Abro
los ojos. Los primeros segundos siempre son confusos y, con frecuencia,
aterradores. Los pierdo intentando recordar en qué agujero perdí la consciencia
el último amanecer. La información es vital para saber si estoy a salvo o debo
salir huyendo. Me arrastro fuera de la cama o el sofá o donde quiera que haya
pasado las horas en las que ni siquiera sé si vivo, miro alrededor y busco
referencias, algo que me despierte el más mínimo recuerdo. Cualquier cosa me
vale. Un cuadro en la pared, mis zapatos y mi ropa por el suelo, una ventana
que da hacia la calle. Un cuerpo, desnudo y pálido, tendido a mi lado.
¿Dormido? Sí, a veces.
A
veces, no.
Y
a veces, más de uno. Y es que, a veces, no tengo suficiente.
Pierdo
unos minutos en despedirme de esos trozos de carne sin vida ni memoria. Les
limpio la cara, les arreglo el pelo, recupero sus ropas de donde quiera que
fueran a parar en las urgencias de la noche anterior y les visto. Les devuelvo,
en fin, una mínima parte de la dignidad que les robé sin pensármelo dos veces.
¿Tengo remordimientos? No tengo remordimientos. Hago lo que hago porque tengo
que hacerlo. ¿Cómo, si no, iba a seguir viviendo? No se trata de ganar o
perder, de follar o quedarse con las ganas. Se trata de sobrevivir, salir
indemne, conseguir llegar al día o a la noche siguiente. No es fácil, a pesar
de lo que crean. Ser lo que yo soy es…
No
lo sé. ¿Qué soy? El ser más hermoso de la creación, dicen, el más encantador,
dulce, generoso, inteligente y cariñoso que te puedes encontrar. Lo que no ven,
y sólo intuyen cuando se acerca el final, es que también soy el más letal. El
más frío, egocéntrico, superficial y egoísta que jamás caminó por la faz de la
Madre Tierra. No pueden verlo porque no les doy tiempo y cuando se dan cuenta,
ya es demasiado tarde.
Yo
nunca pierdo. Aunque a veces huya y me esconda, siempre vuelvo. Soy un Ave
Fénix. Qué absurdo.
¿Cuándo
cambió todo y, sobre todo, quién lo hizo cambiar? Lo recuerdo perfectamente,
como si hubiera ocurrido hace unas horas, unos días. Llegó solo, impecablemente
vestido, oliendo a tabaco y madera. Nadie supo decirme quién le había invitado
ni parecía conocerle. Entregó su capa, el sombrero de copa, los guantes y un
bastón de ébano, con empuñadura de plata, a Mary, la doncella encargada de
recibir a nuestros invitados. Se detuvo en el recibidor de mi casa, con las
manos en los bolsillos, y miró alrededor
con una sonrisa burlona en los carnosos labios. Aceptó la copa de champán que
Leonard le ofreció y bebió un sorbo. Poco a poco, todos los ojos acabaron puestos
en él. No hizo nada extraordinario; no habló ni se movió de donde estaba pero,
de alguna manera, consiguió que todos le prestaran atención. Si alguna vez hubo
alguien con magnetismo, ese era él. Irradiaba una fuerza que nadie podía
resistir. Lo descubrí demasiado tarde, cuando ya había caído en sus redes y fue
imposible encontrar una salida. Aquella noche, hace tantos años, vino de caza y
cazó. No a mí, que intenté resistirme sin éxito, sino a Rebecca y así, sin
darme cuenta, me puso el lazo en el cuello.
