martes, 12 de enero de 2021

SIN MIEDO A NADA (Semana 52 y fin)

 

- ¿Es esta entonces una historia de amor o de guerra?

Fermín se encogió de hombros.

- ¿Cuál es la diferencia?

(Carlos Ruiz Zafón – “El laberinto de los espíritus”)

 

 

Bordeaba los quince años cuando me enfrenté a la existencia de una especie extraña llamada “niña” y descubrí que, en contra de lo que decían mis compañeros, servían para algo más que para meterse en problemas, tirarles de las trenzas y asustarlas con narraciones de muertos y aparecidos. Bendita, o maldita, inocencia la mía. Huérfano desde los tres años, había pasado mi vida encerrado en un colegio de curas, donde los días transcurrían lentos entre rezos y lecciones. Si era o no aburrido, no sabría decirlo porque era lo único que yo conocía. Sólo salía para las celebraciones de Semana Santa y Navidad en la Catedral o para hacer alguna visita cultural a un museo, siempre bajo la atenta mirada de halcón justiciero del padre Gerard, famoso por su verbo suelto y su mano, más suelta todavía. A día de hoy, tengo el dudoso honor de lucir una cicatriz en la frente, gentileza de su puntería a la hora de arrojar el borrador, sin previo aviso, en mitad de una frase. Nunca fallaba ni pedía perdón.

La mayoría de alumnos tenían familia y disfrutaban de fines de semana y vacaciones fuera de aquellas paredes grises que rezumaban humedad e historia. El domingo por la tarde, o a principios de septiembre, regresaban explicando cuentos, entre terroríficos e hilarantes, sobre hermanas, menores o mayores, cuyo único propósito era amargarles la vida. Hablaban también de maravillas como fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, veranos en la playa, inviernos en la nieve y, sobre todo, padres y madres que se preocupaban por ellos. Yo, que carecía de una familia, amorosa o no, que quisiera recibirme de vez en cuando y enseñarme el mundo más allá de los muros del colegio, los envidiaba.

El cataclismo que hizo temblar mis pies llegó en forma de internado para señoritas de alta sociedad que se inauguró, bajo la protección de una santa cuyo nombre he olvidado, al otro lado de la calle. Como ya he dicho, estaba a punto de cumplir quince años y espiarlas desde la ventana de mi habitación, que estaba en el último piso y permitía una vista privilegiada del patio por encima de sus muros protectores, se convirtió en mi pasatiempo favorito. Cada tarde, entre la merienda y la hora de la cena, me escapaba a observarlas con genuino interés. Vistas desde allí, con la seguridad que da la distancia, no me parecían criaturas tan aterradoras. Como ocurría en nuestro colegio, las edades de las alumnas variaban entre los tres o cuatro años y, suponía, los dieciocho. No tardé en tener mis favoritas y, entre todas ellas, a la que bauticé como Estella porque había leído “Grandes Esperanzas” hacía poco y el personaje me había robado el corazón. Tenía el pelo negro como el carbón y solía pasear por los jardines, casi siempre sola, o sentarse en el alféizar de su ventana, con un libro en las manos y la mirada perdida en el mismo horizonte que yo veía desde la mía. Se pasaba horas ahí y, por solidaridad o encantamiento, yo hacía lo mismo, oculto tras las cortinas porque la posibilidad de que me descubriera me aterraba. Con el tiempo, perdí la prudencia y me atreví a descorrer los pesados cortinajes que, por la noche, impedían la entrada de cualquier luz, y la contemplaba a mis anchas. Como es lógico, acabó por descubrirme. Me quedé paralizado, conteniendo la respiración más allá de lo soportable, y ella frunció el ceño, dio media vuelta y se alejó. Cuando regresó, dos minutos más tarde, yo todavía seguía con la frente apoyada en los cristales y maldiciéndome por ser tan estúpido. En cuanto la vi encuadrada en la ventana, se me escapó una exclamación de asombro. Ella me hizo una reverencia burlona a modo de saludo, sonrió y, antes de correr las cortinas y desaparecer de mi vista, me clavó tal mirada que juro por Dios que podría haber muerto en aquel mismo instante y no me habría importado lo más mínimo.

