La
princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?
Ese es el
rumor que se extiende por los pasillos del castillo. Lo comentan sus doncellas,
escondidas en los rincones más oscuros, para que nadie les escuche porque su
vida corre peligro si alguien las pilla cotilleando. Quieren guardar el secreto
pero, ¿qué queréis que os diga?, no hay quien pueda mantener la lengua quieta
cuando de un rumor jugoso se trata. Además, dicen para justificarse, ¿acaso no
es cierto que la princesa anda triste, que se levanta suspirando y suspirando
se acuesta, que llora sin motivo y sin motivo se enfada? Tarde o temprano, esas
historias saldrán de su cámara y se extenderá por el reino, ¿qué más da quien
fue el primero en explicarla? No habrá nadie que pueda culparlas. Entre ellas,
hijas todas de buena cuna con pocas preocupaciones y demasiado tiempo libre,
juegan a acertar el motivo de tanto desasosiego y creen haber llegado a una
conclusión acertada. A la luz de las velas, cuando todo el mundo duerme, se
reúnen al pie de la Fuente de la Luz y hablan, hablan y hablan. También se ríen,
y mucho, con malicia porque están casi seguras de que el culpable no es otro
que Sir Allard, el caballero de los ojos bonitos y la sonrisa brillante. Y
suspiran, envidiosas, porque cualquiera de ellas apostaría su doncellez, si es
que aún la conservaran, por pasar una sola noche entre sus brazos. “Besarle y
morir”, suspiran dramáticamente las más jóvenes de ellas. Las mayores, más
expertas en eso de vivir como buenamente se puede, se contentan con mover la
cabeza y desearles mejor suerte.
La leyenda
del Caballero Gris va más allá de las fronteras conocidas del reino. Dicen que
no ha perdido un solo combate y, en el campo de batalla, no hay enemigo que no
caiga bajo su espada. En los salones de damas, su nombre corre de boca en boca
entre suspiros. Aseguran que, entre las sábanas, sus hazañas son todavía mucho
más notables. Cuentan por ahí que donde pone el ojo, deja un bastardo. Tiene
una reputación temible y, a su paso, los padres esconden a sus hijas y las
madres abadesas cierran, con mil candados y cadenas, las puertas de los
conventos y abadías. Pero no hay caso; hagan lo que hagan, siempre consigue su
propósito, ya sea ganar el torneo, conquistar el territorio o desvirgar una
doncella. Después desaparece, sumando títulos y arruinando reputaciones, pero
nadie se atreve a hacerle frente. Oye, que una hija deshonrada se arregla
encerrándola en un convento como monja de clausura pero ¿quién regresa de la
muerte? No, de ahí no hay quien vuelva y todos saben que Sir Allard limpia su
nombre con duelos y sangre.
Nadie sabe,
a ciencia cierta, cuál es su origen. Los más ancianos del lugar cuentan que
apareció en una cesta, a las puertas del castillo, una calurosa noche de
verano, envuelto en una sábana de hilo fino y con un trébol de oro colgado al
cuello como única seña de identidad que nadie supo reconocer. Creció en las
cocinas, bajo la protección de las mujeres que se encargaban de limpiar y
alimentar al rey y toda su corte de advenedizos y farsantes. Aprendió los
rudimentos de la lucha espiando a los soldados, que practicaban en el patio de
armas en los escasos tiempos de paz, y jugando con espadas de madera con los
hijos de los demás sirvientes. Pronto destacó entre todos ellos; era el más
alto, el más fuerte, el que más resistencia tenía y el que menos se quejaba de
los golpes. Creció deprisa e ingresó en la guardia del castillo. Aprendió
rápido y no tardó en llamar la atención del Senescal Real, personaje ambicioso
al que nada se le escapaba, que lo señaló al Rey. Éste lo vigiló con discreción,
reconociendo en él todas las virtudes que les faltaban a sus hijos y, en
especial, al heredero del Reino. Un día lo convocó al salón del trono y le dijo
que le había observado y quería ofrecerle la oportunidad de ser caballero de su
ejército. Se avecinaban tiempos de guerra y necesitaba todos los hombres que
pudiera reunir. Allard no se lo pensó dos veces y aceptó con entusiasmo. Era
consciente de que sólo los primeros hijos de las casas más nobles recibían tal
privilegio y únicamente después de pasar años como pajes y escuderos. Él era un
huérfano, un niño abandonado que ni siquiera podía añadir un apellido a su
nombre. Aquella era la oportunidad que había soñado y no la iba a desperdiciar.
