domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DESCORCHE (semana 37)


El lujoso Hispano Suiza tomó la última curva y atravesó la discreta verja que daba acceso a “La Maison des Délices”. Siguió el camino de guijarros que, flanqueado por cuidados jardines de inspiración versallesca, llevaba hasta la puerta acristalada que daba acceso a la casa. Con un ligero chirriar de frenos, y dejando a sus espaldas una nube de polvo suspendido en el aire, el coche se detuvo bajo un porche sostenido por cuatro esbeltas columnas de mármol rosado. Antes de que el polvo volviera a posarse sobre el camino, un chófer uniformado de la cabeza a los pies saltó desde el asiento del conductor, se quitó la gorra, abrió la puerta trasera y se cuadró. Del interior, tapizado con un elegante cuero de color crema, emergió la figura imponente de Serafí Puig i Matamala, impecablemente vestido con un traje confeccionado a medida por el mejor sastre de la ciudad. Se ajustó el sombrero y retiró una pelusa imaginaria de la solapa de su chaqueta, miró sobre su hombro, contempló a su hijo, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Barcelona, y frunció el ceño al contemplar su expresión asustada. Suspiró, exasperado, y le hizo un gesto impaciente para que saliera de una vez. El muchacho respiró hondo y, como si cargara sobre sus hombros con toda la tristeza del mundo, obedeció la orden y abandonó el confortable habitáculo. Tan pronto como tuvo ambos pies sobre el suelo, su padre le miró de arriba abajo e intentó reprimir, sin éxito, un gesto de disgusto.

- Haz el favor de enderezarte, Joan, y abróchate bien la chaqueta – le dijo con dureza-. Y cambia esa expresión de la cara. Cualquiera que te vea, creerá que vas camino del matadero.

- Sí, padre – respondió el joven. Se abrochó la chaqueta, levantó la mirada del suelo y dibujó una mueca que quiso ser sonrisa y se quedó en simple desconcierto.

- Por Dios... – Serafí negó con la cabeza. De alguna manera, estaba convencido  de que algún día, aquella criatura extraña y silenciosa dejaría de decepcionarle y había albergado la esperanza de que quizá fuera aquella noche la que marcara la diferencia. Visto lo visto, parecía que tendría que seguir esperando y sentía que se le empezaba a acabar el tiempo y la paciencia-. Juro que, a veces, tengo serias dudas de que seas hijo mío.

Le dio la espalda y, sin preocuparse del efecto de sus palabras, subió los cuatro escalones que llevaban a la puerta principal y pulsó el llamador. Dentro de la casa, sonó un carrillón de campanillas digno de una catedral. Con el rabillo del ojo, vio que Joan se situaba a su lado con la espalda recta, la cabeza levantada y los ojos clavados al frente. Reconoció en ese perfil su misma nariz afilada, la línea orgullosa de la barbilla y una leve insolencia en la mirada. Leve, muy leve, pero ahí estaba y ya era algo. Quizá no estaba todo perdido. Carraspeó para disimular un amago de sonrisa y volvió a pulsar el llamador de latón. En unos segundos, la puerta, decorada según la moda de la época con formas sinuosas en cristales de colores, se abrió y un mayordomo, vestido con librea y pajarita, les dio la bienvenida y les franqueó el paso. Serafí le entregó el sombrero, los guantes y el bastón que sólo usaba para dar contundencia a sus argumentos y Joan se conformó con hacerle una inclinación con la cabeza a modo de saludo. El mayordomo respondió de la misma manera y se alejó, dejándoles solos en el inmenso vestíbulo de la mansión. A Joan le habría encantado poder observar con atención todos los detalles, desde la elaborada barandilla de hierro fundido de las escaleras que ascendían al segundo piso hasta el último de los cuadros que decoraban las paredes, pero su padre no le dio opción.

- Lo verdaderamente interesante de esta casa está justo al otro lado- le dijo, señalando unas puertas dobles que permanecían cerradas y custodiadas por dos sirvientes, silenciosos  y vigilantes, que esperaban con una mano en la espalda y la otra sobre los pomos. Desde allí, se percibía el sonido amortiguado de música, conversaciones y risas. Le puso una mano en el hombro y echaron a andar hacia ellas. Joan tragó saliva de un modo muy evidente y su padre se permitió el lujo de compadecerse de él por un instante-. Vamos, te aseguro que no hay motivo para tener miedo, ni siquiera vergüenza. Todo saldrá bien, confía en mí.

