Cumpliendo
con una tradición no escrita, llega tarde. Ni mucho ni poco, lo justo para
hacerse desear sin llegar a poner de los nervios al futuro esposo. Cuando
aparece, enmarcada por los arcos románicos adornados con flores para la
ocasión, de la concurrencia se escapa un “ooooohhhhhh” de admiración y, por qué
no decirlo, algo de envidia. Se detiene unos segundos, respira hondo y, en
cuanto suenas las primeras notas de la marcha nupcial, echa a andar cogida del
brazo de su orgullos padre. En todas las mentes suena la misma canción, aquella
que dice “Blanca y radiante va la novia...” y ahí se quedan porque, con el paso
del tiempo, el resto de la letra se ha perdido. Lástima que, aunque nadie se dé
cuenta, esta novia parece cualquier cosa excepto blanca y radiante.
El vestido es una absoluta maravilla. Líneas sencillas y elegantes, ni encaje ni brillos ni plumas ni lazos. Nada, sólo un estampado discreto de pequeñas violetas pintadas a mano que bajan desde el tirante izquierdo hasta el bajo de la falda. El ramo, redondo y pequeño, es de las mismas flores, con algunas hojas de hiedra, igual que el adorno que luce en la base del moño trenzado con el que se recoge el pelo negro y brillante. No lleva joyas ni velo y sus zapatos son de tacón bajo y cómodo, para bailar hasta que salga el sol o, en caso de emergencia, salir huyendo. Se oyen exclamaciones de asombro y aprobación mientras cruza el pasillo, pisando los pétalos de rosa que un par de niñas van arrojando al suelo. Las fotos quedarán perfectas, piensan los fotógrafos; si sólo la novia sonriera un poco... Fíjate, le dice el uno al otro, parece que va camino del matadero, y tiene algo de razón.
Qué
extraña expresión tiene. Intenta disimular pero se le escapa por los ojos que
no está cómoda ni feliz. No es una novia radiante, de esas que va repartiendo
sonrisas y guiños cómplices. Al contrario, parece estar aguantando las ganas de
llorar, se muerde el labio inferior y le tiembla un poco la barbilla. Se
aferra, con una mano, al brazo de su padre y con la otra, al ramo. Lo aprieta
con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos. Quiere sonreír, pero no le
sale. Prefiere mirar al suelo y disimular el pánico creciente que está
sintiendo, porque se acerca el momento de la verdad y no está segura de querer
dar el paso. Aun así, sigue caminando. Primero un pie, después el otro y así,
sin quererlo pero sin poderlo evitar, llega al pie del altar y se encuentra con
la mirada ilusionada del hombre al que va a prometer amar y respetar todos los
días de su vida. Se estremece, duda antes de dar el último paso y se le escapa
un gemido en el que se resumen todos sus miedos. Nadie se da cuenta de nada; ni
su padre, que respira aliviado de no haber tropezado por el pasillo, ni los
invitados que se sientan y comentan, en voz baja, lo guapa que está ni, por
supuesto, el novio, que ha estado esperando que llegara ese momento desde que
ella dijo “sí” y le puso el anillo de prometida.
-
Sandra – le dice, acercándose a ella y ofreciéndole el brazo-, estás... Pareces
un ángel, de verdad.
-
Gracias, Javier – responde ella. Se deja besar la mejilla y acepta su brazo-.
Tú también estás muy... elegante.
El
cura pide silencio y pasea su mirada por la iglesia, buscando a quien se atreva
a ignorar su aviso. Cuando no se oye ni el zumbido de una mosca, abre el libro
de liturgias y, durante treinta minutos, se lanza a seguir el esquema que todo
el mundo conoce. Usa el mismo sermón en todas las bodas porque estaba muy
inspirado el día que lo escribió y cree que vale la pena repetirlo una y otra
vez. Qué más da si los novios se conocieron en la playa, en la cola de la
pescadería o en la sala de urgencias de un hospital. El discurso acumula tal
cantidad de tópicos románticos que sólo necesita cambiar los nombres y queda
igual de bien. Además, a esas alturas de la ceremonia, la emoción está tan alta
que casi nadie presta atención a las palabras. Lo que todo el mundo quiere es
que acabe y pase, lo antes posible, al momento cumbre del intercambio de
anillos.
Y
como todo llega en esta vida, antes o después, el cura se aclara la garganta y
pide que se acerquen los novios y sus padrinos. Javier se levanta de un salto y
Sandra se toma su tiempo. Vuelve a morderse el labio inferior y, antes de dar
los dos pasos necesarios, cierra los ojos y respira muy, muy hondo. Finalmente,
antes de que la gente se ponga nerviosa, avanza y sonríe. Poco, sonríe poco, pero
es la primera vez que lo hace desde que salió del antiguo Cadillac descapotable
que le trajo desde el hotel a la iglesia. La explanada que separa ambos
edificios no tiene más de 500 metros de separación en línea recta, pero su
suegra, que tiene delirios de grandeza propios de una folclórica de medio pelo,
se empeñó en el cochazo y no hubo quien la hiciera bajar del burro. Sandra está
lista, por fin, para hacer lo que de verdad quiere hacer. Nadie parece darse
cuenta del cambio en su expresión, ahora sí está radiante. Tan solo los
fotógrafos, que llevan casi una hora esperando esa sonrisa, aprecian la
diferencia y, antes de que cambie de opinión y regrese el desconcierto,
empiezan a apretar los disparadores de sus cámaras. Por fin tienen primeros
planos dignos de la ocasión, qué alivio sienten.
