domingo, 10 de mayo de 2020

REBECCA (Semana 17)


Abro los ojos. Los primeros segundos siempre son confusos y, con frecuencia, aterradores. Los pierdo intentando recordar en qué agujero perdí la consciencia el último amanecer. La información es vital para saber si estoy a salvo o debo salir huyendo. Me arrastro fuera de la cama o el sofá o donde quiera que haya pasado las horas en las que ni siquiera sé si vivo, miro alrededor y busco referencias, algo que me despierte el más mínimo recuerdo. Cualquier cosa me vale. Un cuadro en la pared, mis zapatos y mi ropa por el suelo, una ventana que da hacia la calle. Un cuerpo, desnudo y pálido, tendido a mi lado. ¿Dormido? Sí, a veces.

A veces, no.

Y a veces, más de uno. Y es que, a veces, no tengo suficiente.

Pierdo unos minutos en despedirme de esos trozos de carne sin vida ni memoria. Les limpio la cara, les arreglo el pelo, recupero sus ropas de donde quiera que fueran a parar en las urgencias de la noche anterior y les visto. Les devuelvo, en fin, una mínima parte de la dignidad que les robé sin pensármelo dos veces. ¿Tengo remordimientos? No tengo remordimientos. Hago lo que hago porque tengo que hacerlo. ¿Cómo, si no, iba a seguir viviendo? No se trata de ganar o perder, de follar o quedarse con las ganas. Se trata de sobrevivir, salir indemne, conseguir llegar al día o a la noche siguiente. No es fácil, a pesar de lo que crean. Ser lo que yo soy es…

No lo sé. ¿Qué soy? El ser más hermoso de la creación, dicen, el más encantador, dulce, generoso, inteligente y cariñoso que te puedes encontrar. Lo que no ven, y sólo intuyen cuando se acerca el final, es que también soy el más letal. El más frío, egocéntrico, superficial y egoísta que jamás caminó por la faz de la Madre Tierra. No pueden verlo porque no les doy tiempo y cuando se dan cuenta, ya es demasiado tarde.

Yo nunca pierdo. Aunque a veces huya y me esconda, siempre vuelvo. Soy un Ave Fénix. Qué absurdo.


¿Cuándo cambió todo y, sobre todo, quién lo hizo cambiar? Lo recuerdo perfectamente, como si hubiera ocurrido hace unas horas, unos días. Llegó solo, impecablemente vestido, oliendo a tabaco y madera. Nadie supo decirme quién le había invitado ni parecía conocerle. Entregó su capa, el sombrero de copa, los guantes y un bastón de ébano, con empuñadura de plata, a Mary, la doncella encargada de recibir a nuestros invitados. Se detuvo en el recibidor de mi casa, con las manos en los bolsillos, y  miró alrededor con una sonrisa burlona en los carnosos labios. Aceptó la copa de champán que Leonard le ofreció y bebió un sorbo. Poco a poco, todos los ojos acabaron puestos en él. No hizo nada extraordinario; no habló ni se movió de donde estaba pero, de alguna manera, consiguió que todos le prestaran atención. Si alguna vez hubo alguien con magnetismo, ese era él. Irradiaba una fuerza que nadie podía resistir. Lo descubrí demasiado tarde, cuando ya había caído en sus redes y fue imposible encontrar una salida. Aquella noche, hace tantos años, vino de caza y cazó. No a mí, que intenté resistirme sin éxito, sino a Rebecca y así, sin darme cuenta, me puso el lazo en el cuello.

