jueves, 8 de diciembre de 2022

JARDIN DE SOMBRAS (tercera parte)

Les tocó la quinta y la sexta posición en un grupo compuesto por otras dos parejas y una señora con sus dos hijos, ninguno mayor de ocho años, que iban agarrados a la cintura de su madre como si todavía estuvieran unidos a ella por el cordón umbilical. Para acceder a la atracción, tuvieron que atravesar una puerta de madera envejecida, manchada con polvo de mentira y telarañas de lana deshilachada, y una cortina, negra como la noche más oscura, que olía a encierro y olvido. Por los altavoces, sonaba una música siniestra que ocultaba cualquier sonido, incluido el de sus propios pasos y, por supuesto, los de cualquier otro. Les acompañaba un personaje siniestro disfrazado de botones recién desenterrado, que les llevó hasta una amplia habitación decorada como la recepción del hotel de todas sus pesadillas. Les dio cuatro indicaciones (no toquen y no les tocarán, no corran, no se separen, no se adelanten ni se retrasen) y les dejó solos para que se jugaran a un golpe de vista quién daba el primer paso. Todos se miraron, excepto los niños, retándose a aceptar el desafío de abrir la marcha. Antes de que nadie se moviera, de detrás del mostrador de recepción saltó una niña diabólica, porque no podría describirse de ninguna otra manera, que arrancó el primer grito en los adultos y activó el llanto, en modo histérico, de las dos criaturas. Nadie tuvo narices de recriminarles nada, y compadecerse de ellos tampoco se les pasó por la cabeza; estaban demasiado ocupados recuperando los corazones que se les habían escapado por la boca y disimulando que se acababan de cagar de puro miedo.

La niña era una actriz bajita vestida con un camisón blanco lleno de lazos y encajes, maquillada para que en la palidez del rostro destacaran unos enormes ojos subrayados por ojeras muy oscuras, tenía dos coletas con tirabuzones, caminaba a saltitos y cargaba una muñeca despelucada a la que le faltaba una pierna. Contó alguna historia relacionada con la habitación 666, cómo no, y ¿un asesino? No. ¿Un fantasma? Tampoco. ¿Un vampiro? Quizá...

―Pero da igual ―susurró, mirando a todos los rincones―, da igual. Vosotros no entréis, porque sea lo que sea lo que espera al otro lado, quien entra...

―¿No sale? ―preguntó, con voz temblorosa, uno de los sufridores integrantes del grupo.

―¿OTRA VEZ ASUSTANDO A LOS HUÉSPEDES, GWENDOLINE? ―berreó el botones de ultratumba, que había regresado sin anunciarse, como si quisiera que lo oyeran desde el otro lado del parque de atracciones―. A tu padre no le gustará saberlo.

El grito que salió del grupo superó, en mucho, los decibelios de cualquier concierto de rock duro. En un abrir y cerrar de ojos, los nueve sufridores se pegaron unos a otros, buscando protección y amparo, porque aunque sabían que aquello no era más que una pantomima, coño, qué pantomima era. Siguiendo el guión, y repitiendo la misma escena quizá por centésima vez ese fin de semana, la niña se encogió sobre sí misma y huyó del escenario.

―Disculpen a Gwendoline, queridos amigos, ella no está bien... ―levantó la mano izquierda y, con un dedo, hizo un gesto circular a la altura de la sien―. ¿Me comprenden?

Asintieron con vehemencia, deseando que la pesadilla, que apenas acababa de empezar, acabara de una vez por todas, y el botones sonrió, satisfecho, al ver que la cosa iba según lo previsto: estaban todos acojonados.

―Por favor, sigan por este pasillo ―abrió una puerta que dio paso a una penumbra manchada de humo falso y se hizo a un lado―, y recuerden: no se detengan por nada del mundo. Ni por nadie...

―Virgencita de la Cinta, ¿quién puñetas me mandará a mí meterme en estos líos? ― susurró Nerea, que se había agarrado al brazo de Éric con las dos manos y caminaba con la nariz pegada a su cogote―. No se te ocurra soltarme, por favor.

―Pero si eres tú la que me tiene cogido... ¡Me vas a cortar la circulación de la sangre, hija mía!

Se rió, para quitarle hierro al comentario, pero lo cierto es que le estaba haciendo un poco de daño. Nerea lo soltó en el acto, y agradeció que la oscuridad impidiera ver lo roja que se debía haber puesto, porque notaba arder las mejillas.

―Ay, no me he dado cuenta, lo siento.

―Tranquila, no pasa nada. Ven, dame la mano y no te separes de mi, ¿vale?