Rebecca,
mi encantadora, pequeña y tonta Rebecca. Una mujer que creció sabiendo que sólo
era carne de salón, adorno en una mansión, luz en todas las fiestas. Nos
conocíamos de toda la vida y, creo, durante toda mi vida la amé. Nuestras
familias compartían historia de siglos, una línea de sangre que retrocedía a
los primeros reyes, y tenían intención de seguir honrando esa relación. Nos
prometieron en matrimonio cuando yo apenas empezaba a disfrutar de las delicias
del sexo con las cortesanas de los mejores burdeles y ella, pobre incauta,
aprendía a manejar el servicio, a tocar el piano, y qué vino resaltaba el sabor
de cuál manjar. En mi entorno había muchas parejas concertadas entre copas de
oporto y cacerías del zorro, pero todos parecían arrastrar una cruz y pagar una
penitencia. Nosotros no; nosotros éramos felices de verdad, sin fingir ni
exagerar. Juntos atesorábamos una fortuna que tardaríamos varias generaciones
en dilapidar, dábamos las mejores fiestas, apadrinábamos a los artistas más brillantes
y, en fin, despertábamos admiración, envidias y odios a partes iguales. No nos
importaba, éramos parte de la realeza y la realeza nunca mira a quien vive a
nivel del suelo. Nosotros estábamos arriba y ellos… Bueno, ellos estaban
demasiado por debajo. Y él, con sus trajes cortados a medida y su voz profunda,
su conversación interesante y su conocimiento del mundo, no sé dónde estaba.
¿Por encima? ¿Por debajo? ¿A nuestro nivel? Sigo sin tener respuesta a esa
pregunta, pero llegó y arrasó con todo. Arrasó con nuestras vidas, hizo que el
suelo temblara bajo nuestros pies y que no nos importara lo más mínimo el
cataclismo que creó. Y a Rebecca, menos que a nadie.
Ella
fue su primera víctima, consentida y feliz. Ella, tan cuidadosa, tan puritana y
temerosa de Dios, se vio envuelta en una espiral de lujuria y destrucción. Poco
a poco, perdió el aire de virgen eterna y afiló la mirada y las palabras. Sus
gestos perdieron inocencia, sus costumbres se relajaron y empezó a salir hasta
muy tarde, a beber a horas intempestivas, a meterse en mi cama de madrugada y
hacerme cosas que ni la más refinada de las putas se había atrevido a intentar.
Se levantaba avanzado el día, sin fuerzas para moverse apenas de la cama al
sofá de su salón de recibir, vestida con un camisón y una bata, el pelo
alborotado y oscuras manchas bajo sus ojos. A ratos respiraba a bocanadas, como
si le costara encontrar el aire que la mantenía viva, y creo que a veces
lloraba. Dejé la dirección de mis negocios en manos de mis capaces socios y
apenas pisaba el club de caballeros, vivía sólo por ella. Hice que le visitaran
los mejores médicos de la ciudad y ninguno supo darme razón de su estado. Le
aplicaron un tratamiento tras otro, sin éxito. Sufrí durante semanas,
convencido de estar perdiéndola por una misteriosa enfermedad que nadie podía
diagnosticar. Me resigné, a regañadientes, y dejé de esperar el milagro que no
parecía llegar.
Y
un buen día, mediado un diciembre especialmente frío y tormentoso, Rebecca
salió de su habitación como si nada hubiera pasado. El vestido de terciopelo
burdeos le venía grande, porque había perdido mucho peso, y acentuaba la
palidez de su piel. Sin embargo, habían desaparecido las ojeras, sonreía de
nuevo y fue capaz de comer sin vomitar por primera vez en mucho tiempo. Pasamos
el día juntos, paseando por el parque de nuestra mansión a pesar del frío,
recordando nuestra vida en común, y el sonido de su risa fue capaz de hacerme
olvidar la niebla que nos rodeaba. Después de la cena, de la que no dejó nada
en los platos, me sugirió pasar un rato en la biblioteca.
-
Quiero que me leas en voz alta, amor – me dijo, cogiéndose de mi brazo-, el
“Prometeo liberado” de Shelley o el “Acuérdate de mí”, de Byron. Son mis
favoritos.
