“Creo
que Capa ha demostrado más allá de toda duda que la cámara no tiene por qué ser
un frío artefacto mecánico. Al igual que la pluma, es tan hábil como la persona
que la utiliza. Puede ser la prolongación de su mente y su corazón” (John
Steinbeck, Popular Photography)
Ser capaz de ver la vida a través de
la lente de su cámara. Ese fue siempre el secreto de su éxito: contemplar el
tiempo con un juego de cristales de aumento y, en el momento justo, detenerlo a
su antojo. Mucho antes de revelar el negativo, a solas bajo la luz roja del
diminuto cuarto de baño, era consciente de haber plasmado un instante único,
precioso, que jamás volvería. Se sabía triunfador y presumía de serlo. Qué
sabrían ellos de lo que escondía tras la fachada de vividor arrogante sin
malicia. Encendía otro cigarro y guiñaba el ojo a la modelo improvisada,
víctima no tan inocente del hombre que acabó por inventarse hasta su propio
nombre. ¿Qué fue de aquel muchacho cuyo único patrimonio era la cara dura y una
sonrisa capaz de romper un corazón de pena o amor? Qué lejos había quedado. A
veces no recordaba por qué cambió pero nunca olvidó cuándo, cómo ni por quién
lo hizo.
A su manera, había sido feliz
trampeando cada día. Hoy comía chuletas y las regaba con un buen burdeos que le
aligeraba el ánimo y la risa. Mañana, ¿quién sabe qué ocurriría mañana?
Seguramente volvería el hambre y confiar en la suerte, como hacían todos sus
compañeros de miserias y aventuras. Pobre André, tan poco hábil para la vida
práctica como dotado para crear historias. La suya no; la vivía a salto de
mata, siempre huyendo (de la policía política, de la pobreza, de una mujer),
evitando volver la vista atrás para no encontrarse solo en el camino. Adelante,
siempre hacia adelante. Un día, una semana, un mes. Pequeñas victorias sin
importancia para nadie más que él. Y Gerda, en algún punto lejano de un
horizonte que no alcanzaba a medir, tan fuera del alcance de sus manos,
ligeramente desenfocada, tan ansiosa por no quererle sin querer, mintiéndose a
cada roce. Malditos los dos, señalados por sus dioses, perseguidos por los
hombres y sus ideales. Qué desperdicio de vidas echadas a perder antes de
tiempo. Entonces no lo sabían, ni siquiera pudieron imaginarlo y si alguien se
lo hubiera dicho, habrían reído hasta las lágrimas. Se creían inmortales. Se
sentían invencibles.
¿Y Robert, que apareció de la nada y
al que nadie esperaba? Bufón de todas las cortes, amado, odiado, deseado,
abandonado, triste, roto. Solo aún en medio de la gente. ¿De dónde salió
aquella especie de dandy de la dolce vita? De la imaginación inquieta de Gerda,
una tarde de verano húmeda de lluvia y sal. Arrodillada junto a él, vestida con
una camisa demasiado grande que dejaba al descubierto la curva de sus pechos de
mujer a medio hacer. Le hizo callar, le miró y, muy seria, le sentenció.
- Ya no serás más ese André al que
todos conocen e ignoran – dijo, torciendo los labios en una sonrisa sin humor-.
A partir de hoy, de este momento, eres Robert. Robert… Capa, eso es. Y el mundo
entero te adorará sin poderlo evitar.
Completó la farsa bautismal derramando
sobre su frente lo que le quedaba de vino blanco y se alejó, lamiéndose los
dedos, para contemplar su creación con ojo crítico. André, recostado en la
arena con las manos cruzadas sobre el pecho, le devolvió la mirada, disfrazando
con humor el miedo, la ternura y el deseo que ella le provocaba. Se mordió el
labio inferior para contener las ganas de levantarse, arrancarle la camisa y
hundirse en su cuerpo sin pedir permiso, antes de que fuera demasiado tarde.
¿Tarde para qué? Para ellos, para todos. Tarde. Respiró hondo, cerró los ojos
por un momento y, cuando volvió a abrirlos, ella le daba la espalda.
