miércoles, 9 de octubre de 2019

SOLEDAD COMPARTIDA

Para hablar de ella, hay que hacerlo con ritmo de bolero. De cualquier otra manera, sería imposible entender el vaivén de sus caderas al andar, el sonido de su risa que saltaba sin avisar y el rastro de calor que dejaban sus dedos al recorrer mi piel. Entró en mi vida sin anunciarse y se llevó por delante todos los escombros que quedaban, sustituyéndolos por unos nuevos y algunos destellos felices. Tanto tiempo después, recordarla me provoca un estremecimiento de la cabeza a los pies y hay noches en las que aún acierto a echarla de menos, incluso sintiendo la respiración de otro cuerpo que duerme a mi lado. Debí huir en el mismo instante en que me sonrió pero no fui capaz de resistir su hechizo, ni siquiera sabiendo que no podía durar, que se iría antes de darme tiempo a acostumbrarme a su presencia. Las mujeres como ella nunca se quedan demasiado tiempo en ningún lugar. Son brujas buenas, espíritus misteriosos hechas para no pertenecer a nadie más que ellas mismas.


Me contó, entre trago y trago, que había llegado a la ciudad hacía unos años, sola, dispuesta a comerse el mundo desde el escenario de los mejores teatros. Hizo decenas de pruebas y no consiguió ningún papel porque no entraba en sus planes convertirse en la puta de ningún productor de tercera. "No de primera, si me apuras", puntualizó entre risas, "que yo no seré muy lista pero honrada... ¡Eso sí lo soy! O lo era" añadió encogiéndose de hombros.

- Quemé todas mis naves al cerrar la puerta de mi casa. Mi madre me dijo que no volviera jamás, que para ella estaba tan muerta como el hombre que le había arruinado la vida a base de palizas durante años.- Tenía la vista perdida en el fondo del vaso y ya no sonreía-. Murió hace dos años y no me dejaron ni acercarme al cementerio...

Aquella primera noche, memorable, no acabó en la cama. Ni mucho menos. No niego que una parte de mi cerebro, y cierta parte de mi anatomía, no era capaz de pensar en otra cosa pero el resto no sabía qué hacer con aquella criatura que parecía escapada de otro tiempo y lugar. Me parecía demasiado ambicioso pensar siquiera en tener una relación, por inocente que fuera, y me acomodé a la idea de disfrutar de su compañía, del leve aroma a mar que me llegaba de vez en cuando, del movimiento de sus labios rojos al hablar o el roce, casual o no, de sus rodillas contra las mías por debajo de la mesa del bar más cochambroso que he pisado en mi vida. Hablé poco, escuché mucho y, sin prisa ni pausa, empecé a enamorarme de ella.

Con el tiempo, se convirtió en mi compañera de aventuras y borracheras, paño de todas las lágrimas que le quise soltar y testigo de mi soledad. Me ayudó a ver el mundo de otra manera, a perder la vergüenza que llevaba pegada como una sombra, a reír a carcajadas, a quitarme la ropa sin miedo y a ponerme el mundo por montera. Me enseñó a tratar el sexo con alegría, a gritar de placer, a pedir lo que deseaba y dar lo que me pedían. Descosió todos mis pedazos y, con una paciencia digna de mejor causa, volvió a coserlos con puntadas finas y certeras. El modelo final tenía las mismas taras pero aprendió a disimularlas y, hasta cierto punto, a quererlas y magnificarlas. Creí que me había equivocado y había llegado para quedarse. Bajé la guardia y, quizá, dejé de esforzarme por quererla y me dejé querer. Fue entonces cuando la perdí.

