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¿Es esta entonces una historia de amor o de guerra?
Fermín
se encogió de hombros.
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¿Cuál es la diferencia?
(Carlos
Ruiz Zafón – “El laberinto de los espíritus”)
La mayoría de alumnos tenían familia y disfrutaban
de fines de semana y vacaciones fuera de aquellas paredes grises que rezumaban
humedad e historia. El domingo por la tarde, o a principios de septiembre, regresaban
explicando cuentos, entre terroríficos e hilarantes, sobre hermanas, menores o
mayores, cuyo único propósito era amargarles la vida. Hablaban también de
maravillas como fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, veranos en la playa,
inviernos en la nieve y, sobre todo, padres y madres que se preocupaban por
ellos. Yo, que carecía de una familia, amorosa o no, que quisiera recibirme de
vez en cuando y enseñarme el mundo más allá de los muros del colegio, los
envidiaba.
Empezó así un juego retorcido y distante en el que,
cada tarde y a la misma hora, Estella y yo nos apostábamos en la ventana a
fingir que nos ignorábamos con intensidad. A veces estudiábamos, a veces
leíamos, a veces dibujábamos y siempre, siempre, nos vigilábamos por el rabillo
del ojo. En los últimos meses había pegado un estirón más que considerable y, a
mis quince años apenas usados, todavía andaba a tropezones por el mundo,
intentando acomodarme a mis nuevas dimensiones y sin reconocer del todo el
rostro que veía cada mañana en el espejo. Ella, sin embargo, parecía estar
completamente reconciliada con sus formas y no perdía ocasión en dejarme ver,
mientras se ajustaba las ligas, sus piernas magníficas, la curva de sus
pechos al ponerse o quitarse la camisa o la línea perfecta de su cuello cuando
se ponía de espaldas para recogerse el pelo en un moño descuidado. Tanta
seguridad en sus gestos me abrumaba y la visión de un trozo de su piel me ponía
en tal estado de turbación que necesitaba lavarme la cara con agua fría. De
noche se presentaba en mis sueños, envuelta en un camisón casi transparente que
se quitaba, sin pudor alguno, antes de meterse en mi cama y apretarse contra
mí, besarme en la boca y jugar con partes de mi cuerpo que ni yo me atrevía a
tocar porque eran traicioneras. Despertaba empapado en sudor, con el corazón
latiendo acelerado y toda la sangre de mis venas concentrada en la entrepierna.
Se convirtió en una obsesión, tenía que conocerla o morir en el intento. Ay,
Dios, el drama del primer amor...
“Hola,
desconocido de enfrente.
No dejo de
pensar en ti. Quiero verte.
¿No podrías
escaparte una tarde?
María”
Así descubrí que se llamaba María y tenía el
atrevimiento que me faltaba a mí.
Un par de semanas más tarde, aprovechando que había
programada la visita a un museo, ni recuerdo cuál, me levanté alegando sufrir una
de mis migrañas monumentales que, de vez en cuando, me obligaban a guardar cama
por uno o dos días. El padre Martín, que hacía las veces de enfermero,
certificó que no estaba en condiciones de salir, me administró una aspirina y
una manzanilla y se fue, dejándome completamente a oscuras y con la
recomendación de no moverme en todo el día. Le di las gracias y cerré los ojos,
como si fuera a dormirme, pero permanecí atento a todos los sonidos. Tan pronto
como escuché que se cerraban las verjas de la entrada y se hizo el silencio en
el recinto, salí de la cama, me quité el pijama y me puse el uniforme. Con los
zapatos en la mano y los sentidos alerta, abrí la puerta de la habitación y, de
puntillas y mirando hacia todos los rincones, fui en busca de las escaleras que
daban al patio trasero. Bajé con el corazón encogido, convencido de que en
cualquier momento escucharía que alguien me llamaba, seguramente el padre
Germán, y ahí se acabaría mi aventura. Pero no, conseguí llegar al patio,
ponerme los zapatos, salir por una pequeña puerta disimulada entre los setos y
alcanzar la calle. Era libre, y no me lo podía creer.