Hincó la rodilla en el suelo, inclinó la cabeza y aceptó el honor con humildad.
Por fuera, parecía tranquilo. Por dentro, ardía de ganas de demostrar lo que
valía. Después de un entrenamiento duro, donde los capitanes le obligaban a
demostrar el doble que a los demás por el simple hecho de ser el protegido
real, y destacar entre todos los soldados en cuantas batallas participó, le
consideraron apto para recibir el título de caballero.
Como
marcaban los preceptos desde tiempos inmemoriales, Allard pasó la noche a solas
en el patio de armas, sin comer ni beber, pidiendo a Dios y a la Virgen que
protegieran y guiaran en la aventura que estaba a punto de empezar. En el
último momento, alcanzó a lamentar su condición de huérfano y alcanzó a desear
que su madre, fuera quien fuera, algún día supiera lo alto que había llegado y
se sintiera orgullosa de él. Sin embargo, no tuvo tiempo de lamentarse porque,
con las primeras luces del alba, el senescal acudió a buscarlo para continuar
con los rituales. Le acompañó hasta el lugar donde le habían preparado el baño,
esperó a que estuviera limpio para ayudarle a vestirse con la túnica blanca que
simbolizaba su pureza y su fe en Dios y le acompañó hasta el pie de altar,
donde esperaba el rey y su corte para recibirle como soldado y despedirle como
caballero. Allí le aguardaba también un magnífico presente: una armadura
completa y una espada en cuya empuñadura brillaba una esmeralda en el centro de
un trébol, que fue bendecida por el sacerdote. Cuando el Rey descendió del
trono para darle el beso de la vida y golpear sus hombros con su propia espada,
tuvo que morderse los labios para no llorar de alegría. Su sueño se había
cumplido, por fin.
Fue allí,
sentada a la derecha de su padre, donde la princesa vio por primera vez al ya
Sir Allard. Había cumplido quince años hacía unos días y se le consideraba, por
tanto, doncella casadera. Su obligación era aceptar el matrimonio ventajoso que
su padre le ofreciera, fuera quien fuera el candidato. Sabía que su principal
preocupación era mantener, cuando no aumentar, el poder de su familia, añadir
más tierras al reino y producir tantos hijos varones como fuera posible. Para
eso había sido educada con esmero en todas las labores propias de una dama de
alta cuna. Era sumisa y prudente, no hablaba si no se le preguntaba, religiosa
en su justa medida y jamás expresaba una opinión propia. Era, para todos, un
ejemplo de virtud y decencia, la candidata perfecta a reinar en cualquier
corte, y le sobraban pretendientes. Aunque no era demasiado bonita, la suma de
la dote le añadía los dones que podían faltarle.
Sin embargo,
debajo de una fachada tranquila y obediente, Ailena ardía. Había leído a
escondidas todos los libros de amor cortés que había podido encontrar, había
escuchado tantos romances cantados por juglares y trovadores y cazado al vuelo
historias de amores prohibidos entre sus damas y los caballeros de la corte,
que su imaginación vivía esperando un gran amor que le pusiera la vida patas
arriba. Sabía que su destino era un matrimonio de conveniencia para todo el
mundo menos para ella y rezaba cada noche para que el elegido fuera, al menos,
un hombre lo suficientemente joven como para encender su deseo. Pero todos
aquellos que su padre le presentaba eran viejos decrépitos, o casi, más cerca
de exhalar su último suspiro que de ser capaces de provocarle estremecimientos
de placer. Había perdido la esperanza cuando su padre le presentó a Sir Edvard,
un hombre cuyo mejor momento había pasado mucho antes de que ella naciera, pero
tenía tierras fértiles al otro lado del río y más oro del que se atrevía a
soñar. Sería él, y no otro, quien se llevara por delante su virginidad y todos
sus sueños de felicidad. Se casaría el primer día del año siguiente y partiría,
convertida en Lady de su propio castillo, en busca de una felicidad que estaba
segura de no poder encontrar.
