Emborrono páginas
desde que tengo memoria. Suena pretencioso, lo sé y lo siento, pero es así.
Escribo historias que nacen de mi imaginación, a veces perversa y a veces
demasiado inocente, o bien cojo alguna que ya existe y la transformo a mi
gusto. No falto a la versión escrita por su autor ni pretendo hacerla pasar por
mía. Simplemente, la adapto a mí.
Mi primera obra la
escribí en una de esas fichas rectangulares, con renglones, donde se escribían
notas de recordatorio para exámenes. No debía tener más de ocho o nueve años
así que, supongo, se la debí robar a mi tío que sí tenía edad para saber lo que
eran y cómo usarlas. ¿De qué iba? Pues veamos… La noche antes, escondida desde
el pasillo y mirando a través de la rendija de la puerta, vi una película en blanco
y negro sobre un asesino de niñas. No queráis saber muchos más detalles, no los
recuerdo, pero había un bosque y un hombre y niñas que morían bajo el cuchillo
y un precipicio al final por el que quizá cayera el asesino. No sé si la
película era una obra maestra o un bodrio serie B pero me impresionó lo
suficiente como para plantarme delante de una ficha y, con mi terrible
caligrafía infantil, explicar el terror absoluto de una de las víctimas que,
perdida en el bosque, trataba de huir de una figura vestida con gabardina
oscura que la buscaba, cuchillo en mano, con la única intención de acabar con
su vida. Como no podía ser de otra manera, la encuentra, la asesina con saña y
acaba por dejarla al pie del precipicio. Me recreé explicando cómo la sangre fue
cubriendo, poco a poco, el suelo cubierto de agujas de pino mientras el asesino
se alejaba sin mirar atrás. Morboso ¿verdad? Y preocupante. Me pregunto qué
tendría que decir un psicólogo de esta historia, producida por la mente de una
niña. Prefiero no saberlo. Hay cosas que es mejor dejarlas donde están,
escondidas bajo llave en el baúl de los secretos que no se cuentan.
Desde entonces, he escrito diarios, historias cortas,
reflexiones más o menos personales y más o menos absurdas, poemas de amor
siempre muy desgraciado, cartas interminables a amigos muy sufridos, pequeñas
reseñas sobre libros que me han impactado u horrorizado, memorias sobre un
viaje y una novela corta en algún curso de FP, en clase de lengua, que hizo que
mi profesora me pusiera un 10 y escribiera al pie de la última página algo así
como “Magnífica, emocionante y original. Tienes talento, ¡no lo dejes!”. Creo
que es la primera, y única, vez que me he emocionado hasta las lágrimas con el
resultado de un trabajo. Todavía lo debo tener por ahí guardado. ¿De qué iba?
Pues verás, leí en un suplemento dominical de El Periódico de Catalunya que en
Estados Unidos habían creado un reformatorio en el que los chicos
no estaban encerrados entre cuatro paredes. Alguien tuvo la brillante idea de
ofrecerles una especie de caravana del Oeste, como las que en los viejos
westerns de John Ford atravesaban el desierto con los colonos en busca de oro.
El reportaje hablaba del alto porcentaje de éxito, muy elevado en comparación
con el sistema tradicional, que tenía el programa en la reinserción de jóvenes
delincuentes de ambos sexos y razas diferentes. Contaba que se veían obligados
a olvidarse de sus problemas y trabajar en grupo cuando, por ejemplo, se
quedaban sin reservas de agua por algún accidente, a racionar los alimentos
para que llegaran hasta el final de la travesía o se rompía la rueda de un carromato
y tenían que cambiarla. Supongo que, al final, lo que ocurría es que el
instinto de supervivencia afloraba ante las dificultades y si podían salir de esos
embrollos, que imagino que no serían de solución sencilla ni rápida, también
podían hacerlo con los obstáculos del día a día cuando volvieran a sus ciudades
de origen. El tema era interesante, el artículo estaba redactado de forma
brillante y me impresionó. Estuve dándole vueltas durante unos días. Vi una