Me deslicé, pegado a las paredes, hasta llegar a la
carretera que cruzaba la calle. Miré a ambos lados, porque ser atropellado por
el tranvía habría dificultado mucho el éxito de mi misión, y atravesé la
calzada tan rápido como pude, rezando para que nadie me viera. Llegué al otro
lado sin aliento, pero entero, y me colé por un pasaje que recorría los muros
de su colegio. Gracias a mis muchas horas de espionaje desde la ventana, sabía
que allí había una puerta por donde entraban, casi a diario, los carros con los
alimentos que debían llegar directos desde el mercado. Me colé camuflado detrás
de uno de ellos y tropecé con una de las criaditas de la cocina. La chiquilla
se llevó el susto de su vida, pero conseguí evitar que gritara, dando la voz de
alarma y echando a perder todos mis esfuerzos, y la convencí para que me
ayudara.
- Por favor, busco a María. ¿Puedes avisarla? – le
dije, juntando las manos en actitud de súplica y con mi mejor cara de carnero
degollado.
- ¿Qué María, señorito? – contestó, todavía con cara
de pasmo-. Mire que aquí hay unas pocas...
- Eh... – Con eso no contaba. ¿Qué María? No conocía
su apellido ni nada de ella, pero intenté describirla, con la esperanza de que
eso fuera suficiente-. Eh... María, no sé el apellido. No muy alta, con el pelo
negro, muy negro, y una sonrisa preciosa. Su habitación está en la tercera
planta y da a la parte de delante, la tercera o la cuarta ventana - La
chiquilla me miraba con cara de no entender ni jota y yo empezaba a
desesperarme-. Lleva siempre el pelo recogido en un moño con un lazo azul.
- ¡Ah, la señorita María! – exclamó, con una sonrisa
enorme-. ¿Y quién le digo que pregunta por ella?
- Su primo del colegio de enfrente – Me miró de
arriba a abajo y arrugó la nariz, como si no se creyera nada de lo que le
decía, y yo dibujé mi mejor sonrisa para convencerla de que decía la verdad. Al
final suspiró y se encogió de hombros.
- Voy a buscarla – Entró en el edificio arrastrando
los pies y se perdió.
Me escondí detrás de un seto a morderme los nervios
mientras esperaba. Si tardó diez minutos o diez vidas, no sabría decirlo,
porque el tiempo se congeló hasta el momento en que la vi salir y mirar a todas
partes, buscándome. Tardé un segundo de más en salir de mi rincón porque las
piernas no me respondían y sentía la lengua mucho más gorda de lo normal. Al
final fue ella quien vino a mi encuentro y me salvó del ridículo más espantoso.
- ¿Yo? ¡Fuiste tú quien dijo que quería que nos
viéramos! – contesté, indignado. Me había jugado el pellejo por darle el gusto
y ¿así me lo agradecía? ¡Pues sí que empezaba bien la cosa!
- ¡Pero no aquí, mastuerzo!
- Vaya, usted perdone. Quizá la señorita tenga a
bien exponerme algún plan magnífico para que podamos vernos en algún otro sitio
y en el momento que mejor le vaya. ¡He hecho lo que he podido!