Nada de lo que le había dicho tuvo efecto en el muchacho, que notaba el corazón latiendo desbocado dentro del pecho. Sentía ambas cosas, miedo y vergüenza, y también curiosidad. Deseaba, y al mismo tiempo temía, ese momento desde el día que cumplió dieciséis años y su padre, llevándole aparte y sirviéndole su primera copa de brandy a espaldas de su madre, le anunció lo que iba a ocurrir. Habían pasado cinco semanas infernales en las que su mente, demasiado dada a imaginar tormentos y delicias por igual, no le había dado tregua. El día, por fin, había llegado y no sabía si alegrarse o desear que acabara lo antes posible. Sabía qué se esperaba de él pero tenía serias dudas sobre su capacidad para cumplir con todas las expectativas que habían depositado sobre su persona. Al fin y al cabo, era el primogénito, el heredero de la familia, y  desde que tenía uso de razón, sabía que confiaban en él. La responsabilidad era demasiada y, aunque se esforzaba al máximo, a veces tenía la certeza de ser una decepción constante para todos, especialmente para su padre, que no se mordía la lengua a la hora de demostrarle lo que pensaba de él.

- ¿Estás preparado? – le preguntó, con una amabilidad desconocida. Joan asintió y Serafí hizo un gesto a los sirvientes, que abrieron las puertas y dejaron al descubierto el secreto que ocultaban-. Hijo mío, bienvenido a “La Maison des Délices”.

 

 

 

- Don Serafí, qué alegría volver a verle... – Madame Céline, una mujer que, a pesar de haber dejado atrás su juventud, seguía siendo espléndida, se acercó y le alargó la mano para que depositara un beso educado en el dorso. Sonrió, coqueta, y se retocó el cabello en un gesto inconsciente-. Nos tiene muy abandonadas, ¿qué le ha mantenido tan alejado de nuestra casa?

El caballero se puso en pie y le ofreció el brazo. Ella, sin dudarlo y a punto de ronronear de gusto, lo aceptó al instante. Siempre le había gustado aquel hombre alto, de porte aristocrático, generoso y educado, al que conocía desde hacía tantos años. Cuando todavía se podía permitir el lujo de soñar, había fantaseado con ser su querida oficial y jugaba con la idea de que un día aparecería por la puerta y le diría algo parecido a “Céline, no puedo vivir sin ti” y la sacaría de allí. Céline, que en realidad se llamaba Misericordia y había nacido en un pueblo perdido de la provincia de Cáceres, se veía viviendo como una señora en un pisito, divino y discreto, en la mejor zona de una Barcelona caótica en la que nadie se atrevía a cruzar las delgadas líneas que separaban las clases sociales. Serafí, porque ya podría tutearle, le compraría montones de vestidos de seda y encaje fino, joyas que compitieran en brillo con el mismo Sol y tendría una doncella que se encargaría de que siempre estuviera perfecta y criadas sobre las que mandar. Él la visitaría una vez a la semana, como hacían todos los señores que eran “alguien” en aquella sociedad de hipócritas congénitos y ella sería feliz, por fin. Por desgracia, aquel sueño jamás se hizo realidad porque nunca llegó a elegirla ni como triste compañera de una noche.

Lo cierto es que esa fue su suerte, porque Don Serafí Puig i Matamala, heredero de una fortuna familiar que nadie podía calcular, soltero de oro de la burguesía catalana y el yerno por el que todas las madres suspiraban, escondía un secreto. Un secreto a voces, por supuesto, algo que, en los círculos selectos en los que se movía, todo el mundo sabía, pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia, ni siquiera en broma. Y es que, tras su imagen de perfecto caballero, de confesión y misa semanal, gentil con las damas y generoso con las causas perdidas, se escondía una personalidad oscura y violenta que no siempre era capaz de controlar.


