lunes, 25 de octubre de 2021

HENO DE PRAVIA

Sentada en un rincón junto a una ventana con vistas al jardín, magnífico a esas alturas de la primavera, Alba consultó su reloj una vez más. “Genial”, pensó, "mi madre del alma querida vuelve a retrasarse y ni se molesta en avisar”. Para alguien como ella, cuyo amor por la puntualidad rayaba con la obsesión, algo así era imperdonable. Claro que tampoco le sorprendía ni lo más mínimo. Que Soledad Solano, ejecutiva de prestigio, miembro de honor de innumerables sociedades benéficas y, de vez en cuando, portada en las revistas del corazón, se olvidara de su cita con ella, su hija menor y la mayor de sus decepciones, era algo normal. Alba dio un sorbo al té, arrugó la nariz con desagrado al notar que se había quedado frío, e hizo un gesto a la camarera.

- Por favor – dijo, cuando se acercó -, ¿podrías traerme un café largo con hielo? Muchas gracias.

La chica recogió la taza y se alejó sin decir ni media palabra. Alba decidió que había llegado el momento de romper con su promesa de seguir esperando sin preocuparse. Saco el móvil del viejo bolso, lo activó con la huella de su pulgar izquierdo y repasó la lista de mensajes, por si acaso. Nada, ni un whatsapp, ni un SMS, ni un mail. Volvió a bloquear el terminal y, con un gruñido de fastidio, lo devolvió al bolso. Hizo un pacto consigo misma: le concedió el tiempo que tardara en tomarse el café y ni un minuto más. Si no aparecía antes del último trago, se largaría sin darle explicaciones. “¡Yo también tengo una vida, mamá!”, gritó mentalmente, y le costó poco imaginar la expresión incrédula que dibujaría el rostro, siempre perfectamente maquillado, de su madre. Dios, a veces sentía que la odiaba, pero sabía que, en el fondo, lo único que buscaba, lo único que deseaba con todas sus fuerzas era que la aceptara tal y como era. Le parecía que tampoco era tanto pedir, pero, a juzgar por la reacción de su madre, debía de ser demasiado. 

Por suerte, ¿o por desgracia?, Soledad llegó antes que el café y no supo si alegrarse o lamentarse. Mientras se acercaba hasta su mesa, con su paso elegante, impecablemente vestida y peinada, dejando a sus espaldas una sonajera de pulseras de oro y taconeo de diseño, inconscientemente, Alba bajó la vista y repasó su aspecto. Tejanos gastados, una sudadera con un Star Trooper estampado en la parte delantera, zapatillas de deporte que pedían a gritos que las jubilara de una vez por todas y el pelo recogido en un moño de esos que a las influencers les quedan de maravilla y a ella le hacía parecer descuidada y, si apuraba, casi sucia. Desde lejos pudo sentir la mirada de desaprobación de su madre, que torció el gesto tanto como el bótox se lo permitió, y suspiró con resignación. Pues sí que empezaba bien la cosa, iba a ser otra cita a muerte, a ver quién sangraba antes. Aun así, se las arregló para dibujar una sonrisa que, gracias a la experiencia y la distancia, pareció auténtica.

- ¡Hola, mamá! – saludó, levantándose para darle un par de besos que, como siempre, acabaron perdiéndose en algún punto alejado de sus mejillas-. Caramba, estás increíble. ¡Me encanta tu traje!

- En cambio, tú... – contestó Soledad, mirando con atención la silla. Cuando se aseguró de que estaba limpia, se sentó con cuidado para que los pantalones no se arrugaran-. Hija mía, ¿es que no tienes algo que no sea un puro trapo?

¡Zas! La primera estocada llegó pronto y acertó de lleno. ¿Para qué esperar, cuando podía empezar el ataque antes de que pudiera levantar sus barricadas?

- Por supuesto – se remangó la sudadera y sonrió con dulzura-, pero las guardo para las ocasiones importantes.

- Y ésta no lo es, claro.