El
cura le dice a Javier “Repite conmigo...” y se lanza a recitar la letanía de
“En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, bla, bla, bla,
hasta que la muerte os separe”. Javier, con lágrimas de emoción en sus bonitos
ojos verdes, se acerca al micro y responde “Sí, quiero” con voz clara y
potente. Coge la mano de Sandra y le pone una alianza diseñada por su tía, que
fue siempre muy creativa, de oro blanco mate. En el interior, ha grabado la fecha,
sus iniciales y la palabra “Always”, no solo porque está convencido de que lo
suyo va a durar para siempre sino porque es el título de la primera canción que
bailaron juntos. Por la mejilla de Javier se desliza una lágrima emocionada y
Sandra se la limpia con ternura.
El
cura se gira hacia Sandra y sigue, frase por frase, el mismo ritual. Ella
sonríe, quizá un poco de más, apretando las mandíbulas para no gritarle al
hombre que espabile, que no tienen todo el día. Pero se contiene, hay que hacer
las cosas bien y es en ese momento o no lo será nunca. ¿Lo va a hacer? Sí, lo
va a hacer. Y justo cuando el cura pregunta si quiere a Javier por esposo, etc.,
etc., respira hondo, aprieta los puños, se acerca al micro y responde, con voz
alta y clara:
-
No – hace una pausa y repite-. No, no quiero.
En
el silencio sepulcral que sigue, el eco recoge las palabras y las lleva por
toda la iglesia, para que a nadie le quede ni la más mínima duda de lo que ha
dicho. Son diez o quince segundos de asombro e incredulidad en los que todos
esperan que Sandra se gire y diga “¡Os he engañado! ¡Pues claro que quiero!”,
pero no lo hizo. El cura mira a Sandra con la boca abierta, Javier la mira con los ojos desorbitados y los invitados paseaan los ojos de uno a otro sin
saber qué hacer o qué pensar. ¿En serio ha dicho que no? Caramba, qué giro
argumental más inesperado...
-
Sandra, querida – le dice el cura, que es el primero de recuperarse de la
impresión. Le apoya una mano en el brazo y de la un ligero apretón-, creo que no
has entendido cómo funciona esto. Vamos a repetirlo, ¿de acuerdo? Pon atención
y, esta vez, contesta correctamente.
-
No es necesario, padre, lo entendí a la primera y mi respuesta es correcta –
Sandra le aparta la mano y retrocede un paso.
-
Mira, hija mía – La voz del cura se ha endurecido varios puntos -, debe ser que
la emoción te anula el entendimiento. No te preocupes, yo te lo explico bien.
Tienes que decir “Sí, quiero” y luego le pones el anillo. Entonces yo diré eso
de “Os declaro mari...”
-
A ver, padre – A Sandra se le empieza a agotar la paciencia y se le nota en la
voz y la mirada. Se cruza de brazos y levanta la barbilla, desafiante-, aquí el
único que no lo entiende es usted. He dicho que no quiero y no quiero.
¿Estamos?
-
Bueno, cariño, yo tampoco lo entiendo – dice Javier, cuyo rostro luce la
palidez de la muerte. A Sandra se le encoge un poco el corazón al verlo, pero
sabe que si demuestra un mínimo de debilidad, acabará cediendo-. ¿Puedes
explicármelo, por favor? ¿Y despacio?
-
¿Podemos irnos de aquí? Te juro que te daré una buena razón, pero no delante de
todos.
-
¡Perdona, zorra, pero la explicación nos la debes a todos! – Exclama su ex
futura suegra, que aparta a Javier de un empujón y se acerca a Sandra con
expresión amenazadora.
-
Mamá...
-
¡Tú calla! ¿Cuántas veces te he dicho que no era de fiar? Si me hubieras hecho
caso, ¡ahora no estarías haciendo el ridículo de esta manera!
-
¡Mamá, ya vale! – Javier se pasa las manos por la cara, respira hondo y sacude
la cabeza para despejarla-. Para tí ninguna mujer es buena, ninguna me merece.
-
Y esa, ¡menos que ninguna!
-
¡Señora, cierre la puta boca! – grita Sandra, lanzando el ramo al suelo en un
gesto de rabia.
-
Señoras, señoras – el cura se pone entre las dos, intentando poner paz-, que
estamos en la casa del Señor. Moderen el lenguaje, por favor.
-
¡Cállese! – le gritan las dos a la vez. El pobre hombre huye a la sacristía.
A
esas alturas de la ceremonia, los invitados se han sentado y siguen los
acontecimientos con interés. “Ojalá hubiera palomitas”, dice el testigo del
novio a una de las amigas de la novia, que le contesta haciéndole una peineta y
se aleja de él. Saca el móvil del diminuto bolso, hace una foto con disimulo y
abre una aplicación. “¡LA NOVIA DIJO NO!”, escribe bajo la imagen y añade
varios hashtags: #plantadoenelaltar, #conlomonaquevoy, #aquemequedosintarta y
#nohabránochedeboda con un emoticono lloroso al final. Comparte la publicación
en Instagram, Facebook y Twitter, para que todo el mundo sepa lo que está
pasando. Después, guarda el móvil y, con expresión de inocencia, regresa al
banco y se sienta junto al resto de sus amigas.