Nos
sentamos junto a la chimenea, ella con los pies descalzos sobre el amplio diván
que había pertenecido a su familia y yo, con una pipa en la mano y una copa de coñac
olvidada en la mesilla, en un butacón en el que había pasado muchas veladas de
insomnio. Le leí un poema tras otro, atento a su expresión por si regresaba el
cansancio. Rebecca sonreía con alguna frase, suspiraba, cerraba los ojos para
no perder palabra y hasta dejó caer alguna lágrima emocionada. Cuando acabé,
cerré el libro y ella se levantó, apagó los candelabros que nos
iluminaban y vino a sentarse a mi regazo. La abracé, notando casi todos los
huesos de su cuerpo, y nos quedamos en silencio, contemplando las llamas que,
poco a poco, iban muriendo en la chimenea. Cuando apenas quedaban ya rescoldos,
me besé con suavidad y dijo que estaba cansada. La cogí en brazos y subí los
dos tramos de escaleras hasta su habitación. Despedí a la doncella y la ayudé a
quitarse el vestido, el corpiño y la ropa interior que ocultaba la palidez de su cuerpo.
Cuando por fin la tuve desnuda, de pie entre un capullo de seda y encajes, se
me cortó la respiración. Jamás la había visto tan hermosa, a pesar de la
delgadez. Su piel brillaba a la luz del fuego, tenía los ojos más azules que
nunca y una sonrisa perversa jugueteaba en sus rojos labios. Me acerqué a
besarla, con cuidado, temiendo hacerle daño o incomodarla, pero se aferró a mi
cuerpo y me rogó que no la dejara sola esa noche.
-
Ni esta noche ni ninguna otra, mi querido Archie – me susurró al oído mientras
me quitaba la chaqueta-. Quédate conmigo para siempre.
Me
desnudó a zarpazos, sin dejar de besarme, y me arrastró a la cama. Caímos en la
lujuria más violenta que soy capaz de recordar. No nos alcanzaba el aliento
para besarnos, las manos para tocarnos, las piernas para atraparnos. Sentí sus
dientes clavarse en mi cuello, llevándome a un éxtasis desconocido y febril, y
me vacié en su cuerpo con un grito ronco. Rebecca, pegada a mí, dejó escapar
un sonido horrible, más chirrido que risa. Recuerdo que me asusté al escucharla
y también al sentir sus dientes y sus uñas clavándose en mi espalda. Y no
recuerdo más.
En
algún momento de esa noche, regresé a mi habitación. Ignoro si me llevó ella o
fui solo. Sea como sea, desperté en mi cama, dolorido y helado. Escuché
gritos y carreras en el corredor de las habitaciones, pies veloces que subían y
bajaban por las escaleras, y un puño que golpeaba con energía la puerta de mi
habitación.
-
¡Señor, señor, despierte! – La voz de Baxter, mi asistente personal, sonaba
angustiada-. ¡Señor, por favor!
Salí
de la cama y me cubrí con el batín de seda que siempre dejaba sobre el arcón.
Abrí la puerta y me quedé paralizado al ver la expresión de su rostro.
-
Baxter, ¿qué ocurre?
-
La señora, señor… - se le cortó la voz y se limitó a negar con la cabeza,
incapaz de mirarme.
Le
aparté a un lado y salí al corredor. Edna, la doncella de Rebecca, lloraba
desconsoladamente en brazos de la señora Rigby, nuestra ama de llaves. Cuando
me vieron, retrocedieron unos pasos y esquivaron mi mirada.
-
¿Qué ocurre aquí? ¿Señora Rigby? ¿Edna? – Ninguna contestó. Se limitaron a
mirar hacia la habitación de Rebecca. La puerta estaba abierta y, a la luz
sucia de aquella mañana de diciembre, veía nuestras ropas todavía dispersas por
el suelo, las cortinas de su cama corridas y una mano, pálida e inmóvil, que
colgaba por el lateral. Se me secó la boca y apenas fui capaz de articular mi
siguiente pregunta-. ¿Rebecca?
Entré
en la habitación, con el corazón latiendo a toda velocidad. Sabía lo que me iba
a encontrar, lo sabía sin duda alguna, pero mi cerebro se resistía a creerlo
hasta que no lo viera. Y lo vi. Y la llamé pero no contestó. Y caí de rodillas
y lloré y grité y di puñetazos en el suelo y le cogí la mano, le pedí que
despertara, me puse en pie y la sacudí, cubrí su cuerpo desnudo y frío con la
sábana donde había bordado, entrelazadas, sus iniciales y las mías. Y la abracé
y la besé y le rogué que volviera a mí, le recordé que la amaba por encima de todas las
cosas y todas las mujeres, le supliqué que no me dejara tan terriblemente
solo, roto, vacío, a oscuras. Y no ocurrió nada. Y tuve que aceptarlo.