- No, no lo es – Seguía sonriendo, aunque lo que realmente quería era levantarse y salir de allí sin mirar atrás, pero no podía permitírselo. Otro día, tal vez, pero esa tarde no.

- No consigo imaginar qué “ocasiones importantes” puedes tener en ese trabajucho tuyo en la librería, como para vestirte como Dios...

- ... o tú – No pudo evitar la pulla y se arrepintió al instante.

- ...como Dios manda – sentenció Soledad, en un tono de voz ligeramente alterado. Aquella hija imperfecta, tan diferente a ella, la sacaba de quicio con una facilidad sorprendente. Estaba acostumbrada a lidiar con hombres muy hombres que, en los consejos de administración, la trataban con condescendencia, como si fuera tonta de remate o pudiera romperse en cualquier momento. Y eso, por no hablar de las reuniones de las sociedades benéficas en las que participaba, más por aparentar y relacionarse con las personas adecuadas que por ganas de hacer algo útil por el prójimo, y de las señoras de la alta sociedad que seguían mirándola por encima del hombro como si fuera una advenediza cuyo único mérito era haberse casado con el apellido (y la fortuna) adecuado y haberle enterrado hacía años. A todos, a los machitos de tres al cuarto y a las señoronas nostálgicas de otros tiempos, los ponía en su sitio sin esfuerzo alguno. Pero con esa criatura díscola, desordenada, de una inteligencia brillante y desaprovechada, no podía, era superior a sus fuerzas. Apretó los dientes y contó hasta diez, tal y como su gurú le aconsejaba para no desequilibrar sus chakras. Venía de una sesión de masaje ayurveda a cuatro manos y no podía permitir que su paz interior se arruinara en cinco minutos. ¡Y los estragos que eso podría causar en su piel! No, de ninguna manera.

La camarera se acercó en ese momento, cargando con una bandeja donde llevaba una taza de café y un vaso en el que tintineaban un par de cubitos de hielo, rompiendo la tensión momentánea. Soledad, sin molestarse en mirarla, pidió un café descafeinado con leche de avena y agave orgánico, provocando una mirada de asombro en la muchacha.

- Creo que no tenemos agave, señora, lo siento. ¿Le sirve azúcar moreno? O miel; tenemos una miel deliciosa que nos trae direc...

- No, gracias. Un agua mineral con gas – Dios Santo, ¿es que ni siquiera parecía capaz de elegir un lugar con estilo? -. Con hielo y limón. ¡Espera! ¿El hielo lo hacéis con agua embotellada o del grifo?

- Lo compramos en bolsa, señora, como casi todo el mundo – respondió la camarera, frunciendo el ceño. Le quedaba media hora para irse y le había tocado en suerte la clienta capulla del día. Qué suerte, la suya.

- Dios mío, dónde iremos a parar – Suspiró con dramatismo, ordenando una pulsera de gruesos eslabones de oro que, probablemente, costaba más de lo que ella cobraba en un mes-. Solo limón, entonces. ¡Y que el vaso esté limpio!

- Mamá, por favor... – Alba se quería morir. Iba con frecuencia a aquel café y le encantaba el ambiente relajado que tenía. Si su madre seguía comportándose como una arpía, iba a tener que buscarse otro sitio para relajarse.

- Hija mía, a qué tugurios me traes... ¿Es que no has aprendido nada de mí?

- Sí, mamá, a no ser impertinente ni creerme el puto ombligo del mundo – Movió el café y, con aire inocente, sonrió a su madre-. Deberías probarlo alguna vez, no te imaginas lo bien que sienta.

- Claro, y justamente por ser así, te ha ido estupendamente en la vida, ¿verdad, cariño? – Se pasó una mano por el pelo y miró alrededor, arrugando la nariz -. Y bien, ¿cuánto?

- ¿Cuánto, qué? – Cogió la taza, volcó el café en el vaso sin derramar una gota y sonrió. ¿Quién dice que los milagros no existen?