Sandra
se acerca a Javier, que se ha sentado en las escaleras con la mirada perdida.
Se agacha y le coge la mano. Le parte el corazón verle así, pero no puede
evitarlo. Es su vida y tiene derecho a ser feliz. No quisiera hacerle más daño
pero tiene que contarle sus motivos para no seguir adelante. Se va a quedar de piedra,
no se imagina qué es lo que ocurre. ¡Incluso a ella le cuesta creerlo! Fíjate,
un día que se da un capricho y vaya vuelco le ha dado a su vida.
-
Javier – dice con suavidad-, Javier, tenemos que hablar.
-
No, TÚ tienes que hablar – contesta él, en voz muy baja. Está agotado; tiene la
sensación de haber corrido una maratón sin haber entrenado y sospecha que eso
es sólo el principio. Mira a Sandra y se queda sin aliento. Jamás había estado
tan guapa como en ese momento. Tiene los ojos brillantes, el maquillaje
intacto, ni un solo pelo fuera de sitio y, por Dios, ¿es necesario que huela
tan bien? Qué hija de puta. Él muriéndose a chorros y ella, tan fresca. Prueba
a odiarla y no puede. Joder, de verdad, ¡qué hija de puta!-. Yo sólo voy a
escucharte.
-
Aquí no – Sandra se gira y ve no sólo a la cabrona de su ex futura suegra
mirándola como si quisiera asesinarla con la fuerza de su mente, sino los
rostros resignados de sus padres, que siempre dijeron que aquella boda no debía
celebrarse. Y más allá, las caras expectantes de los invitados, que parecen
estar disfrutando del inesperado giro de los acontecimientos. Muchos de ellos
tienen los móviles en la mano y supone que la noticia habrá corrido como la
pólvora en las redes sociales. No, si acabará siendo trending topic y todo. Qué
bochorno. Necesitan salir de allí lo antes posible-. ¿Por qué no nos vamos al
hotel? Allí estaremos más tranquilos.
-
¡Ni se te ocurra, Javier! – Grita la ex futura suegra a pleno pulmón-. No le
hagas ni caso, que lo único que quiere es enredarte, la muy guarra. ¡Tú te
vienes a casa, conmigo, ahora mismo!
-
¡Mamá, ya basta! – Javier se levanta de un salto y mira a Sandra-. ¿Nos vamos?
Sandra
asiente y le coge la mano que le tiende. Echan a andar a andar por el pasillo,
ante la atónita mirada de todo el mundo, atraviesan la puerta y salen sin mirar
atrás. En la iglesia, los invitados se miran unos a otros sin saber qué hacer.
¿Volverán? ¿No volverán? ¿Habrá boda? ¿Y qué va a pasar con el banquete? Con el
dineral que, dicen, se han gastado...
-
Herminia, nosotros mejor nos vamos, ¿eh? – dice el tío de Javier a su esposa,
una mujer teñida de rubio platino y peinada con un moño tamaño XXL rematado con
una rosa roja, a juego con el vestido de tubo, dos tallas más pequeño de lo
necesario, en el que tanto le ha costado meterse-. Mira que se está haciendo de
noche y la carretera tiene demasiadas curvas...
-
Nosotros no nos movemos de aquí hasta que no se acabe la fiesta – contesta
ella, tajante. Está disfrutando como una loca viendo a su cuñada tan humillada.
Ya era hora de que alguien le bajara los humos-. ¡No quiero perderme ni un
detalle!
-
Es que me empieza a doler la cabeza y ya sabes lo que me pasa si no me tumbo
pronto.
-
Toma – La mujer abre el bolso, saca una caja de pastillas y se la planta en la
mano de mala manera-, te tomas una y te tumbas en un banco del fondo,
tranquilito. En la pila tienes agua para que te ayude a tragarla.
-
Herminia, por favor, que es agua bendita...
-
¡Mucho mejor! Así te hará efecto antes – y se olvida de él. Le interesa más qué
hace su cuñada que su pobre y sufrido marido. Ah, cómo está disfrutando al
verla tan descompuesta. Saca el móvil y le hace varias fotos para que sus amigas
puedan verla.
-
Señoras, señores... – El cura ha salido de la sacristía y, una vez recuperado
el aplomo, coge el toro por los cuernos-. Lamento esta situación inesperada,
pero les ruego que tengan un poco de paciencia, seguro que se resolverá rápida
y felizmente, que es lo que todos deseamos, ¿no es cierto?
-
¡Yo no! – contesta la madre de Javier. El cura la ignora, junta las manos, pone
su expresión más beatífica y sigue hablando.
-
Mientras tanto, permítanme que les hable de los proyectos caritativos que
desarrollamos en esta parroquia, todos ellos muy interesantes, y en los que no
dudo que querrán colaborar. Verán, para empezar...
-
Increíble, este curita – dice el testigo de Javier-. ¡Pues no que quiere
aprovechar el momento para meternos la mano en la cartera! Anda y que le den,
me voy al bar. ¿Se apunta alguien?
Sale
de la iglesia, seguido por sus amigos y las amigas de Sandra. Se conocen poco,
pero las chicas se han gastado un dineral en ropa, zapatos, complementos,
peluquería y maquillaje y, total, ¿para qué? ¿Para quedarse con las ganas de
fiesta? Quita, quita, que lo de Sandra y Javier igual no se soluciona, qué
pena, pero ellas todavía están a tiempo de que la noche se les arregle.