De
los días que siguieron apenas tengo memoria. La recuerdo a ella, espléndida en
la muerte, mucho, mucho más de lo que jamás lo fue en vida. Su madre y su
hermana, dos espectros silenciosos y negros, se ocuparon de todos los trámites.
Eligieron ataúd, vestido, flores, música, velas, iglesia, horario, invitados. Yo
no tenía fuerzas, apenas comía y vagaba de un lado a otro de la mansión,
esquivando a todos, en busca de un rincón oscuro en el que sentarme para
lamentar su pérdida. A ratos me enfurecía, me sentía humillado, traicionado, y huía al parque, a gritar mi
rabia hasta quedarme ronco. Después me arrepentía y regresaba humillado y
doliente, a arrodillarme a los pies de su féretro y pedirle perdón. El día del
entierro fue largo y agotador. El sacerdote señaló las únicas virtudes que
jamás tuvo y olvidó aquellas que la hicieron única y preciosa. La acompañamos
hasta el cementerio, en una comitiva oscura, silenciosa y triste, hasta el
panteón de mi familia, donde esperaría hasta que yo pudiera acompañarla. Allí
la dejamos, tan sola y abandonada, rodeada de inmensos ramos de flores que, en
pocos días, se pudrirían y harían irrespirable el aire. Uno por uno, los
asistentes me estrecharon la mano y expresaron su tristeza por mi pérdida.
Después se fueron a seguir con sus vidas, agradecidos de no estar en mi piel.
Despedí a todo el mundo, a su familia, a la mía, a los amigos comunes, a los
criados que habían contemplado la escena desde la retaguardia, y me
quedé un rato en la puerta, despidiéndome de ella a mi manera. Cuando la noche
empezó a caer, regresé a una casa tan vacía como yo. Rechacé la cena y fui
directo a mi habitación. Me quité la ropa, me puse el pijama y bebí una copa de
coñac, y otra, y otra, hasta que la borrachera ganó al dolor y caí en la cama,
inconsciente.
Soñé
con Rebecca, que, tal y como le había rogado tantas veces en los últimos días,
regresaba a mí. Regresaba a mí, pálida y hambrienta, se colaba entre mis
sábanas y me pedía que le diera calor, que le diera vida, que la hiciera
vibrar. La besaba, le arrancaba el horrendo vestido que se había convertido en
su sudario, y me hundía en su cuerpo, buscando el latido de su corazón, sin
encontrarlo. Podía olerla, sentir sus labios en el cuello, sus maños arañando
mi espalda, su voz retumbaba en mi cerebro pidiendo más, suplicando que no la
dejara sola. Pasé la noche entera soñando con ella y, seguramente, fui feliz.
Cuando Dexter me despertó a la mañana siguiente, me giré esperando encontrarla
a mi lado, pero no hallé más que el vacío. Había sido tan real el sueño, que fue
como perderla de nuevo.
Así
transcurrieron los días, que se transformaron en semanas. El invierno dejó paso
a la primavera y Rebecca acudió a mis sueños todas y cada una de las noches.
Dejé de salir, apenas veía a mis familiares o amigos, descuidé mis negocios. Me
alimentaba de leche, licores y carne poco hecha. Perdí peso y mi pelo se tiñó
de gris. Vivía huyendo de la luz, cada vez más brillante, que se colaba por las
ventanas y pronto me recluí en la biblioteca y mi habitación. Allí, en la
penumbra, gastaba las horas del día, esperando la noche y a ella. Acabé
viviendo sólo en la oscuridad. Todo lo que ocurría al otro lado, me daba
absolutamente igual. Me encaminaba al desastre y no lo veía. Y lo que es peor,
tampoco escuché a quién intentó abrirme los ojos, hacerme reaccionar y
devolverme las ilusiones perdidas. Conocí a otras mujeres y sólo fueron cuerpos
en los que desahogar mi pena y la rabia que me comía por dentro. Bebía en
exceso y tenía lagunas de memoria que abarcaban horas. No recordaba la última
vez que había visto la luz del sol y tampoco me importaba.