- Que cuánto dinero necesitas, querida – Su voz destilaba veneno y aburrimiento a partes iguales. Alba sintió que se le helaba la sangre y no acertó ni a contestar. Se quedó con el vaso a medio camino de la boca y los ojos abiertos como platos, mirando a su madre, sin poderse creer lo que acababa de decirle-. Oh, vamos, no pongas esa cara, por favor, que nos conocemos. Cada vez que me llamas, es para contarme una larga y desgraciada historia que, curiosamente, se soluciona siempre con un cheque o una transferencia. Así que, por favor, dime, ¿qué ha ocurrido esta vez?

- Se trata de Sofía, mamá, y no de dinero – Alba escupió las palabras con rabia y metió las manos bajo las piernas para contener las ganas de pegarle un puñetazo y arruinarle la cirugía de nariz. Cómo llegaba a odiarla, a veces -. Sofía, ¿te acuerdas de ella? Tu nieta.

A Soledad se le ablandó la mirada como por arte de magia y, por un momento, pareció descender al nivel de los simples mortales, permitiéndose incluso sonreír con dulzura. ¡Pues claro que se acordaba de Sofía! ¿Cómo iba a olvidar a aquella muñeca preciosa, a la que veía menos de lo que gustaría pero a la que quería con todo su corazón

- ¿Está bien la niña? – Se inclinó sobre la mesa y extendió una mano en dirección a su hija, sin molestarse en disimular la preocupación que no sentía.

- Sí, sí, tranquila,  está perfectamente.

La camarera se acercó, cargando otra bandeja con una botella de agua con gas, un vaso y un platillo con gajos de limón. Lo dejó todo sobre la mesa, junto con la cuenta, y se fue sin más ceremonia

- Entonces, ¿qué pasa? – Soledad cogió el vaso y, dejando claro lo nerviosa que se había puesto, echó un gajo de limón y vació media botella de agua sin molestarse en comprobar si estaba más limpio o más sucio.

- Seguro que no es nada, pero... – hizo una pausa y se mordió el labio inferior, buscando la mejor manera de plantear la cuestión-. Últimamente se comporta de una manera un poco extraña y quería saber, bueno, si es normal o no lo que hace. Quiero decir, que igual de pequeña yo era como ella y, entonces, tampoco sería tan raro y...

- Cuéntame, Alba, por favor.

- Aunque no lo creas, soy una buena madre. Para todo lo demás, soy un auténtico desastre, no te lo voy a discutir, pero cuando hablamos de Sofía, hago lo que sea necesario para hacerla feliz, porque es lo más importante de mi vida. Vigilo su alimentación, me preocupo por su educación, juego con ella e intento establecer una rutina en la que ambas nos sintamos cómodas y, aunque nos relajamos el fin de semana, de lunes a viernes respetamos las normas.

- Sé que Sofía es lo primero para ti, hija, y estoy segura de que estás haciendo un magnífico trabajo con ella – Alba miró de reojo a su madre, esperando el golpe de gracia que, sin duda, vendría antes o después-. Es lógico, supongo que no te queda más remedio, ya que tienes que hacer de padre y madre... – Ajá, el hachazo. Qué bien la conocía; era incapaz de ofrecer ni una pizquita de azúcar sin su cucharón de sal-.  Porque ¿sigues sin querer decirle a quién sea que tiene una hija y, por lo tanto, una responsabilidad?

- Hoy no, mamá, hoy no toca – sentenció Alba, cansada de acabar siempre en el mismo punto.

- Bien, pues otro día será. Sigue, por favor. Me decías de vuestras rutinas...

- Cada noche, a las 20:30, la meto en la cama y le leo un cuento durante media hora. Después enciendo la lamparita que le regalaste, que le encanta, la tapo, le doy las buenas noches y se suele quedar dormida incluso antes de que salga de la habitación. O eso hacía.

Alba se quedó callada, buscando la mejor manera de explicarle a Soledad, posiblemente la mujer más racional sobre la faz de la Tierra, que desde hace un tiempo, Sofía le asustaba un poco.

