Ana.
Anastasia, en realidad. Su madre rompió aguas después de ver en televisión la
película “Anastasia”, protagonizada por Ingrid Bergman, sobre la vida de la
supuesta única descendiente de los Romanov que sobrevivió a la masacre, y
decidió ponerle ese nombre a la criatura que, treinta y dos horas más tarde,
vino al mundo berreando a todo pulmón. Siempre dice “Podría haberme llamado
Ingrid, que es un nombre bien bonito, pero no. Ella va y me castiga a cargar
con un nombre horrendo para el resto de mi vida”. Aún no se lo ha perdonado y, a
estas alturas del partido, no creo que lo haga jamás.
Ana,
Anastasia, tiene tendencia al drama y a exagerar todo aquello que vive o
siente. Disimula, recurre al humor y la ironía para ocultar sus sentimientos, y
hay que reconocer que casi siempre tiene éxito. Poca gente sabe de las
tormentas interiores que arrastra; ni siquiera los más cercanos pueden imaginar
cuántas veces ha escondido el dolor detrás de una amplia sonrisa. Lo guarda
todo en un rincón, protegido de las miradas de propios y extraños, y casi nadie
tiene acceso. Ni siquiera ella, que sabe que atravesar esa puerta suele ser una
mala idea, atractiva pero peligrosa.
Ana, Anastasia, después de algunos años de terapia, consiguió mantener su vida más o menos controlada y abandonar ciertos vicios en los que, de vez en cuanto, todavía recae. Como, por ejemplo, anteponer el bienestar ajeno al propio con demasiada frecuencia y decir que sí cuando, en realidad, está deseando gritar que no. Aun así, ha encontrado cierto equilibrio entre el caos y el orden y es feliz la mayor parte del tiempo.
Ana,
Anastasia, está enamorada y casi no se lo puede creer. Ella, tan descreída, tan
“paso del amor, duele demasiado”, se ha enamorado hasta el tuétano y no sabe
cómo controlarlo. Su primer instinto es huir, tan rápido y tan lejos como
pueda, sin mirar atrás. Pero se ha quedado porque, en el fondo, no desea irse.
Lo ha intentado, de verdad, con todas sus fuerzas, pero no ha podido. En cuanto
pone algo de distancia y tiempo, empieza a echarle de menos, a dormir poco y
mal, a llorar hasta con los anuncios de pañales y a odiar a cada pareja con la
que se cruza. Incluso a aquellas que se ignoran sentados en la mesa de un bar,
más preocupados por el móvil que por la persona que tienen delante, o se pelean
sin disimulo en mitad de la calle. Las odia, a todas sin excepción, porque a
pesar de esa brecha que parece separarles, acabarán volviendo juntos a casa,
dormirán abrazados y no estarán solos cuando despierten por la mañana. Les odia
porque les envidia.
Ana,
Anastasia, tiene una idea del amor que roza la fantasía, construida con retazos
de novela romántica, películas de sesión de tarde en blanco y negro y anécdotas
de matrimonios felices que conoce de oído. A su alrededor, no todo el mundo
vive en un mundo de color de rosa. Sabe que las parejas atraviesan crisis, que
son infieles, a veces sólo con el pensamiento, y que cada vez hay más divorcios
porque, dicen los mayores, “ya no se aguanta tanto como antes”. Se pregunta,
cada vez con más frecuencia, por qué narices habría que aguantar que el hombre,
o la mujer, a la que una vez amaste se dedique a amargarte la vida o,
simplemente, seguir a su lado si has dejado de quererle y respetarle. Quiere
creer que es posible, que en alguna parte tiene que haber alguien que venga a rellenar
todos los vacíos y ponga luz donde sólo hay oscuridad. No debería ser tan
difícil, piensa, no debería costar tanto. Y nadie podrá acusarla nunca de no
haberlo intentado. De cobarde sí, por haber salido corriendo en demasiadas
ocasiones y es que el miedo es un sentimiento tan poderoso, tan abrumador, que
lo anula todo, hasta aquello que podría ser hermoso. Cuántas oportunidades
perdidas, cuántas preguntas sin respuesta.