- Y tú, Gerda, ¿también me adorarás
sin poderlo evitar? – le preguntó, mordiendo cada palabra, obligándose a
decirlas de una vez y para siempre. Ya no podía ni quería callarlas más. Cada
día que pasaba a su lado sin tocarla era una tortura, un dolor exquisito. Había
llegado la hora de rendirse, de ponerse frente a aquella amazona pelirroja que
no respondía ante nadie más que ella y que hacía que la tierra entera temblara
bajo sus pies cada vez que le miraba. ¿Eso era el amor del que todos hablaban?
y pensó que habría preferido no conocer jamás el sentimiento que, estaba
seguro, habría de marcarle de por vida. Amarla y morir en el intento, un poco
cada día, hasta quién podía saber cuándo.
Gerda, de pie en la orilla, miraba
el mar arder bajo la puesta de sol más roja que podía recordar. Fingió no haber
oído la pregunta pero, en su cabeza, las palabras giraban como un torbellino,
reduciendo a escombros todas sus reservas. Que si le adoraría, quería saber.
Tan listo para unas cosas y tan tonto para las realidades de la vida, susurró
con una sonrisa triste. André era un
punto de luz en la oscuridad que la envolvía, la tabla de salvación que estaba
buscando desde que era niña. Ceder, bajar la guardia, le parecía fácil: sólo
debía desandar lo andado, acercarse a él y dejar que su cuerpo expresara lo que
su boca no acertaba a explicar. Que si le adoraría, preguntó. Inocente
criatura, no hay más ciego que aquel al que el miedo no le deja ver.
Regresó a su lado arrastrando los
pies cubiertos de arena y se sentó muy cerca, con las piernas cruzadas como los
indios. Ninguno de los dos habló. Gerda miraba las manos de André, fuertes, de
dedos cortos, y se preguntaba cómo sería sentirlas deslizarse sobre su piel,
lentas, perezosas. André se concentraba en la cicatriz, en forma de media luna,
que rompía la simetría de su piel en la rodilla derecha de Gerda. A lo lejos,
en algún punto sobre el mar, estalló un trueno y rompió la magia.
- Yo creo que ya lo hago – susurró
Gerda, cogiendo un puñado de arena y dejando que resbalara entre los dedos-.
Adorarte, ¿sabes? Y no quiero pero…
André se sentó y, después de un
segundo de duda, tendió la mano y acarició la cicatriz. Siguió la línea
levemente rugosa hasta dibujar la media luna una vez y otra y otra más. Y la
besó. Se besaron, descubriendo primero la forma de sus labios; los estudiaron
con la atención que jamás pusieron en sus lecciones hasta aprender la geografía
exacta de sus bocas. Sólo entonces, con la rendición asegurada, se atrevieron a
invadirse con la lengua, a explorar el hueco de sus dientes, la humedad del
aliento, hasta provocar sumisión y deseo. Cayeron enredados en el suelo húmedo,
arrastrando sus miedos, derribando todas las murallas inventadas. Con una
urgencia acumulada en varias vidas, se arrancaron la ropa a zarpazos y los
cuerpos, desnudos e indefensos, se encontraron en medio de un estruendo de
jadeos y suspiros, de gritos ahogados contra la carne del otro.
Gerda separó las piernas y André,
puro instinto animal, encontró su camino entre ellas. Se miraron a los ojos,
inmóviles, más cerca que nunca, y fue como si se vieran por primera vez. Por un
momento, creyeron haber encontrado lo que habían buscado durante sus años de
huida hacia ninguna parte: la imperfección que encajaba en cada uno de sus
huecos. Se hizo el silencio, la paz entre tanta guerra declarada. El suyo no
fue un acto de amor, ni siquiera sexo salvaje y sin sentido: fue una rendición
absoluta y sin condiciones. Al acabar se quedaron tumbados en la arena,
sintiendo como la brisa del mar secaba el sudor sobre sus cuerpos, satisfechos
y aterrados. En algún momento se durmieron abrazados, prisioneros del mismo
asombro.
Gerda escribió en su diario que,
durante una fracción de segundo, estuvo tentada de huir, recoger sus cosas y
marcharse para no regresar nunca más. No lo hizo y jamás pudo explicar por qué.