Rebecca, mi encantadora, pequeña y tonta Rebecca. Una mujer que creció sabiendo que sólo era carne de salón, adorno en una mansión, luz en todas las fiestas. Nos conocíamos de toda la vida y, creo, durante toda mi vida la amé. Nuestras familias compartían historia de siglos, una línea de sangre que retrocedía a los primeros reyes, y tenían intención de seguir honrando esa relación. Nos prometieron en matrimonio cuando yo apenas empezaba a disfrutar de las delicias del sexo con las cortesanas de los mejores burdeles y ella, pobre incauta, aprendía a manejar el servicio, a tocar el piano, y qué vino resaltaba el sabor de cuál manjar. En mi entorno había muchas parejas concertadas entre copas de oporto y cacerías del zorro, pero todos parecían arrastrar una cruz y pagar una penitencia. Nosotros no; nosotros éramos felices de verdad, sin fingir ni exagerar. Juntos atesorábamos una fortuna que tardaríamos varias generaciones en dilapidar, dábamos las mejores fiestas, apadrinábamos a los artistas más brillantes y, en fin, despertábamos admiración, envidias y odios a partes iguales. No nos importaba, éramos parte de la realeza y la realeza nunca mira a quien vive a nivel del suelo. Nosotros estábamos arriba y ellos… Bueno, ellos estaban demasiado por debajo. Y él, con sus trajes cortados a medida y su voz profunda, su conversación interesante y su conocimiento del mundo, no sé dónde estaba. ¿Por encima? ¿Por debajo? ¿A nuestro nivel? Sigo sin tener respuesta a esa pregunta, pero llegó y arrasó con todo. Arrasó con nuestras vidas, hizo que el suelo temblara bajo nuestros pies y que no nos importara lo más mínimo el cataclismo que creó. Y a Rebecca, menos que a nadie.

Ella fue su primera víctima, consentida y feliz. Ella, tan cuidadosa, tan puritana y temerosa de Dios, se vio envuelta en una espiral de lujuria y destrucción. Poco a poco, perdió el aire de virgen eterna y afiló la mirada y las palabras. Sus gestos perdieron inocencia, sus costumbres se relajaron y empezó a salir hasta muy tarde, a beber a horas intempestivas, a meterse en mi cama de madrugada y hacerme cosas que ni la más refinada de las putas se había atrevido a intentar. Se levantaba avanzado el día, sin fuerzas para moverse apenas de la cama al sofá de su salón de recibir, vestida con un camisón y una bata, el pelo alborotado y oscuras manchas bajo sus ojos. A ratos respiraba a bocanadas, como si le costara encontrar el aire que la mantenía viva, y creo que a veces lloraba. Dejé la dirección de mis negocios en manos de mis capaces socios y apenas pisaba el club de caballeros, vivía sólo por ella. Hice que le visitaran los mejores médicos de la ciudad y ninguno supo darme razón de su estado. Le aplicaron un tratamiento tras otro, sin éxito. Sufrí durante semanas, convencido de estar perdiéndola por una misteriosa enfermedad que nadie podía diagnosticar. Me resigné, a regañadientes, y dejé de esperar el milagro que no parecía llegar.

Y un buen día, mediado un diciembre especialmente frío y tormentoso, Rebecca salió de su habitación como si nada hubiera pasado. El vestido de terciopelo burdeos le venía grande, porque había perdido mucho peso, y acentuaba la palidez de su piel. Sin embargo, habían desaparecido las ojeras, sonreía de nuevo y fue capaz de comer sin vomitar por primera vez en mucho tiempo. Pasamos el día juntos, paseando por el parque de nuestra mansión a pesar del frío, recordando nuestra vida en común, y el sonido de su risa fue capaz de hacerme olvidar la niebla que nos rodeaba. Después de la cena, de la que no dejó nada en los platos, me sugirió pasar un rato en la biblioteca.

- Quiero que me leas en voz alta, amor – me dijo, cogiéndose de mi brazo-, el “Prometeo liberado” de Shelley o el “Acuérdate de mí”, de Byron. Son mis favoritos.

