martes, 5 de enero de 2021

AL CAER LA NOCHE (Semana 51, versión en castellano)


Calle Craywinckel, número 239. De aquí al lado, en la esquina con República Argentina, sale el tranvía que va hasta el Casino de L’Arrrabassada. Puedes hacer el trayecto en tu coche particular, por supuesto, o bien en uno de los automóviles que, en el corazón de la ciudad, el mismo Casino pone a disposición de sus clientes y que hacen viajes desde las nueve y media de la mañana hasta las diez en punto de la noche. Para muchos de nosotros, es aquí donde comienza la diversión. Digamos que es una especie de calentamiento, de ensayo general de todo lo que vendrá después. Música, chicas con ganas de pasarlo bien y juegos de mesa con apuestas muy limitadas, porque no conviene gastar antes de tiempo. No es un sitio peligroso, aquí no hay perversión o vicio; aunque parezca mentira, la gente se comporta como Dios manda... hasta que atravesamos la frontera, empezamos a subir y dejamos de hacerlo. Es como si, en alguna curva del camino, cambiásemos de piel y quedara detrás, abandonada, la persona que somos mientras luce el sol. Aparecen, entonces, unos personajes oscuros y extraños que camina y hablan como nosotros, pero actúan de una manera completamente diferente. Cuando vuelvo a la ciudad, cuando despierto después de dormir lo poco que queda de noche, siempre tengo miedo de que quede demasiado de él, de ese otro que hace cosas que prefiero no recordar, y si llegará el día en el que yo, el “yo” que todos conocen, quieren y, lo más importante, respetan, desaparecerá. Y cuando eso ocurra, si es que ocurre, ¿quién seré? ¿Cuál será mi mundo¿ ¿Este en el que vivo día a día, rodeado de luz y paz, o aquel en el que soy feliz, en la oscuridad, donde el dolor y la pérdida no son más que una carta equivocada en la mesa o la bolita que se para en el agujero equivocado de la ruleta? Se parece demasiado a la vida y al amor; siempre juegas sin saber si ganarás o perderás.

En el Casino de L’Arrabassada, la gente se deja la fortuna y, a veces, también la vida. Dicen que hay una habitación secreta, al final de un pasillo estrecho y oscuro, donde puedes suicidarte sin que nadie te moleste. Las paredes, de un azul pálido y sin ventanas o más abertura que la puerta de entrada, están alicatadas hasta el techo, porque dicen que así es mucho más fácil limpiar la sangre y los restos no se quedan pegados. Ni siquiera tienes que preocuparte de cómo hacerlo; allí tienes una pistola e intimidad suficiente para acabar con todo, porque para la gente de dinero, para los ricos de toda la vida, más vale estar muerto que ser pobre. La miseria no es bonita, no es de buen gusto. Si lo pides, también se encargan de dar la noticia a tu familia, con una explicación coherente que deje tu recuerlo limpio y tu reputación intacta.

Hagamos un pequeño experimiento, ¿queréis? Cerrad los ojos por un momento, por favor, y dibujad la escena en vuestra mente. Imaginad la desesperación del hombre, porque las mujeres no tienen permitido jugar, y su mano temblorosa que coge la pistola, se mete el cañón en la boca o lo pone bajo la barbilla y, después de rezar una oración precipitada, cierra los ojos y aprieta el gatillo. No sé vosotros, pero yo puedo escuchar el ruido ensordecedor que viaja de una pared a otra, sentir el olor de la pólvora quemada, y ver la sangre escurriéndose por las baldosas, azul cielo contra rojo oscuro y brillante. Lo veo todo tan claro como si estuviera allí, escondido en un rincón, y se me revuelve el estómago. Este ejercicio cruel, posiblemente innecesario, lo hago muy a menudo, cuando siento que la vida pierde sentido, y noto cómo me suben por la garganta las ganas de acabar con todo. Siempre funciona, siempre tiene la capacidad de despertar a la parte de mí que desespera, que se vuelve oscura y no ve esperanza ni posibilidades de redención.

Lo peor de todo, lo más repugnante, es que mientras una vida se acaba, dejando un rastro de sangre y trozos de cerebro esparcidos por el suelo y las paredes, en el Casino la ruleta sigue girando como si nada hubiera pasado, y en las habitaciones del hotel se bebe champán francés y se folla con las putas que los clientes traen colgadas del brazo o la dirección, ansiosa de satisfacer cualquier deseo de sus distinguidos huéspedes, les ofrecen. La vida y la muerte duermen juntas entre estas lujosas paredes, con frecuenca en la misma cama y sin mirarse a los ojos.

