- Por favor – dijo,
cuando se acercó -, ¿podrías traerme un café largo con hielo? Muchas gracias.
La chica recogió la taza y se alejó sin decir ni media palabra. Alba decidió que había llegado el momento de romper con su promesa de seguir esperando sin preocuparse. Saco el móvil del viejo bolso, lo activó con la huella de su pulgar izquierdo y repasó la lista de mensajes, por si acaso. Nada, ni un whatsapp, ni un SMS, ni un mail. Volvió a bloquear el terminal y, con un gruñido de fastidio, lo devolvió al bolso. Hizo un pacto consigo misma: le concedió el tiempo que tardara en tomarse el café y ni un minuto más. Si no aparecía antes del último trago, se largaría sin darle explicaciones. “¡Yo también tengo una vida, mamá!”, gritó mentalmente, y le costó poco imaginar la expresión incrédula que dibujaría el rostro, siempre perfectamente maquillado, de su madre. Dios, a veces sentía que la odiaba, pero sabía que, en el fondo, lo único que buscaba, lo único que deseaba con todas sus fuerzas era que la aceptara tal y como era. Le parecía que tampoco era tanto pedir, pero, a juzgar por la reacción de su madre, debía de ser demasiado.
Por suerte, ¿o por
desgracia?, Soledad llegó antes que el café y no supo si alegrarse o
lamentarse. Mientras se acercaba hasta su mesa, con su paso elegante,
impecablemente vestida y peinada, dejando a sus espaldas una sonajera de
pulseras de oro y taconeo de diseño, inconscientemente, Alba bajó la vista y
repasó su aspecto. Tejanos gastados, una sudadera con un Star Trooper estampado
en la parte delantera, zapatillas de deporte que pedían a gritos que las
jubilara de una vez por todas y el pelo recogido en un moño de esos que a las
influencers les quedan de maravilla y a ella le hacía parecer descuidada y, si
apuraba, casi sucia. Desde lejos pudo sentir la mirada de desaprobación de su
madre, que torció el gesto tanto como el bótox se lo permitió, y suspiró con
resignación. Pues sí que empezaba bien la cosa, iba a ser otra cita a muerte, a
ver quién sangraba antes. Aun así, se las arregló para dibujar una sonrisa que,
gracias a la experiencia y la distancia, pareció auténtica.
- ¡Hola, mamá! – saludó,
levantándose para darle un par de besos que, como siempre, acabaron perdiéndose
en algún punto alejado de sus mejillas-. Caramba, estás increíble. ¡Me encanta
tu traje!
- En cambio, tú... –
contestó Soledad, mirando con atención la silla. Cuando se aseguró de que
estaba limpia, se sentó con cuidado para que los pantalones no se arrugaran-.
Hija mía, ¿es que no tienes algo que no sea un puro trapo?
¡Zas! La primera estocada
llegó pronto y acertó de lleno. ¿Para qué esperar, cuando podía empezar el
ataque antes de que pudiera levantar sus barricadas?
- Por supuesto – se
remangó la sudadera y sonrió con dulzura-, pero las guardo para las ocasiones
importantes.
- Y ésta no lo es, claro.
- No, no lo es – Seguía sonriendo, aunque lo que realmente quería era levantarse y salir de allí sin mirar atrás, pero no podía permitírselo. Otro día, tal vez, pero esa tarde no.
- No consigo imaginar qué
“ocasiones importantes” puedes tener en ese trabajucho tuyo en la librería,
como para vestirte como Dios...
- ... o tú – No pudo
evitar la pulla y se arrepintió al instante.
- ...como Dios manda – sentenció Soledad, en un tono de voz ligeramente alterado. Aquella hija imperfecta, tan
diferente a ella, la sacaba de quicio con una facilidad sorprendente. Estaba
acostumbrada a lidiar con hombres muy hombres que, en los consejos de
administración, la trataban con condescendencia, como si fuera tonta de remate
o pudiera romperse en cualquier momento. Y eso, por no hablar de las reuniones
de las sociedades benéficas en las que participaba, más por aparentar y
relacionarse con las personas adecuadas que por ganas de hacer algo útil por el
prójimo, y de las señoras de la alta sociedad que seguían mirándola por encima
del hombro como si fuera una advenediza cuyo único mérito era haberse casado
con el apellido (y la fortuna) adecuado y haberle enterrado hacía años. A todos, a los
machitos de tres al cuarto y a las señoronas nostálgicas de otros tiempos, los
ponía en su sitio sin esfuerzo alguno. Pero con esa criatura díscola,
desordenada, de una inteligencia brillante y desaprovechada, no podía, era
superior a sus fuerzas. Apretó los dientes y contó hasta diez, tal y como su
gurú le aconsejaba para no desequilibrar sus chakras. Venía de una sesión de
masaje ayurveda a cuatro manos y no podía permitir que su paz interior se
arruinara en cinco minutos. ¡Y los estragos que eso podría causar en su piel!