Nos sentamos junto a la chimenea, ella con los pies descalzos sobre el amplio diván que había pertenecido a su familia y yo, con una pipa en la mano y una copa de coñac olvidada en la mesilla, en un butacón en el que había pasado muchas veladas de insomnio. Le leí un poema tras otro, atento a su expresión por si regresaba el cansancio. Rebecca sonreía con alguna frase, suspiraba, cerraba los ojos para no perder palabra y hasta dejó caer alguna lágrima emocionada. Cuando acabé, cerré el libro y ella se levantó, apagó los candelabros que nos iluminaban y vino a sentarse a mi regazo. La abracé, notando casi todos los huesos de su cuerpo, y nos quedamos en silencio, contemplando las llamas que, poco a poco, iban muriendo en la chimenea. Cuando apenas quedaban ya rescoldos, me besé con suavidad y dijo que estaba cansada. La cogí en brazos y subí los dos tramos de escaleras hasta su habitación. Despedí a la doncella y la ayudé a quitarse el vestido, el corpiño y la ropa interior que ocultaba la palidez de su cuerpo. Cuando por fin la tuve desnuda, de pie entre un capullo de seda y encajes, se me cortó la respiración. Jamás la había visto tan hermosa, a pesar de la delgadez. Su piel brillaba a la luz del fuego, tenía los ojos más azules que nunca y una sonrisa perversa jugueteaba en sus rojos labios. Me acerqué a besarla, con cuidado, temiendo hacerle daño o incomodarla, pero se aferró a mi cuerpo y me rogó que no la dejara sola esa noche.

- Ni esta noche ni ninguna otra, mi querido Archie – me susurró al oído mientras me quitaba la chaqueta-. Quédate conmigo para siempre.

Me desnudó a zarpazos, sin dejar de besarme, y me arrastró a la cama. Caímos en la lujuria más violenta que soy capaz de recordar. No nos alcanzaba el aliento para besarnos, las manos para tocarnos, las piernas para atraparnos. Sentí sus dientes clavarse en mi cuello, llevándome a un éxtasis desconocido y febril, y me vacié en su cuerpo con un grito ronco. Rebecca, pegada a mí, dejó escapar un sonido horrible, más chirrido que risa. Recuerdo que me asusté al escucharla y también al sentir sus dientes y sus uñas clavándose en mi espalda. Y no recuerdo más.

En algún momento de esa noche, regresé a mi habitación. Ignoro si me llevó ella o fui solo. Sea como sea, desperté en mi cama, dolorido y helado. Escuché gritos y carreras en el corredor de las habitaciones, pies veloces que subían y bajaban por las escaleras, y un puño que golpeaba con energía la puerta de mi habitación.

- ¡Señor, señor, despierte! – La voz de Baxter, mi asistente personal, sonaba angustiada-. ¡Señor, por favor!

Salí de la cama y me cubrí con el batín de seda que siempre dejaba sobre el arcón. Abrí la puerta y me quedé paralizado al ver la expresión de su rostro.

- Baxter, ¿qué ocurre?

- La señora, señor… - se le cortó la voz y se limitó a negar con la cabeza, incapaz de mirarme.

Le aparté a un lado y salí al corredor. Edna, la doncella de Rebecca, lloraba desconsoladamente en brazos de la señora Rigby, nuestra ama de llaves. Cuando me vieron, retrocedieron unos pasos y esquivaron mi mirada.

- ¿Qué ocurre aquí? ¿Señora Rigby? ¿Edna? – Ninguna contestó. Se limitaron a mirar hacia la habitación de Rebecca. La puerta estaba abierta y, a la luz sucia de aquella mañana de diciembre, veía nuestras ropas todavía dispersas por el suelo, las cortinas de su cama corridas y una mano, pálida e inmóvil, que colgaba por el lateral. Se me secó la boca y apenas fui capaz de articular mi siguiente pregunta-. ¿Rebecca?

Entré en la habitación, con el corazón latiendo a toda velocidad. Sabía lo que me iba a encontrar, lo sabía sin duda alguna, pero mi cerebro se resistía a creerlo hasta que no lo viera. Y lo vi. Y la llamé pero no contestó. Y caí de rodillas y lloré y grité y di puñetazos en el suelo y le cogí la mano, le pedí que despertara, me puse en pie y la sacudí, cubrí su cuerpo desnudo y frío con la sábana donde había bordado, entrelazadas, sus iniciales y las mías. Y la abracé y la besé y le rogué que volviera a mí, le recordé que la amaba por encima de todas las cosas y todas las mujeres, le supliqué que no me dejara tan terriblemente solo, roto, vacío, a oscuras. Y no ocurrió nada. Y tuve que aceptarlo.