Y a este mundo que ha perdido la inocencia, hoy he traído a Mariona Pujades, hija única y, algo extraño, heredera de un imperio textil que nadie se atreve a cuantificar. A los dieciocho años, su conocimiento de la vida no debe ir más allá de lo que su santa madre y su preocupado confesor le hayan explicado. Mariona es la niña de los ojos del patriarca y ha crecido, protegida de cualquier mal, en la mejor zona del Paseo de Gracia, justo donde se levantan todos los palacetes lujosos y estridentes. Qué guerra más absurda tienen estas grandes familias; creen que, cuando ellos sean poco más que un puñado de apellidos ilustres a pie de página en un libro de historia, estos monstruos de ladrillo y “trencadís” serán su gran legado, que tanta magnificencia recordará a las futuras generaciones que ellos construyeron esta ciudad de sueños y pecados. No soy nadie para criticarlos, yo mismo vivo en una pesadilla que aspira a sobrevivir a todo y a todos, pero, si no tengo éxito en mi misión, todo puede cambiar de un día para otro. Estamos a un paso del precipicio, de la ruida, de caer y desaparecer, y me corresponde a mí, el heredero de los Llaudet, evitarlo.

Como caballero ejemplar que, dicen, soy, he ido a recogerla a su casa en un coche conducido por un chófer perfectametne uniformado. Diez minutos antes de la hora acordada, una doncella me ha abierto la puerta principal, me ha llevado hasta un saloncito formal y he tomado un jerez bajo la mirada, a medias calculadora y a medias amenazadora, de sus padres. Mariona, como buena señorita, se ha hecho esperar un poco más de la cuenta y querría decir que ha valido la pena, pero, a menos que sea necesario, no me gusta mentir. De todas maneras, he dibujado la sonrisa más amplia de todo mi repertorio y le he entregado el ramo de rosas que mi madre, que sabe que la primera impresión siempre es la que más cuenta, me ha hecho comprar. Entre el coche y las flores, esta cita me está dejando bien pelado. ¡Y todavía no hemos empezado de verdad! A Mariona se le han puesto las mejillas coloradas al ver las flores y juraría que se ha emocionado demasiado; debe ser su primera cita formal y, pobre, le ha tocado conmigo. Me gustaría que me gustara, pero no es así. Es una imposición y nunca he sido capaz de obedecer las órdenes. Esta vez no me queda más remedio, así que le ofrezco el brazo, que ella acepta encantada y, antes de marcharnos, me recuerdan que tengo de devolverla a las doce en punto.

- Madre, por favor, ¿no podemos llegar un poco más tarde? – dice ella. Una mirada de aquella que le dio la vida es más que suficiente para silenciar la tímida protesta. La miro, le guiño un ojo y prometo a sus padres que a esa hora estará de regreso, sana y salva. Y por fin, después de una eternidad, subimos al coche y nos dirigimos hacia el Casino. Esto no ha hecho más que empezar y ya estoy agotado.

Hemos hecho el viaje respetando escrupulosamente las normas de cortesía más elementales. Ella me ha preguntado por mis padres, al que conoce desde hace tiempo, y yo he correspondido interesándome  por sus estudios en el internado suizo. Hemos hablado de amistades comunes, la próxima temporada de ópera en el Liceo, de moda y libros y, con una voz tímida, me ha pregundado mi opinión sobre la relación de Ramón Casas y su vendedora de lotería. Conozco un poco a Ramón, nos hicimos amigos cuando pintó el retrato de mi hermana pequeña y también uno de mis padres, y siempre me ha parecido un señor discreto y nada propenso a enamoramientos locos. Le he dicho la verdad, que me parece que es feliz y que Júlia, esta chica de ojos imposibles, no da la sensación de ir detrás de su dinero.

- ¿No es una mujer pública, entonces? – pregunta con curiosidad.

- ¿Júlia? ¡En absoluto! No, de ninguna manera. No te creas todo lo que te digan, en esta ciudad hay mucho envidioso.

- He visto uno de los cuadros que ha hecho de ella. Es muy... llamativa.

- ¿Te gustaría conocerla? – La miro y me sorprende ver que asiente-. No te preocupes, intentaré concertar una cita con ellos, quizá la semana que viene.

- Gracias – Sonrie, contenta, y  por primera vez veo algo en ella que me da ganas de seguir adelante.