Entrelazaron los dedos y avanzaron, a paso de tortuga, por un pasillo salpicado de puertas a un lado y a otro. Al final del estrecho túnel, en un viejo sofá de dos plazas iluminado por una lamparilla, esperaba la figura de una mujer sentada en actitud vigilante. Al acercarse, Nerea se fijó en su rostro y le llamó la atención el monóculo que llevaba sobre el ojo derecho. Pensó que era un maniquí, de tan inmóvil como estaba, y temió que, activado por un resorte, se pusiera de pie en cuanto pasara por su lado. Sin embargo, solo se le movieron los ojos, que se desviaron para clavarse en los suyos, provocando un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba a abajo. Se le escapó un gemido y maldijo al genio que había creado aquel autómata casi perfecto. Unos segundos después, levantó la vista sobre su hombro y vio a la mujer, alta, muy alta, caminando tras el último integrante del grupo, que no se había dado cuenta de nada.

―Por Dios... ―susurró, y desvió la mirada al frente―. Joder.

Antes de girar la esquina, volvió a mirar y la mujer, alta, muy alta, le sonrió, se deslizó hacia la izquierda y desapareció. Seguro que se metió por una puerta estratégicamente escondida, pero Nerea se quedó con la sensación de que había atravesado la pared.

―Santa Madonna...

―¿Qué? ―preguntó Éric, pegando la boca a su oreja―. ¿Has visto algo raro?

―Algo raro, dice... ¿Es que hay algo normal en este sitio?

―También tienes razón. ¿Quién va el último? ¿Lo sabes?

―Creo que la madre con sus niños, que no dejan de llorar.

―Pobres criaturas, de aquí salen convertidos en carne de psiquiatra.

―Y a ella la ingresan en una residencia en cuanto cumpla los setenta, te lo digo yo...

Siguieron avanzando, como un gusano humano, en una fila irregular que empezaba en un chico y acababa en el trío madre-niños. Al fondo se adivinaba una luz tenue y, al girar la siguiente esquina, se encontraron de morros con un recinto ridículamente pequeño que solo contenía una cama. Pero no una cama cualquiera, no: una cama habitada por la maldita, maldita, maldita Regan MacNeil a medio camino entre el vómito y la blasfemia. A Éric se le escapó un me cago en la puta totalmente justificado y fue su turno de estrujar la mano de Nerea, que no tuvo narices de recriminarle nada porque bastante trabajo tenía con no echarse a llorar.

Se deslizaron pegados a la pared, como malos imitadores de Spiderman, confiando en que no se levantara hasta que estuvieran muy, muy lejos, pero no tuvieron suerte y justo cuando llegaron a la (inexistente) puerta, Regan se levantó de la cama y, en dos zancadas, se plantó delante de ellos. Nerea enterró la cabeza en el hombro de Éric y Éric se mordió los labios y cerró los ojos para no ver aquel rostro torturado que un artista del maquillaje había conseguido copiar a la perfección.

―Tu madre está con nosotros, Karras ―dijo la actriz disfrazada, con voz ronca, a menos de cinco centímetros de la cara de Éric―, ¿quieres enviarle un mensaje?

―No, gracias.

En cualquier otra situación, ese comentario habría arrancado una carcajada de la concurrencia. En ese momento, lo único que consiguió es que Nerea le preguntara que qué coño estaba haciendo y que la actriz se mordiera los labios para ahogar la risa que le subía por la garganta. Al darse cuenta del ridículo que estaba haciendo, Éric se puso en marcha y, seguido por la madre y sus hijos, que a esas alturas eran un llanto en carne viva, alcanzó al resto del grupo que ya habían llegado al siguiente recinto.

―Soy gilipollas. ¡Yo soy gilipollas!

―No, hombre, has estado gracioso ―le dijo Nerea, intentando animarle.

―Sí, ¡brillante, he estado!

―Seguro que mañana, cuando lo recuerdes, te vas a reír mucho.

―Y ella. Y sus compañeros, porque se lo contará a todos seguro, ¡también se reirán bastante!


Le dio un par de golpecitos consoladores en el brazo y a punto estuvo de añadir un ea, ea, no ha sido nada, pero se lo pensó mejor y cerró la boca, porque no parecía que su amigo estuviera de humor para aceptar bromas. Se alejó un poco, dejando que Éric mascara su rabia a solas, y se dedicó a estudiar el lugar en el que estaba. A simple vista, parecía un recibidor de una mansión inglesa, pequeño y cuadrado, en el que no había ventanas ni puertas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se dio cuenta de que había fotografías enmarcadas colgadas de las paredes, un teléfono antiguo sobre una mesita y la cabeza de un ciervo estaba suspendida en lo más alto. También notó que se escuchaban los cuchicheos de sus compañeros de aventura, el ocasional arrastrar de pies y los hipidos de los niños. Por debajo, nada de música, solo un silencio denso y oscuro que le puso la piel de gallina.