Entonces vio a Sir Allard y
todo su mundo se llenó de música y luz. Se enamoró como sólo las adolescentes
pueden hacerlo, sin pensar en las consecuencias y sin remedio. Cuando su padre se
lo presentó, sintió que las rodillas le temblaban y ni siquiera fue capaz de
mirarle a los ojos. Tan pronto como pudo, se retiró a su cámara y se tumbó en
la cama, con una sonrisa soñadora en la boca, a imaginar finales felices para
todas sus historias. A partir de aquel día, el caballero desayunaba, comía y
cenaba en la mesa real y ella asistía a esas ocasiones vestida con sus mejores
galas. En cuestión de semanas, dejó atrás lo poco que aún le quedaba de niña y
apareció la mujer que nunca imaginó que pudiera ser. Descubrió su propia voz y
la usó para dar opiniones que nadie pedía ni esperaba que pudiera expresar.
Aprendió a coquetear con discreción y, a modo de ensayo, rompió algunos
corazones. Cuando se sintió preparada, fijó su mirada en Sir Allard y empezó su
particular campaña.
Poco
imaginaba ella que, mientras tanto, el caballero había ido ganando guerras en
el terreno de la batalla y en cuanta cama se le abría. Sabía que su apostura le
garantizaba la rendición de cualquier dama y tanto le daba que fuera soltera,
casada o viuda, la edad, el color de sus ojos, si dormía bajo un dosel de seda
o era pobre de solemnidad. Jamás habría imaginado que pudiera llegar a sentirse
tan cómodo en su piel o que una mirada, o una sonrisa, destruyera por completo cualquier
muralla. A todas ellas las adoraba durante unas horas o, si tenían suerte, unos
días. Después las abandonaba, con tanta delicadeza que ninguna de ellas tenía
motivo de queja, y partía en busca de una nueva conquista. No quedó dama en la
corte que no probara ni criada que le negara sus favores pero sabía
perfectamente que sólo había una que podía contemplar de lejos sin aspirar a
rozarle ni un pelo: la princesa Ailena. Como todo lo prohibido, acabó por
convertirse en su único deseo. Qué poco podía imaginar que, sentada al otro
lado del salón, rodeada de sus damas, ella compartía los mismos pensamientos y
deseos. Era inevitable que, un día u otro, ambos cedieran a la tentación y se
encontraran frente a frente.
Fue el día de San Juan,
patrón del reino, después de la misa solemne. En el patio del castillo se había
organizado una justa entre los caballeros de su padre y todos lucían unas
cintas, atadas en el brazo o adornando la crin de sus monturas, con los colores
de su amada, excepto Allard. Cuando hicieron su entrada en el recinto para
rendir honores al soberano, Ailena se levantó, se quitó el pañuelo con el que
se cubría el pelo y lo ató en la lanza que Allard le ofrecía. El estadio entero
contuvo el aliento y el mismo Rey soltó una exclamación de sorpresa antes de
aplaudir la ocurrencia de su hija. No le extrañó, sin embargo, porque era su
protegido y pensó que le mostraba respeto y admiración. Si hubiera sabido qué
acababa de empezar, habría puesto punto y final a la jornada festiva y
adelantado la boda. Uno tras otro, los caballeros se fueron enfrentando con
lanzas y los favoritos ganaron sus contiendas sin sufrir percances de
importancia. De entre todos ellos, Sir Allard era el que más aplausos y vítores
recibía y cada vez que salía a escena, Ailena se mordía los labios para no
gritar de miedo o de alegría al ver que triunfaba. Como todos esperaban, acabó
por ganar el torneo y recibió su premio, una corona de laurel y un cofre con
monedas de oro, de manos de la princesa, que a duras penas podía contener el
deseo que le ardía en las venas.
El banquete
que siguió fue memorable. De las cocinas del castillo no dejaban de salir
platos suculentos y el vino corría como agua. Las conversaciones educadas y
serias fueron dejando espacio a los cotilleos de alcoba, las historias picantes
y las canciones obscenas que encendían las mejillas de las jóvenes y la sangre
de los mayores. Al llegar la medianoche, las mesas casi se habían vaciado y
sólo quedaban los ancianos, más interesados en presumir de heridas de guerra y
conquistas pasadas, y las viejas matronas, recordando antiguos amores de
juventud. Nadie se dio cuenta de que Ailena, sin sus damas, había desaparecido
por las escaleras que llevaban a su dormitorio, en lo alto de la torre sur.