Cómo decirle, sin parecer que se había vuelto loca, que cuando caía la noche, apagaba las luces y se hacía el silencio, en su casa pasaban cosas. Pasaban cosas y eran extrañas y Sofía parecía estar en contacto con la mayor parte de ellas. Las lámparas se encendían y apagaban sin que nadie accionara los interruptores; los grifos del lavabo y la cocina se abrían y cerraban a voluntad; en los espejos del recibidor y el baño aparecían caritas sonrientes, flores y soles dibujados; los cajones del mueble del comedor se abrían y cerraban de golpe, una y otra vez, provocando un estruendo que no podía ignorar; alguien, o algo, correteaba por el pasillo a medianoche, llamaba la puerta de su habitación y, cuando se tragaba el miedo y se acercaba a abrir, sólo encontraba el vacío y una risa que se alejaba hacia algún lugar, como si quien fuera le hubiera gastado la broma más divertida del mundo.

De qué manera, por Dios, podía hacerle creer que, desde la seguridad de su cama y a través de la pantalla del intercomunicador, podía escuchar y ver a Sofía, que se pasaba horas hablando, riendo, cantando y bailando con una especie de sombra que flotaba a su alrededor, que la envolvía como si quisiera abrazarla. Y no, no era ni un sueño ni pastillas ni un porro ni nada parecido: era real.

A ver cómo le contaba que, siete días atrás, dispuesta a poner fin a semejante locura o, al menos, averiguar qué pasaba en realidad,  se había levantado y, de puntillas, había caminado hasta la puerta de Sofía, decorada con un enorme girasol sonriente, la había abierto apenas unos centímetros y, desde allí, había visto cómo se abría una rendija en la pared, junto al armario, justo donde no había nada en absoluto, y poco a poco se convertía en una puerta por la que se colaba la mano de un hombre, que tanteaba la madera y la empujaba hasta que tenía espacio suficiente para entrar. Y que aquel hombre, al principio algo impreciso, le dio la espalda y, deslizándose sobre el suelo, se acercó a su hija, la despertó con suavidad y pasó horas junto a ella, jugando, riendo, bailando y cantando, hasta que entró el primer rayo de luz por la ventana. Entonces la llevó de la mano a la cama, le dio un beso en la frente y se alejó en dirección a la puerta imposible por la que había entrado, que había quedado abierta y no era más que un rectángulo de extrema oscuridad en la pared.

Y, sobre todo, cuál sería la mejor manera de explicarle que, justo antes de entrar, se dio la vuelta, la miró y Alba sintió que se quedaba sin aliento, que la sangre se le helaba en las venas, que el corazón se le detenía por unos instantes e, inexplicablemente, se echó a llorar al ver el rostro del misterioso visitante y reconocer a quién pertenecía.

Los ojos entre azules y grises, la sonrisa burlona, la forma ligeramente torcida de la nariz, las entradas del pelo, la pequeña cicatriz en la frente, las manos grandes de trabajador del campo, el sobrio traje gris y la camisa blanca, los zapatos impecables. Todo, todo estaba ahí. Lo había visto tantas veces, antes de dormir, sentado a los pies de su cama, que era imposible equivocarse. Quiso pensar que era un espejismo, fruto del cansancio, porque había pasado horas de pie, mirando desde el pasillo, y estaba helada y le dolían las piernas y la cabeza y le ardían los ojos y el pecho y quería salir corriendo, meterse en la cama y olvidar lo que estaba viendo, pero no podía moverse porque su cuerpo no le obedecía, estaba paralizada, a medio camino entre el espanto y la felicidad extrema de volver a verle.