No, de ninguna manera.
La camarera se acercó en
ese momento, cargando con una bandeja donde llevaba una taza de café y un vaso
en el que tintineaban un par de cubitos de hielo, rompiendo la tensión
momentánea. Soledad, sin molestarse en mirarla, pidió un café descafeinado con
leche de avena y agave orgánico, provocando una mirada de asombro en la
muchacha.
- Creo que no tenemos
agave, señora, lo siento. ¿Le sirve azúcar moreno? O miel; tenemos una miel
deliciosa que nos trae direc...
- No, gracias. Un agua
mineral con gas – Dios Santo, ¿es que ni siquiera parecía capaz de elegir un
lugar con estilo? -. Con hielo y limón. ¡Espera! ¿El hielo lo hacéis con agua
embotellada o del grifo?
- Lo compramos en bolsa,
señora, como casi todo el mundo – respondió la camarera, frunciendo el ceño. Le
quedaba media hora para irse y le había tocado en suerte la clienta capulla del
día. Qué suerte, la suya.
- Dios mío, dónde iremos
a parar – Suspiró con dramatismo, ordenando una pulsera de gruesos eslabones de
oro que, probablemente, costaba más de lo que ella cobraba en un mes-. Solo limón, entonces. ¡Y que el vaso esté limpio!
- Mamá, por favor... – Alba se quería morir. Iba con frecuencia a aquel café y le encantaba el ambiente relajado que tenía. Si su madre seguía comportándose como una arpía, iba a tener que buscarse otro sitio para relajarse.
- Hija mía, a qué tugurios me traes... ¿Es que no has aprendido nada de mí?
- Sí, mamá, a no ser impertinente ni creerme el puto
ombligo del mundo – Movió el café y, con aire inocente, sonrió a su madre-.
Deberías probarlo alguna vez, no te imaginas lo bien que sienta.
- Claro, y justamente por ser así, te ha ido
estupendamente en la vida, ¿verdad, cariño? – Se pasó una mano por el pelo y
miró alrededor, arrugando la nariz -. Y bien, ¿cuánto?
- ¿Cuánto, qué? – Cogió la taza, volcó el café en el
vaso sin derramar una gota y sonrió. ¿Quién dice que los milagros no existen?
- Que cuánto dinero necesitas, querida – Su voz
destilaba veneno y aburrimiento a partes iguales. Alba sintió que se le helaba
la sangre y no acertó ni a contestar. Se quedó con el vaso a medio camino de la
boca y los ojos abiertos como platos, mirando a su madre, sin poderse creer lo
que acababa de decirle-. Oh, vamos, no pongas esa cara, por favor, que nos
conocemos. Cada vez que me llamas, es para contarme una larga y desgraciada
historia que, curiosamente, se soluciona siempre con un cheque o una
transferencia. Así que, por favor, dime, ¿qué ha ocurrido esta vez?
- Se trata de Sofía, mamá, y no de dinero – Alba
escupió las palabras con rabia y metió las manos bajo las piernas para contener
las ganas de pegarle un puñetazo y arruinarle la cirugía de nariz. Cómo llegaba
a odiarla, a veces -. Sofía, ¿te acuerdas de ella? Tu nieta.
A Soledad se le ablandó la mirada como por arte de
magia y, por un momento, pareció descender al nivel de los simples mortales,
permitiéndose incluso sonreír con dulzura. ¡Pues claro que se acordaba de
Sofía! ¿Cómo iba a olvidar a aquella muñeca preciosa, a la que veía menos
de lo que gustaría pero a la que quería con todo su corazón
- ¿Está bien la niña? – Se inclinó sobre la mesa y
extendió una mano en dirección a su hija, sin molestarse en disimular la
preocupación que no sentía.