De los días que siguieron apenas tengo memoria. La recuerdo a ella, espléndida en la muerte, mucho, mucho más de lo que jamás lo fue en vida. Su madre y su hermana, dos espectros silenciosos y negros, se ocuparon de todos los trámites. Eligieron ataúd, vestido, flores, música, velas, iglesia, horario, invitados. Yo no tenía fuerzas, apenas comía y vagaba de un lado a otro de la mansión, esquivando a todos, en busca de un rincón oscuro en el que sentarme para lamentar su pérdida. A ratos me enfurecía, me sentía humillado,  traicionado, y huía al parque, a gritar mi rabia hasta quedarme ronco. Después me arrepentía y regresaba humillado y doliente, a arrodillarme a los pies de su féretro y pedirle perdón. El día del entierro fue largo y agotador. El sacerdote señaló las únicas virtudes que jamás tuvo y olvidó aquellas que la hicieron única y preciosa. La acompañamos hasta el cementerio, en una comitiva oscura, silenciosa y triste, hasta el panteón de mi familia, donde esperaría hasta que yo pudiera acompañarla. Allí la dejamos, tan sola y abandonada, rodeada de inmensos ramos de flores que, en pocos días, se pudrirían y harían irrespirable el aire. Uno por uno, los asistentes me estrecharon la mano y expresaron su tristeza por mi pérdida. Después se fueron a seguir con sus vidas, agradecidos de no estar en mi piel. Despedí a todo el mundo, a su familia, a la mía, a los amigos comunes, a los criados que habían contemplado la escena desde la retaguardia,  y  me quedé un rato en la puerta, despidiéndome de ella a mi manera. Cuando la noche empezó a caer, regresé a una casa tan vacía como yo. Rechacé la cena y fui directo a mi habitación. Me quité la ropa, me puse el pijama y bebí una copa de coñac, y otra, y otra, hasta que la borrachera ganó al dolor y caí en la cama, inconsciente.

Soñé con Rebecca, que, tal y como le había rogado tantas veces en los últimos días, regresaba a mí. Regresaba a mí, pálida y hambrienta, se colaba entre mis sábanas y me pedía que le diera calor, que le diera vida, que la hiciera vibrar. La besaba, le arrancaba el horrendo vestido que se había convertido en su sudario, y me hundía en su cuerpo, buscando el latido de su corazón, sin encontrarlo. Podía olerla, sentir sus labios en el cuello, sus maños arañando mi espalda, su voz retumbaba en mi cerebro pidiendo más, suplicando que no la dejara sola. Pasé la noche entera soñando con ella y, seguramente, fui feliz. Cuando Dexter me despertó a la mañana siguiente, me giré esperando encontrarla a mi lado, pero no hallé más que el vacío. Había sido tan real el sueño, que fue como perderla de nuevo.

Así transcurrieron los días, que se transformaron en semanas. El invierno dejó paso a la primavera y Rebecca acudió a mis sueños todas y cada una de las noches. Dejé de salir, apenas veía a mis familiares o amigos, descuidé mis negocios. Me alimentaba de leche, licores y carne poco hecha. Perdí peso y mi pelo se tiñó de gris. Vivía huyendo de la luz, cada vez más brillante, que se colaba por las ventanas y pronto me recluí en la biblioteca y mi habitación. Allí, en la penumbra, gastaba las horas del día, esperando la noche y a ella. Acabé viviendo sólo en la oscuridad. Todo lo que ocurría al otro lado, me daba absolutamente igual. Me encaminaba al desastre y no lo veía. Y lo que es peor, tampoco escuché a quién intentó abrirme los ojos, hacerme reaccionar y devolverme las ilusiones perdidas. Conocí a otras mujeres y sólo fueron cuerpos en los que desahogar mi pena y la rabia que me comía por dentro. Bebía en exceso y tenía lagunas de memoria que abarcaban horas. No recordaba la última vez que había visto la luz del sol y tampoco me importaba.