Lo descubrió la noche que su padre, siguiendo una costumbre tan criticada como aceptada por sus iguales, le había llevado a su primer burdel el día que cumplía quince años y, como regalo, le pidió que eligiera a la chica que más le gustara. Serafí, que todavía no había perdido los rasgos suaves y delicados de la niñez, se quedó paralizado, con los ojos clavados en la punta de sus relucientes zapatos y las orejas ardiendo de vergüenza. Cuando se atrevió a levantar la vista, espoleado por las palabras hirientes de su padre y el coro de carcajadas de sus amigos, miró alrededor y empezó a fijarse en las mujeres que, escasamente vestidas, se paseaban por el salón con una absoluta falta de pudor. Serafí, que no había visto más carne desnuda que los tobillos de las criadas de su casa, no sabía dónde posar la mirada pero, poco a poco, ante la visión de tanta piel femenina al alcance de sus manos, fue perdiendo la vergüenza y, sobre todo, el miedo a acercarse a ellas. No tardó en levantarse de la butaca en la que se había refugiado para pasear entre ellas, preguntando sus nombres, rozando un hombro o una mejilla, inclinándose para oler el hueco de un cuello esbelto, acariciando el nacimiento de unos pechos que amenazaban con desbordar el corsé o comprobando, a dos manos, la firmeza de unas nalgas cubiertas con una combinación demasiado corta. Sabía que tenía que decidirse pero no era capaz de elegir a una sola. ¡Le gustaban todas!

La afortunada fue una chica rubia, con aspecto angelical y un cuerpo que incitaba a cometer todos los pecados habidos y por haber. Aseguró llamarse Sandrine y haber nacido en el mismísimo Montmartre, aunque su falso acento francés no engañaría ni a un sordo. La siguió hasta una habitación sencilla ocupada, casi por completo, por una enorme cama que tenía aspecto de no resistir ni el más leve temblor. La chica, que a pesar de su juventud tenía más experiencia que un batallón de soldados rasos, procedió a quitarle la chaqueta, aflojarle el corbatín, desabrocharle la camisa y el pantalón y deslizarle una mano curiosa y juguetona por debajo de la ropa interior. Sin darse cuenta, le arañó y Serafí, que esperaba experimentar placer y no dolor en esa parte tan delicada de su cuerpo, respondió de forma automática dándole un bofetón que la lanzó sobre la cama. Demasiado sorprendida por el golpe, Sandrine no acertó ni a quejarse ni a defenderse cuando se inclinó sobre ella, le puso una mano en el cuello y empezó a apretar.

-Ten cuidado, puta – le dijo con rabia-, me has hecho daño.

A Serafí le gustó lo que veía; la sumisión y el miedo en sus ojos le excitaron mucho más que cualquier caricia. Aflojó un poco la presión, lo justo para permitirle que volviera a respirar pero no tanto como para que se le olvidara quién mandaba allí. Sentía la sangre hirviendo, las entrañas llenas de un fuego que le nublaba la mente y, entre las piernas, un instrumento capaz de hacer gritar a una mujer de placer, por supuesto, pero también de dolor y esa idea hizo que se le acelerara, todavía más, la respiración. Sin pensarlo siquiera, le dio otro bofetón y otro más, que le hizo sangrar el labio. Sandrine, que no era tonta y ya las había visto de todos los colores, se quedó quieta y callada. Tarde o temprano, acabaría, todos lo hacían. El cabrón de turno haría con ella lo que se le antojara, porque para eso pagaba, para ser su dueño durante el tiempo que considerara justo. Después, se iría y entonces, sólo entonces, ella volvería a sentirse segura. Al menos, hasta la próxima vez. Sabía que algún día se le acabaría la suerte, que una noche cualquiera se encontraría con un loco que no sería capaz de frenar a tiempo y la mataría, pero también sabía que no sería aquella la noche ni, desde luego, aquel niñato sin estrenar que, con cada golpe que le daba, creía hacerse más hombre.


Cuando Serafí volvió al salón, nadie habría podido imaginar siquiera lo que había sucedido en la habitación. Después de acabar con ella, se había mojado el pelo y volvió a peinarse los rizos desordenados por el trajín, se había lavado con cuidado las heridas de los nudillos y, con una toalla, había eliminado cualquier rastro de sangre que hubiera podido quedar. Le habría gustado poder quitarse de la piel el olor de aquel cuerpo rendido pero no tuvo suerte y siguió arrastrando aquel aroma dulzón a miedo y derrota durante días. Su padre y sus amigos de correrías, rodeados de mujeres que le reían todas las bromas, le recibieron con aplausos y vítores, abrieron  una botella del mejor champán francés y brindaron por el heredero que, por fin, había superado el descorche, aquel ritual con nombre absurdo que le daba acceso a un mundo en el que, al parecer, tan sólo los hombres tenían acceso. A partir de ese día, le aseguraron, ya nada volvería a ser lo mismo. Y tuvieron razón.

