viernes, 14 de febrero de 2020

EL MIEDO A LA PAGINA EN BLANCO (Semana 5)


Emborrono páginas desde que tengo memoria. Suena pretencioso, lo sé y lo siento, pero es así. Escribo historias que nacen de mi imaginación, a veces perversa y a veces demasiado inocente, o bien cojo alguna que ya existe y la transformo a mi gusto. No falto a la versión escrita por su autor ni pretendo hacerla pasar por mía. Simplemente, la adapto a mí.

Mi primera obra la escribí en una de esas fichas rectangulares, con renglones, donde se escribían notas de recordatorio para exámenes. No debía tener más de ocho o nueve años así que, supongo, se la debí robar a mi tío que sí tenía edad para saber lo que eran y cómo usarlas. ¿De qué iba? Pues veamos… La noche antes, escondida desde el pasillo y mirando a través de la rendija de la puerta, vi una película en blanco y negro sobre un asesino de niñas. No queráis saber muchos más detalles, no los recuerdo, pero había un bosque y un hombre y niñas que morían bajo el cuchillo y un precipicio al final por el que quizá cayera el asesino. No sé si la película era una obra maestra o un bodrio serie B pero me impresionó lo suficiente como para plantarme delante de una ficha y, con mi terrible caligrafía infantil, explicar el terror absoluto de una de las víctimas que, perdida en el bosque, trataba de huir de una figura vestida con gabardina oscura que la buscaba, cuchillo en mano, con la única intención de acabar con su vida. Como no podía ser de otra manera, la encuentra, la asesina con saña y acaba por dejarla al pie del precipicio. Me recreé explicando cómo la sangre fue cubriendo, poco a poco, el suelo cubierto de agujas de pino mientras el asesino se alejaba sin mirar atrás. Morboso ¿verdad? Y preocupante. Me pregunto qué tendría que decir un psicólogo de esta historia, producida por la mente de una niña. Prefiero no saberlo. Hay cosas que es mejor dejarlas donde están, escondidas bajo llave en el baúl de los secretos que no se cuentan.

Desde entonces, he escrito diarios, historias cortas, reflexiones más o menos personales y más o menos absurdas, poemas de amor siempre muy desgraciado, cartas interminables a amigos muy sufridos, pequeñas reseñas sobre libros que me han impactado u horrorizado, memorias sobre un viaje y una novela corta en algún curso de FP, en clase de lengua, que hizo que mi profesora me pusiera un 10 y escribiera al pie de la última página algo así como “Magnífica, emocionante y original. Tienes talento, ¡no lo dejes!”. Creo que es la primera, y única, vez que me he emocionado hasta las lágrimas con el resultado de un trabajo. Todavía lo debo tener por ahí guardado. ¿De qué iba? Pues verás, leí en un suplemento dominical de El Periódico de Catalunya que en Estados Unidos habían creado un reformatorio en el que los chicos no estaban encerrados entre cuatro paredes. Alguien tuvo la brillante idea de ofrecerles una especie de caravana del Oeste, como las que en los viejos westerns de John Ford atravesaban el desierto con los colonos en busca de oro. El reportaje hablaba del alto porcentaje de éxito, muy elevado en comparación con el sistema tradicional, que tenía el programa en la reinserción de jóvenes delincuentes de ambos sexos y razas diferentes. Contaba que se veían obligados a olvidarse de sus problemas y trabajar en grupo cuando, por ejemplo, se quedaban sin reservas de agua por algún accidente, a racionar los alimentos para que llegaran hasta el final de la travesía o se rompía la rueda de un carromato y tenían que cambiarla. Supongo que, al final, lo que ocurría es que el instinto de supervivencia afloraba ante las dificultades y si podían salir de esos embrollos, que imagino que no serían de solución sencilla ni rápida, también podían hacerlo con los obstáculos del día a día cuando volvieran a sus ciudades de origen. El tema era interesante, el artículo estaba redactado de forma brillante y me impresionó. Estuve dándole vueltas durante unos días. Vi una sala gris, un grupo de chicos y chicas jóvenes y problemáticos, las carretas tiradas por caballos, una serpiente de cascabel, un suicidio y, por supuesto, una bella historia de amor que hablara de esperanza entre tanta pena. Y me lancé a escribir con mi vieja Olivetti Lettera 12, en un arrebato de inspiración que no creo haber vuelto a sentir jamás. El resultado fueron unas veinte páginas, manchadas con tippex para ocultar errores tipográficos, mal encuadernadas y con la cubierta más horrorosa que os podáis imaginar, de las que me siento muy orgullosa. Claro está, la nota ayudó pero fue, sobre todo, la sensación de haber “parido” algo sólo mío lo que hizo que la experiencia me marcara tanto