Ana,
Anastasia, se ha enamorado otras veces y siempre, siempre, creyó que era verdad,
que esa vez duraría, que era la persona adecuada en el momento perfecto. Y no,
nunca lo fue, ni la persona ni el momento ni ella ni nada. Jesús, Carlos,
Daniel, Juan, Toni… un año y otro y otro. Distinto pero igual. Con cada
fracaso, una culpa, una herida, una cicatriz, un reproche, un miedo nuevo, otro
demonio. Y la certeza de no ser suficiente, a pesar de sus esfuerzos, de
intentar darlo todo. ¿Dejó de creer? No, la verdad es que no. Sólo se conformó
con dejar que el tiempo hiciera su labor y acabara por olvidar. Quiere creer
que es posible, aunque todas las pruebas que tiene sobre la mesa le dicen que
no. Y sigue intentándolo. Si los métodos tradicionales ya no sirven en este
mundo de locos, donde las relaciones frente a frente se han sustituido por la
pantalla de un ordenador o el móvil, habrá que adaptarse o morir en el intento.
Ana,
Anastasia, se apuntó a una página web para conocer a alguien. Una web de citas,
una que vende inocencia y seriedad a partes iguales. Se anuncia por la tele con
una pareja que cena a la luz de las velas y donde la chica, en un arrebato
incontrolado, le planta un besazo al chico barbudo que se sienta delante. Él,
sorprendido, sonríe y se cogen de las manos y suena la música de los violines y
una voz en off te asegura que la siguiente puedes ser tú. Se apuntó, aburrida
de la rutina y pensando que quizá sí, que la siguiente podría ser ella. Pasó un
año. Habló con algunas personas y hasta concertó una cita con alguien que, a
saber por qué, le llamó la atención. Quedaron y se decepcionó. En foto parecía
más alto y se había afeitado la barba que le hacía atractivo. Se tragó la
desilusión, se obligó a no ser tan superficial y pasó una tarde entretenida.
Pasearon cerca del mar, se tomaron un granizado de limón y hablaron, hablaron,
hablaron. De sus vidas, sus esperanzas, sus gustos, sus desilusiones. Y de
dietas y ejercicios, que para él eran como una segunda religión, con lo que acabó por sentirse gorda y vaga.
Se despidieron con un par de besos en las mejillas y un abrazo de compromiso,
con la promesa de seguir en contacto y verse otra vez. Ella se metió en el
coche y condujo de vuelta a casa sabiendo que no iba a pasar, sabiendo que él
también lo sabía, pero se dijo que un tropezón lo tiene cualquiera y que para
llegar a la meta hay que salvar todos los obstáculos. Aquel había sido uno más,
el primero de la nueva etapa en la que empezaba a andar. Lo que viniera después
sería mejor. ¿No?