Sandra
y Javier entran en el hotel y se dirigen al mostrador de recepción. La
recepcionista les mira y consulta su reloj. Es demasiado pronto, ¡si todavía no
ha empezado el banquete! Profesional como es, se traga el asombro y dibuja la
mejor sonrisa de su repertorio.
-
Bienvenidos. Permitan que, en nombre de la dirección del hotel y en el mío
propio, les felicite, señor y señora...
-
No ha habido boda – corta Javier, antes de que termine la frase.
-
Disculpe, ¿cómo dice?
-
Que ha dicho que no quiere – señala a Sandra, que está parada unos pasos por
detrás, con el pulgar.
-
Javier, por favor, no creo que...
-
Se van a enterar antes o después, mujer. Es mejor que lo sepan por nosotros que
por cualquier otro. ¡A saber qué historias irán contando!
-
Esto... – le recepcionista carraspea, sin saber muy bien por donde escapar. Esa
situación no se la explicaron en la academia, qué incómoda se siente-. Bien,
¿qué puedo hacer por ustedes?
-
La llave de la habitación, por favor. La de la Suite Nupcial, ya sabe, ¡y que
vivan los novios! – acaba Javier con amargura.
-
¿La Suite Nupcial? – preguntan Sandra y la recepcionista a la vez.
-
¿Algún problema?
-
No, ninguno – La recepcionista les hace firmar el registro y les entrega la
llave electrónica-. En el último piso, al fi...
-
Sí, sí, ya la encontraremos. ¿Vamos, querida? – Le hace una referencia burlona
y le indica el camino hacia el ascensor con la mano. Sandra resopla, se recoge
la falda del vestido y echa a andar sin decir nada-. Por favor, señorita, que
no nos moleste nadie. Recuerde, es nuestra noche de bodas.
-
Claro, señor, por... supuesto. ¡Feliz noche! – Mierda, se le ha escapado la
frase sin darse cuenta. Javier la mira y se aleja hacia el ascensor riéndose a
carcajada. En cuanto se cierran las puertas, la recepcionista coge el móvil,
busca el número de su mejor amiga y llama-. Soraya, tía, ¡no te vas a creer lo
que me acaba de pasar! Te vas a quedar muerta. Siéntate, que te cuento...
El trayecto hasta el último piso se les antoja el más largo de sus vidas. Encerrados en ese habitáculo, sin posibilidad de escape, se esquivan los roces, las miradas y las palabras. Cuando las puertas se abren, Sandra le cede el paso y le sigue. Qué ganas tiene de quitarse el vestido; le pesa, le molesta, le impide incluso pensar con claridad. Hasta que no se deshaga del traje de princesa, el moño y el maquillaje, no será capaz de hilar sus argumentos. Y no parece que eso pueda pasar pronto porque a Javier, para variar, se le resiste la puerta.
-
Maldita sea – dice, metiendo y sacando la tarjeta en la ranura una y otra vez-.
Pero ¿quién coño tuvo la idea de cambiar las llaves por estas mierdas?
-
¡Anda, trae! – Le quita la tarjeta de un manotazo, la mete en la cerradura con
suavidad y la luz verde se enciende a la primera. Abre la puerta, entra y se
queda parada en mitad del recibidor de la suite-. Vamos, hombre... ¡lo que me
faltaba!
Javier,
que ha cerrado la puerta y está un par de pasos detrás de ella, mira alrededor
y siente que el alma se le cae a los pies. Se le había olvidado. Se le había
olvidado por completo.
El
suelo, desde el mismo recibidor hasta los pies de la cama, está tapizado de
pétalos de rosas de varios colores. Hay velas de todos los tamaños en espera de
ser encendidas sobre el mueble de la televisión, en las estanterías, en las
mesitas bajas e incluso el baño y el suelo, sobre platos que protegen el parqué.
En la mesita junto a la cama, una cubitera metálica acoge una botella de cava
que espera a ser descorchada, un par de copas de cristal muy elegantes y
delicadas y una caja de sus bombones favoritos. Y la cama... La cama, dejando a
un lado el exceso de las columnas y el dosel, merece un punto y aparte.
Sandra,
que tiene una parte fetichista que raramente deja salir, siempre ha querido
pasar una noche en una cama con sábanas de satén negro. Nunca ha hecho realidad
esa fantasía, quizá por miedo o por vergüenza, y Javier pensó que aquella noche
era la ideal para darle el capricho. Y ahí está, una cama de dimensiones
exageradas, perfecta para dar rienda suelta a todas las perversiones que se les
ocurrieran, cubierta con las sábanas más bonitas que ha visto en su vida. En el
cabecero, una filigrana de hierro forjado de manera artesanal, han enredado
unas tiras de luces en forma de estrella que iluminan el escenario con calidez.
A Sandra se le llenan los ojos de lágrimas; es el escenario perfecto para su
primera noche como marido y mujer ¡y no iban a poder disfrutarlo!
-
Dios mío, Javier, está... precioso – dice, con la voz entrecortada.
-
Eh... Sí, les pedí que hicieran algunas cosas especiales para nosotros, pero se
les ha ido la mano – contesta él, encogiéndose de hombros-. No te preocupes,
ahora recojo los pétalos y... bueno, las sábanas no las puedo quitar. Las he
comprado especialmente para nosotros y supongo que no habrá otras.