El
primer día del verano fue el último para mí. Lo pasé recluido en la biblioteca,
sentado en el mismo sillón que tantas horas había aguantado mi peso, bebiendo
hasta perder la consciencia y hablando con las sombras que me rodeaban. Los
criados ni se acercaron, sabían el riesgo que corrían si se atrevían a
molestarme, por eso nadie se dio cuenta de nada hasta que, dos días más tarde,
Baxter entró de puntillas y se encontró con mi cuerpo, frío y rígido. Dicen que
todavía tenía una copa medio llena en la mano y que sonreía.
No
sé cómo fue el entierro ni quiero saberlo. Estaba muerto, ¿qué podía importarme
cómo me vistieran o si el forro de mi ataúd era de seda o raso? ¡Estaba muerto,
maldita sea!
¿O
no?
Desperté,
no puedo precisar cuántos días más tarde, en el mismo panteón donde reposaban
todos mis antepasados desde sólo Dios sabe cuándo. Allí, entre flores ajadas y
velas consumidas, abrí los ojos y salí de mi ataúd. Miré a mi alrededor y,
durante unos instantes, fui incapaz de entender qué había ocurrido y qué hacía
allí. Como en un trance, veía cada detalle borroso. Sentía las piernas flojas y
una sed abrasadora. Aún sin saber qué había pasado, qué me había pasado, me
acerqué al lugar donde Rebecca reposaba y lo encontré vacío.
- Archie, ven a mí – susurró su voz a mi espalda. Me giré lentamente y me encontré con ella, radiante y temible. Me sonrió y cruzó la puerta del panteón, camino de la noche.
La
seguí sin dudarlo. Una parte de mí creía estar soñando de nuevo, la otra estaba
segura de que, esta vez, sí era real. Salí al cementerio y atravesé los bien
cuidados caminos, dejando atrás tumbas sin nombre y grandiosos panteones de
familias ilustres. Atravesamos la ciudad hasta llegar al peor barrio, aquel al
que poca gente se atrevía a adentrarse. Andamos por calles oscuras y
malolientes, cruzándonos con sombras
anónimas que ni siquiera parecían vernos. Ella parecía saber dónde íbamos y yo
no tenía miedo ni curiosidad, sólo sed. Sed de semanas, como si hubiera
atravesado un desierto sin una sola gota de agua. Me moría, qué irónico, por un
trago de bourbon o jerez o vino… lo que fuera que pudiera apagar la sensación
de arena que sentía en la boca.
Después
de un tiempo, minutos u horas, no puedo decirlo, Rebecca llegó a un viejo
edificio que había sido convento de monjas y ahora albergaba diminutos pisos
para gente de pocos recursos y escasa moralidad. Abrió la puerta y me hizo un
gesto para que entrara. La obedecí y la esperé al pie de la escalera.
-
No, querido, hoy no – dijo, sonriendo-. Esta noche tienes que ir tú solo pero
no tengas miedo, él cuidará de ti. Te está esperando.
-
¿Quién, Rebecca?
-
Un amigo. Tercer piso, Archie.
Me
lanzó un beso a distancia y se fue. Me dejó a oscuras, mirando el hueco de la
escalera y preguntándome si debía seguirla o subir. Me decidí por lo segundo.
Después de todo, ¿qué tenía ya que perder? Llegué al tercer piso, llamé a la
puerta y me abrió. Él. El desconocido de aquella fiesta que nadie conocía, que
se convirtió en una presencia casi constante en nuestras vidas durante un
tiempo y luego, cuando nadie lo esperaba, desapareció sin dejar rastro.
-
¡Archie, amigo mío, qué placer volver a verle! – saludó como si aquella
situación no fuera la más extraña del mundo-. Pase, por favor, póngase cómodo.
Tengo muchas cosas que contarle.
Aquella
noche, la primera de muchas, el desconocido me enseñó todos sus secretos.