Al llegar al casino, le hago un pequeño tour por las instalaciones. Nada demasiado detallado, no conviene que crea que soy asiduo y quiera huir antes de hora, pero le señalo las mesas y le explico un poco de qué va cada juego. Mariona abre muchos los ojos, de un azul muy bonito, cuando ve la ruleta y me hace prometer que, antes de volver a casa, haremos un par de tiradas, a ver si tenemos suerte. Después vamos al restaurante, al otro lado del edificio, y cenamos en una de las mejores mesas. Como despacio, con una elegancia natural, y sonríe continuamente. Cuando el camarero le ha llenado la copa de vino por segunda vez, me ha confesado, avergonzada, que su madre no le deja beber más de media copa y sólo en ocasiones especiales. He mirado alrededor i después, quizá por el gusto de ponerla a prueba, le he dicho al oído:

- ¿Es que ves a tu madre por aquí? – Ha dicho que no con la cabeza, sonriendo a medias-. Entonces, si tú no se lo dices, yo tampoco lo haré. Este será nuestro primer secreto.

En sus ojos ha brillado una chispa de diversión y atrevimiento que, lo confieso, me ha gustado mucho. Ha cogido la copa y, de un solo trago, se ha bebido la mitad i, después de dejarla sobre la mesa, me ha guiñado un ojo y le ha pedido al camarero que acabará de llenarla. La noche se pone interesante. ¡Es posible que incluso acabe por pasarlo bien!

Al acabar, la invito a dar un paseo por los jardines y acepta, encantad. Distraida por la conversación y el ambiente, ha bebido un poco más de la cuenta y su caminar es ligeramente inestable. Se coge de mi brazo, perdida por completo la desconfianza, y tiene la mirada brillante y las mejillas sonrosadas. La encuentro cada vez más bonita y verdaderamente es inteligente, divertida, irónica y, creo, que también perversa. Hace comentarios de la gente con la que nos cruzamos, conoce a casi todo el mundo y me explica cosas de las que no tenía ni idea y de las que ella, tan protegida entre las paredes del palacete, el internado y el confesionario, tampoco debería saber. Me pregunto si sus padres reconocerían a su hija en esta mujer que ahora pasea cogida de mi brazo, que se ríe con ganas, deja caer alguna palabrota y se apoya en mi cuerpo sin sentir, aparentemente, vergüenza en absoluto.

Cruzamos los jardines y llegamos al mirador circular, desde donde la vista es espectacular. La noche es perfecta, no hay nubes, se ven un millón de estrellas y la luna llena ilumina del mar, que parece de plata. Estamos en el mes de mayo y una ligera brisa le acaricia la piel de los brazos y le hace temblar. Me quito la chaqueta, se la echo sobre los hombros y, ya que estoy, aprovecho y le paso un brazo por la cintura. Se le escapa una exclamación de sorpresa, pero no hace ni el más mínimo intento de alejarse.

Durante unos minutos, rodeados por los sonidos distantes del parque de atracciones que hay al otro lado de los jardines y la música que sale del salón del baile del Casino, no decimos nada. Yo no siento la necesidad de hablar, estoy en paz y a gusto, intentado aceptar que todo va bien y Mariona me gusta más de lo que jamás habría imaginado. Me había hecho a la idea de que, si no lo estropeaba todo irremediablemente, tarde o temprano me casaría con ella porque su dinero era la única esperanza de la meva familia, pero la posibilidad de que aquella circunstancia no solo no fuera un castigo, sino que pudiera llegar a ser un placer, ni se me había pasado por la cabeza. Todos mis amigos se han casado por conveniencia y no dejan de quejarse de la mujer que les ha tocado en suerte. No soporto la idea de pasar el resto de mi vida al lado de una criatura que sólo me interesa para tener hijos y, en cambio, tener que buscar fuera de casa lo que no encuentro en su cama... Y si, soy consciente de que todavía es muy pronto para saber si nos entenderemos en este campo, pero tengo que reconocer que tengo ganas de descubrirlo. Enseñarle los placeres asociados al sexo a esta mujer, que ahora me mira con una sonrisa expectante en los labios, será una aventura deliciosa.

- Estás muy callado. ¿Te encuentras bien, Bernat? – pregunta, poniendo su mano sobre la mía, que estaba apoyada en la barandilla del mirador-. ¿He dicho o hecho algo que no te ha gustado?

- No, ni mucho menos – respondo, mirándola-. Al contrario, en realidad.

- ¿Qué quieres decir?

- Que no creía que pudiera estar tan a gusto contigo y estoy bastante sorprendido, Mariona.

- ¿Podemos sentarnos un rato? Estreno zapatos y me hacen daño.

Nos acercamos a un banco que hay en un rincón, debajo de una glorieta cubierta de jazmín que perfuma el aire.