Empezó así un juego retorcido y distante en el que, cada tarde y a la misma hora, Estella y yo nos apostábamos en la ventana a fingir que nos ignorábamos con intensidad. A veces estudiábamos, a veces leíamos, a veces dibujábamos y siempre, siempre, nos vigilábamos por el rabillo del ojo. En los últimos meses había pegado un estirón más que considerable y, a mis quince años apenas usados, todavía andaba a tropezones por el mundo, intentando acomodarme a mis nuevas dimensiones y sin reconocer del todo el rostro que veía cada mañana en el espejo. Ella, sin embargo, parecía estar completamente reconciliada con sus formas y no perdía ocasión en dejarme ver, mientras se ajustaba las ligas, sus piernas magníficas, la curva de sus pechos al ponerse o quitarse la camisa o la línea perfecta de su cuello cuando se ponía de espaldas para recogerse el pelo en un moño descuidado. Tanta seguridad en sus gestos me abrumaba y la visión de un trozo de su piel me ponía en tal estado de turbación que necesitaba lavarme la cara con agua fría. De noche se presentaba en mis sueños, envuelta en un camisón casi transparente que se quitaba, sin pudor alguno, antes de meterse en mi cama y apretarse contra mí, besarme en la boca y jugar con partes de mi cuerpo que ni yo me atrevía a tocar porque eran traicioneras. Despertaba empapado en sudor, con el corazón latiendo acelerado y toda la sangre de mis venas concentrada en la entrepierna. Se convirtió en una obsesión, tenía que conocerla o morir en el intento. Ay, Dios, el drama del primer amor...

La oportunidad se presentó antes de lo esperado, en la misa de Epifanía en la Catedral. No era el lugar más romántico del mundo ni, desde luego, el más adecuado, pero uno no estaba en condiciones de elegir y la aproveché. Nos habían sentado en dos grupos separados, ellas vigiladas por un grupo de monjas que no les quitaban el ojo de encima y nosotros, al otro lado de la nave central, controlados por el padre Gerard y el padre Anselmo, que repartían coscorrones con alegría en cuanto detectaban la más mínima distracción terrenal en su rebaño. Coincidimos en el pasillo, cuando ella volvía de la Comunión y yo hacía el camino de ida, y juraría que el tiempo se detuvo por unos instantes. Nos miramos, se nos escapó una sonrisa tímida y, al cruzarnos, nuestras manos se rozaron y el mundo entero se llenó de luz. Regresé a mi sitio en el banco, me arrodillé, crucé las manos y, en vez de rezar, apoyé la boca en el trozo de piel que había rozado la suya y sentí su calor. El padre Gerard, por supuesto, lo había visto y me administró una colleja que tuvo la virtud de devolverme a la tierra y, de vuelta al internado, me agarró de una oreja y me llevó hasta la capilla, donde tuve que pasar el resto del día arrodillado ante un Cristo sufridor y sangrante, expiando unos pecados que no era consciente de haber cometido. Al regresar a la habitación y quitarme la ropa antes de meterme en la cama, encontré en el bolsillo de la chaqueta un papel doblado y vuelto a doblar. Lo desplegué y leí:

“Hola, desconocido de enfrente.

No dejo de pensar en ti. Quiero verte.

¿No podrías escaparte una tarde?

María”

Así descubrí que se llamaba María y tenía el atrevimiento que me faltaba a mí.  


 

Un par de semanas más tarde, aprovechando que había programada la visita a un museo, ni recuerdo cuál, me levanté alegando sufrir una de mis migrañas monumentales que, de vez en cuando, me obligaban a guardar cama por uno o dos días. El padre Martín, que hacía las veces de enfermero, certificó que no estaba en condiciones de salir, me administró una aspirina y una manzanilla y se fue, dejándome completamente a oscuras y con la recomendación de no moverme en todo el día. Le di las gracias y cerré los ojos, como si fuera a dormirme, pero permanecí atento a todos los sonidos. Tan pronto como escuché que se cerraban las verjas de la entrada y se hizo el silencio en el recinto, salí de la cama, me quité el pijama y me puse el uniforme. Con los zapatos en la mano y los sentidos alerta, abrí la puerta de la habitación y, de puntillas y mirando hacia todos los rincones, fui en busca de las escaleras que daban al patio trasero. Bajé con el corazón encogido, convencido de que en cualquier momento escucharía que alguien me llamaba, seguramente el padre Germán, y ahí se acabaría mi aventura. Pero no, conseguí llegar al patio, ponerme los zapatos, salir por una pequeña puerta disimulada entre los setos y alcanzar la calle. Era libre, y no me lo podía creer.

