Cuando
Dani vio entrar a Helena, supo lo que iba a pasar y sintió algo parecido a la
admiración por ella. Su cara era una máscara fría y distante, muy diferente de
la chica sonriente con la que estaba acostumbrado a tratar, pero en sus ojos se
veía el infierno por el que estaba pasando. Nunca supo mentir con la mirada y
esa tarde tampoco fue diferente. Mario se puso tenso al verla entrar y Dani se
compadeció de él. De los dos, en realidad. Le habría gustado ayudarles pero no
podía hacerlo, iban a tener que enfrentarse a esto solos. Así la saludó y se
retiró con discreción al fondo del taller, donde fingió estar muy ocupado
arreglando una moto. Intentó no escucharles ni mirarles pero fue inútil; sentía
por ellos la misma atracción que un conductor ante un accidente en la
carretera: los ojos se le iban solos y sus oídos recogían cada palabra que se
decían entre ellos.
Escuchó
a Mario dar las razones más absurdas del mundo y se preguntó cómo era posible
que mantuviera el tipo al verla llorar en silencio. Vio a Helena darle la
espalda y bajar la cabeza para no perder la dignidad por completo y cómo su
hermano avanzaba un paso para consolarla y retrocedía tres. Cobarde, pensó
Dani, cobarde. De buena gana habría salido a meterle el sentido común a
puñetazos, a ver si así se daba cuenta del error que estaba cometiendo, pero se
limitó a apretar los dientes y respirar hondo. No iba a intervenir, ya eran
mayorcitos para saber lo que estaban haciendo. Sonó el móvil de su hermano, que
se disculpó y cogió la llamada. Helena se quedó sola por un momento y sus
miradas se cruzaron. Dani le preguntó cómo estaba y ella se limitó a sonreír
mientras se limpiaba las lágrimas y encogerse de hombros. Debería haberle dicho
algo más pero no sabía qué, hacía mucho tiempo que no consolaba a una mujer a
la que estaban rompiendo el corazón. Volvió Mario y Dani aprovechó para recoger
las cosas, despedirse con un ligero abrazo y marcharse. Allí ya no pintaba
nada.
Qué
lugar tan extraño para romper una relación. El taller de motos, pequeño y
atestado, parecía prestarse a cualquier cosa menos a eso. Sobre todo si uno
sabía que había sido escenario de algunos de los recuerdos más felices de la
pareja que estaba a punto de dejar de serlo. Claro que tampoco la fecha era la
mejor. Catorce de febrero, ¿no deberían haber quedado para cenar y pasar la
noche juntos? En lugar de eso, iban a romper. La vida, a veces, es de un
irónico que da asco.
No
se habían visto en algo más de una semana, el tiempo que él había pedido para
reflexionar sobre el futuro. Durante seis días no tuvieron contacto de ningún
tipo. Ella vivió cada momento como suspendida al borde del vacío, perdiendo
poco a poco la esperanza. Poco antes de la medianoche del séptimo día, cedió a
las ganas y le envió un mensaje: “te echo de menos”. Esperó, con el móvil en la
mano, a que le contestara. El corazón se le disparó cuando vio que estaba
escribiendo y al recibir la respuesta, se sentó en el suelo y se tapó la cara
con las manos. “He pensado mucho estos días y he decidido que lo mejor es
dejarlo. Necesitas alguien mejor que yo y no quiero hacerte más daño. Lo
siento”. Hubo un tira y afloja por escrito. Ella se negaba a terminar así, no tenían
quince años y se debían verse las caras aunque fuera por última vez. Él había
dado por cerrado el tema y acabó por decirle que lo dejara o sería peor, aunque
sabía que no se iba a rendir tan fácil. Dos días después se presentó en el
taller y, aunque la esperaba desde el primer momento, sintió que el suelo
temblaba bajo sus pies cuando la vio entrar. No había escapatoria, allí y
entonces iban a sellar el final.
Le
sorprendió verla entera, con las ojeras más marcadas y un toque de tristeza en
la mirada que no recordaba haber visto nunca. No intentó sonreír, él tampoco.