- Calla un momento, necesito pensar cómo sacarte de
aquí sin que nos vean – Se puso las manos en las caderas y empezó a pasear por
el cobertizo. Yo, enfurruñado al ver el rumbo que tomaba mi aventura romántica,
me crucé de brazos y me apoyé contra una mesa de madera que se sostenía sobre
sus patas por un milagro. Intenté no mirarla, pero fue imposible. Si en la distancia
que separaba nuestras ventanas me pareció hermosa y, bajo la luz temblorosa de
los cirios de la catedral, la vi casi perfecta, en la penumbra de aquella
caseta me di cuenta de que era mucho más que eso. Tenía el pelo negro y
brillante, recogido en un moño demasiado tirante, y unos ojos oscuros y
rasgados que, en aquel momento, relampagueaban de furia, una nariz respingona
cubierta de pecas y una boca que me dieron ganas de acariciar hasta aprenderme
su forma. El cuello era esbelto y se le escapaban algunos mechones de pelo a
los lados. De su cuerpo, ¿qué podría decir? No estaba delgada, tenía redondeces
en las zonas más adecuadas para ello y saber que bajo la falda azul marino,
larga hasta la pantorrilla, y la impoluta camisa blanca, con todos los botones
cerrados, se escondían las piernas y los pechos que había visto de lejos, me
provocó, entre otros efectos secundarios que prefiero no mencionar, un ataque
de sonrojo y sequedad de garganta-. Te has puesto como un tomate. Y sudas. ¿Te
encuentras bien?
- Sí – respondí después de carraspear para aclarar
la voz-. Mira, yo creo que lo mejor es que me vaya por donde he venido, con
cuidado para que no me vean, y nos olvidemos de todo esto.
- ¿Olvidarnos?
- Bueno, no me parece que estés muy contenta de que haya
venido y – saqué el reloj del bolsillo para consultar la hora- se me hace
tarde. Yo también me he arriesgado mucho, ¿sabes?, y si me descubren, voy a
estar castigado hasta diez días después de muerto.
- Pero ¿te vas a ir así? ¿Y ya está? – Se acercó a
mí con las manos extendidas y una expresión trágica en la cara-.
- ¿Y qué esperabas? – Estaba loca. Y cerca,
demasiado cerca, tanto que pude percibir su aroma, a menta y limón, lo que
provocó que mi corazón empezara a latir con desesperación.
- Otra cosa... Bueno, esperaba que nos pudiéramos
ver fuera de estos muros, pasear por el centro. O por la playa. Me gusta la
playa, ¿y a ti? – Puso sus manos sobre las mías, que estaban apoyadas en la
mesa, y se me nubló la vista.
- ¿Que si me gusta la playa? – Asintió con la cabeza
y yo la imité-. Sí, mucho, pero yo no puedo salir del colegio más que para las
misas especiales o las excursiones, así que eso va a ser imposible.
- ¿Y los fines de semana que vas a ver a tu familia?
¿No puedes escaparte un rato?
- No salgo. No tengo familia.
- Ay, pobrecito... – Me rodeó la cintura con los
brazos y apoyó su cabeza en mi pecho-. Mi pobre, pobre... ¿Cómo te llamas?
- Damián, me llamo Damián – dije, en un hilo de voz,
y me atreví a abrazarla, a rozarle la nuca con la punta de los dedos y, en un
alarde de locura, darle un beso muy, muy casto en la cabeza. Si llego a saber
lo que iba a desencadenar, se lo habría dado mucho antes.
Digamos que la escena con la que se encontró la
madre superiora, que había acudido alertada por la criadita, a la que corroía
la culpabilidad por no haber dado la voz de alarma al verme, no dejó dudas de
lo que estaba sucediendo. Sin mediar palabra, me arreó semejante bofetón que me
dejó sordo de un oído durante días y dio con mis huesos en el suelo. A María se
le escapó un grito de espanto que debió de escucharse por toda la calle y trató
de cubrir su desnudez con las manos, sin éxito. La madre superiora, con la cara
roja de indignación divina bajo la toga, la agarró de un brazo, la puso en pie
de un tirón y le soltó dos guantazos, uno de ida y otro de vuelta. Después
recogió sus ropas, se las tiró a la cara y le ladró que hiciera el favor de
vestirse. A mí, que había aprovechado la distracción momentánea para ponerme
los pantalones y la camisa, me cogió del cuello y me sacó a rastras, y
descalzo, del cobertizo, me llevó hasta la puerta del colegio y, de un empujón
muy enérgico, me lanzó a la calle. Lo último que le escuché decir, justo antes
de que me cerrara le verja en las narices, fue “¡Esto no va a queda así, iré
esta tarde a hablar con el padre abad de su colegio!”. Después dio media vuelta
y, con un revuelo del hábito, partió en busca de María, sin duda para
aplicarle, cual ángel justiciero, el castigo que se merecía. Y yo, con la
dignidad por los suelos y el alma en vilo, crucé la carretera para enfrentarme
al mío.
