Lola despertó con un tremendo dolor de cabeza y sin tener ni idea de qué hora era. La noche anterior se le había ido la mano con la bebida, o quizá no; quizá solo había pasado tanto tiempo desde la última vez que su cuerpo, simplemente, se había olvidado de cómo debía sentirse.
—Dios de mi vida, pero
qué migraña…
—Eso no es migraña,
cariño —le dijo su marido desde la puerta del baño, con el cepillo de dientes
en la mano y la boca llena de pasta—, eso se llama RE-SA-CA. Anoche te bebiste
hasta el agua de la piscina.
—Qué exagerado, si no
fueron más de cuatro, cinco como mucho, copas de vino—Intentó incorporarse, pero el
mundo empezó a girar como una peonza y tuvo que volver a tumbarse—. Uf, no,
demasiado pronto, demasiado pronto.
—Cuatro o cinco copas,
dice la señora… Y lo de después, ¿qué?
—¿Qué es lo de después?
—Te lo contaré cuanto
estés más… —Hizo un gesto vago con la mano y sonrió—. Voy a prepararme el
desayuno, ¿te apetece algo?
El estómago de Lola se
rebeló, enviando un chorro ácido hacia su garganta. Apretó los labios para no
vomitar y se estremeció. Nunca, ¡nunca más!
—Sí, morirme —susurró
cuando cesaron las náuseas—. No, ya comeré algo cuando vuelva a ser un poco
persona.
—¿Qué pasa? Has puesto
una cara…
—No sé, es que me ha
venido una imagen muy rara a la cabeza.
—Resaaaacaaaa…
—Calla ya, qué pesado
eres, hijo. Para una vez que bebo…
—Tienes razón, lo
siento, lo siento. —Se sentó a su lado, se inclinó y le dio un beso en la
frente—. Cuéntaselo a papi, ¿qué imágenes son esas?
—Pues… Juraría que
estaba en un submarino, ¿sabes?, porque era igual que esa película de
Sean Connery que tanto te gusta.
—¿La caza del
octubre rojo?
—Ajá. Bueno, pues estoy
rodeada de gente con uniforme militar y todo el mundo grita: que si los
misiles, que si el radar, que si hay que sumergirse más, que si hay un traidor
entre nosotros, y que tengo que acelerar, ponerlo a la máxima velocidad, o
acabaran por alcanzarnos y moriremos. Y yo, a lo loco porque no tengo ni idea
de qué tengo que hacer, empiezo a pulsar botones y accionar palancas, pero el
submarino no se mueve, y entonces me gritan más y alguien saca una pistola, me
apunta a la cabeza y me dice que, a menos que los saque de allí, me va a matar
y entonces… Entonces me he despertado.
—¡Joder, qué sueño! Voy
a prohibirte que bebas nada más fuerte que Sprite con una rajita de limón.
—Vete a la mierda,
Miguel, ¿quieres? No es culpa de la bebida, es… ¿Qué día es hoy?
—Domingo.
—De número, idiota.
—A ver… —Miguel miró su
reloj digital, que hacía de todo menos cocinar y limpiar el piso, y fue pasando
pantallas hasta encontrar el calendario. Ocho; domingo, ocho.
—Ahora lo entiendo
todo…
—¿Qué tal si me lo
explicas?
—Me tiene que bajar la
regla la semana que viene, y mi cuerpo ya se está poniendo del revés.
—¡Venga ya! No querrás
hacerme creer que estás así de mal porque tienes síndrome premenstrual…
—Subestimas el poder
maligno del síndrome premenstrual, y ese es un error muy grave, Miguel.
—No, no, no lo
subestimo en absoluto; después de diez años viviendo contigo, tengo muy claro
hasta qué punto te afecta. Lo que pasa es que me parece muy triste que lo uses
como excusa para cualquier cosa, ¡incluso para tapar la resaca!
—¿Sabes? Te juro que, a veces, me cuesta horrores
entender por qué me casé contigo, si te odio el 90% del tiempo.
Miguel se echó a reír
con ganas, y cada carcajada fue como un dardo que acabó clavado en la cabeza de
Lola.
—Me voy a la cocina
antes de que me vomites encima —le dio una palmadita afectuosa en la mejilla
izquierda y sonrió—, porque te estás poniendo verde.
Se levantó y salió de
la habitación riéndose todavía.
—Eso, tú vete y deja
que muera aquí, a solas. ¡Que sepas que pienso volver de la tumba para
amargarte lo que te quede de vida!
En vez de contestar,
Miguel encendió la radio y un locutor, con voz grave y apesadumbrada, anunció
que, debido a la situación de pandemia mundial, el gobierno había
decidido declarar el estado de emergencia durante los próximos quince días, y
que esperaban poder ampliar la noticia en los sucesivos boletines. Cuando
acabó, después de los resultados deportivos y el pronóstico del tiempo, dio
paso a la fórmula musical y Michael Jackson. A Miguel le encantaba,
tenía todos sus discos, rarezas incluidas, en todos los formatos existentes, y
sin tener ni la más mínima consideración, subió el volumen hasta que las
paredes temblaron. Lola, que intentaba entender qué había explicado el locutor,
se tapó la cabeza con la almohada y gimió.
—Puto cabrón de mierda —susurró,
agobiada—. Lo mato, ¡yo lo mato!
En la cocina, Miguel
rompió un par de huevos para prepararse una tortilla de queso, bailando al
ritmo de la música, y lanzó las cáscaras al cubo de basura que había en
el rincón. Falló, se cayeron al suelo y allí se quedaron hasta que Lola las
recogió, muchas horas después, mientras el cuerpo de Miguel se enfriaba en el
comedor.
28-02-2024
MªJosé