Se acercó a darle dos besos en las mejillas y después dio dos pasos atrás.
“¿Qué?” le preguntó. Brillante principio, pensó. “Tú dirás”, contestó ella. No
se lo iba a poner fácil. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba a punto de romperle el
corazón en mil pedazos después de decirle que la quería, lo mínimo que podía
esperar era que presentara batalla y le hiciera sudar.
Ella
se cruzó de brazos, esperando la explicación que se había negado a darle por
mensaje. Después de escucharle, guardó silencio durante unos segundos y
contestó. “Contra eso no puedo luchar. Cualquier otra cosa, quizá lo intentaría
pero no puedo, no tengo armas para hacerlo”. Y perdió las fuerzas, se abrió el
dique de sus emociones. Le dio la espalda y empezó a llorar sin hacer ruido. Él
quiso acercarse, consolarla y decirle que, a pesar de todo, le quería, aunque
no lo suficiente ni de la manera que ella necesitaba. “Mereces alguien mejor
que yo, que te convierta en el centro de su vida, te diga que te quiere y te
desea. Alguien que te haga sentir mujer en cada momento del día”. ¿Y así
pretendía amortiguar el golpe? No era de extrañar que su vida amorosa hubiera
sido un desastre hasta aquel momento.
Ella
se volvió para mirarle, limpiándose las lágrimas a manotazos. “Pues ya ves, yo
creía que lo había encontrado en ti. Qué boba, ¿verdad?”. Se retiró un par de
pasos y clavó los ojos en el suelo. No sabía qué podía decir para hacerle
cambiar de idea, ni siquiera sabía si quería intentarlo. Empezaba a faltarle el
aire, necesitaba salir de allí o se ahogaría. Y, sobre todo, necesitaba llorar
a sus anchas, sin que le viera. Ya había hecho bastante el ridículo. Sin darse
cuenta, empezó a juguetear con el anillo que le había regalado el día de Reyes.
Le venía un poco grande y todavía no se había acostumbrado a llevarlo. Él lo
vió y pensó que quería devolvérselo y no estaba dispuesto a permitírselo.
“No
me devuelvas el anillo” me dijo. “No pensaba hacerlo porque para mi significa
mucho” le contesté, “aunque sin ti pierde sentido”. “Es tuyo”, continuó, “y te
lo di con todo mi corazón, sinceramente, y no puede llevarlo nadie más que tú”.
“Lo sé, por eso me lo quedo, porque nadie más que yo merece llevarlo y me
recuerda que, al menos por un tiempo, me quisiste de verdad, que no fue un
sueño. Que fuimos reales.”
Intenté
sonreír pero me salió una mueca mojada de lágrimas y vi en sus ojos la misma
tristeza que empañaba los míos. El tiempo se deslizó alrededor, de puntillas,
mientras yo recogía los pedazos de mi corazón roto y él retrocedía a la concha
en la que se estaba encerrando. Nunca le sentí más lejos. Nunca le había
querido tanto. Nunca le odiaría más.
Me
cerré el abrigo apretando los dientes para no rogarle un último abrazo del que
no querría desprenderme jamás. Me escuché preguntando si me echaba de menos
alguna vez. No sé por qué lo hice, quizá necesitaba confirmar lo que mi
instinto me decía. Claro que sí, dijo con voz estrangulada, cada día, muchas
veces. Supe que no mentía, que notaba mi ausencia, que sus recuerdos le
traicionaban, aunque no quisiera, conjurando mi sonrisa, el sabor de nuestros
besos y el tacto de mis manos. Dentro de mi todo quedó en silencio. Había
llegado la hora de partir.
Le
dije adiós sin mirarle a la cara y me di la vuelta. Mis piernas se movieron un
paso, dos, tres, alejándome de él. Lo último que escuché, cuando atravesaba ya
la puerta, fue “un beso” lanzado a mi espalda. No me giré. No habría sido capaz
de irme sin pedirle otra oportunidad.
Mjo
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