Tampoco vieron que, poco después, Allard seguía el mismo camino después de
echar una última mirada por encima de su hombro, para asegurarse que nadie le
seguía o trataba de detenerlo. Aquel era territorio prohibido, sólo el Rey, la
princesa y sus damas tenían libre acceso y si alguien le descubría, podía
costarle la vida. ¿Le importaba? Sí, claro, pero no tanto como para abandonar.
Si tenía que hacerlo, sería aquella noche o ninguna otra.
Guiado por
las velas que Ailena le había ido dejando encendidas a lo largo del camino,
llegó a la cámara de la princesa. Encontró la puerta abierta, entró y cerró a
sus espaldas, sin olvidarse de correr el pesado cerrojo que garantizaba que
nadie entraría por sorpresa. Recorrió con la vista la amplia estancia, tomando
nota de la chimenea encendida, las pieles en el suelo, los lujosos cortinajes
que cubrían las ventanas y la cama, con dosel, que ocupaba el centro de la
operación. Ailena, de espaldas, esperaba frente a una ventana. Allard se quitó
la espada y la dejó sobre una mesa, llenó dos copas con el vino que había en
una jarra, y se acercó a ella con una sonrisa. La princesa aceptó el
ofrecimiento y bebió un trago sin mirarle a los ojos, de repente asustada y, al
mismo tiempo, ansiosa. En el último momento, se sintió tan poca cosa, tan
inexperta, que creía que sólo le haría reír. Empezó a arrepentirse y a punto estuvo
de pedirle que se fuera de allí y que nunca contara lo que había pasado, o
casi, entre aquellas paredes. No alcanzó a abrir la boca más que para recibir
el beso del caballero de sus sueños y, una vez superada la sorpresa, devolverlo
con las mismas ganas. Se dejó abrazar y le abrazó. Dejó que le desabrochara la
túnica y peleó con el jubón de Allard antes de confesar que jamás había
desnudado a un hombre y no sabía cómo hacerlo.
Allard le
acarició la cara y, cogiéndola de la mano, la llevó hasta la cama. Hizo que se
sentara en el borde y, después de darle un beso suave, retrocedió unos pasos y
se quitó la ropa poco a poco. Ailena no podía dar crédito a lo que veía, a la
magnífica desnudez del que acabaría por ser su amante, y tomó nota, primero con
los ojos y después pasando los dedos por encima, de todas y cada una de las
cicatrices de su cuerpo. Rendida por completo, olvidada su condición de
princesa y el futuro que le esperaba, en cuestión de meses, junto a su futuro
esposo, dejó el caballero le quitara cada prenda de ropa y la cubriera de
besos, desde la frente hasta los pies, antes de cogerla en brazos para llevarla
a la cama. Iba a cerrar las cortinas que garantizarían la intimidad de su lecho
pero le pidió que las dejara abiertas; quería verle, a la luz del fuego que
llegaba desde la chimenea, y que la viera.
Ailena había oído, a
escondidas, historias sobre el dolor y la humillación que las mujeres
experimentan cuando perdían la virginidad. La mayoría de ellas deseaban que el
momento pasara lo más rápidamente posible y la situación se repitiera, con
suerte, una o dos veces al mes. Alguna hablaba de cierto placer y, en voz baja,
una de ellas reconoció que disfrutaba tanto o más que su marido y, a veces, era
ella quién provocaba el encuentro. Ninguna de esas historias contadas entre
susurros le habían preparado para el auténtico terremoto que sintió cuando
Allard, la tendió sobre la cama y fue recorriendo, primero con las manos y
después con su boca, cada centímetro de su piel. Se detuvo en la base de su
cuello, en los pechos temblorosos, en su estómago, detrás de las rodillas, los
tobillos y rehízo el camino de ascenso por sus piernas para perderse entre
ellas. Nadie, ni siquiera ella misma, le había tocado jamás allí y sintió que
caía la primera vez que le rozó con la punta de los dedos. Levantó la cabeza,
con los ojos muy abiertos, y se mordió el labio inferior para callar el gemido
que le subía por la garganta. Cuando cambió los dedos por la boca, ya no hubo
manera de guardar silencio. Poco a poco, el placer que le recorría el cuerpo
fue subiendo de escala y concentrándose en ese punto, desconocido hasta el
momento. Deseaba pedirle que parara y, al mismo tiempo, que siguiera, que
siguiera, que siguiera… hasta que algo explotó en su interior y le obligó a
gritar mientras se agarraba a las sábanas para no caer en el vacío. Cuando
volvió a la Tierra, pasados unos segundos, pensó que ninguna de sus damas había
sido capaz de sentir, o explicar, ni la mitad de lo que ella había
experimentado en apenas unos minutos. Y se escuchó reír a carcajadas, mientras
Allard le abrazaba y le decía, al oído, que era perfecta.