Muchos años más tarde, casado y padre de tres niños y dos niñas que eran su orgullo y decepción a partes iguales, recordó aquella noche y todas las que vinieron después. Apenas conseguía recordar rostros o lugares, sólo cuerpos, sensaciones y las pocas ocasiones en las que realmente se le fue la mano y la furcia de turno acabó muerta por la paliza o la última práctica sexual que su retorcida mente había inventado. De no haber sido quien era y haber tenido los amigos que tenía, difícilmente habría podido salir con bien de ninguna de ellas pero allí estaba, libre de cualquier sospecha y considerado un pilar esencial de la sociedad. A veces, la conciencia se le removía y alcanzaba a sentirse culpable, incluso asqueado de sí mismo, pero el sentimiento duraba poco. Con el tiempo, había acabado por aceptar esa parte incontrolable de su vida como un rasgo más de su naturaleza. No el mejor ni el que más orgulloso le hacía sentir pero, al igual que no podía detener la lluvia o el ciclo de la Luna, tampoco podía evitar lo que él llamaba sus “días oscuros” y cada domingo, arrodillado en el banco de la catedral que estaba reservado para su familia, pedía perdón al Señor y le rogaba que ninguno de sus hijos heredara ese aspecto de su carácter o que sus hijas, sus preciosas e inocentes hijas, jamás tuvieran la desgracia de tropezar con un hombre como él. Era lo único que le pedía a Dios y, para conseguirlo, hacía generosísimos donativos para las obras, supuestamente piadosas, que el obispo le proponía cada domingo, después de comer, en su casa.

 

 

La Madame, que de esa parte de su vida conocía bastante más de lo que él imaginaba, fingía divinamente no saber nada y, todavía colgada de su brazo, atendía hasta la última de sus palabras.

- Ya sabe, Madame Céline, mis negocios me tienen muy ocupado. Cada día surge un problema nuevo y los trabajadores andan alborotados. Los anarquistas no nos dan tregua y no tenemos más opción que emplear mano dura para mantener el orden. Sin duda, habrá llegado a sus oídos los últimos sucesos...

- Por supuesto, Don Serafí, no vivimos tan completamente aisladas como todo el mundo supone – abrió el abanico y escondió la mitad del rostro detrás del elaborado encaje-. Espero que su familia no haya sufrido ningún daño...

- Afortunadamente, no han sufrido ni el más leve percance. Ya imaginaba que habría problemas y organicé todo para que mi esposa y mis hijos menores se trasladaran a la casa de verano antes de lo habitual.

- Sí, vi a su señora y su hija Esperanza paseando por el pueblo hace unos días – asintió ella, ofreciéndole una de las copas de jerez que un sirviente les había acercado en una bandeja de plata-. Se está convirtiendo en una mujer muy hermosa, estoy segura de que no le faltarán pretendientes.

- Por favor, es muy joven todavía, sólo tiene catorce años. Espero que tarde mucho en empezar a darme preocupaciones cuando los muchachos empiecen a rondarla – rieron a coro, una pensando en que la niña tenía la mirada descarada de quien busca la atención masculina y el otro al pensar en lo que le haría al primero que se atreviera a hacerle daño a su hija-. Es Joan, mi primogénito, por quien estoy hoy aquí. ¿Le ha visto?

- Sí, imposible no fijarse en él – respondió la Madame, buscando con la mirada al tímido joven que había visto sentado en un sillón con aspecto de querer estar en cualquier otra parte-. Tiene su misma apostura, Don Serafí. ¿Cuántos años tiene?

- Cumplió dieciséis hace dos meses. Me habría gustado venir antes pero la situación lo ha hecho imposible.

- Así que hoy es el día...

- Sí, ya es hora de que le descorchen – contestó Serafí con una sonrisa que destilaba crueldad.

- Nunca me gustó esa expresión, ¿sabe? – Dijo la Madame, desviando la mirada hacia el muchacho-. Suena...