Me deslicé, pegado a las paredes, hasta llegar a la carretera que cruzaba la calle. Miré a ambos lados, porque ser atropellado por el tranvía habría dificultado mucho el éxito de mi misión, y atravesé la calzada tan rápido como pude, rezando para que nadie me viera. Llegué al otro lado sin aliento, pero entero, y me colé por un pasaje que recorría los muros de su colegio. Gracias a mis muchas horas de espionaje desde la ventana, sabía que allí había una puerta por donde entraban, casi a diario, los carros con los alimentos que debían llegar directos desde el mercado. Me colé camuflado detrás de uno de ellos y tropecé con una de las criaditas de la cocina. La chiquilla se llevó el susto de su vida, pero conseguí evitar que gritara, dando la voz de alarma y echando a perder todos mis esfuerzos, y la convencí para que me ayudara.

- Por favor, busco a María. ¿Puedes avisarla? – le dije, juntando las manos en actitud de súplica y con mi mejor cara de carnero degollado.

- ¿Qué María, señorito? – contestó, todavía con cara de pasmo-. Mire que aquí hay unas pocas...

- Eh... – Con eso no contaba. ¿Qué María? No conocía su apellido ni nada de ella, pero intenté describirla, con la esperanza de que eso fuera suficiente-. Eh... María, no sé el apellido. No muy alta, con el pelo negro, muy negro, y una sonrisa preciosa. Su habitación está en la tercera planta y da a la parte de delante, la tercera o la cuarta ventana - La chiquilla me miraba con cara de no entender ni jota y yo empezaba a desesperarme-. Lleva siempre el pelo recogido en un moño con un lazo azul.

- ¡Ah, la señorita María! – exclamó, con una sonrisa enorme-. ¿Y quién le digo que pregunta por ella?

- Su primo del colegio de enfrente – Me miró de arriba a abajo y arrugó la nariz, como si no se creyera nada de lo que le decía, y yo dibujé mi mejor sonrisa para convencerla de que decía la verdad. Al final suspiró y se encogió de hombros.

- Voy a buscarla – Entró en el edificio arrastrando los pies y se perdió.

Me escondí detrás de un seto a morderme los nervios mientras esperaba. Si tardó diez minutos o diez vidas, no sabría decirlo, porque el tiempo se congeló hasta el momento en que la vi salir y mirar a todas partes, buscándome. Tardé un segundo de más en salir de mi rincón porque las piernas no me respondían y sentía la lengua mucho más gorda de lo normal. Al final fue ella quien vino a mi encuentro y me salvó del ridículo más espantoso.

- ¿Qué haces aquí? ¡Como nos pillen, estamos muertos los dos! – dijo, cogiéndome de una mano y arrastrándome lejos de la puerta de la cocina. Me las vi y me las deseé para no dar con mis huesos en el suelo, pero conseguí seguirla a tropezones hasta la parte trasera del colegio. Me metió, a empujones, en un cobertizo cochambroso lleno de herramientas de jardinería y, después de asegurarse de que nadie nos había visto, cerró la puerta-. Estás loco. Si nos pillan, ¡nos van a arrancar la piel a tiras a varillazos!

- ¿Yo? ¡Fuiste tú quien dijo que quería que nos viéramos! – contesté, indignado. Me había jugado el pellejo por darle el gusto y ¿así me lo agradecía? ¡Pues sí que empezaba bien la cosa!

- ¡Pero no aquí, mastuerzo!