-
No, no quites nada... – susurra Sandra-, déjalo todo como está. A mí no me
molesta. Y gracias, de verdad, es un detalle muy bonito.
-
Ya. Y muy inútil – Se quita la americana, la deja en el respaldo de una silla y
se sienta en un sillón, estira las piernas, cierra los ojos y suspira. Está agotado.
Y todavía falta lo peor.
Sandra,
después de echar un último vistazo alrededor, empieza a pelearse con el cierre
del vestido.
-
Joder, qué mierda... Voy a necesitar que me ayudes.
-
No lo dirás en serio... – Abre los ojos y la mira, incrédulo.
-
Lo siento, no puedo hacerlo yo sola, no llego- Se da la vuelta y señala la
espalda del vestido-. ¿Tú has visto cuántos botones? ¡Hay como un millón!
-
Esto es surrealista... – Javier se levanta y empieza a forcejear con los
diminutos botones que imitan la forma de una perla-. Qué difícil, se me
escapan. Son demasiado pequeños. ¿Cómo narices los han cerrado?
-
¡Yo qué sé! La chica de la tienda me ayudó a ponérmelo y creo que tenía un
artilugio... – Javier resopla por el esfuerzo y maldice cada vez que se le escapa
un botón-. Mira, abre solo los necesarios para que me lo quite por la cabeza.
Cinco
minutos después, Sandra sale del vestido, lo tira sobre la cama y se queda en
ropa interior. Javier se da la vuelta para no mirarla, pero se encuentra con su
reflejo en el espejo que ocupa toda la puerta del armario. Vuelve a sentarse en
el sillón y se recrea en el espectáculo.
Ella,
sin darse cuenta, se quita las flores y las hojas de hiedra del pelo y sigue
con las horquillas, que va dejando sobre el tocador. Los mechones de pelo van
cayendo, dejando libre la espléndida melena. Cuando acaba, se sienta frente al
espejo para desmaquillarse. En ese momento, el juego de reflejos entre el
tocador y el armario hace que vea a Javier mirándole, embelesado, desde el otro
lado de la habitación. Su primera reacción es pedirle que aparte la mirada,
pero cambia de opinión. Va a ser la última vez, ¿no? Pues que la disfrute. Se
limpia la cara con una toallita y se recoge el pelo en una trenza descuidada.
Se quita los zapatos, se levanta, pone un pie sobre la butaca, abre el cierre
del liguero para bajar la media, muy lentamente, por la pierna y la deja caer
al suelo. Javier traga saliva y se afloja la corbata. Sandra, consciente del
efecto que provoca, repite la operación con la otra pierna.
-
Sandra, por favor... ¿a qué demonios juegas?
-
Yo no... – se le suben los colores y se da cuenta de lo cruel de su
comportamiento. Abre el armario, descuelga una bata y se la pone-. Perdona, no
sé en qué estaba pensando.
-
Mira, di lo que tengas que decir y acabemos de una vez con esto. Iba a ser un
día feliz y joder, qué puta pesadilla.
-
Lo sé – Se sienta en el borde de la cama y suspira. Mira a Javier, que tiene
los brazos cruzados y el ceño fruncido-. Todo es culpa mía.
-
No seré yo quien diga lo contrario – contesta con ironía-. ¿Y bien?
-
Es que no sé cómo explicarlo – Sandra extiende las manos en un gesto de
impotencia.
-
Oh, por Dios – Javier se levanta del sillón, cruza la habitación, abre el mini
bar, saca una cerveza, la abre y se bebe la mitad de un trago. La mira y la
señala con un dedo-. Deja que empiece yo. ¿Hay otro? – Sandra se muerde el
labio inferior y aparta la mirada-. ¡Así que es eso, te has enamorado de otro!
Joder, Sandra...
-
No exactamente.
-
¿Entonces? – Se acerca a ella y le obliga a mirarle-. Ya no me quieres. ¿Es
eso?
-
Lo que quería decir es que no hay – hace un gesto con las manos para
entrecomillar la siguiente palabra- “otro”.
Javier
no entiende nada y se bebe el resto de la cerveza de una vez. Deja la botella
en el tocador y se sienta sobre la cama.
-
A ver... ¿Me explicas qué quiere decir ese gesto?
-
Que no es uno, sino tres, pero...
-
¡¿TRES?! – Se pone de pie de un salto-. ¡Pero qué estás diciendo! ¿Me has
puesto los cuernos con tres tíos diferentes?
-
No, espera – extiende las manos para que se calma-, deja que te explique.
-
¡Madre mía! Pero ¿cómo puedo ser tan gilipollas para no darme cuenta? Yo
haciendo planes para pasar el resto de mi vida contigo y tú – la señala con el
dedo-, follándote a tres tíos, no sé, ¿por deporte? ¡Y YO EN LA PUTA LUNA!
-
Nononono – dice Sandra, retrocediendo unos pasos-, no es lo que crees.
-
Mi madre tenía razón- se quita la corbata y la lanza contra la pared-, y no hay
cosa que me reviente más que dársela. Bueno, sí, una cosa.
-
¿El qué?
-
¡QUE LA MUJER QUE QUIERO ME HAYA ENGAÑADO CON TRES HOMBRES!
-
¡QUE NO SON HOMBRES! – contesta Sandra, gritando también.
-
¿Que no son...? – la mira con los ojos abiertos y respira hondo-. ¿Son mujeres?