- Suena a lo que es y no hay que darle más vueltas. ¿Se le ocurre quién podría ser la mujer adecuada para él? Fíjese, parece un conejo asustado.

La Madame estuvo de acuerdo en lo acertado de la comparación y pensó en cómo plantear su pregunta con delicadeza, pues de ello dependía el éxito de su misión.

- ¿Podría darme alguna pista sobre sus gustos? – Hizo una breve pausa y eligió las palabras con mucho cuidado-. ¿Quizá algo semejante a los suyos?

- Lo dudo mucho y, en cualquier caso, no lo sabremos hasta que se vea en la situación – Serafí no esquivó la cuestión y fue sincero en su respuesta. Tampoco él supo qué le gustaba hasta que llegó el momento-. Busque a alguien con aspecto frágil, que sea dulce. A este hijo mío no hay nada que le guste más que meter las narices en un libro y perderse en sus páginas. Adora a Shakespeare, es capaz de recitar sus sonetos sin equivocarse ni en una coma... ¿No tendrá entre sus chicas a alguna Julieta, por casualidad?

- Pues mire, ahora que lo dice... Hace tres semanas que llegó una jovencita desde Florencia y, casualmente, se llama Giulietta. Proviene de una de las mejores familias de la ciudad y es una auténtica belleza. Si la oyera cantar... qué maravilla de voz tiene.

- ¡Qué extraordinaria coincidencia! ¿Dónde está? Quiero verla antes de decidirme – Céline miró alrededor hasta localizarla, apoyada en una columna con expresión de diosa expulsada del Olimpo, y la señaló con el abanico cerrado-. Vaya, no ha exagerado usted lo más mínimo.

- Nunca lo hago, ya lo sabe. En esta casa, la verdad siempre va por delante – le dieron ganas de reír al recordar la cantidad de mentiras que había llegado a inventar, empezando por su nombre y procedencia y acabando con la historia que acababa de contarle. La chica, en realidad, se llamaba Ernesta y la había encontrado en el mercado de carnes del pueblo pero, una vez bañada, vestida y perfumada, parecía realmente una de aquellas Venus que los artistas tanto gustaban de pintar-. ¿Qué le parece?

- Que es perfecta.

- Tenemos una ganadora, entonces. ¿Ordeno que preparen alguna habitación especial?

- No, no, con que tenga una cama grande y cómoda será suficiente. Tampoco es que vaya a ser capaz de apreciarlo.

- Bien. Y mientras tanto, ¿cómo le apetece entretener la espera? – Preguntó Céline, en busca de una ganancia extra-. Suzette está libre esta noche y la mazmorra, lista para ser ocupada. ¿Desea que la avise y...?

- No, esta noche es de mi hijo. No se preocupe por mí, ya encontraré algo con lo que distraerme – contestó. Le hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo y se alejó, con pasos largos y enérgicos.

Joan que, desde su refugio, había observado todo el proceso fingiendo una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, adivinó que se acercaba el momento de la verdad y no pudo reprimir un escalofrío. En cuanto su padre se sentó a su lado y le señaló a la muchacha, tragó saliva y se le aceleró el pulso. Era muy hermosa, demasiado incluso, pero tenía algo en sus ojos que le aterraba y fascinaba al mismo tiempo. ¿Sería capaz de cumplir con ella? Sabía la teoría, por supuesto que la sabía. Su padre se había encargado de ponerle al día desde el día de su cumpleaños y, además, entre sus amigos circulaban historias que ilustraban, con mucha más crudeza, en qué consistía ese maldito descorche y que no era más que la pérdida de la virginidad de un joven una vez alcanzaba cierta edad. Todos los chicos con los que había crecido habían pasado ya por ese trámite y se burlaban, con cariño, de él porque era el último que quedaba y no parecía tener prisa por unirse al club. Pero, como ocurre con casi todo en esta vida, también ese momento había llegado para Joan. Tan dado como era a buscar la poesía en todo aquello que veía, se dijo que había entrado en aquella casa como un niño y, en unas horas, la abandonaría convertido en un hombre. Y odió la idea.

Serafí le obligó a beberse una copa de champán casi de un trago, asegurando que le daría valor y vigor. Brindó con él y por él y, en cuanto Madame Céline le hizo un gesto desde una puerta a la derecha del salón, se puso en pie, le obligó a hacer lo mismo, le abrazó y le deseó suerte.

