Aquella semana llovió casi cada día, y ella vivió con un ojo en el cielo y otro en la aplicación del tiempo de su móvil. Cada vez que veía el simbolito de la nube y las gotas, se le caía el alma a los pies. “¿Por qué, Señor, por qué? ¡Para una vez que tengo un plan interesante!”, se dijo una y otra vez. Por suerte, el viernes cambió la previsión y se anunciaron temperaturas por encima de lo normal para la época y sol a partir del sábado. Su ánimo mejoró mucho, pero se negó a confiarse del todo, por si el cambio climático y su legendaria mala suerte decidían aliarse en contra y aguarle la fiesta.
El domingo por la mañana, cuando cogió un taxi en el centro de la ciudad, intentó no pensar en dos cosas: el pastizal que le iba a costar el viaje y las nubes que manchaban el cielo con un sucio tono gris. Le dio la dirección al conductor, en cuyos ojos creyó ver brillar el símbolo del euro, y sacó el móvil para llamar a su amigo. Dejó que el teléfono sonara una y otra vez y cuando estaba a punto de colgar, escuchó su voz adormilada.
―Tía, ¿ya has llegado? ¡Yo todavía no he salido de casa!
―Qué va, acabo de pillar un taxi.
―Halaaaaa, cómo se nota que acabamos de cobrar, ¿eh?
―¿Puedo disfrutar un poco antes de volver a quedarme en la ruina en un par de días? ―Cerró los ojos y repasó la lista de los gastos inevitables que, cada mes, se llevaba por delante casi todo su dinero―. El alquiler, el agua, el teléfono, el préstamo del coche, Netflix, la Visa... Y me falta algo. ¿Qué me dejo?
―¡La luz!
―Eso es, la luz. ¿Cómo he podido olvidarme? ―Se dio un golpecito en la frente y suspiró―. Como esto siga así, voy a tener que alimentarme de lechuga y comida para gato.
―Pues te deseo suerte, porque las dos cosas han subido un huevo de precio ―contestó Éric, riéndose―, pero tú no te preocupes, que en mi casa siempre tendrás un plato en la mesa y un sitio donde dormir.
―Qué bonico eres cuando quieres ―dijo Nerea, deseando que ese sitio estuviera justo a su lado―. Oye, ¿puedes coger un paraguas?
―¿Por qué?
―¿No has visto lo nublado que está?
―Si me acabo de levantar... Apenas he tenido tiempo de tomarme un café y darme una ducha rápida. ¡Ni siquiera he subido las persianas!
―Vaya, parece que alguien tuvo otra noche de sábado movidita. ¿Quién fue la afortunada? No me digas que has vuelto con Mireia...
―Buf, no, si ni me coge el teléfono... Yo creo que está enfadada conmigo.
―Qué piel tan fina tienen algunas, hijo. ¡Ni que te hubieras liado con su mejor amiga! ―replicó con ironía.
―Ex mejor amiga. A ella tampoco le habla.
―Qué cosas... pero no me cambies de tema. Dime, ¿a quién le sonrió la suerte esta vez? ―insistió, preguntándose si alguna vez le tocaría a ella. Sabía que estar encaprichada de él era una auténtica locura, pero el corazón quiere lo que el corazón quiere y el suyo, al parecer, estaba empeñado en querer a Éric.
―Danielle, una francesa a la que conocí el jueves en el metro. La pobre se había perdido.
―Y te encontró a tí, fíjate.
―Teníamos que bajarnos en la misma parada y me ofrecí a acompañarla.
―¿Qué parada?
―Liceu, ¿por qué? ―contestó, después de un instante de duda.
―Esa no es tu parada. ¡Es que ni está en tu misma línea!
―Ya, bueno, pero es que la vi tan despistada que...
―Por favor, pero ¿a quién quieres engañar? ―dijo, poniendo los ojos en blanco―. ¡Lo que pasa es que estaba buena!
―Pues sí, mira. Rubia, alta, con unos ojos verdes increíbles, y unas peras que...
―¡Vale, vale, me hago a la idea! No me des más detalles, por favor, gracias ―le cortó Nerea, incapaz de seguir escuchando la lista de las muchas virtudes de la maravillosa Danielle. A veces pensaba que lo único que tenía en común con los ligues de Éric era el blanco de los ojos y residir, permanente o temporalmente, en la misma ciudad. Cualquier otra cosa era puta coincidencia―. Un pibonazo.
―Tú lo has dicho: un pi-bo-na-zo.
“Todas, menos yo”, pensó, resignada, pero siguió hablando como si no pasara nada. Si había algo que se le daba bien, era disimular sus propios sentimientos.