- Vaya, usted perdone. Quizá la señorita tenga a bien exponerme algún plan magnífico para que podamos vernos en algún otro sitio y en el momento que mejor le vaya. ¡He hecho lo que he podido!

- Calla un momento, necesito pensar cómo sacarte de aquí sin que nos vean – Se puso las manos en las caderas y empezó a pasear por el cobertizo. Yo, enfurruñado al ver el rumbo que tomaba mi aventura romántica, me crucé de brazos y me apoyé contra una mesa de madera que se sostenía sobre sus patas por un milagro. Intenté no mirarla, pero fue imposible. Si en la distancia que separaba nuestras ventanas me pareció hermosa y, bajo la luz temblorosa de los cirios de la catedral, la vi casi perfecta, en la penumbra de aquella caseta me di cuenta de que era mucho más que eso. Tenía el pelo negro y brillante, recogido en un moño demasiado tirante, y unos ojos oscuros y rasgados que, en aquel momento, relampagueaban de furia, una nariz respingona cubierta de pecas y una boca que me dieron ganas de acariciar hasta aprenderme su forma. El cuello era esbelto y se le escapaban algunos mechones de pelo a los lados. De su cuerpo, ¿qué podría decir? No estaba delgada, tenía redondeces en las zonas más adecuadas para ello y saber que bajo la falda azul marino, larga hasta la pantorrilla, y la impoluta camisa blanca, con todos los botones cerrados, se escondían las piernas y los pechos que había visto de lejos, me provocó, entre otros efectos secundarios que prefiero no mencionar, un ataque de sonrojo y sequedad de garganta-. Te has puesto como un tomate. Y sudas. ¿Te encuentras bien?

- Sí – respondí después de carraspear para aclarar la voz-. Mira, yo creo que lo mejor es que me vaya por donde he venido, con cuidado para que no me vean, y nos olvidemos de todo esto.

- ¿Olvidarnos?

- Bueno, no me parece que estés muy contenta de que haya venido y – saqué el reloj del bolsillo para consultar la hora- se me hace tarde. Yo también me he arriesgado mucho, ¿sabes?, y si me descubren, voy a estar castigado hasta diez días después de muerto.

- Pero ¿te vas a ir así? ¿Y ya está? – Se acercó a mí con las manos extendidas y una expresión trágica en la cara-.

- ¿Y qué esperabas? – Estaba loca. Y cerca, demasiado cerca, tanto que pude percibir su aroma, a menta y limón, lo que provocó que mi corazón empezara a latir con desesperación.

- Otra cosa... Bueno, esperaba que nos pudiéramos ver fuera de estos muros, pasear por el centro. O por la playa. Me gusta la playa, ¿y a ti? – Puso sus manos sobre las mías, que estaban apoyadas en la mesa, y se me nubló la vista.

- ¿Que si me gusta la playa? – Asintió con la cabeza y yo la imité-. Sí, mucho, pero yo no puedo salir del colegio más que para las misas especiales o las excursiones, así que eso va a ser imposible.

- ¿Y los fines de semana que vas a ver a tu familia? ¿No puedes escaparte un rato?

- No salgo. No tengo familia.

- Ay, pobrecito... – Me rodeó la cintura con los brazos y apoyó su cabeza en mi pecho-. Mi pobre, pobre... ¿Cómo te llamas?

- Damián, me llamo Damián – dije, en un hilo de voz, y me atreví a abrazarla, a rozarle la nuca con la punta de los dedos y, en un alarde de locura, darle un beso muy, muy casto en la cabeza. Si llego a saber lo que iba a desencadenar, se lo habría dado mucho antes.

María se separó, retrocedió un par de pasos y me miró, fijamente, el tiempo justo para hacerme temer que vendría un bofetón. Pero lo que hizo fue lanzarse a mis brazos y buscarme la boca con un ansia que me desarmó por completo. Yo, que era absolutamente novato en estas lides y sabía lo que había podido averiguar a través de libros o conversaciones con los mayores, respondí como buenamente pude: la abracé con fuerza y me dejé besar. Nos besamos hasta perder la noción del tiempo y la cabeza. Con manos temblorosas, nos fuimos quitando la ropa y dejándola caer a nuestros pies. Fuera hacía un frío tremendo, pero nosotros no sentíamos nada más que el calor de nuestras pieles pegadas. Nos tumbamos en el suelo y allí, en una caseta ruinosa, yo perdí mi virginidad. Y digo yo, porque me quedó muy claro quede la suya no había ni rastro. ¿Me importó no ser el primero? ¡Para nada! Lástima que, en ese arrebato de pasión incontrolable, dejamos la prudencia a un lado y acabaron por descubrirnos.