- ¿Tienes frío? – le pregunto después de sentarnos. Dice que no, pero se pega a mi costado, buscando un poco de calor o, quién sabe, algo más. Intento no pensarlo, porque puede ser peligroso y si me dejo llevar, lo estropearé todo.

- ¿Por qué dices que estás sorprendido? ¿Tan malo era lo que esperabas de mí? – dice, con una sonrisa maliciosa.

- ¿Sinceramente? No esperaba nada bueno o atrayente. He conocido a demasiadas chicas de sociedad como para pensar que tú serías diferente. Y deja que te diga que realmente lo eres – Mariona se ríe echando la cabeza hacia atrás y a mi me gustaría acariciarle el cuello, bajar por su pecho y... No, no puedo hacerlo. Aparto la mirada y ella apoya su mano sobre mi pierna.

- Yo tampoco esperaba encontrar algo interesante. ¿Crees que eres mi primer pretendiente? Pues eres el séptimo. Mi padre prometió que no me obligaría a casarme sólo para sumar un apellido a la familia o por dinero y, hasta ahora, los únicos que han venido a casa preguntando por mí quieren una cosa o la otra. O, si es posible, ¡las dos!

- Mariona, debo confesarte...

- No tienes que confesar nada, Bernat, ya lo sé. Mi padre me lo dijo hace unos días y, a pesar de eso, decidimos darte una oportunidad, igual que a los demás. No tengo nada que perder, ¿verdad? – Me encojo de hombros y digo que no con la cabeza-. Al menos, tú has empezado bien desde el primer momento.

- ¿En serio? ¿Y qué he hecho mejor que ellos?

- Me has traído rosas y no bombones – dice, riéndose.

- ¿Tan terrible habría sido llevar una caja de bombones?

- Soy alérgica al chocolate – Ve mi cara de sorpresa, vuelve a reir y yo ya no puedo, ni quiero, controlar más mis deseos.

El primer beso es de prueba, sólo por saber si es lo que ella quiere. Y lo es, ya lo creo, a juzgar por su reacción. Juego con sus labios, sintiendo su forma bajo los míos, con suavidad. A Mariona se le escapa un gemido y me abraza con fuerza. Siento sus pechos contra el mío y profundizo el beso. Le abro la boca y pruebo con la lengua, poco a poco, para no asustarla, pero no me rechaza y sigo adelante. Sus besos tienen sabor al vino de la cena, a inocencia y deseo, a sueños y futuro. ¿Quién ha bebido más, ella o yo? Nunca antes había pensado tantas tonterías. ¿Es esto amor? ¿Cómo voy a saberlo, si jamás he estado enamorado? Para mí, las mujeres eran una distracción placentera y seducirlas, un juego. Antes o después, me cansaba y pasaba a la siguiente, consciente de que un día tendría que sentar la cabeza y casarme con quien mi padre decidiera, me gustara o no. La situación de mi familia se había complicado tanto que ya no tenía ni opción a exigir alguna cosa mejor: era ella o la ruina. No sé a quién debería dar las gracias, pero la elección parecía acertada. O lo sería, si conseguía frena, ahora que todavía estaba a tiempo, y no me apoderaba de su virginidad, tan bien protegida hasta ese momento, en aquel banco y a la vista de cualquiera que pudiera pasar.

A regañadientes, me he separado de ella, me he puesto de pie y me he alejado unos metros, hasta llegar al mirador. Mariona se ha quedado donde estaba, con el vestido levantado por encima de las rodillas y la respiración agitada. Se ha puesto bien la ropa, ha respirado hondo tres o cuatro veces, se ha levantado y se ha acercado a mí. Sin decir nada, se ha cogido de mi mano, ha apoyado la cabeza en mi hombro y me ha preguntado qué hora era. He sacado el reloj del bolsillo y lo he mirado.

- Son las once y media. Deberíamos irnos – Ha dicho que sí y ha suspirado. Le he dado un beso suave en la frente y hemos vuelvo al casino.

Atravesamos la ciudad, oscura y vacía, sin cruzar palabra. En cuanto nos hemos subido al coche y el chófer ha arrancado, le he pasado el brazo por los hombros y ella ha dejado caer su cabeza sobre mi pecho. Al llegar a su casa, le ha pedido al chófer que saliera del coche y me ha preguntado si había disfrutado de su compañía esta noche. Sin dudarlo, le he dicho que sí. No es mentira; como mínimo, ha resultado entretenido y, aunque me cueste creerlo, tengo ganas de repetir la experiencia.