- Haz que me sienta orgulloso de ti, hijo mío. Y que tu actuación esté a la altura de tus apellidos – le dijo, mirándole seriamente a los ojos-. Ahora ve, Madame te llevará hasta la habitación. No tengas prisa, he visto que Don Anselm Tries está aquí y tengo algunos asuntos que discutir con él. Anda, ve.

Joan, caminando como un autómata y con expresión pasmada, atravesó el salón y siguió a la Madame. Se detuvieron frente a una puerta, igual que todas las demás, casi al final de un pasillo que se le antojó interminable. Céline miró al muchacho, vio que tenía la frente perlada de sudor y el leve temblor de sus manos y se compadeció de él. No debía ser hijo de su padre, a saber cómo le había planteado lo que iba a ocurrir en cuanto entrara en aquella habitación y cerrara la puerta a sus espaldas. Le habría gustado acariciarle la cara, decirle que no debía preocuparse de nada porque Ernesta, quería decir Giulietta se encargaría de todo y que su único deber era responder a sus caricias y disfrutar de ellas. Sin embargo, recordó que su padre era cliente habitual y generoso y no le convenía contradecirle. Así que se mordió la lengua y se limitó a abrir la puerta e invitarle a entrar con una sonrisa. Después cerró y regresó al salón, a vigilar con discreción el estado de sus negocios.  

 

 

Giulietta, que había sido informada de que aquella noche le tocaba en suerte un virgen, se había quitado las pocas prendas de ropa que llevaba encima. Recordaba la primera vez que se vio en semejante trance y que perdió tanto tiempo dejando que el pipiolo se peleara con las cintas del corsé que, cuando consiguió desnudarla, se le habían quitado las ganas de hacer nada y tuvo que emplearse a fondo para que recuperara la firmeza y actuara como se suponía que debía hacerlo. Total, para nada: tres empujones y el chiquillo se le fue en un gemido que acabó en llanto copioso. Había aprendido la lección y, desde entonces, se desnudaba sola y le esperaba tumbada en la cama, cubierta tan solo con la sábana.


Así la encontró Joan, al que le empezaron a flaquear las rodillas en cuanto la vio. Confirmó su primera impresión, es decir, que la chica era una auténtica maravilla y pensó que si Botticelli la hubiera conocido, habría sido la modelo para su Venus emergiendo de las olas. Intentó hablar, decir algo ingenioso. O no, daba igual; cualquier cosa sería mejor que aquel silencio. Se aclaró la garganta pero fue inútil porque no le salió la voz. Giulietta suspiró y adivinó que le tocaría, otra vez, ser ella quién dirigiera la función. Se levantó de la cama, dejó que la sábana resbalara sobre su cuerpo y, con pasos lentos, se acercó a él y le tendió la mano. Joan se aferró a ella como si fuera lo único que podía salvarle del naufragio que preveía y se dejó llevar hasta la cama. Se sentó en el borde del colchón y dejó que le fuera quitando, prenda a prenda, la ropa. Cuando por fin estuvo desnudo, alargó una mano y le rozó un pecho con la punta de los dedos. Le gustó el tacto de su piel, suave y caliente, y abrió mucho los ojos al ver como su pezón se endurecía. La vergüenza y el miedo se hicieron humo tan pronto como ella deslizó una mano hasta su entrepierna, donde su pene empezaba a cobrar vida, y se dejó acariciar, besar, apretujar y, finalmente, tumbar sobre la cama. 

Giulietta, murmurando las frases de amor en italiano que Céline le había enseñado, recorrió su cuerpo con las manos primero y, después, con la boca. Joan se iba en gemidos y exclamaciones de sorpresa porque, a pesar de todo lo que le habían contado, descubría que, en realidad, no se lo habían contado todo. Y es que las sensaciones no se pueden explicar, hay que experimentarlas en la propia piel y nunca lo había tenido tan claro como aquella primera vez. En cuanto estuvo preparado, la muchacha se situó a horcajadas sobre él y, poco a poco, se dejó penetrar. Joan cerró los ojos, se aferró con ambas manos a las nalgas generosas de su Giulietta y perdió la noción del tiempo y el espacio, incapaz de sentir cualquier otra cosa que no fuera aquel placer inaguantable que, en oleadas, le recorría el cuerpo sin darle tregua. Cuando llegó al límite y alcanzó su primer orgasmo, lo celebró con un grito ronco, salido de lo más profundo de sus entrañas y se quedó rendido, sin fuerzas, abrazado al cuerpo sudoroso de la que, a partir de aquella noche, sería la mujer que buscaría, sin encontrarla, en todas las demás.