- Sí, sí, tranquila, está perfectamente.
La camarera se acercó, cargando otra bandeja con una
botella de agua con gas, un vaso y un platillo con gajos de limón. Lo dejó todo
sobre la mesa, junto con la cuenta, y se fue sin más ceremonia
- Seguro que no es nada, pero... – hizo una pausa y
se mordió el labio inferior, buscando la mejor manera de plantear la cuestión-.
Últimamente se comporta de una manera un poco extraña y quería saber, bueno, si
es normal o no lo que hace. Quiero decir, que igual de pequeña yo era como ella
y, entonces, tampoco sería tan raro y...
- Cuéntame, Alba, por favor.
- Aunque no lo creas, soy una buena madre. Para todo
lo demás, soy un auténtico desastre, no te lo voy a discutir, pero cuando
hablamos de Sofía, hago lo que sea necesario para hacerla feliz, porque es lo
más importante de mi vida. Vigilo su alimentación, me preocupo por su
educación, juego con ella e intento establecer una rutina en la que ambas nos
sintamos cómodas y, aunque nos relajamos el fin de semana, de lunes a
viernes respetamos las normas.
- Sé que Sofía es lo primero para ti, hija,
y estoy segura de que estás haciendo un magnífico trabajo con ella – Alba miró
de reojo a su madre, esperando el golpe de gracia que, sin duda, vendría antes
o después-. Es lógico, supongo que no te queda más remedio, ya que tienes que
hacer de padre y madre... – Ajá, el hachazo. Qué bien la conocía; era incapaz
de ofrecer ni una pizquita de azúcar sin su cucharón de sal-. Porque
¿sigues sin querer decirle a quién sea que tiene una hija y, por lo tanto, una
responsabilidad?
- Hoy no, mamá, hoy no toca – sentenció Alba, cansada de acabar siempre en el mismo punto.
- Bien, pues otro día será. Sigue, por favor. Me
decías de vuestras rutinas...
- Cada noche, a las 20:30, la meto en la cama y le
leo un cuento durante media hora. Después enciendo la lamparita que le
regalaste, que le encanta, la tapo, le doy las buenas noches y se suele quedar dormida
incluso antes de que salga de la habitación. O eso hacía.
Alba se quedó callada, buscando la mejor manera de
explicarle a Soledad, posiblemente la mujer más racional sobre la faz de la
Tierra, que desde hace un tiempo, Sofía le asustaba un poco.
Cómo decirle, sin parecer que se había vuelto loca,
que cuando caía la noche, apagaba las luces y se hacía el silencio, en su casa
pasaban cosas. Pasaban cosas y eran extrañas y Sofía parecía estar en contacto
con la mayor parte de ellas. Las lámparas se encendían y apagaban sin que nadie
accionara los interruptores; los grifos del lavabo y la cocina se abrían y
cerraban a voluntad; en los espejos del recibidor y el baño aparecían caritas
sonrientes, flores y soles dibujados; los cajones del mueble del comedor se
abrían y cerraban de golpe, una y otra vez, provocando un estruendo que no
podía ignorar; alguien, o algo, correteaba por el pasillo a medianoche, llamaba
la puerta de su habitación y, cuando se tragaba el miedo y se acercaba a abrir,
sólo encontraba el vacío y una risa que se alejaba hacia algún lugar, como si
quien fuera le hubiera gastado la broma más divertida del mundo.
De qué manera, por Dios, podía hacerle creer que,
desde la seguridad de su cama y a través de la pantalla del intercomunicador, podía
escuchar y ver a Sofía, que se pasaba horas hablando, riendo, cantando y
bailando con una especie de sombra que flotaba a su alrededor, que la envolvía
como si quisiera abrazarla. Y no, no era ni un sueño ni pastillas ni un porro
ni nada parecido: era real.
Y, sobre todo, cuál sería la mejor manera de
explicarle que, justo antes de entrar, se dio la vuelta, la miró y Alba sintió
que se quedaba sin aliento, que la sangre se le helaba en las venas, que el
corazón se le detenía por unos instantes e, inexplicablemente, se echó a llorar al
ver el rostro del misterioso visitante y reconocer a quién pertenecía.
Los ojos entre azules y grises, la sonrisa burlona,
la forma ligeramente torcida de la nariz, las entradas del pelo, la pequeña
cicatriz en la frente, las manos grandes de trabajador del campo, el sobrio
traje gris y la camisa blanca, los zapatos impecables. Todo, todo estaba ahí.