Digamos que la escena con la que se encontró la madre superiora, que había acudido alertada por la criadita, a la que corroía la culpabilidad por no haber dado la voz de alarma al verme, no dejó dudas de lo que estaba sucediendo. Sin mediar palabra, me arreó semejante bofetón que me dejó sordo de un oído durante días y dio con mis huesos en el suelo. A María se le escapó un grito de espanto que debió de escucharse por toda la calle y trató de cubrir su desnudez con las manos, sin éxito. La madre superiora, con la cara roja de indignación divina bajo la toga, la agarró de un brazo, la puso en pie de un tirón y le soltó dos guantazos, uno de ida y otro de vuelta. Después recogió sus ropas, se las tiró a la cara y le ladró que hiciera el favor de vestirse. A mí, que había aprovechado la distracción momentánea para ponerme los pantalones y la camisa, me cogió del cuello y me sacó a rastras, y descalzo, del cobertizo, me llevó hasta la puerta del colegio y, de un empujón muy enérgico, me lanzó a la calle. Lo último que le escuché decir, justo antes de que me cerrara le verja en las narices, fue “¡Esto no va a queda así, iré esta tarde a hablar con el padre abad de su colegio!”. Después dio media vuelta y, con un revuelo del hábito, partió en busca de María, sin duda para aplicarle, cual ángel justiciero, el castigo que se merecía. Y yo, con la dignidad por los suelos y el alma en vilo, crucé la carretera para enfrentarme al mío.

Dejando a un lado la sesión de golpes con varilla de fresno, la misma que usaba para señalar los ríos y sus afluentes en el mapa, que me aplicó el padre Germán, pasé lo que quedaba del curso encerrado en el cuarto de castigo del desván, del que sólo podía salir para asistir a las clases y para cumplir la penitencia que me habían impuesto, consistente en estar dos horas, cada tarde, de rodillas pidiendo perdón a todos los santos de la capilla. Desde el ventanuco polvoriento de mi helada mazmorra pude ver, un par de días más tarde, cómo María salía del colegio con una maleta en las manos. Había un coche esperándola en la puerta y, antes de entrar, levantó la mirada hacia la fachada de mi edificio. Supuse que estaría buscándome y abrí la ventana, asomé la cabeza y grité su nombre hasta quedarme ronco, pero conseguí que me viera y sonriera. Levantó la mano en un gesto de despedida que me dolió en lo más hondo y, después, entró en el coche y desapareció, avenida abajo. Cuando perdí de vista la estela de humo, cerré la ventana, me senté en la cama y lloré.

Durante los siguientes tres años no pasó un solo día sin que pensara en ella, en un momento u otro, ni me preguntara qué habría sido de su vida. La mía, por desgracia, fue un tránsito insípido entre clases, misas, castigos y recordatorios de mi gran pecado. Cumplí dieciocho años a finales de noviembre y, en junio del año siguiente, abandoné para siempre aquel infierno en la tierra y me enfrenté al mundo. No fue fácil, pero si algo había aprendido en el internado era a no rendirme ante las dificultades que la vida y la gente me presentaran. Encontré trabajo en un periódico, donde me enseñaron que los artículos sangrientos y los asuntos de cama tenían mucho más interés que la economía, sobre todo si había apellidos famosos por medio. Acabé convirtiéndome en una especie de celebridad porque suplía la información que no conseguía, a través de la policía, con una imaginación desbordante. Esa fama absurda que da la letra impresa me abrió puertas que, de otro modo, habrían permanecido cerradas hasta el día del Juicio Final. Fue allí, en un salón abarrotado de caballeros con monóculos y bigotes encerados, que fumaban habanos y bebían coñac de importación, y las damas que tenían la fortuna, o desgracia, de ser sus esposas, donde la encontré de nuevo, casi diez años después de nuestro primer, y único, encuentro.