Dejando a un lado la sesión de golpes con varilla de
fresno, la misma que usaba para señalar los ríos y sus afluentes en el mapa,
que me aplicó el padre Germán, pasé lo que quedaba del curso encerrado en el
cuarto de castigo del desván, del que sólo podía salir para asistir a las
clases y para cumplir la penitencia que me habían impuesto, consistente en
estar dos horas, cada tarde, de rodillas pidiendo perdón a todos los santos de
la capilla. Desde el ventanuco polvoriento de mi helada mazmorra pude ver, un
par de días más tarde, cómo María salía del colegio con una maleta en las
manos. Había un coche esperándola en la puerta y, antes de entrar, levantó la
mirada hacia la fachada de mi edificio. Supuse que estaría buscándome y abrí la
ventana, asomé la cabeza y grité su nombre hasta quedarme ronco, pero conseguí
que me viera y sonriera. Levantó la mano en un gesto de despedida que me dolió
en lo más hondo y, después, entró en el coche y desapareció, avenida abajo. Cuando
perdí de vista la estela de humo, cerré la ventana, me senté en la cama y
lloré.
Durante los siguientes tres años no pasó un solo día
sin que pensara en ella, en un momento u otro, ni me preguntara qué habría sido
de su vida. La mía, por desgracia, fue un tránsito insípido entre clases, misas,
castigos y recordatorios de mi gran pecado. Cumplí dieciocho años a finales de
noviembre y, en junio del año siguiente, abandoné para siempre aquel infierno
en la tierra y me enfrenté al mundo. No fue fácil, pero si algo había aprendido
en el internado era a no rendirme ante las dificultades que la vida y la gente
me presentaran. Encontré trabajo en un periódico, donde me enseñaron que los
artículos sangrientos y los asuntos de cama tenían mucho más interés que la economía,
sobre todo si había apellidos famosos por medio. Acabé convirtiéndome en una
especie de celebridad porque suplía la información que no conseguía, a través
de la policía, con una imaginación desbordante. Esa fama absurda que da la
letra impresa me abrió puertas que, de otro modo, habrían permanecido cerradas
hasta el día del Juicio Final. Fue allí, en un salón abarrotado de caballeros
con monóculos y bigotes encerados, que fumaban habanos y bebían coñac de
importación, y las damas que tenían la fortuna, o desgracia, de ser sus
esposas, donde la encontré de nuevo, casi diez años después de nuestro primer,
y único, encuentro.
- Querida María, permítame presentarle al señor
Damián Subirós, el periodista de sucesos más conocido de esta ciudad – dijo,
haciéndole una reverencia exagerada. Ella me tendió una mano, con la palma
hacia abajo, y yo le besé, como caballero que aspiraba a ser. En el momento que
se cruzaron nuestras miradas, supe que me había reconocido.
- Señor Subirós, es un auténtico placer conocerle.
Admiro mucho su trabajo – contestó, sonriendo sin disimulo.
- ¿Usted me lee, señorita...?
- Señora de Puig – me corrigió-, y sí, le leo. De
hecho, tengo un álbum en el que colecciono sus artículos. Es lo único divertido
que se puede encontrar en la prensa en estos tiempos.
- Me sorprende usted, señora de Puig – sonreí y le
hice una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento- y le agradezco la
amabilidad.
- Me apetece un jerez – Se levantó, colocó correctamente
los pliegues de su vestido y me sonrió-. ¿Me acompañaría? Así, quizá, pueda
convencerle para que me cuente, en exclusiva, el último cotilleo de esta ciudad
maldita.