- Mariona, sólo nos hemos visto una vez y sabemos muy poco el uno del otro... – Ha hecho un gesto con la mano y me ha dejado a media frase.

- Sabemos lo que necesitamos saber, Bernat.

- No te entiendo.

- Tú necesitas el dinero de mi dote para salvar a tu familia de la quiebra – Mierda, pienso. Me ha dejado sin palabras-, y yo quiero salir de casa y ser libre. Estoy harta de internados y confesionarios, de tardes de té con pastitas rodeada de amigas que sólo saben hablar de vestidos y peinados. ¡Yo quiero vivir, cojones!

- Caramba, ¡lo tienes todo muy claro, tú! – le digo, riéndome. Esta chica no deja de sorprenderme. Me pregunto si sus padres tienen la más mínima idea de la bomba de relojería que tiene por hija y si acaso será esta la razón por la que están dispuestos a cerrar los ojos y considerar, seriamente, mi candidatura a yerno como aceptable.

- Mucho más de lo que te imagines. ¿Aceptarías un trato ? – Mete la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta y saca la petaca que llevo siempre encima, por si me encuentro en situaciones de emergencia como, por ejemplo, esta. Quita el tapón, le da un trago y, como si no fuera mía, me la ofrece. Digo que no con la cabeza porque tengo la sensación de que, en esta conversación, necesito estar bien despierto.

- Depende de lo que me ofrezcas. Te escucho – digo, apoyando la espalda en el asiento y cruzando los brazos.

- Matrimonio, Bernat, que es precisamente lo que todos esperan. Un matrimonio perfecto de cara a la gente y, en la intimiedad, libertad para los dos. Con discreción, claro – Es directa y sabe lo que quiere. Y yo también-. Mira, creo que tú y yo nos entenderíamos.

- ¿Y lo que has dicho antes del amor? ¿Soportarías un matrimonio sin amor, Mariona?

- ¿Y quién dice que tenga que ser así? – Se encoge de hombros y sonríe de una manera que me enciende la sangre-. Puedo encontrarlo en otra persona, o incluso contigo. Bernat, nadie sabe qué pasará mañana. ¿No podemos, en cambio, concentrarnos en vivir aquí y ahora?

- ¿De dónde sales, Mariona? No conozco a ninguna mujer que piense como tú.

- Deberías salir más... – Me guiña el ojo y me río.

- Si no funciona...

- Funcionará. Mis padres llevan así veintiocho años y son una pareja ejemplar. ¿Qué me dices?

- Si mañana viniera a pedir tu mano, ¿qué diría tu padre?

- No se lo creería, es demasiado pronto. Creo que...

- ... Deberíamos fingir que, por el momento, nos llevamos bien y quizá...

- ... Si seguimos viéndonos una temporada, es posible que...

- ¿Salga bien? – Acabo la frase y la miro. Parece que se lo está pensando y, por un momento, mi corazón deja de latir. ¿No será sólo una broma de mal gusto, una prueba para averiguar qué puede esperar de mí? Este plan es la respuesta a todas las plegarias de mi madre, y también de las mías.

- Sí, eso es exactamente lo que tenemos que hacer – Me ofrece la mano, se la estrecho y el pacto queda sellado.

Bajo del coche y doy la vuelta para abrirle la puerta. Se apoya en mi brazo y caminamos juntos hasta la entrada del palacete. Antes de llamar, me acaricia la cara, mira hacia un lado de la calle, hacia el otro, hacia el balcón del salón que queda por encima de nuestras cabezas, y cuando está segura de que nadie nos observa, me da un beso largo y profundo que pone mi sange a correr, alocada, por mis venas.

- Buenas noches, Bernat.

- Buenas noches, Mariona. Vendré mañana por la tarde, ¿de acuerdo?

- Estaré esperando.

Da un par de golpes en la madera de la puerta y tardan unos segundos en abrir. Muy formales, nos despedimos con una inclinación de cabeza. Cierran la puerta y regreso al coche.

- ¿Al Casino, señor? – me pregunta el chófer, que me conoce muy bien-. ¿O quizá prefiera ir a algún otro sitio esta noche?

Miro la fachada del palacete. Se ha encendido una luz en el segundo piso.Desde el coche veo siluetas que se mueven al otro lado de las cortinas y todas las dudas desaparecen.

- Al Casino, Sebastián, y rápido.

Y es que hay cosas que no cambiarán jamás. Yo soy yo de día y de noche... De noche, todos los gatos son negros.

Al parecer, incluso aquellos que parecen blancos e inmaculados.

 

Mjo

27-12-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 51

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