La reconocí al instante, a pesar del elaborado peinado, el vestido elegante y la expresión de aburrido desdén que destilaba. Tan pronto como la vi, el corazón se me detuvo y me retiré al abrigo de un ficus, que languidecía en un rincón del salón, a contemplarla a mis anchas. Era ella, sin duda. Seguía teniendo el pelo negro como el carbón, pecas sobre la nariz, un cuello hecho para ser acariciado y una boca que pedía a gritos ser besada. Estaba sentada entre respetables matronas vestidas con demasiadas puntillas y joyas y, a pesar de no llevar más que unos discretos pendientes de perlas y una gargantilla a juego, brillaba por encima de todas ellas. Quise acercarme para saludarla, comprobar si me recordaba, pero no era un comportamiento propio de un señor, incluso de alguien que venía de ningún sitio e iba a ningún lugar. Sin embargo, me las arreglé para que uno de mis admiradores, un empresario textil cuyo apellido adornaba una calle y una plaza, me la presentó.

- Querida María, permítame presentarle al señor Damián Subirós, el periodista de sucesos más conocido de esta ciudad – dijo, haciéndole una reverencia exagerada. Ella me tendió una mano, con la palma hacia abajo, y yo le besé, como caballero que aspiraba a ser. En el momento que se cruzaron nuestras miradas, supe que me había reconocido.

- Señor Subirós, es un auténtico placer conocerle. Admiro mucho su trabajo – contestó, sonriendo sin disimulo.

- ¿Usted me lee, señorita...?

- Señora de Puig – me corrigió-, y sí, le leo. De hecho, tengo un álbum en el que colecciono sus artículos. Es lo único divertido que se puede encontrar en la prensa en estos tiempos.

- Me sorprende usted, señora de Puig – sonreí y le hice una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento- y le agradezco la amabilidad.

- Me apetece un jerez – Se levantó, colocó correctamente los pliegues de su vestido y me sonrió-. ¿Me acompañaría? Así, quizá, pueda convencerle para que me cuente, en exclusiva, el último cotilleo de esta ciudad maldita.

Al jerez siguió una conversación cordial en la que ninguno de los dos mencionó aquel lejano día en el que ambos perdimos un poco, o un mucho, la cabeza. Antes de marcharse, me presentó a su marido, que como poco le doblaba la edad, banquero y empresario, y me invitó a cenar con ellos el siguiente fin de semana. Aun sabiendo que lo más sensato habría sido inventar un compromiso ineludible y no acudir, acepté.

Empezamos así una relación amistosa en la que ambos andábamos de puntillas alrededor de la atracción que sentíamos el uno por el otro y de la que su marido parecía, o fingía, no darse cuenta. Intentábamos no quedarnos solos porque presentíamos el peligro. Yo la deseaba dolorosamente; llenaba mis pensamientos día y noche y, aunque no rechazaba encuentros con otras damas, ninguna podía compararse con ella. María, por su parte, ejercía de esposa ejemplar de cara a la galería y, a espaldas de su marido, me enviaba cartas en las que me contaba su día a día, todo aquello que odiaba u amaba de su vida. En cada línea, percibía sus ganas de escapar de todo, huir tan lejos como fuera posible, sin volver la vista atrás. Nos convertimos en lo que jamás intentamos ser, amigos, porque era lo único que podíamos permitirnos. Después de todo, ella era una dama importante en la sociedad y yo, un periodista de segunda que disfrutaba de una fama que, en cualquier momento, podía hacerse humo.