Había amanecido ya cuando Joan, despeinado y sonriente, con la corbata floja y el cuello de la camisa sin abrochar, que parecía haber crecido diez centímetros en unas horas y ya no miraba al suelo ni parecía un niño,  regresó al salón. Su padre, que había acabado por dormirse en el sillón harto de esperar que regresara, estaba desayunando con Madame que, en muestra de cortesía, le había hecho compañía. Ella fue la única que vio que, detrás de la mirada de insolente satisfacción que lucía el muchacho, se escondía un adolescente que, en el transcurso de unas horas, se había enamorado perdidamente. No era la primera vez que ocurría y, aunque casi siempre daban problemas, no le preocupaba lo más mínimo. Sabía perfectamente qué hacer para lidiar con él. Mientras el padre no se diera cuenta y el chico fuera capaz de disimularlo, todo iría sobre ruedas. Joan se sentó en una butaca junto a su padre, bostezó ruidosamente, se estiró haciendo crujir cada vértebra de su espalda y saludó con voz ronca. Aceptó la taza de humeante café y una tostada con mantequilla y comió con ganas. Estaba agotado como nunca jamás habría pensado que llegara a estarlo y, sin embargo, se sentía capaz de repetir sus hazañas nocturnas en cualquier momento. Su padre, con una sonrisa divertida, observaba todos los gestos de su primogénito y sentía que iba a reventar las costuras de su traje de puro orgullo y tuvo que reprimir las ganas de levantarse y gritar, a los cuatro vientos, “Señores, este es Joan Puig i Farré, ¡mi heredero!”. Ardía en deseos de preguntarle cómo había ido pero se reprimió hasta que acabó de desayunar y volvió a apoyarse en el respaldo del sillón con una sonrisa satisfecha.

- ¿Y bien? – preguntó.

- ¿Bien? Mucho mejor que bien, padre. Mucho, mucho mejor – contestó Joan, con un punto de insolencia en la voz. Luego se dirigió a Madame, que contemplaba la escena con una sonrisa divertida-.  Tengo que pedirle disculpas, Madame, no creo que Giulietta consiga moverse de la cama en todo el día. Hemos traspasado, con creces, el límite de nuestras fuerzas.

- No esperaba menos de ti, Joan – contestó, riéndose y palmeándole el hombro-. Al fin y al cabo, eres mi hijo.

- No se preocupe, Joan, la dejaré descansar y pronto estará preparada para recibirle cuando usted lo deseé.

- Algo que espero que sea pronto – respondió, con un guiño y una carcajada.

- Ya hablaremos de ese tema, Joan. Ahora debemos irnos, tenemos un largo camino de regreso a casa – Serafí y Joan se levantaron y Céline les acompañó hasta la salida.

- Regresen pronto, por favor, ésta es su casa – les dijo, tendiendo la mano izquierda para que ambos la besaran.

- No dude que lo haremos – aseguró Joan, antes de bajar las escaleras y entrar en el coche que el chófer tenía preparado bajo el porche.

- Por favor, salude a Suzette de mi parte – se detuvo unos instantes, pensativo, antes de continuar-. A principios de junio, es decir, dentro de unos diez días, empezaré a venir los fines de semanas para pasarlos con mi familia. Le agradecería que me reservara sus servicios en esas fechas y en todos los fines de semana hasta finales de septiembre.

- Por supuesto, Don Serafí. ¿Reservo también la mazmorra?

- La duda ofende, Madame Céline, la duda ofende – respondió con una carcajada.

Bajó las escaleras y entró en el coche, donde Joan roncaba con una expresión de felicidad en la cara, y dio orden al chofer de que arrancara. Antes de atravesar la verja y salir a la carretera, con la satisfacción del trabajo bien hecho, también se quedó dormido.

 

Mjo

20-09-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 37


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