Como os digo, he escrito toda mi vida. A veces por placer y otras para torturarme. No se me ocurre mejor manera para volcar mis miedos, ilusiones, certezas, penas, alegrías y placeres que ponerlas sobre un papel. Y con pluma, a la antigua usanza. No, pluma de oca como Shakespeare o Cervantes no, sino de las nuestras con cartuchos de tinta que se acaba siempre en el peor momento. Escribo en negro o azul o lila o rojo sobre blanco, en papel cuadriculado porque si no me tuerzo. Hojas de libretas pequeñas o grandes que arranco y archivo en carpetas como si fuera un tesoro que pudiera importar a alguien más que a mí. Por ahí han desfilado fantasmas, algún que otro vampiro, una especie de historia sobre cómo mis abuelos se conocieron, amantes sin esperanza ni remedio y, de vez en cuando, alguno que acaba siendo más o menos feliz, casas encantadas, cementerios tenebrosos, música antigua, mujeres solas, hombres tristes, Navidad, el verano, la primavera, el otoño y el invierno. Ahí también se esconde la niña, la adolescente tímida que soñaba sin parar, la joven que todavía tenía esperanza y la mujer que cambió de piel una y mil veces. Mis historias han crecido conmigo, han cambiado cuando lo he hecho yo y, muchas veces, ese ejercicio de escritura es lo único que me ha salvado de caer y no volver a levantarme. Hay noches en los que mis demonios toman el mando y me roban el pensamiento y las ganas. Pero, por suerte, también hay días en los que el sol brilla aunque llueva y no puedo dejar de sonreír o cantar porque soy extrañamente feliz. Mi vida es una contradicción constante y mis textos también. Se supone que mi máxima aspiración debería ser que alguien, contra más gente mejor, los leyera y me dijera que le gusta, que lo hago de maravilla y que siga. Bueno, mal está que lo diga pero hay quién lo hace, sin que se lo pida, y jamás podrán saber lo mucho que lo agradezco. Aunque no lo diga. El ego del escritor, incluso del de andar por casa en pijama y con zapatillas, es muy frágil y parece necesitar alabanzas constantes. El mío también, lo reconozco, pero también os digo que no me quita el sueño. Escribo para mí, por mí, y lo comparto porque me apetece hacerlo. La idea de que un extraño lo lea y le guste es atractiva y hasta puede ser que adictiva, pero no me preocupa que pase o no. Es algo que no puedo provocar o controlar, como la lluvia o el viento. Si pasa, genial. Si no… pues a otra cosa. U otra historia. Quizá algún día, dentro de una semana o cinco años, alguien se tropiece con el blog, le llame la atención lo suficiente como para perder unos minutos con él y le guste. Pues oye, perfecto.

Lo malo es… Lo malo es enfrentarse a la página en blanco. Coger la pluma, apoyarla en el papel y que no salga nada. O nada que valga la pena seguir. También vale para la versión moderna del ordenador. El Word con la página abierta y el cursor parpadeando, que parece decirte “Qué, ¿empezamos o apagas y vuelves mañana?”. No sé si es que, en ese momento, no tienes historias que contar o que las que tienes te dan demasiado miedo. Miedo de que sean malas, aburridas, planas, repetitivas, ilegibles. O quizá miedo a que salgan demasiado personales, tanto que cualquiera que te conozca mínimamente pueda reconocerte y reconocerse.