sala gris, un grupo de chicos y chicas jóvenes y problemáticos, las carretas
tiradas por caballos, una serpiente de cascabel, un suicidio y, por supuesto,
una bella historia de amor que hablara de esperanza entre tanta pena. Y me
lancé a escribir con mi vieja Olivetti Lettera 12, en un arrebato de
inspiración que no creo haber vuelto a sentir jamás. El resultado fueron unas
veinte páginas, manchadas con tippex para ocultar errores tipográficos, mal encuadernadas
y con la cubierta más horrorosa que os podáis imaginar, de las que me siento
muy orgullosa. Claro está, la nota ayudó pero fue, sobre todo, la sensación de
haber “parido” algo sólo mío lo que hizo que la experiencia me marcara tanto
Como os digo, he
escrito toda mi vida. A veces por placer y otras para torturarme. No se me
ocurre mejor manera para volcar mis miedos, ilusiones, certezas, penas,
alegrías y placeres que ponerlas sobre un papel. Y con pluma, a la antigua
usanza. No, pluma de oca como Shakespeare o Cervantes no, sino de las nuestras
con cartuchos de tinta que se acaba siempre en el peor momento. Escribo en negro
o azul o lila o rojo sobre blanco, en papel cuadriculado porque si no me
tuerzo. Hojas de libretas pequeñas o grandes que arranco y archivo en carpetas
como si fuera un tesoro que pudiera importar a alguien más que a mí. Por ahí
han desfilado fantasmas, algún que otro vampiro, una especie de historia sobre
cómo mis abuelos se conocieron, amantes sin esperanza ni remedio y, de vez en
cuando, alguno que acaba siendo más o menos feliz, casas encantadas,
cementerios tenebrosos, música antigua, mujeres solas, hombres tristes,
Navidad, el verano, la primavera, el otoño y el invierno. Ahí también se
esconde la niña, la adolescente tímida que soñaba sin parar, la joven que
todavía tenía esperanza y la mujer que cambió de piel una y mil veces. Mis
historias han crecido conmigo, han cambiado cuando lo he hecho yo y, muchas
veces, ese ejercicio de escritura es lo único que me ha salvado de caer y no
volver a levantarme. Hay noches en los que mis demonios toman el mando y me
roban el pensamiento y las ganas. Pero, por suerte, también hay días en los que
el sol brilla aunque llueva y no puedo dejar de sonreír o cantar porque soy
extrañamente feliz. Mi vida es una contradicción constante y mis textos
también. Se supone que mi
máxima aspiración debería ser que alguien, contra más gente mejor, los leyera y
me dijera que le gusta, que lo hago de maravilla y que siga. Bueno, mal está
que lo diga pero hay quién lo hace, sin que se lo pida, y jamás podrán saber lo
mucho que lo agradezco. Aunque no lo diga. El ego del escritor, incluso del de
andar por casa en pijama y con zapatillas, es muy frágil y parece necesitar
alabanzas constantes. El mío también, lo reconozco, pero también os digo que no
me quita el sueño. Escribo para mí, por mí, y lo comparto porque me apetece
hacerlo. La idea de que un extraño lo lea y le guste es atractiva y hasta puede
ser que adictiva, pero no me preocupa que pase o no. Es algo que no puedo
provocar o controlar, como la lluvia o el viento. Si pasa, genial. Si no… pues
a otra cosa. U otra historia. Quizá algún día, dentro de una semana o cinco
años, alguien se tropiece con el blog, le llame la atención lo suficiente como
para perder unos minutos con él y le guste. Pues oye, perfecto.
Lo malo es… Lo malo
es enfrentarse a la página en blanco. Coger la pluma, apoyarla en el papel y
que no salga nada. O nada que valga la pena seguir. También vale para la
versión moderna del ordenador. El Word con la página abierta y el cursor
parpadeando, que parece decirte “Qué, ¿empezamos o apagas y vuelves mañana?”.
No sé si es que, en ese momento, no tienes historias que contar o que las que
tienes te dan demasiado miedo. Miedo de que sean malas, aburridas, planas,
repetitivas, ilegibles. O quizá miedo a que salgan demasiado personales, tanto
que cualquiera que te conozca mínimamente pueda reconocerte y reconocerse.