Fue su
turno, entonces, de descubrir y jugar. Le pidió que se tumbara en la cama y se
arrodilló a su lado. Primero le miró con curiosidad, volviendo a acariciar sus
cicatrices y preguntándole dónde se había hecho ésta y dónde aquella. Las besó
todas y cuando llegó a su entrepierna, la observó con atención. Hasta aquel
momento, no había visto jamás a un hombre adulto desnudo. Como mucho, a sus
hermanos pequeños cuando ayudaba a bañarlos pero en cuanto cumplieron cinco años,
los enviaron lejos, a formarse como caballeros, y habían vuelto tan pocas veces
al castillo que apenas les recordaba. Le llamaba la atención aquel trozo de
carne que parecía tener vida propia y se endurecía cuando lo rozaba con la
punta de un dedo. No sabía si le parecía atractivo o ridículo pero,
definitivamente, estaba dispuesta a averiguarlo. Lo cogió con la mano,
sorprendiéndose por su calor y la textura de la piel, y cuando la movió, sintió
una vibración para nada desagradable. Repitió el movimiento, arrancándole
pequeños gemidos a Allard, que se dejaba hacer con los ojos cerrados. Ailena se
preguntó qué ocurriría si acercaba la boca… y lo hizo. Se atrevió a darle un
beso en el extremo y obtuvo, como recompensa, una exclamación de sorpresa por
parte de Allard. Le dio otro y otro hasta que él le pidió que parara. Le
preguntó si le molestaba o le hacía daño y contestó que no, al contrario, pero
si seguía acabaría pronto y tenían mucho tiempo y otras cosas que hacer antes
de dejarse llevar.
Se besaron
con pasión, arrodillados en la cama, hasta que se dejaron caer en el colchón.
Ailena separó las piernas y Allard se colocó entre ellas, sin dejar de mirarle
a los ojos. Sabía, por experiencia, que algunas mujeres sentían mucho dolor en
aquel momento y quería evitarle, en la medida de lo posible, cualquier
sufrimiento. Tanteó en la entrada y jugó con sus dedos antes, sin dejar de
besarla, para prepararle. Cuando la sintió húmeda y receptiva, fue penetrándola
poco a poco, tomándose su tiempo, sin prisas. Sintió que su cuerpo se tensaba
en un momento y quiso detenerse pero ella no le dejó y, apretándose contra él,
completó el movimiento. Se mordió el labio por un momento y cerró los ojos con
fuerza pero apenas duró un instante. Allard, atento a su rostro, empezó a
moverse con cuidado, lentamente, abriendo el camino. Ailena, una vez superado
el dolor, se relajó y se dejó llevar. Con cada vaivén del cuerpo de Allard, una
parte de su cuerpo parecía despertar y pronto acabó por moverse al ritmo que
sus caderas le marcaban. Más profundo, más rápido, más fuerte… Cruzó las
piernas a la espalda del caballero y le pidió que no parara. Los gemidos de
Allard se hicieron más roncos, más fuertes; su cuerpo se movía más deprisa, más
deprisa, más deprisa, hasta que se detuvo en seco, echando la cabeza hacia
atrás, y dejó escapar un grito ronco antes de derrumbarse sobre su cuerpo. Se
quedaron abrazados, respirando agitados, y cuando se separaron, se miraron a
los ojos y sonrieron. Se cubrieron con la sábana y se quedaron dormidos, el uno
en los brazos del otro.