El primer día del verano fue el último para mí. Lo pasé recluido en la biblioteca, sentado en el mismo sillón que tantas horas había aguantado mi peso, bebiendo hasta perder la consciencia y hablando con las sombras que me rodeaban. Los criados ni se acercaron, sabían el riesgo que corrían si se atrevían a molestarme, por eso nadie se dio cuenta de nada hasta que, dos días más tarde, Baxter entró de puntillas y se encontró con mi cuerpo, frío y rígido. Dicen que todavía tenía una copa medio llena en la mano y que sonreía.

No sé cómo fue el entierro ni quiero saberlo. Estaba muerto, ¿qué podía importarme cómo me vistieran o si el forro de mi ataúd era de seda o raso? ¡Estaba muerto, maldita sea!

¿O no?

Desperté, no puedo precisar cuántos días más tarde, en el mismo panteón donde reposaban todos mis antepasados desde sólo Dios sabe cuándo. Allí, entre flores ajadas y velas consumidas, abrí los ojos y salí de mi ataúd. Miré a mi alrededor y, durante unos instantes, fui incapaz de entender qué había ocurrido y qué hacía allí. Como en un trance, veía cada detalle borroso. Sentía las piernas flojas y una sed abrasadora. Aún sin saber qué había pasado, qué me había pasado, me acerqué al lugar donde Rebecca reposaba y lo encontré vacío.


- Archie, ven a mí – susurró su voz a mi espalda. Me giré lentamente y me encontré con ella, radiante y temible. Me sonrió y cruzó la puerta del panteón, camino de la noche.

La seguí sin dudarlo. Una parte de mí creía estar soñando de nuevo, la otra estaba segura de que, esta vez, sí era real. Salí al cementerio y atravesé los bien cuidados caminos, dejando atrás tumbas sin nombre y grandiosos panteones de familias ilustres. Atravesamos la ciudad hasta llegar al peor barrio, aquel al que poca gente se atrevía a adentrarse. Andamos por calles oscuras y malolientes, cruzándonos con  sombras anónimas que ni siquiera parecían vernos. Ella parecía saber dónde íbamos y yo no tenía miedo ni curiosidad, sólo sed. Sed de semanas, como si hubiera atravesado un desierto sin una sola gota de agua. Me moría, qué irónico, por un trago de bourbon o jerez o vino… lo que fuera que pudiera apagar la sensación de arena que sentía en la boca.

Después de un tiempo, minutos u horas, no puedo decirlo, Rebecca llegó a un viejo edificio que había sido convento de monjas y ahora albergaba diminutos pisos para gente de pocos recursos y escasa moralidad. Abrió la puerta y me hizo un gesto para que entrara. La obedecí y la esperé al pie de la escalera.

- No, querido, hoy no – dijo, sonriendo-. Esta noche tienes que ir tú solo pero no tengas miedo, él cuidará de ti. Te está esperando.

- ¿Quién, Rebecca?

- Un amigo. Tercer piso, Archie.

Me lanzó un beso a distancia y se fue. Me dejó a oscuras, mirando el hueco de la escalera y preguntándome si debía seguirla o subir. Me decidí por lo segundo. Después de todo, ¿qué tenía ya que perder? Llegué al tercer piso, llamé a la puerta y me abrió. Él. El desconocido de aquella fiesta que nadie conocía, que se convirtió en una presencia casi constante en nuestras vidas durante un tiempo y luego, cuando nadie lo esperaba, desapareció sin dejar rastro.

- ¡Archie, amigo mío, qué placer volver a verle! – saludó como si aquella situación no fuera la más extraña del mundo-. Pase, por favor, póngase cómodo. Tengo muchas cosas que contarle.