Sandra, ¿eres lesbiana?
-
¿Qué? ¡No!
-
Entonces ¡qué!
-
Se trata del Padre, el Hijo y...
-
Alto ahí – Javier levanta las manos como si fuera un entrenador de baloncesto
pidiendo tiempo muerto. Respira hondo varias veces y, después de unos segundos,
mira a Sandra-. ¿Me estás diciendo que te has tirado a un padre, a su hijo y a,
no sé, un primo? ¿El tío del pueblo? ¿Un sobrino particularmente cachondo?
Pero, Sandra, ¿qué te pasa?
-
¿Qué dices, gilipollas? – Contesta, con las manos apoyadas en las caderas-.
¿Quién te crees que soy? ¿Mesalina?
-
¿Esa quién es? ¿Una amiga tuya?
-
Madre mía... – Se pasa las manos por la cabeza, abre la puerta de la terraza y
sale. Desde allí se ve la iglesia; las luces siguen encendidas y hay algunas
personas en la pequeña plaza que hay delante, fumando o hablando en pequeños
grupos. Seguro que el tema de conversación estrella son ellos. ¿Qué, si no?
Se
pregunta cómo han llegado las cosas tan lejos, por qué no paró antes. Quiere a
Javier, eso lo sabe. Es una de las mejores personas que conoce; es dulce,
cariñoso, muy trabajador y responsable, divertido, amable, inteligente y ¿en la
cama? Buf, ¡explosivo! Empieza a sentir dudas. ¿Es demasiado tarde para
retroceder, pedirle perdón y acabar casándose con él? Sería lo más sensato, a
pesar del espectáculo. Seguro que durante mucho, pero que mucho, mucho tiempo,
serán la comidilla de todos pero, tarde o temprano, encontrarán otros en los
que cebarse. Sí, eso es lo que debería hacer. Le explicaría lo que había
pasado, Javier la perdonaría y, con algo de trabajo, se recuperarían y saldrían
adelante. Serían felices, que es lo que ambos deseaban.
¿Ambos?
¿Seguro? Javier sí, posiblemente, pero ¿qué pasaba con ella? Analiza sus
sentimientos, intentando mantener la cabeza fría, y decide que no. Sabe que su
felicidad no está al lado de Javier, su vida tiene que tomar otro camino. No
será fácil, va a tener que enfrentarse a la incomprensión de mucha gente, pero
no le importa. Ha llegado el momento de la verdad y no piensa retroceder. Carpe
Diem, piensa, aunque le reviente.
Javier
abre otra cerveza y se la bebe más despacio. Ya no puede más; lo único que
quiere es que Sandra vuelva y se explique de una maldita vez. Que todo acabe
para poder empezar de cero, aunque sea en medio de un escenario lleno de
escombros. Lo que más le fastidia es que, a pesar de todo, la quiere. Si
pudiera darle otra oportunidad... Pero ¿cómo olvidar toda esa historia, los
engaños, las mentiras? El padre, el hijo y a saber quién más. Quién iba a
decirlo, con lo modosita que era cuando la conoció. Tímida, vergonzosa hasta la
exageración, y beata de las de verdad, de las de misa cada domingo y confesión
semanal. Con el tiempo, fue perdiendo los miedos y los complejos, y acabó
siendo todo lo que siempre deseo y mucho más que eso. No concebía su vida sin
ella, pero va a tener que empezar a aceptar que se ha acabado. Tiene que ser
así. Sufrirá mucho, eso lo tiene claro, pero lo superará. No hay mal que cien
años dure, bla, bla, bla.
Sandra
entra, cierra la puerta de la terraza y se sienta en la butaca junto al
tocador. Javier la mira, bebe un trago y espera.
-
Deja que hable hasta el final o será interminable y no sé tú, pero yo ya estoy
al límite de mis fuerzas – Javier asiente y no dice nada-. No te he engañado
con nadie, ni hombre ni mujer ni, mucho menos, con tres personas diferentes –
Javier suelta un gruñido de incredulidad y da otro trago a la cerveza-. Cuando
hablé de tres, me refería a la Santísima Trinidad. El Padre, el Hijo y, lo que
no me dejaste decir, el Espíritu Santo.
-
No sé si es la cerveza, que se me han frito las neuronas o... No sé. ¿Qué coño
dices? ¿Que te tiraste a un cura?
-
¡Qué quiero ser monja, Javier! – Sandra ha gritado y se da cuenta de que es la
primera vez que lo ha dicho en voz alta. Javier la mira con la boca abierta-.
Quiero ser monja.
-
Monja.
-
Sí.
-
Monja – repite Javier. Igual si lo dice muchas veces acabará por creérselo. Y
de repente, empieza a reírse. Suavemente al principio y a carcajada limpia al
final-. ¡Tú, monja!
-
Sí, yo – contesta Sandra, molesta. No entiende a qué viene ese ataque de risa-.
¿Qué pasa?
-
¡Que te gusta mucho follar, nena! – y sigue riéndose.
-
Pero ¿tú piensas lo que dices o hablas así, a lo loco?
-
No sé. Tú dices que quieres ser monja – contesta, limpiándose las lágrimas que
caen por sus mejillas-. Puestos a ser absurdos, me ganas. ¡Y por mucho!
-
Mira, lo siento, pero así va la cosa. Voy a ingresar en un convento de las
Carmelitas Descalzas...