¿Destino, fatalidad o suerte? Pasado un tiempo, dejó de preguntarse los motivos
que la impulsaron a quedarse y aceptó aquella relación extraña, a ratos
empalagosa, a ratos retorcida e hiriente. Ella, que soñaba a menudo con su
propia muerte, sólo se sentía viva cuando André la arrastraba en su locura. Años
más tarde, hundida hasta las rodillas en el barro de una trinchera improvisada,
Gerda invocaría el recuerdo de aquel preciso instante para que la protegiera de
las balas perdidas que silbaban sobre su cabeza. Aunque ya no le amara. Aunque
estuviera preparada para olvidarle, seguía siendo su talismán ante la perdición
y el abismo.
André confesó, mucho tiempo después,
que aquel fue el principio de la época más feliz de su vida y que a nadie amó
tanto ni tan sinceramente como a ella. Hubo otros cuerpos, infinidad de vías de
escape de las que regresaba cabizbajo, pidiendo perdón con un ramo de flores,
pero siempre supo que, en el fondo, era sólo ella. Irremplazable. Sintió su
pérdida como la única puñalada por la espalda con la que nunca contó. La
maldijo por traicionarle, por marcharse sin avisar, dejándole infinitamente
solo en un mundo que se caía a pedazos, sin más asidero que el cristal de una
botella y un puñado de fotos para recordarla. Se bebió toda la pena en una
fiesta fúnebre que duró quince días con
sus quince noches. En las cenizas de aquellas noches murió André y
nació, con más fuerza que nunca, Robert. El resto, su vida y su obra, es
leyenda.
Podría ser otra historia inventada,
una más, con su príncipe valiente, su princesa trágica y el fantasma que les
rodeaba, pero no. Es real, quizá no así ni allí, pero existieron. Existió André
Friedmann, existió Gerta Pohorylle y, entre los dos, dieron vida a Robert Capa.
Ese, el hombre que en realidad nunca existió, es el que ha pasado a la historia
como el primer y mejor reportero de guerra del mundo. Yo lo conocí gracias a
sus fotografías; empecé admirando su trabajo, su valentía (“si tus fotografías
no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente”) y
acabé adorando al hombre detrás del mito. Una parte de mi piensa que si
hubiéramos coincidido en la misma época y, cosa improbable, se hubiera acercado
a mí, me habría convertido en una más de sus víctimas enamoradas.
A Gerda, a la que llamaban “la pequeña zorra
roja” por su pelo, la conocí más tarde. Vino cogida de la mano de André,
discreta, cargando con su propia y desconocida historia. Dicen que detrás de
cada gran hombre hay siempre una gran mujer. Alguien debió inventarlo pensando
en ella. Estuvo a su lado, no detrás, gran parte del camino de André y Robert
fue invención suya, una manera inteligente de sacar partido al talento del
fotógrafo inventando un personaje lleno de glamour. Con él cubrió la Guerra
Civil española, saltando de trinchera en trinchera. Juntos soñaban con la
victoria republicana y el principio del fin del fascismo que recorría Europa y
les obligó a emigrar, de un país a otro, durante años. Detrás de muchas fotos
de Robert se esconde la mano de Gerda, y su figura permaneció en las sombras
durante muchos más años de los que le correspondería. Murió aquí, antes de
tiempo, dejando a sus espaldas un hombre destrozado que jamás superó del todo
su pérdida y, por delante, un futuro sin realizar.
Podría ser una leyenda, un cuento
para niños, otra fantasía sin más pretensión que la de entretener, pero existieron.
En cierto modo, todavía existen. Y quiero pensar que ese encuentro, el momento
en que los dos descubren que lo que sienten es más fuerte que todos los miedos
que les separan, ocurrió más o menos así. Con algo menos de poesía, quizá, y
mucho más deseo carnal. ¿Quién puede, al final, resistirse a la llamada de la
carne? Si amas, deseas y en el momento que dos pieles se tocan, por primera o
centésima vez, no hay fuerza capaz de detenerlas.
Y lo que venga después… que sea
historia.
Mjo
12-01-2020
Reto
RayBradbury
Semana
1
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