Al jerez siguió una conversación cordial en la que
ninguno de los dos mencionó aquel lejano día en el que ambos perdimos un poco,
o un mucho, la cabeza. Antes de marcharse, me presentó a su marido, que como
poco le doblaba la edad, banquero y empresario, y me invitó a cenar con ellos
el siguiente fin de semana. Aun sabiendo que lo más sensato habría sido
inventar un compromiso ineludible y no acudir, acepté.
Empezamos así una relación amistosa en la que ambos
andábamos de puntillas alrededor de la atracción que sentíamos el uno por el
otro y de la que su marido parecía, o fingía, no darse cuenta. Intentábamos no
quedarnos solos porque presentíamos el peligro. Yo la deseaba dolorosamente;
llenaba mis pensamientos día y noche y, aunque no rechazaba encuentros con
otras damas, ninguna podía compararse con ella. María, por su parte, ejercía de
esposa ejemplar de cara a la galería y, a espaldas de su marido, me enviaba
cartas en las que me contaba su día a día, todo aquello que odiaba u amaba de
su vida. En cada línea, percibía sus ganas de escapar de todo, huir tan lejos
como fuera posible, sin volver la vista atrás. Nos convertimos en lo que jamás
intentamos ser, amigos, porque era lo único que podíamos permitirnos. Después
de todo, ella era una dama importante en la sociedad y yo, un periodista de
segunda que disfrutaba de una fama que, en cualquier momento, podía hacerse
humo.
El día de mi treinta cumpleaños, organicé una
pequeña fiesta en mi casa, a la que invité a las personas que más cercanas
sentía. Un par de compañeros del periódico, doña Helena, la propietaria del
restaurante donde solía comer todos los días y que era la depositaria de todos
mis males de amores y, por supuesto, María y, qué remedio, su marido. Para mi
sorpresa, apareció sola, alegando que el señor Puig había tenido que quedarse
en cama, aquejado de una gastroenteritis galopante, pero me mandaba sus mejores
deseos de felicidad. Cenamos las exquisiteces que había encargado a doña
Helena, regado por buenos vinos del Penedés, y acabamos con una tarta de
chocolate negro y blanco coronada con treinta velas. Aquello, más que una
tarta, parecía Roma incendiada por Nerón, y casi me dejo la vida soplando para
apagarlas todas.
- ¿Has pedido un deseo, Damián? – Me preguntó María.
- Sí, claro, como manda la tradición – contesté,
riéndome entre dientes.
- Nunca se sabe, querido amigo – dijo, mirándome a
los ojos fijamente -, la vida está llena de sorpresas.
Uno a uno, los invitados fueron marchándose y yo me
ofrecí a acompañarla, en un coche de alquiler, hasta su casa, al otro lado de
la ciudad. Aceptó, le ayudé a ponerse la capa y cuando estábamos a punto de
salir a la calle, retrocedió, cerró la puerta y se arrojó a mis brazos. Como
aquel día, tan lejano ya, las ganas de sentirnos fueron más fuertes que la
prudencia. Volvimos al piso, tropezando en cada escalera, y cruzamos el pasillo
dejando un rastro de ropa por el suelo. Su capa, mi abrigo, sus guantes, mi
sombrero, sus zapatos, mis botines, su blusa de seda, mi camisa, su falda, mis
pantalones... Llegamos a la habitación y nos detuvimos para recuperar el
aliento. La luz de las farolas de gas entraba por la ventana, vistiéndola de
plata, y me pareció que nunca volvería a verla tan hermosa como en aquel
momento. Nos quitamos las pocas prendas que nos quedaban encima y caímos en la
cama, que crujió bajo nuestro peso, para dar rienda suelta al hambre acumulada
durante tantos años. Cuando nos despedimos, a la mañana siguiente, ya sabíamos
que aquella había sido la primera de otras muchas noches.
Y colorín, colorado, esta historia no ha hecho más
que empezar.
Mjo
05-01-2021
Reto Ray Bradbury
Semana 52
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