Se
arrodilló frente a ella, le quitó los zapatos con delicadeza y le puso las
sandalias hasta que encajaron perfectamente en sus pies. Se demoró unos
instantes en colocar la pulsera correctamente en cada tobillo, sólo por el
placer de rozar ese pequeño pedazo de piel que quedaba al descubierto entre el
bajo del pantalón y la sandalia. Nunca había tocado nada tan suave y tuvo la
sensación de que, en los días que vinieran, recordaría ese tacto en la yema de
los dedos cada vez que cerrara los ojos. Le ayudó a ponerse de pie y, sin soltar
su mano, la acompañó frente al espejo de cuerpo entero que había entre dos
estanterías, para que pudiera ver lo bien que le sentaban y cómo estilizaba su
figura el fino tacón de aguja. La desconocida, sin soltarle la mano, se
contempló de frente, de un lado, del otro, y de espaldas, girando la cabeza
tanto como le fue posible. “Son maravillosas”, le dijo en un susurro, “me las
quedo”. Pagó el elevado precio sin poner pegas, le agradeció la atención que le
había prestado y se fue cargando una bolsa de tela negra con el nombre de la
zapatería impreso en color dorado. Alastair se acercó al escaparate y la miró
hasta que se perdió más allá de la esquina y se preguntó si eso que sentía en
el estómago al aspirar el leve rastro de su perfume, que había quedado suspendido
en el aire, sería lo que la gente llamaba “estar enamorado”. No se parecía a
nada que hubiera sentido alguna vez, una extraña mezcla de euforia contenida y
un miedo muy profundo y desconocido. Era consciente de que quizá no volvería a
verla jamás y ese simple pensamiento le provocó un dolor intenso. Se propuso
olvidar que había entrado en su vida durante un tiempo limitado y seguir
adelante con sus días vacíos, sin sobresaltos de ningún tipo, y, por unos
instantes, le pudo el desánimo. Le duró poco, el tiempo que tardó en entrar un
cliente en busca de los mocasines más cómodos que pudiera ofrecerle.
Al
filo de las once y media de la mañana, justo cuando acababa de trasladar un
pedido de treinta cajas de botas al almacén, la campanilla de la puerta anunció
que había entrado un cliente. Se sacudió el polvo de la americana y los
pantalones y salió a atenderle. Se encontró con el lord, vestido con un
ridículo traje de color morado, con sombrero a juego incluido, y, a su lado y
de espaldas a él, una joven que debía ser la insoportable hija, su futura jefa.
Apretó los dientes y se las arregló para arrancarse una sonrisa amistosa, no
servicial, cuando les saludo. Se le escapó todo el aire de golpe al reconocer
en ella a la desconocida que se colaba en sus sueños con demasiada frecuencia.
Su jefe la presentó como Lay Violet, el miembro más inteligente de su familia y
la niña de sus ojos. La joven, que sabía que le había reconocido, se acercó a Alastair
con la mano tendida y una sonrisa. El resto de la mañana, a partir del segundo
en que se estrecharon las manos y murmuraron alguna frase formal tipo
“encantado de conocerle”, transcurrió en una nube de irrealidad continua.
Al
contrario de lo que imaginaba, resultó ser una joven espabilada, con unas ideas
muy claras de cómo se debía llevar el negocio y un sentido del humor refinado
que casaba muy bien con el suyo. Alastair se sorprendió respondiendo a sus
bromas con risas que no necesitó fingir y sintiéndose lo suficientemente libre
como para explicar las ideas que tenía para mejorar el funcionamiento de la
tienda. El lord, con su ridículo sombrero y su traje de payaso, quedó en un
segundo plano y pronto se aburrió de escucharlos. Se inventó una excusa más o
menos creíble y se marchó en busca de diversión en algún pub de la ciudad.
Ellos se quedaron, pidieron unos bocadillos y un par de cervezas al pub que
había al lado de la tienda y pasaron el resto del día revisando los libros de
cuentas y el sistema de almacenaje. Hicieron algunos cambios para que fuera
todavía más eficiente y, al caer la noche se sentaron en el banco acolchado de
la tienda, agotados pero satisfechos.
Al
terminar, se separaron algo avergonzados por haberse dejado llevar por un
instinto que no supieron, o no quisieron, controlar. Se vistieron dándose la
espalda y, sin mediar palabra, recogieron los zapatos, los metieron en sus
cajas y los llevaron de vuelta al almacén. Salieron por la puerta trasera y se
despidieron con un apretón de manos y quedaron en volver a verse en el plazo de
un mes para ponerse al día con las ventas y repasar las cuentas.
Y
no necesitan nada más.
Mjo
06-09-2020
Reto
Ray Bradbury
Semana
35
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