Quiso pensar que soñaba y no pudo, era real, y mientras veía cómo se acercaba a ella, recordó todas las veces que la sentó en sus rodillas para contarle su vida en los cortijos donde extravió la niñez guardando cerdos, sobreviviendo al invierno con ropa hecha por su madre, esquivando a la mala suerte como buenamente podía. O aquel día que le explicó que, en un descuido de la cocinera, se coló en la cocina de la casa, abrió la fresquera y se encontró con unos bichos naranjas que parecían recién llegados de otro planeta. “Eran gambas, pero yo no lo sabía porque era la primera vez que las veía, y me pegué un susto de aupa”, le dijo entre risas, “y ahora bien que me gusta comérmelas con su ajito, su perejil y su chorrito de limón”. Y las mañanas en el bosque, cogida de su mano, recogiendo las setas que él le señalaba, repitiendo en voz alta, en su media lengua, el nombre de cada especie, para que no se le olvidaran jamás. Las tardes de verano, cuando le enseñaba a pelar habas y mojarlas con cuidado en el tazón de la sal, que no hay sabor más delicioso que ese verdor que estallaba en la boca y le provocaba una carcajada de felicidad. O la primera vez que decidió amargarle la existencia a su madre y se rapó el pelo, dejando sólo un flequillito de pena, y él la defendió, diciendo que estaba bonita igual y que, si no lo hubiera hecho, a ver cómo habrían podido saber la forma tan perfecta que tenía su cabeza. Y la complicidad con la que le deslizaba entre los dedos una moneda de cincuenta pesetas, a espaldas de su madre, diciéndole “Toma, un duro gordo, para que lo guardes”, porque sabía que le encantaba el tacto de las monedas y el sonido que hacían al caer en la hucha.

- Abuelo ... – Susurró, antes de abrir por completo la puerta y correr hasta sus brazos abiertos, para que la encerrara en uno de sus abrazos apretados, uno de los buenos, de esos que te hacen crujir las costillas y desear que no se acaben nunca, de los que tanto echaba de menos desde que, diez años atrás, muriera y la dejara infinitamente triste, sola y helada.

Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. “Si es un sueño”, pensó, “haz que dure horas, déjame que lo disfrute”... Pero, como todas las cosas buenas, aquello tampoco duró, y antes de que le diera tiempo a preguntarle cómo estaba, se encontró abrazando el aire. Alcanzó a verle salir por aquella puerta que, a ratos, unía sus mundos, diciéndole adiós con la mano. Quedó en la habitación su aroma a “Heno de Pravia”, olor a fresco y cariño, a infancia feliz y recuerdos dulces, y se echó a llorar.

Por muchas vueltas que le daba, no era capaz de encontrar las palabras exactas para contarle semejante historia y, además, estaba segura de que su madre jamás la creería del todo, por mucho que se esforzara en hacerla creíble. Una parte de ella siempre pensaría que era otra de sus excentricidades y la otra, que había vuelto a caminar dormida, como alguna vez le contó que hacía. “Hija, por Dios, creía que ocurría algo realmente grave”, le diría, decepcionada, y se limitaría a recomendarle que acudiera a un especialista para tratar ese problemilla del sueño, le aseguraría que ella correría con los gastos y, en fin, se olvidaría de todo antes de salir del local.

- Bueno, ¿me vas a decir qué le pasa a Sofía o qué? - dijo Soledad con impaciencia. Ya estaba otra vez con la cabeza en las nubes, esa hija suya seguía teniendo problemas para mantener la concentración.

- Sí, mamá, disculpa... - Y en un abrir y cerrar de ojos, Alba decidió que una mentira piadosa, en aquella ocasión, era preferible que la verdad-. Ahora que lo pienso, es una tontería, pero verás, es que hace unos días que Sofía se levanta por las noches y se dedica a andar por el piso, sonámbula. No es grave, ya lo sé, y yo lo hacía también, pero es que luego me cuenta unos sueños rarísimos y me ha dado por pensar que igual...

Y mientras hablaba, engordando una historia perfectamente creíble, le llegó un leve, levísimo aroma a “Heno de Pravia” y sonrió.

Mjo

(Dedicado a mi hermana, Sonia, ella sabe por qué. T'estimo, tata!)

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