La guerra quedaba atrás. Aquella
guerra, al menos, la que se llevó por delante tantas vidas sin más excusa que
defender unos ideales diferentes. Por delante, en aquel país de sol y selvas
indómitas, le esperaba otra, menos mortífera pero tan dura como la otra:
empezar una nueva vida, solo, en otra tierra lejos de la suya. Por suerte
compartían idioma, con diferente acento y palabras capaces de confundir al
oyente despistado, pero entendible a primera instancia. El viaje había durado
demasiados meses y había perdido la mayoría de sus sueños por el camino. Ganó
algunos amigos, derramó muchas lágrimas, hizo promesas que no podría cumplir.
Cambió la piel una y otra vez, inventó otros nombres para empezar de cero pero
todo fue inútil. Cada mañana el espejo le devolvía la misma mirada asustada y,
en un instante, un torrente de recuerdos le inundaba. Él era quien era, sus
manos estaban manchadas de sangre y la cobardía, que le hizo subir al barco sin
esperar a los demás, siempre sería una mancha que no podría borrar. Entre los
emigrantes era historia conocida, le daban la espalda y cada vez que salía a
cubierta, las conversaciones cesaban. Se sentía observado, odiado, culpable. Se
sentía escoria. Cobarde. Cobarde. Cobarde.
El
día que atracaron en el puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por
la primera calle que encontró, sin mirar atrás. Buscaba olvido, anonimato, un
nuevo principio para tan triste final. No los oyó venir. Sintió el frío del
acero en el costado y el sabor metálico de la sangre en la boca. Cayó en una
esquina y en sus ojos se quedó el cielo enganchado.
Mjo
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