Ana,
Anastasia, volvió a quedar con él un par de meses más tarde. Habían ido
hablando de vez en cuando, durante las vacaciones, y él nunca dejó de insinuar
que quería volver a verla. Ella inventaba excusas, el trabajo, la migraña, la
visita de la familia, un viaje de fin de semana que nunca existió, hasta
quedarse sin ninguna. Por fin, después de idas y venidas, quedaron en cenar
juntos, un paso importante, un viernes de septiembre. Aquella semana fue
lluviosa pero el viernes por la noche diluviaba. A punto estuvo de llamarle
para dejarlo para otro día pero decidió coger el toro por los cuernos y acudir
a la cita. Salió del trabajo como una bala, volvió a casa, se arregló con los
ojos pegados al reloj, cogió el coche y condujo, bajo una tormenta terrible, hasta
el centro comercial en el que habían reservado mesa. No se sintió cómoda en
ningún momento. Al verle supo que tampoco aquella vez saltaría la chispa, por
muy interesado que él pareciera estar. No sabría decir por qué, simplemente no
ocurrió. Era simpático, tenía conversación y un sentido del humor que no
siempre pillaba pero nada de eso le hacía incompatible con ella. Cenaron
hablando del tiempo, de cómo les había ido el verano y cuando los camareros
empezaron a poner las sillas sobre las mesas y a pasar la fregona alrededor, se
dieron cuenta de que eran los últimos clientes que quedaban en el local y se
levantaron para irse. Él pagó la cuenta, no quiso ni oír hablar de lo
contrario, y salieron a la calle, o lo intentaron. Seguía lloviendo a cántaros
y él había venido en moto. Le dio pena meterse en el coche y dejarlo ahí,
tirado, y le sugirió llevarlo a casa. Él dijo que no importaba, que se
esperaría hasta que amainara la tempestad y ella, sintiéndose culpable, le
propuso que al menos le dejara llevarle hasta donde la había aparcado. Aceptó y
bajaron al parking. Salieron al exterior, aparcaron y empezaron a hablar. La
lluvia aflojaba y apretaba a intervalos regulares, los cristales del coche se
empañaban y, de manera sutil, él fue conduciendo la conversación hasta el punto
que le interesaba. Le confesó que estaba pasando una fase complicada, tenía una
mala relación con sus hijas, que vivían con él, y su ex no le facilitaba las
cosas. “Un día estoy genial y creo que me voy a comer el mundo y otro… me dan ganas
de meterme en la cama y no salir nunca más”, le dijo, sin mirarla. Ella, que no
sabía dónde meterse, pensaba que le entendía bien porque había pasado por algo
parecido no una sino mil veces. Cuando le preguntó qué quería, si podía esperar
algo más, se quedó callada. Su primer impulso fue decirle que sí pero se mordió
la lengua y lo pensó mejor. En el mucho rato que llevaban en el coche, sin nada
que les molestara, no había sentido el impulso de besarle. De hecho, había
mirado más de una vez el reloj, con disimulo, y el pensamiento que más veces
cruzó su cabeza fue “Quiero que se vaya ya”. ¿Acaso necesitaba más señales? Había
llegado a un punto en su vida en que se encontraba bien, lo suficientemente
bien como para querer arriesgarse a saltar a la piscina sin comprobar si había
o no agua para parar el golpe. Pero ¿iba a hacerlo por cualquiera sólo porque
le ofrecía la posibilidad? No, de ninguna manera. No sería justo para ninguno
de los dos. Así que suspiró y escogió las palabras con mucho cuidado para no
hacerle daño. Le dijo que estaba en un momento en el que lo último que
necesitaba era alguien que le desequilibrara de nuevo, que le había costado
años recuperarse del último golpe y no le apetecía volver al punto de partida.
Y que le caía bien pero no creía que fuera más que eso, simpatía. Fuera parecía
que seguía lloviendo, los cristales seguían empañados y el tiempo se detuvo
mientras él le miraba. Pareció darse cuenta entonces de que ya no llovía, se
despidió con dos besos fríos y salió del coche. Ella sabía que, esta vez sí, no
volvería a saber de él. Esperó cinco minutos, giró la llave en el contacto y el
coche se negó a arrancar. Le dio por reír, qué remedio. Podría haber sido peor.
Ana,
Anastasia, se apuntó a otra web, a una que tiene la peor fama, porque se dijo
que total, ¿qué podía ya perder? Ha conocido a otros hombres y con algunos
incluso se ha permitido el lujo de imaginar que podría llegar a tener un
futuro. Con otros se ha limitado a pasarlo bien, muy bien. A decir verdad, en
los últimos tiempos se ha soltado el pelo y vaya si ha disfrutado de la vida.