El día de mi treinta cumpleaños, organicé una pequeña fiesta en mi casa, a la que invité a las personas que más cercanas sentía. Un par de compañeros del periódico, doña Helena, la propietaria del restaurante donde solía comer todos los días y que era la depositaria de todos mis males de amores y, por supuesto, María y, qué remedio, su marido. Para mi sorpresa, apareció sola, alegando que el señor Puig había tenido que quedarse en cama, aquejado de una gastroenteritis galopante, pero me mandaba sus mejores deseos de felicidad. Cenamos las exquisiteces que había encargado a doña Helena, regado por buenos vinos del Penedés, y acabamos con una tarta de chocolate negro y blanco coronada con treinta velas. Aquello, más que una tarta, parecía Roma incendiada por Nerón, y casi me dejo la vida soplando para apagarlas todas.

- ¿Has pedido un deseo, Damián? – Me preguntó María.

- Sí, claro, como manda la tradición – contesté, riéndome entre dientes.

- Nunca se sabe, querido amigo – dijo, mirándome a los ojos fijamente -, la vida está llena de sorpresas.

Uno a uno, los invitados fueron marchándose y yo me ofrecí a acompañarla, en un coche de alquiler, hasta su casa, al otro lado de la ciudad. Aceptó, le ayudé a ponerse la capa y cuando estábamos a punto de salir a la calle, retrocedió, cerró la puerta y se arrojó a mis brazos. Como aquel día, tan lejano ya, las ganas de sentirnos fueron más fuertes que la prudencia. Volvimos al piso, tropezando en cada escalera, y cruzamos el pasillo dejando un rastro de ropa por el suelo. Su capa, mi abrigo, sus guantes, mi sombrero, sus zapatos, mis botines, su blusa de seda, mi camisa, su falda, mis pantalones... Llegamos a la habitación y nos detuvimos para recuperar el aliento. La luz de las farolas de gas entraba por la ventana, vistiéndola de plata, y me pareció que nunca volvería a verla tan hermosa como en aquel momento. Nos quitamos las pocas prendas que nos quedaban encima y caímos en la cama, que crujió bajo nuestro peso, para dar rienda suelta al hambre acumulada durante tantos años. Cuando nos despedimos, a la mañana siguiente, ya sabíamos que aquella había sido la primera de otras muchas noches.

Hace seis meses, nos pusimos el mundo por montera y decidimos huir. Los dos estábamos hartos; ella, de compartir cama y vida con un hombre para el que sólo era un trofeo y yo, de tener que ocultarnos ante el mundo. Queríamos estar juntos y lo que opinaran los demás nos era totalmente indiferente. Con nombres y pasaportes falsos, reservé dos pasajes para un barco que partía desde Barcelona con destino a Italia, país del que los dos éramos unos enamorados y cuyo idioma dominamos casi a la perfección. El día señalado, la esperé en el puerto, al pie del buque que había de garantizarnos la libertad, con el corazón en un puño. ¿Y si se arrepentía en el último minuto? ¿Y si estábamos cometiendo la mayor equivocación de nuestras vidas? ¿Y si después no nos entendíamos? ¿Y si, y si, y si? Y si nada, porque María apareció, tal y como me había prometido, cargada con un baúl, una maleta, una bolsa de mano, todas las ilusiones del mundo prendidas en la mirada y ningún miedo a cuestas. La travesía fue larga y tormentosa, pero nosotros apenas nos dimos cuenta, demasiado ocupados en repasar el inventario de nuestras vidas y aprendernos, a oscuras o a plena luz del día, la geografía exacta de nuestros cuerpos. Desembarcamos en el puerto de Civitavecchia y partimos rumbo a Roma, donde empezamos de cero bajo nombres inventados y con una existencia nueva. Yo he encontrado trabajo como traductor en una editorial modesta y, de vez en cuando, publico algún artículo en un periódico que se reparte entre la numerosa colonia española de la ciudad, con la firma de Esteban De Parla. María, a la que conocen como Helena Martín, ejercía de señorita de compañía para una anciana dama de la alta sociedad romana, pero va a tener que renunciar a su cargo porque está embarazada. Dentro de cinco meses, seremos los orgullosos padres de una criatura que, sea niño o niña, pondrá el broche de oro a esta historia extraña y retorcida que empezó, trece años atrás, entre dos ventanas de una calle perdida en Barcelona.

Y colorín, colorado, esta historia no ha hecho más que empezar.

 

Mjo

05-01-2021

Reto Ray Bradbury

Semana 52


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