No se me da bien
hablar de mis sentimientos. Soy capaz de extenderme con alegría cuando se trata
de los de los demás y es que, ya sabes, “consejos doy que para mí no
tengo". Siempre es más fácil solucionar los problemas ajenos; al fin y al
cabo, no nos afectan y creo que nos llama el egoísmo cuando acudimos dispuestos
al rescate de alguien. Si te hacen caso y te equivocas, no pasa nada porque no
es tu vida. Si aciertas, qué satisfacción. Y si te ignoran y tenías razón,
siempre te queda eso de decir “te lo dije”. Cuánto veneno esconden esas tres
palabras y con qué alegría se dicen a veces. La cuestión es que no soy buena
cuando tengo que hablar de lo que siento, o no siento, en voz alta y frente a
la persona implicada. Me voy por las ramas, recurro al humor o la ironía para
despistar, me escondo detrás de un “no sé” o, error de errores, me quedo
completamente en blanco. Bueno, no. Se me ocurren mil cosas que decir, pero al
cabo de unas horas o unos días, cuando es inútil dar o pedir explicaciones
porque el daño ya está hecho. Yo no creo que las palabras se las lleve el
viento; siempre se quedan las que más duelen, las que más cuestan. Las que no
se olvidan. Cuando escribes, cuando escribo, tengo tiempo para repasarlas,
corregir las expresiones erróneas, disfrazar ciertas verdades de suposiciones
y, sobre todo, tengo la opción de entregarlas o dejarlas guardadas en el cajón
del olvido. Aunque…
Reconozco que
últimamente me cuesta menos que antes abrir la boca y dejar salir lo que
pienso, necesito o deseo. A veces me atrevo a poner en práctica eso de “Tú
habla y a ver qué pasa”. Puede salir fatal pero también puede resultar muy bien
y entonces, oye, qué subidón de adrenalina. He pasado tanto tiempo pendiente de
lo que los demás querían o esperaban de mí que esta especie de libertad es
embriagadora. Perdón por la palabra tan rebuscada, es que no se me ocurre otra
que describa mejor la sensación. Soy dueña de mis aciertos y errores. Por fin
soy yo quien escribe mi historia, a veces con grandes dosis de fantasía, porque
los humanos somos seres de sueños, pero sin perder jamás de vista la realidad. Ando
por el mundo con la cabeza en las nubes, y a estas alturas ya no creo que eso
vaya a cambiar, pero creo que también tengo los pies firmes en el suelo. No
todo es perfecto, pero es todo lo perfecto que puede ser. Si me molesto en mirar
atrás, algo que intento no hacer con mucha frecuencia, puedo decir que he
mejorado y mucho. Ya no me importa tanto lo que los demás piensen de mí o, al
menos, no me importa durante tanto tiempo. Tengo que vivir conmigo; “yo soy yo
y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset, y por Dios que el hombre tenía
razón. Por mucho que nos empeñemos en desviar nuestra atención hacia otros,
cuando volvemos a casa nuestros problemas, las circunstancias, seguirán
esperándonos en el sofá. Es mejor, más fácil cuando se comparte con alguien.
Muchas veces no queremos que nos solucionen la vida sino que nos escuchen, nos
den o no la razón y nos hagan mirar desde otra perspectiva. A mí me ayuda y
tengo la suerte de contar con gente a la que le puedo explicar (casi) cualquier
cosa sin que me juzguen (en exceso). Tengo mil y un defectos pero, en el fondo,
soy una persona encantadora (ja ja ja) y trato de ser fiel a mis amigos y a mis enemigos
por igual.
Todo esto, que de
relato tiene lo que yo de monja, no es un ejercicio de chulería o un intento de
esquivar el bulto. Es, simplemente, mi manera de completar el reto en esta
semana en la que he empezado muchas historias y no he sido capaz de completar
ninguna. Quiero pensar que las ideas, algunas de las ideas valen la pena y en
un futuro volveré a darles una vuelta a ver por dónde salen. Pero en estos días
me he sentido incapaz de llevarlas a puerto. He escrito en el trabajo después
de comer, en el tren de vuelta a casa, después de cenar y fregar los platos y
el sábado antes de limpiar. Y no he conseguido nada más que frustrarme, romper
papeles o apagar el portátil enfadada.
Sin embargo, esta
tarde he vuelto a encenderlo, he abierto el Word y he dejado que saliera lo que
quisiera. No sé, será que estoy más relajada o, simplemente, que he decidido
llegar hasta el final, fuera lo que fuera. En cualquier caso, he acabado por
escribir algo que se aleja del formato esperado pero cumple con el requisito de
longitud y, espero, cierta lógica. También es un ataque de egocentrismo de
libro. Resumen de lo escrito: yo, yo y yo.
Bueno. Se escribe de
lo que se sabe, se siente y se conoce. Y de pocas cosas sé, siento y conozco
tanto como de mi persona. No me lo tengáis en cuenta. Prometo compensar la
próxima semana o, al menos, intentarlo.
Mjo
09-02-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 5
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