Sus amigas se han sorprendido porque cuenta cosas que no cuadran con su manera
de ser, con la chica que conocían, y creen, sin decirlo, que anda por la senda
equivocada. Ella, en cambio, ha decidido dejar de esperar al príncipe azul, que
no existe, todos destiñen con el primer lavado, y divertirse con el lobo feroz.
¿Es más feliz? Sonríe más, eso seguro, y le importa bastante menos lo que la
gente piense de ella. No le da explicaciones a nadie. Primero, porque siente
que no tiene por qué hacerlo y, segundo, porque tampoco necesita que se las den
a ella. Vive y deja vivir es su lema. Y quizá por primera vez en años, está
enamorada. Y aterrada. Y se muere por contarlo pero se calla porque no cree que
la entiendan y no tiene ganas de que le calienten la cabeza más de lo que ya lo
hace ella.
Ana,
Anastasia está enamorada y se siente perdida y asustada y excitada y ansiosa.
No recuerda haberse sentido así jamás, todo es nuevo, diferente. Sabe, porque
se lo ha dicho, que es correspondida pero el abismo que se abre ante sus pies
le parece demasiado profundo, hay que dar un salto muy grande y su fe no da
para tanto. Recuerda otras veces, otras épocas, y que al final todo salió mal.
Revisa sus cicatrices, en busca de diferencias o paralelismos, hace listas
interminables de pros y contras, y no llega a ninguna conclusión válida. El
amor no es una ciencia exacta, se dice, hay que recurrir al método prueba-error
hasta que funcione. Pero ¿y si no funciona? ¿Y si manda la prudencia a la
mierda, decide dar el paso y acaba estrellándose? Y así, un día tras otro. Hace
una semana que tuvieron una conversación tensa. Pidió tiempo para pensarlo y se
lo concedió. Prometió llamar en siete días y dar una respuesta, sí o no, que
sería definitiva y el plazo expira hoy. No han hablado en todo ese tiempo, ni
un mensaje ni un comentario por redes sociales, nada. Como si no existieran,
como si no se hubieran conocido jamás. La de veces que ha tenido el teléfono en
la mano, ardiendo de ganas de llamar o escribir, y lo ha tirado contra la cama
o el sofá. Le había dado su palabra y la ha respetado. Ahora toca dar la cara,
es el momento.
Ana,
Anastasia, saca el teléfono del cajón de la mesita donde lo tenía castigado,
para evitar tentaciones. Abre la lista de contactos, desliza los nombres hasta
llegar al que está buscando y pulsa la tecla. Se abre la ficha y aparece su
foto, la que le hizo la tercera o cuarta vez que se vieron, cuando todavía
andaba a tientas descubriendo qué pasaba, se le planta una sonrisa en la cara
y, de repente, lo ve todo claro. ¿Cómo ha podido, ni tan solo por un instante,
dudar de sus sentimientos? Definitivamente, ha debido sufrir un episodio de
locura transitoria agudizada por el miedo a lo desconocido. ¿Mensaje o llamada? Duda por un instante, el
simple hecho de poder escuchar su voz hace que el corazón se le acelere.
Llamada, por supuesto, llamada. Un mensaje es demasiado impersonal, no está a
la altura de los acontecimientos. Pulsa “llamada” y espera. Una señal, dos,
tres. Empieza a desesperarse y se muerde la uña del dedo pequeño de la mano
izquierda. Cuatro, cinco tonos y al sexto, contestan.
-
¿Dígame? - Oye su voz y se le disparan las ganas, todas las palabras se juntan
en su mente y no es capaz de articular ni una sola frase-. Ana, ¿eres tú?
Ana
respira hondo y pierde cinco segundos, que se alargan como cinco horas,
tragando saliva, aclarándose la voz. Y por fin, habla.
-
Carla, te quiero.
Mjo
17-05-2020
Reto
Ray Bradbury
Semana
19
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