Lo había visto tantas veces, antes de dormir, sentado a los pies de su cama,
que era imposible equivocarse. Quiso pensar que era un espejismo, fruto del
cansancio, porque había pasado horas de pie, mirando desde el pasillo, y estaba
helada y le dolían las piernas y la cabeza y le ardían los ojos y el pecho y
quería salir corriendo, meterse en la cama y olvidar lo que estaba viendo, pero
no podía moverse porque su cuerpo no le obedecía, estaba paralizada, a medio
camino entre el espanto y la felicidad extrema de volver a verle.
Quiso pensar que soñaba y no pudo, era real, y
mientras veía cómo se acercaba a ella, recordó todas las veces que la sentó en
sus rodillas para contarle su vida en los cortijos donde extravió la niñez guardando
cerdos, sobreviviendo al invierno con ropa hecha por su madre, esquivando a la
mala suerte como buenamente podía. O aquel día que le explicó que, en un
descuido de la cocinera, se coló en la cocina de la casa, abrió la fresquera y
se encontró con unos bichos naranjas que parecían recién llegados de otro
planeta. “Eran gambas, pero yo no lo sabía porque era la primera vez que las
veía, y me pegué un susto de aupa”, le dijo entre risas, “y ahora bien que me
gusta comérmelas con su ajito, su perejil y su chorrito de limón”. Y las
mañanas en el bosque, cogida de su mano, recogiendo las setas que él le
señalaba, repitiendo en voz alta, en su media lengua, el nombre de cada
especie, para que no se le olvidaran jamás. Las tardes de verano, cuando le enseñaba
a pelar habas y mojarlas con cuidado en el tazón de la sal, que no hay sabor
más delicioso que ese verdor que estallaba en la boca y le provocaba una
carcajada de felicidad. O la primera vez que decidió amargarle la existencia a
su madre y se rapó el pelo, dejando sólo un flequillito de pena, y él la
defendió, diciendo que estaba bonita igual y que, si no lo hubiera hecho, a ver
cómo habrían podido saber la forma tan perfecta que tenía su cabeza. Y la
complicidad con la que le deslizaba entre los dedos una moneda de cincuenta
pesetas, a espaldas de su madre, diciéndole “Toma, un duro gordo, para que lo
guardes”, porque sabía que le encantaba el tacto de las monedas y el sonido que
hacían al caer en la hucha.
- Abuelo ... – Susurró, antes de abrir por completo
la puerta y correr hasta sus brazos abiertos, para que la encerrara en uno de
sus abrazos apretados, uno de los buenos, de esos que te hacen crujir las
costillas y desear que no se acaben nunca, de los que tanto echaba de menos
desde que, diez años atrás, muriera y la dejara infinitamente triste, sola y
helada.
Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. “Si es
un sueño”, pensó, “haz que dure horas, déjame que lo disfrute”... Pero, como
todas las cosas buenas, aquello tampoco duró, y antes de que le diera tiempo a
preguntarle cómo estaba, se encontró abrazando el aire. Alcanzó a verle salir
por aquella puerta que, a ratos, unía sus mundos, diciéndole adiós con la mano.
Quedó en la habitación su aroma a “Heno de Pravia”, olor a fresco y cariño, a
infancia feliz y recuerdos dulces, y se echó a llorar.
Por muchas vueltas que le daba, no era capaz de
encontrar las palabras exactas para contarle semejante historia y, además,
estaba segura de que su madre jamás la creería del todo, por mucho que se
esforzara en hacerla creíble. Una parte de ella siempre pensaría que era otra
de sus excentricidades y la otra, que había vuelto a caminar dormida, como
alguna vez le contó que hacía. “Hija, por Dios, creía que ocurría algo
realmente grave”, le diría, decepcionada, y se limitaría a recomendarle que
acudiera a un especialista para tratar ese problemilla del sueño, le aseguraría
que ella correría con los gastos y, en fin, se olvidaría de todo antes de salir
del local.
- Bueno, ¿me vas a decir qué le pasa a Sofía o qué?
- dijo Soledad con impaciencia. Ya estaba otra vez con la cabeza en las nubes,
esa hija suya seguía teniendo problemas para mantener la concentración.
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