Los veranos de su infancia tienen
el sabor de la sal del Mediterráneo y el tacto de la arena de Garraf o Sitges,
la misma que comía aderezando el rebozado del lomo de cerdo de la noche
anterior. No consigue entender cómo es posible que pasaran el día entero en la
playa si ahora empieza a sentir la necesidad de volver a casa en apenas una
hora.
Recuerda
el 850 de su tío, una lata blanca donde cuatro adultos y dos niños se embutían
a las ocho de la mañana del sábado y, con las ventanillas bajadas, enfilaban la
carretera de la costa. ¿Tan temprano? Claro, para evitar caravanas. Por el
camino, su primo se mareaba por el calor o porque sí, porque era así de flojo,
y había que parar al menos dos veces. Si tenían suerte, devolvía en el arcén y
podían reemprender la marcha hasta la próxima parada. Si no, el aire dentro del
coche se hacía irrespirable, mezcla de la tortilla de patatas, el melón maduro
y el amargor del vómito. A él le daban un caramelo, para que se le pasara el
mal sabor de boca, pero los demás tenían que aguantar como podían.
Ella
no se mareaba nunca. Se sentaba entre los asientos delanteros, muy tiesa, con
los ojos fijos en el horizonte para ser la primera en ver el mar. Saltaba del
coche en cuanto abrían la puerta pero su madre la alcanzaba antes que echara a
correr y le leía la cartilla: ésto no se hace, aquello tampoco, ven que te
pongo crema, no te metas tan dentro que te ahogas. Ella se removía inquieta
sintiendo el apretón de la mano de su madre, el ardor de la arena en la planta
de los pies descalzos y el sol que iba creando pecas sobre su nariz. En cuanto
le quitaban la ropa y le ponían una gorra, se alejaba corriendo hasta la orilla
sin prestar atención ni a gritos ni al tonto de su primo, que andaba a
tropezones detrás suyo.
Qué delicia
entrar en el agua. Sentía sobre la piel la sed del invierno y sólo el frío del
mar conseguía calmarla. Salía en dos segundos, tiritando y medio azul,
escupiendo agua porque se había tirado con tantas ganas que las olas se la
habían tragado, pero feliz y contenta como si fuera la mañana de Reyes.
Recuperaba la respiración, se apartaba el pelo empapado de la cara, y volvía a
entrar. Sin miedo. Sin mirar atrás.
Mjo
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