―Ea, pues otra turista que volverá contenta a su país. El ministerio debería ponerte un sueldo; haces más por el turismo de este país que todas sus campañas publicitarias juntas.
―Uno hace lo que puede ― replicó Éric, con una sonrisa pícara.
―Ya, bueno... Que lo que yo quería decirte es que cojas un paraguas, por favor, que el día pinta regular, tirando a chungo ―dijo, cambiando de tema―. Seguro que después se despeja y no cae ni una gota, pero...
―Entonces paso, que es un jodido engorro. Además, voy en moto.
―¿Y qué? ¡Tampoco tienes que venir con él abierto!
―Que no, que no tengo ganas de ir cargando con el armatoste todo el día.
―Éric, por Dios, que es un paraguas, ¡no una sombrilla de playa!
―Paso.
―¿Sabes qué te digo? Que ojalá te caiga encima el segundo diluvio universal mientras vienes. Es lo mínimo que te mereces.
―Joder, qué drama queen eres ―Conociéndole como le conocía, le costó poco imaginarle poniendo los ojos en blanco mientras hablaba y, muy a su pesar, sonrió―. Da igual: si llueve, pues nos mojamos. Y si no, ¡mejor que mejor! Me voy a buscar la moto, nos vemos en un rato.
Colgó sin darle tiempo a despedirse. Maldito Éric; le quería mucho, incluso demasiado, pero hasta ella reconocía que, a veces, se comportaba como un niño consentido y egoísta. ¿Quizá porque era hijo y nieto único? A saber, bastante tenía ella con entender sus propios actos y contradicciones. De lo que no tenía dudas era de que si acababa lloviendo, el primero que saldría corriendo en busca de refugio, y quejándose de su mala pata, sería él.
No tuvo demasiado tiempo para recrearse en la imagen, porque el taxi se detuvo junto a la puerta de acceso al parque justo cuando guardaba el móvil en el bolso. “Hemos llegado, señorita”, le dijo, señalando el taxímetro con una enorme sonrisa bajo su bigote mal cortado. A Nerea se le escapó un gemido al ver la cifra que marcaba, pero sacó el monedero y le tendió la Visa sin rechistar. Le estaba bien empleado, por tonta y comodona. Tendría que haber cogido el autobús, como hacía todo el mundo, pero prefirió ahorrarse las muchísimas paradas y, sobre todo, el último tramo del camino, al que el transporte público no llegaba y que era cuesta arriba.
―Madre mía, Éric tiene razón ―dijo para nadie más que sí misma ―, soy una drama queen ¡y muy ñoña! Por cierto, ¿dónde coño está?
En ese momento, escuchó el rugido de un motor que subía por la carretera. Se acercó al borde de la acera y le vio llegar a lomos del único y verdadero amor de su vida: una Ducati Monster SP, roja como la sangre y hermosa hasta decir basta. Le saludó con la mano y él, al pasar por su lado rumbo a la zona de aparcamiento reservado para las motos, respondió con un golpe de gas que atronó el aire. Cinco larguísimos minutos más tarde, después de probar varios sitios y no gustarle ninguno, puso el caballete lateral y se bajó. Se quitó el casco y los guantes, se pasó la mano por el pelo, dio cinco o seis vueltas alrededor para asegurarse de que la niña de sus ojos estaba a salvo de cualquier mal y acarició el depósito a modo de despedida. Nerea, que no le había quitado la vista de encima, no sabía si derretirse de ternura al ver el cariño que tenía a su juguetito o
morirse de risa porque, por Dios, ¡que solo es una moto! Optó por la segunda opción, que le pareció mucho menos sospechosa, y le recibió con una mirada burlona.
―Por favor, dime que no bajas al parking por la noche a arroparla y darle un besito de buenas noches...
―Como dijo mi amigo, Romeo Montesco, “Se burla de la cicatriz quien nunca tuvo herida” ―le dijo, dándole dos sonoros besos en las mejillas y uno de sus abrazos apretados, largos y cálidos que tanto le gustaban―. ¿Cómo estás? ¿Hace mucho que me esperas?
“Casi toda la vida”, estuvo a punto de contestar Nerea.
―Una media hora, quizá más.
Justo en ese momento, las nubes se abrieron y un sol brillante, más propio de julio que de octubre, disfrazó el mundo de verano.
―Bueno, tardé un poco más porque hice una parada para traerte el sol...
―Te perdono si dejas de hacerme la pelota.
―Trato hecho. ¿Entramos?
(Continuará)
Mjo
26-10-2022
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