Una mañana de enero, fría y gris como sólo puede serlo en la ciudad más triste de este hemisferio, abrí los ojos y no la encontré a mi lado. Salté de la cama y, sin notar el frío que se colaba por las ventanas abiertas, recorrí el piso gritando su nombre con miedo. En el armario no quedaba rastro de su ropa, del lavabo había desaparecido hasta el último de sus cachivaches, y sus fotografías, que habían decorado casi todas mis estanterías, habían dejado paso a los marcos vacíos. Sobre la mesa del comedor, una rosa seca y mis llaves. Ni una silla fuera de su sitio, todos los libros alineados, los platos en el fregadero esperando que los lavara. Ni una nota de despedida. Nada. Me senté en el sofá que todavía guardaba las formas de su cuerpo y me quedé mirando al vacío sin pensar. Me habría gustado llorar, maldecirla, empezar a odiarla, pero me quedé allí plantado, respirando porque no requería esfuerzo, viendo pasar el día sin que me importara. Al caer la tarde, empezó a llover y el agua se coló por las ventanas. Desperté entonces de mi trance, las cerré, volví a la cama, me cubrí la cabeza con las mantas y me quedé dormido.

Mi vida siguió su curso al día siguiente. Si alguien percibió algún cambio, no lo dijo. Se limitaron a no nombrarla más después de saber que se había ido y, unos meses después, recibieron a Leonor con
los brazos abiertos. Es curioso. En las fotos de la boda sonreímos como si realmente fuéramos felices pero recuerdo pensar que no era ella, que no era yo, que no era real aunque a veces lo finjamos con tanto arte que nadie duda que nos queremos con locura. Sé que ella pena un amante desaparecido y sospecho que se conformó conmigo cuando la soledad le acabó pesando demasiado. Y no dudo que reconozca sus síntomas en mis comportamientos distraídos. Somos dos cuerpos que se complementan, dos personas que se aprecian pero sólo en la superficie. ¿Somos felices? Digamos que la desgracia ha dejado de importarnos. Hay que vivir, me digo cada día cuando me miro en el espejo al afeitarme, como sea. A veces la oigo llorar y quisiera consolarla pero no puedo, estoy demasiado ocupado cuidando mi propia herida.

Hace unos días, salimos a celebrar nuestro aniversario al último restaurante que se había puesto de moda. Juraría que al volver a casa, caminando por las mismas calles de siempre, nos cruzamos con ella en una esquina. Por un instante, me quedé sin respiración y frené en seco. Volví la vista atrás y alcancé a ver su silueta recortada contra la luz de las farolas. Se giró un instante y, pondría la mano en el fuego, sonrió y me guiñó un ojo. Se la tragó la niebla, dejando a sus espaldas el sonido de su risa cantarina. Respiré hondo y me obligué a no salir corriendo detrás de ella. Leonor me esperaba, o eso creía yo, porque cuando miré a la mujer con la que me había casado, estaba apoyada en la pared con los ojos clavados en la marquesina del autobús. Allí, al resguardo de la humedad de la noche, fumaba un hombre alto, de facciones marcadas, vestido con la elegancia que a mi me faltaba. Cuando le iluminaron los faros de un taxi que se acercaba, reconocí al hombre que sonreía confiado en la fotografía que mi esposa guardaba en lo más hondo del cajón de su ropa interior. Paró el coche, el individuo se subió y desapareció sin dejar más huella que la colilla del cigarro que había estado fumando.

Leonor y yo nos miramos y reconocimos en el otro el mismo dolor. Tragamos las ganas de gritar que nos llenaban la boca y dibujamos la sonrisa más falsa y luminosa del mundo. Le ofrecí el brazo, ella lo cogió, y volvimos a emprender la marcha como si nada hubiera pasado. Allí, tirados en la calle como restos de basura, se quedaron nuestros sueños. Llegamos a casa y repetimos, uno a uno, todos los pequeños rituales que conformaban nuestros días. Nos metimos en la cama y nos quedamos mirando al techo, separados por un muro de indiferencia.

- Buenas noches, Leonor - le dije antes de apagar la luz de mi mesilla de noche y darle la espalda-. Te quiero.

- Buenas noches, amor - contestó automáticamente-. Yo también te quiero.

Y ninguno de los dos fue capaz de fingir que lo creíamos.

Mjo





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