No se me da bien hablar de mis sentimientos. Soy capaz de extenderme con alegría cuando se trata de los de los demás y es que, ya sabes, “consejos doy que para mí no tengo". Siempre es más fácil solucionar los problemas ajenos; al fin y al cabo, no nos afectan y creo que nos llama el egoísmo cuando acudimos dispuestos al rescate de alguien. Si te hacen caso y te equivocas, no pasa nada porque no es tu vida. Si aciertas, qué satisfacción. Y si te ignoran y tenías razón, siempre te queda eso de decir “te lo dije”. Cuánto veneno esconden esas tres palabras y con qué alegría se dicen a veces. La cuestión es que no soy buena cuando tengo que hablar de lo que siento, o no siento, en voz alta y frente a la persona implicada. Me voy por las ramas, recurro al humor o la ironía para despistar, me escondo detrás de un “no sé” o, error de errores, me quedo completamente en blanco. Bueno, no. Se me ocurren mil cosas que decir, pero al cabo de unas horas o unos días, cuando es inútil dar o pedir explicaciones porque el daño ya está hecho. Yo no creo que las palabras se las lleve el viento; siempre se quedan las que más duelen, las que más cuestan. Las que no se olvidan. Cuando escribes, cuando escribo, tengo tiempo para repasarlas, corregir las expresiones erróneas, disfrazar ciertas verdades de suposiciones y, sobre todo, tengo la opción de entregarlas o dejarlas guardadas en el cajón del olvido. Aunque…

Reconozco que últimamente me cuesta menos que antes abrir la boca y dejar salir lo que pienso, necesito o deseo. A veces me atrevo a poner en práctica eso de “Tú habla y a ver qué pasa”. Puede salir fatal pero también puede resultar muy bien y entonces, oye, qué subidón de adrenalina. He pasado tanto tiempo pendiente de lo que los demás querían o esperaban de mí que esta especie de libertad es embriagadora. Perdón por la palabra tan rebuscada, es que no se me ocurre otra que describa mejor la sensación. Soy dueña de mis aciertos y errores. Por fin soy yo quien escribe mi historia, a veces con grandes dosis de fantasía, porque los humanos somos seres de sueños, pero sin perder jamás de vista la realidad. Ando por el mundo con la cabeza en las nubes, y a estas alturas ya no creo que eso vaya a cambiar, pero creo que también tengo los pies firmes en el suelo. No todo es perfecto, pero es todo lo perfecto que puede ser. Si me molesto en mirar atrás, algo que intento no hacer con mucha frecuencia, puedo decir que he mejorado y mucho. Ya no me importa tanto lo que los demás piensen de mí o, al menos, no me importa durante tanto tiempo. Tengo que vivir conmigo; “yo soy yo y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset, y por Dios que el hombre tenía razón. Por mucho que nos empeñemos en desviar nuestra atención hacia otros, cuando volvemos a casa nuestros problemas, las circunstancias, seguirán esperándonos en el sofá. Es mejor, más fácil cuando se comparte con alguien. Muchas veces no queremos que nos solucionen la vida sino que nos escuchen, nos den o no la razón y nos hagan mirar desde otra perspectiva. A mí me ayuda y tengo la suerte de contar con gente a la que le puedo explicar (casi) cualquier cosa sin que me juzguen (en exceso). Tengo mil y un defectos pero, en el fondo, soy una persona encantadora (ja ja ja) y trato de ser fiel a mis amigos y a mis enemigos por igual.

Todo esto, que de relato tiene lo que yo de monja, no es un ejercicio de chulería o un intento de esquivar el bulto. Es, simplemente, mi manera de completar el reto en esta semana en la que he empezado muchas historias y no he sido capaz de completar ninguna. Quiero pensar que las ideas, algunas de las ideas valen la pena y en un futuro volveré a darles una vuelta a ver por dónde salen. Pero en estos días me he sentido incapaz de llevarlas a puerto. He escrito en el trabajo después de comer, en el tren de vuelta a casa, después de cenar y fregar los platos y el sábado antes de limpiar. Y no he conseguido nada más que frustrarme, romper papeles o apagar el portátil enfadada.

Sin embargo, esta tarde he vuelto a encenderlo, he abierto el Word y he dejado que saliera lo que quisiera. No sé, será que estoy más relajada o, simplemente, que he decidido llegar hasta el final, fuera lo que fuera. En cualquier caso, he acabado por escribir algo que se aleja del formato esperado pero cumple con el requisito de longitud y, espero, cierta lógica. También es un ataque de egocentrismo de libro. Resumen de lo escrito: yo, yo y yo.

Bueno. Se escribe de lo que se sabe, se siente y se conoce. Y de pocas cosas sé, siento y conozco tanto como de mi persona. No me lo tengáis en cuenta. Prometo compensar la próxima semana o, al menos, intentarlo.


Mjo
09-02-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 5




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