Iba a comentárselo a Éric, que parecía haber superado su pataleta, cuando empezó a sonar una música que reconoció al instante: era el tema principal del “Drácula” de Coppola, una de sus películas, y sus bandas sonoras, favoritas; la había visto tantas veces que era capaz de recitar fragmentos enteros hasta en inglés. Sonrió, sabiendo que el próximo personaje que hiciera acto de presencia sería el vampiro de sus amores, pero no estaba preparada para lo que apareció al abrirse una puerta oculta. Ante sus ojos, envuelta en una nube de humo que olía a vainilla, se materializó la figura alta, esbelta y elegante del mismísimo Conde Drácula, vestido como Gary Oldman cuando se presenta a Mina por primera vez y la lleva al cinematógrafo. A Nerea se le aceleró el corazón y la boca se le abrió hasta casi desencajarle la mandíbula. Ante sus ojos tenía al protagonista de sus sueños erótico-perversos, y a duras penas consiguió contener las ganas de extender la mano y tocarle, para confirmar que era real y no un holograma extraído de la película.

―Bienvenidos a mi morada ―dijo el conde, poniendo la mano sobre el corazón y haciendo una reverencia―. Entren libremente, por su propia voluntad, y dejen parte de la felicidad que traen.

Apoyó las manos en el pomo de su bastón y paseó la mirada por los miembros del grupo, que se habían quedado mudos ante su imponente presencia. Las mujeres sonreían, atrapadas en el magnetismo que desprendía el actor, los chicos lo miraban con desdén, preguntándose qué tenía él que le hacía tan atractivo y los niños cogieron carrerilla y retomaron el llanto. Drácula, siguiendo el guión establecido, ofreció una salida honorable a quien ya hubiera tenido bastante, y madre e hijos abandonaron el túnel por la salida de emergencia. Tan pronto como se cerró la puerta que separaba el mundo real con el de fantasía, el conde repitió su mensaje de bienvenida y Nerea, completamente cautivada por el personaje, se encontró susurrando su frase preferida, que había salido de la imaginación de Coppola y no de Stoker.

―He cruzado océanos de tiempo para encontrarte...

El falso vampiro, que sin duda la había escuchado, la taladró con una mirada que debía haber ensayado mil veces delante del espejo, levantó una mano e hizo un gesto suave, como si acariciara el aire. Nerea se estremeció, porque había sentido el roce de esos dedos en la mejilla. Sabía que no podía ser, claro; los actores tenían terminantemente prohibido tocar al público y, además, entre ellos había una distancia de unos dos o tres metros. Aturdida, y fascinada, siguió al grupo cuando cruzaron la puerta de acceso a un nuevo escenario y, antes de perderse en la niebla de mentira, cedió a la tentación y se giró para mirar por encima de su hombro. El actor, metido por completo en el personaje que representaba, le hizo una inclinación de cabeza y sonrió, dejando a la vista la punta de unos afilados colmillos.

―Deja de ligar con el chupasangre, ¿quieres? ―Éric la cogió de la mano y tiró de ella―. Nos estamos quedando atrás.

―Vaya, adivina quién está un poquito celoso...

Después de dar un último vistazo hacia atrás, y no ver a nadie, se dejó llevar hacia donde esperaba el resto, intentando ignorar la sensación de que se había perdido algo que podría haber sido interesante.

―En cuanto le vi, supe que te ibas a quedar hipnotizada. ¿Qué tienen los vampiros que te gustan tanto?

―No sabría qué decirte, la verdad, pero me parece que es el mito romántico por excelencia. Además, el cuello es uno de mis puntos sensibles; que me lo besen, o que me den mordisquitos suaves, me pone mucho, me deja flojita.

―Tomo nota ―Le guiñó un ojo y se rió―. Joder, se les ha ido la mano con el humo.

―Y que lo digas, no se ve una mierda.

―Escucha... ¿Esa no es la canción de Freddy? Uno, dos, Freddy viene a por tí...

―Bienvenidos a Elm Street... ―Escuchó las cuchillas chirriar contra una superficie de metal y sonaba tan cerca, que se acojonó―. ¡Corre, Éric!

―¿Hacia dónde? ¡No veo nada!

Se soltaron las manos y echaron a correr en direcciones contrarias. 

(Continuará)

Mjo

08-12-2022

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