-
¡Ja, ja, ja! ¡Carmelitas descalzas! Con lo que te gustan los zapatos... ¡Ja,
ja, ja!
-
Javier... por favor...
-
Vale, vale, lo siento – respira hondo varias veces, se restriega la cara con
fuerza y la mira-. A ver, explícate.
-
¿Recuerdas que hace seis meses estuve una semana en un retiro espiritual? –
Javier niega con la cabeza -. Ah, sí, te dije que me iba a un balneario para
rebajar el estrés pero, en realidad, me fui a un convento en Vic. Necesitaba
alejarme de todo. En el trabajo se estaban complicando mucho las cosas y eso,
junto con los preparativos de la boda, me estaba poniendo al borde del colapso.
Esa semana, compartiendo el espacio con las religiosas y viviendo en silencio
de la mañana a la noche, me reencontré de una manera que jamás habría
imaginado. Ya sabes que soy creyente...
-
Sí, ibas a misa cada domingo. Te he acompañado alguna vez.
-
Cierto. Lo que no te he dicho, bueno, ni a tí ni a nadie, es que de pequeña me
encantaba fantasear con la idea de ser monja. O todavía mejor, mártir. Luego
crecí, empecé a descubrir otras cosas y digamos que mi vocación inicial debía
ser muy débil porque se me olvidó por completo. Hasta esa semana.
-
¿Una semana ha sido suficiente para hacerte desear dejarlo todo a un lado? ¿A
tu familia, tus amigos, tu trabajo? – Javier traga saliva y la mira-. ¿A mí?
-
Como mínimo, me hizo plantearme mi vida... y no me gustó lo que veía. Es así de
sencillo.
-
Así de sencillo – Hace un gesto con la mano, como restándole importancia a
todo-. Caramba.
-
Le he estado dando vueltas a todo durante los últimos seis meses y te juro que
estaba decidida a casarme contigo porque, lo creas o no, te quiero. Eres lo
mejor que me ha pasado en la vida. Pero esta tarde, cuando te he visto
esperándome al pie del altar, tan feliz y satisfecho... no he podido seguir
mintiendo. Ojalá lo hubiera visto claro antes, te habría ahorrado mucho
sufrimiento.
-
Y el ridículo más grande de mi vida.
-
Eso también.
-
¿Sabes qué es lo peor? – pregunta Javier, levantándose para dar unos pasos por
la habitación. Sandra niega con la cabeza y espera a que hable-. Que no puedo
luchar contra eso.
-
¿Qué quieres decir?
-
Si fuera un hombre o tres, o una mujer, intentaría recuperarte. Pero, ¿contra
Dios y el resto? Va a ser que tengo todas las de perder.
-
Lo siento.
-
Estoy seguro, pero ahora mismo eso me da igual. Te he perdido.
-
No es cierto.
-
Para lo que cuenta, sí, lo es – Abre el armario, saca la maleta y la pone encima
de la cama. Empieza a descolgar y sacar de los cajones toda la ropa que había
llevado para pasar el fin de semana y la va echando, sin preocuparse por
doblarla, dentro de la maleta. Mira el cabecero de la cama y sonríe sin ganas.
Busca el interruptor de las luces que ha puesto y las apaga-. Qué lástima, con
lo bonito que lo han puesto todo...
Sandra
se sienta en una butaca y empieza a llorar. Se da cuenta en ese momento de todo
lo que va a perder y, aunque no se arrepiente, lamenta cerrar ese capítulo de
una forma tan dolorosa. Ojalá pudiera ahorrarle algo del sufrimiento y la
humillación que Javier está sintiendo y se le ocurre una idea.
-
Voy a vestirme y a bajar a explicarles a todos lo que ocurre, no te preocupes.
La culpa es mía y soy yo quien ha de dar la cara.
-
No, lo haremos juntos. Vas a necesitar que alguien te proteja de mi madre, te
va a querer matar. Nunca le gustaste, ¿sabes?
-
Sí, me lo dejó claro muchas veces – Sandra sonríe con tristeza y empieza a
vestirse-. ¿Qué hacemos con el banquete? ¿Que lo repartan entre los invitados
en tuppers? No sé si van a tener tantos...
-
¿Qué te parece si les decimos a los invitados que, si quieren, se queden y
cenen? Total, ya está pagado... y no estaría bien que fuera a parar a la
basura.
-
Qué... macabro, ¿no?
-
Será el final perfecto para este día. Ni en mis peores sueños habría podido
imaginarlo – Javier cierra la maleta y la mira. Se ha puesto una sudadera y
unos tejanos, y espera a que se ate las deportivas-. ¿Vamos?
-
Me siento como los cristianos, a punto de enfrentarme a los leones en el
Coliseo – dice ella.
-
Muy apropiado, sor Sandra
Javier
coge la maleta, abre la puerta y sale. Sandra le sigue y cierra. Encerrados de
nuevo en el ascensor, esta vez se miran a los ojos, son capaces de sonreírse y
se cogen de la mano. Cruzan el vestíbulo, la explanada que separa el hotel de
la iglesia y, sin mirar a nadie, pasan entre las personas que están reunidas en
la calle. Entran en la iglesia, todavía cogidos de la mano, y se dirigen al
altar. El cura se queda callado en mitad de un discurso aburrido sobre la
generosidad y, poco a poco, los invitados se sientan en los bancos y se quedan
en silencio. Todos los ojos, y muchos móviles, están pendientes de ellos.