Aquella
noche gloriosa, Ailena descubrió qué resortes debía tocar para provocar una
reacción inmediata en su amante. Allard, por su parte, reconoció que jamás
había disfrutado tanto con ninguna mujer y decidió que, a partir de aquel
momento, era ella o nadie. El sol les encontró enredados en sus cuerpos,
agotados pero hambrientos, y se separaron a regañadientes. El caballero recogió
sus ropas y se vistió tan rápido como pudo y la princesa, desde su cama, no se
perdió ninguno de sus movimientos. Se despidieron con un beso largo y húmedo
que a punto estuvo de devolverles a la cama pero la cordura, que habían dejado
a un lado hacía unas horas, acudió al rescate y les obligó a separarse. Al otro
lado de la puerta, el castillo iba despertando y no tardarían en aparecer las
doncellas para prepararle el baño. Si les encontraban juntos, o alguien veía a
Allard salir de allí, el sueño podría transformarse en pesadilla en un abrir y
cerrar de ojos. No valía la pena arriesgarse más de lo necesario. Prometieron
volver a verse en cuanto encontraran la ocasión y se dijeron adiós.
Ailena
volvió a su cama, se abrazó a la almohada que aún conservaba el olor de Allard
y se quedó dormida casi al instante. Allard bajó las escaleras atento a cada
sonido y, al llegar al salón, se encontró con la mayoría de los caballeros
durmiendo la borrachera sobre las mesas o el suelo y, por suerte, con ningún
guardia a la vista. Pudo salir del castillo, atravesar el patio y llegar a su
habitación, en la muralla norte, justo antes de que sonara el toque de campana
que llamaba a la guarnición. Se cambió de ropa tan rápido como pudo y se unió a
sus compañeros que formaban en el patio. Alguno le guiñó un ojo porque,
conociéndole, imaginaban que había pasado la noche con alguna mujer del
castillo pero jamás serían capaces de adivinar quién.
Por
desgracia, la aventura apenas duró unos meses. El verano pasó en un suspiro y,
en demasiadas ocasiones, las incursiones de ladrones por los caminos obligó a
Allard a alejarse del castillo. En noviembre, un falso pretendiente al trono se
atrevió a invadir el país por la frontera este y tuvieron que enfrentarse, en
una batalla que dejó numerosas bajas y al caballero herido. Ailena vivió con el
corazón encogido hasta que le aseguraron que sobreviviría pero necesitaría
cuidados durante varias semanas. En cuanto se encontró con fuerzas, se escapó
una noche para visitarle en la enfermería y le encontró pálido, muy delgado,
demasiado débil para hacer algo más que abrazarla y besarla. Y en Navidad, su
prometido llegó al castillo con toda su corte, preparado para convertirla en su
mujer y ejercer su legítimo derecho a desflorarla. Ailena empezó a llorar tan
pronto como le vio atravesar el puente levadizo y siguió haciéndolo hasta que,
el tres de enero, partió hacia su nuevo hogar como dueña y señora. Allard la acompañó
a su destino, como parte del séquito de su padre, y aprovecharon cualquier
oportunidad para pasar un rato juntos. Llegaron al castillo, viejo y desolado,
tres días más tarde y repitieron la ceremonia de boda ante los ojos tristes de
sus nuevos súbditos. Una semana más tarde, el séquito real emprendió el
camino de vuelta y la dejaron sola. No pudo conservar a su lado a ninguna de
sus damas y tuvo que acostumbrarse al silencio y la oscuridad de su corte.
Sabía que volverían a verse, ella iría a visitar a su padre y, por los acuerdos
suscritos por el matrimonio, sus tropas prestarían servicio a su esposo
durante, al menos, tres meses cada año pero se les antojaba que el tiempo les
pasaría demasiado despacio cuando estuvieran separados, y muy rápido cuando
estuvieran juntos.
A finales de
febrero, al castillo del Rey llegó un mensajero. Traía noticias de Ailena y
había cabalgado día y noche hasta llegar a su destino. Sin asearse siquiera, le
llevaron ante el Rey y le entregó una carta sellada con el emblema de su hija.
Despidió al mensajero, dando instrucciones para que le alimentaran y le dieran
alojamiento para descansar durante dos o tres días, y acompañado por Allard, al
que había nombrado guardia personal, se retiró a sus aposentos, donde leyó la
carta en voz alta.
“Querido
padre,
Espero que
cuando recibas mi mensaje, se encuentre bien de salud. Yo, por mi parte, estoy
bien y feliz, ya que tengo noticias gozosas que comunicarle. Estoy embarazada.”
Y Allard,
después de felicitar a su soberano, regresó a su habitación preguntándose si
sería él el padre.
Mjo
06-07-2020
Reto Ray
Bradbury
Semana 26
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