Aprendí a pasar desapercibido si era necesario y a convertirme en el centro de
atención en el momento justo. Aprendí a elegir, acechar, perseguir, jugar,
volver loco, asustar, desaparecer, provocar, desear, a protegerme, a huir, a esconderme. Y a alimentarme. Hasta qué
punto podía llegar y cuándo era apropiado retirarse. La primera víctima, una
inocente doncella recién llegada del campo, ni siquiera fue consciente de lo
que se le venía encima. La seguí hasta la casa donde servía, me colé en su
habitación y esperé con paciencia a que acabara su trabajo y regresara para
acostarse. Le abracé, acerqué mi cara a la suya como si fuera a besarla y, en
el último momento, cuando abría los labios para recibir los míos, desvié la
cabeza y mordí su cuello. En el sitio justo, allí donde corría la vida como si
fuera un río descontrolado. Y descubrí el éxtasis más perfecto que jamás pudo
nadie experimentar. Su vida saliendo de sus venas y pasando a las mías,
caliente y espesa, llenándome. No puedo describirlo, lo siento, es imposible.
Tienes que vivirlo, porque cualquier cosa que te explique, se quedará pálido
frente a la realidad de la experiencia. La pobre muchacha, demasiado joven para
saber siquiera cómo funcionaba el mundo, fue la primera y, por eso, inolvidable
para mí. Todavía soy capaz de recordar, punto por punto, cómo fue y qué sentí,
qué sabor tenía, cuál era su olor. He tenido víctimas mejores, mucho más
perfectas y jugosas, pero ella siempre tendrá un lugar de honor en mi lista de
preferencias.
He
vivido, desde entonces, cientos, miles de noches. Al principio, bajo la tutela
del desconocido. Después, cuando consideró que estaba listo para volar solo,
con Rebecca a mi lado. Dos ángeles oscuros, hermosos e invencibles. Viajamos
por todo el país, dejando a nuestro paso un rastro de muerte y desolación. Nos
instalábamos en un pueblo cualquiera y nos quedábamos hasta que presentíamos el
peligro y partíamos en busca de un nuevo territorio que explorar y poseer. Con
el tiempo, la excitación de la caza disminuyó y hubo veces en que sólo
matábamos para alimentarnos, para sobrevivir. Empezaron las peleas, las
separaciones temporales, incluir otros elementos en nuestra ecuación. Tarde o
temprano, volvíamos a buscarnos y empezábamos de nuevo. Hasta que, hace tres
años, Rebecca se fue sin avisar, sin dejarme ni una maldita pista para
seguirla. Me quedé solo y, esta vez, parece que de forma definitiva.
Me
he acostumbrado, qué remedio, a seguir mi existencia sin ella. Quizá vuelva o
quizá no. Estoy atento a la prensa y sigo multitud de webs sobre sucesos
extraños, aquí y en el extranjero, en busca de alguna noticia que me diga que
ella sigue por ahí, mi ángel oscuro, mi amor de vida y muerte. La espero pero, en realidad, ya no la espero.
Que venga o no, que se quede allí donde esté o regrese conmigo. Ha dejado de
importarme, en realidad. No la necesito aunque todavía haya amaneceres en los
que la echo de menos y es que sigue sin gustarme dormir solo.
Como
ahora, que siento en los huesos que se acerca la salida del sol y mis fuerzas
empiezan a abandonarme. A mi izquierda, el cuerpo todavía tibio de un jugador
de póker que tuvo la osadía de ganarme anoche y, a la derecha, la crupier que nos
repartía las cartas y que agoniza con los ojos desorbitados. Muy insípido él,
con cierto gusto a tabaco y whisky de mala calidad. Ella exquisita, de lo mejor
que he probado en mucho tiempo. Casi siento que no vaya a sobrevivir pero es
que, ya sabes, no me lo puedo permitir.
Paso
la lengua por mis dientes; todavía encuentro el sabor de su sangre y sonrío.
Magnífica, realmente magnífica.
Y
yo…
Mjo
03-05-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 17
No hay comentarios:
Publicar un comentario