Aquella noche, la primera de muchas, el desconocido me enseñó todos sus secretos. Aprendí a pasar desapercibido si era necesario y a convertirme en el centro de atención en el momento justo. Aprendí a elegir, acechar, perseguir, jugar, volver loco, asustar, desaparecer, provocar, desear, a protegerme, a huir,  a esconderme. Y a alimentarme. Hasta qué punto podía llegar y cuándo era apropiado retirarse. La primera víctima, una inocente doncella recién llegada del campo, ni siquiera fue consciente de lo que se le venía encima. La seguí hasta la casa donde servía, me colé en su habitación y esperé con paciencia a que acabara su trabajo y regresara para acostarse. Le abracé, acerqué mi cara a la suya como si fuera a besarla y, en el último momento, cuando abría los labios para recibir los míos, desvié la cabeza y mordí su cuello. En el sitio justo, allí donde corría la vida como si fuera un río descontrolado. Y descubrí el éxtasis más perfecto que jamás pudo nadie experimentar. Su vida saliendo de sus venas y pasando a las mías, caliente y espesa, llenándome. No puedo describirlo, lo siento, es imposible. Tienes que vivirlo, porque cualquier cosa que te explique, se quedará pálido frente a la realidad de la experiencia. La pobre muchacha, demasiado joven para saber siquiera cómo funcionaba el mundo, fue la primera y, por eso, inolvidable para mí. Todavía soy capaz de recordar, punto por punto, cómo fue y qué sentí, qué sabor tenía, cuál era su olor. He tenido víctimas mejores, mucho más perfectas y jugosas, pero ella siempre tendrá un lugar de honor en mi lista de preferencias.

He vivido, desde entonces, cientos, miles de noches. Al principio, bajo la tutela del desconocido. Después, cuando consideró que estaba listo para volar solo, con Rebecca a mi lado. Dos ángeles oscuros, hermosos e invencibles. Viajamos por todo el país, dejando a nuestro paso un rastro de muerte y desolación. Nos instalábamos en un pueblo cualquiera y nos quedábamos hasta que presentíamos el peligro y partíamos en busca de un nuevo territorio que explorar y poseer. Con el tiempo, la excitación de la caza disminuyó y hubo veces en que sólo matábamos para alimentarnos, para sobrevivir. Empezaron las peleas, las separaciones temporales, incluir otros elementos en nuestra ecuación. Tarde o temprano, volvíamos a buscarnos y empezábamos de nuevo. Hasta que, hace tres años, Rebecca se fue sin avisar, sin dejarme ni una maldita pista para seguirla. Me quedé solo y, esta vez, parece que de forma definitiva.

Me he acostumbrado, qué remedio, a seguir mi existencia sin ella. Quizá vuelva o quizá no. Estoy atento a la prensa y sigo multitud de webs sobre sucesos extraños, aquí y en el extranjero, en busca de alguna noticia que me diga que ella sigue por ahí, mi ángel oscuro, mi amor de vida y muerte. La espero pero, en realidad, ya no la espero. Que venga o no, que se quede allí donde esté o regrese conmigo. Ha dejado de importarme, en realidad. No la necesito aunque todavía haya amaneceres en los que la echo de menos y es que sigue sin gustarme dormir solo.

Como ahora, que siento en los huesos que se acerca la salida del sol y mis fuerzas empiezan a abandonarme. A mi izquierda, el cuerpo todavía tibio de un jugador de póker que tuvo la osadía de ganarme anoche y, a la derecha, la crupier que nos repartía las cartas y que agoniza con los ojos desorbitados. Muy insípido él, con cierto gusto a tabaco y whisky de mala calidad. Ella exquisita, de lo mejor que he probado en mucho tiempo. Casi siento que no vaya a sobrevivir pero es que, ya sabes, no me lo puedo permitir.

Paso la lengua por mis dientes; todavía encuentro el sabor de su sangre y sonrío. Magnífica, realmente magnífica.
  
Ya llega. Ahí está. El sol.

Y yo…



Mjo

03-05-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 17

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