Javier y Sandra se mirar, respiran hondo, se dan un beso en la mejilla y
empiezan a hablar.
-
Bueno... ya os habréis imaginado que ésta boda no va a acabar con un “Yo os
declaro marido y mujer” – dice Javier, dibujando una mueca que pretende ser
sonrisa-.
-
No me digas, Sherlock – contesta su padrino, que lleva encima tres o cuatro
copas de más, riéndose.
-
Cállate, capullo – responde una de las amigas de Sandra, que ha sufrido sus
historias de conquistador durante la última hora.
-
Creo que será mejor que acabemos con esto cuanto antes.
-
Ya lo hago yo – le corta Sandra, poniéndole una mano en el brazo-, porque la
culpa de todo esto es mía. A ver, gente, que no me voy a casar porque he
decidido que quiero ser monja. Punto.
-
¿Monja? ¡PERO SERÁS PUTAAAAAA! – la futura ex-suegra de Sandra se levanta del
banco como si le hubieran pinchado en el culo con una aguja y, con los puños
apretados, se dirige hacia Sandra con intención de agarrarla del pelo y
arrastrarla por el suelo. Por suerte, los hombres que aún están sobrios se
interponen y se la llevan de allí, pataleando y gritando tantos insultos que no
va a haber confesión que limpie sus pecados.
El
padrino borracho y una de las amigas de Sandra, que habla como si tuviera la
lengua muy, muy gorda, se acercan al altar y bajan la voz para hacer la única
pregunta que, en ese momento, todos quieren hacerles.
-
Eh, vozotroz, loz do dovioz... – Sandra y Javier se miran, se encogen de
hombros y se acercan. La amiga tropieza con el primer escalón y se salva de un
doloroso aterrizaje porque Javier la coge en el último momento-. A ved, el
banquete.
-
¿Qué pasa con el banquete? – Pregunta Sandra.
-
¿Noz lo domemos aquí o noz do van a poned en fiam... en diamb... en caditas? –
Al padrino se le escapa la risa y le da un codazo a Sandra, como si fuera la
broma más divertida del mundo.
-
Joder, ¿eso es lo único que os
importa ahora? – El padrino y la amiga asienten al mismo tiempo-. Anda que ya
os vale... Yo qué sé. ¿Qué hacemos?
El
cura, que parece no estar, pero no se pierde detalle de la conversación, sale
de detrás del altar, donde ha vuelto a esconderse cuando la futura ex suegra ha
estallado, y se acerca con expresión beatífica en el rostro.
-
Queridos hermanos, en vista del cariz que ha tomado la tarde y el destino que
ha elegido Sandra – le hace la señal de la cruz y sonríe-, creo que lo mejor
sería que los alimentos se repartieran entre aquellos que ayudamos desde la
parroquia. Si me permitís, haré unas llamadas y...
-
Coño con el cudita, no ce piedde una – dice el padrino.
-
No, padre, disculpe. Ya hemos pagado lo que nos pidió por una ceremonia que,
estará de acuerdo conmigo, no ha salido como esperábamos. Además, hicimos una
aportación bastante jugosa para sus programas solidarios y – Javier mira a
Sandra y suspira-, se van a quedar con la mujer que amo. Yo creo que han
recibido una más que justa recompensa. El banquete se lo van a comer los
invitados que quieran quedarse. ¿Te parece bien, Sandra?
-
Claro.
-
Pues ya está. A ver, tío... ¡Tío! – Javier da unas cuantas palmadas para llamar
la atención de su tío, que está discutiendo con su mujer porque quiere irse y
ella se niega en redondo. Está disfrutando del drama y no está dispuesta a
perderse nada-. Si mi madre se ha calmado, ¿podrías decirle que entre? ¡Pero
sólo si está tranquila!
-
Si no, prueba a echarle un par de chorros de agua bendita, que igual lo que
necesita es un exorcismo.
-
Sandra, no te pases...
-
Vale, vale – levanta las manos en son de paz.
La
futura ex suegra regresa, flanqueada por el tío y un amigo de Javier que no ha
bebido nada y, gracias a las cuatro horas que pasa cada día en el gimnasio
dándole a las pesas, parece un armario ropero de cuatro puertas. Sigue mirando
a Sandra como si quisiera asesinarla, pero mantiene la boca cerrada y una
distancia prudencial entre ella y la zorra que ha arruinado la vida de su
amadísimo hijo.
-
Ea, ¿estamos todos? – Gestos y murmullos de asentimiento entre los invitados-.
Bueno, tampoco me importa mucho. El que se haya ido, que se joda. Señoras y
señores, tal y como estaba previsto, el banquete se servirá en el Salón Blue
Moon en el tiempo que tarden en ponerlo en marcha. Por favor, ir al bar y os
avisaremos cuando esté todo preparado. ¿Os parece bien?
-
¡Venga, dente, que eshta nope tedemos uda fieshtaaaaa! – grita el padrino, que
echa a correr hacia la puerta, tropieza con la alfombra y se cae en mitad del
pasillo, donde se queda porque ninguno de los invitados se molesta en ayudarle
a levantarse.
Mira,
si lo consigo, ¡creo que hasta me voy a pensar eso de meterme a monja! Y ahora,
si me perdonáis, tiro para el banquete, que como ha dicho el borracho del
padrino de Javier, ¡esta noche hay una fiesta!
Mjo
13-12-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 49
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