jueves, 16 de julio de 2020

LA PRINCESA ESTÁ TRISTE (semana 26)


La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?

Ese es el rumor que se extiende por los pasillos del castillo. Lo comentan sus doncellas, escondidas en los rincones más oscuros, para que nadie les escuche porque su vida corre peligro si alguien las pilla cotilleando. Quieren guardar el secreto pero, ¿qué queréis que os diga?, no hay quien pueda mantener la lengua quieta cuando de un rumor jugoso se trata. Además, dicen para justificarse, ¿acaso no es cierto que la princesa anda triste, que se levanta suspirando y suspirando se acuesta, que llora sin motivo y sin motivo se enfada? Tarde o temprano, esas historias saldrán de su cámara y se extenderá por el reino, ¿qué más da quien fue el primero en explicarla? No habrá nadie que pueda culparlas. Entre ellas, hijas todas de buena cuna con pocas preocupaciones y demasiado tiempo libre, juegan a acertar el motivo de tanto desasosiego y creen haber llegado a una conclusión acertada. A la luz de las velas, cuando todo el mundo duerme, se reúnen al pie de la Fuente de la Luz y hablan, hablan y hablan. También se ríen, y mucho, con malicia porque están casi seguras de que el culpable no es otro que Sir Allard, el caballero de los ojos bonitos y la sonrisa brillante. Y suspiran, envidiosas, porque cualquiera de ellas apostaría su doncellez, si es que aún la conservaran, por pasar una sola noche entre sus brazos. “Besarle y morir”, suspiran dramáticamente las más jóvenes de ellas. Las mayores, más expertas en eso de vivir como buenamente se puede, se contentan con mover la cabeza y desearles mejor suerte.


La leyenda del Caballero Gris va más allá de las fronteras conocidas del reino. Dicen que no ha perdido un solo combate y, en el campo de batalla, no hay enemigo que no caiga bajo su espada. En los salones de damas, su nombre corre de boca en boca entre suspiros. Aseguran que, entre las sábanas, sus hazañas son todavía mucho más notables. Cuentan por ahí que donde pone el ojo, deja un bastardo. Tiene una reputación temible y, a su paso, los padres esconden a sus hijas y las madres abadesas cierran, con mil candados y cadenas, las puertas de los conventos y abadías. Pero no hay caso; hagan lo que hagan, siempre consigue su propósito, ya sea ganar el torneo, conquistar el territorio o desvirgar una doncella. Después desaparece, sumando títulos y arruinando reputaciones, pero nadie se atreve a hacerle frente. Oye, que una hija deshonrada se arregla encerrándola en un convento como monja de clausura pero ¿quién regresa de la muerte? No, de ahí no hay quien vuelva y todos saben que Sir Allard limpia su nombre con duelos y sangre.


Nadie sabe, a ciencia cierta, cuál es su origen. Los más ancianos del lugar cuentan que apareció en una cesta, a las puertas del castillo, una calurosa noche de verano, envuelto en una sábana de hilo fino y con un trébol de oro colgado al cuello como única seña de identidad que nadie supo reconocer. Creció en las cocinas, bajo la protección de las mujeres que se encargaban de limpiar y alimentar al rey y toda su corte de advenedizos y farsantes. Aprendió los rudimentos de la lucha espiando a los soldados, que practicaban en el patio de armas en los escasos tiempos de paz, y jugando con espadas de madera con los hijos de los demás sirvientes. Pronto destacó entre todos ellos; era el más alto, el más fuerte, el que más resistencia tenía y el que menos se quejaba de los golpes. Creció deprisa e ingresó en la guardia del castillo. Aprendió rápido y no tardó en llamar la atención del Senescal Real, personaje ambicioso al que nada se le escapaba, que lo señaló al Rey. Éste lo vigiló con discreción, reconociendo en él todas las virtudes que les faltaban a sus hijos y, en especial, al heredero del Reino. Un día lo convocó al salón del trono y le dijo que le había observado y quería ofrecerle la oportunidad de ser caballero de su ejército. Se avecinaban tiempos de guerra y necesitaba todos los hombres que pudiera reunir. Allard no se lo pensó dos veces y aceptó con entusiasmo. Era consciente de que sólo los primeros hijos de las casas más nobles recibían tal privilegio y únicamente después de pasar años como pajes y escuderos. Él era un huérfano, un niño abandonado que ni siquiera podía añadir un apellido a su nombre. Aquella era la oportunidad que había soñado y no la iba a desperdiciar. Hincó la rodilla en el suelo, inclinó la cabeza y aceptó el honor con humildad. Por fuera, parecía tranquilo. Por dentro, ardía de ganas de demostrar lo que valía. Después de un entrenamiento duro, donde los capitanes le obligaban a demostrar el doble que a los demás por el simple hecho de ser el protegido real, y destacar entre todos los soldados en cuantas batallas participó, le consideraron apto para recibir el título de caballero.


Como marcaban los preceptos desde tiempos inmemoriales, Allard pasó la noche a solas en el patio de armas, sin comer ni beber, pidiendo a Dios y a la Virgen que protegieran y guiaran en la aventura que estaba a punto de empezar. En el último momento, alcanzó a lamentar su condición de huérfano y alcanzó a desear que su madre, fuera quien fuera, algún día supiera lo alto que había llegado y se sintiera orgullosa de él. Sin embargo, no tuvo tiempo de lamentarse porque, con las primeras luces del alba, el senescal acudió a buscarlo para continuar con los rituales. Le acompañó hasta el lugar donde le habían preparado el baño, esperó a que estuviera limpio para ayudarle a vestirse con la túnica blanca que simbolizaba su pureza y su fe en Dios y le acompañó hasta el pie de altar, donde esperaba el rey y su corte para recibirle como soldado y despedirle como caballero. Allí le aguardaba también un magnífico presente: una armadura completa y una espada en cuya empuñadura brillaba una esmeralda en el centro de un trébol, que fue bendecida por el sacerdote. Cuando el Rey descendió del trono para darle el beso de la vida y golpear sus hombros con su propia espada, tuvo que morderse los labios para no llorar de alegría. Su sueño se había cumplido, por fin.


Fue allí, sentada a la derecha de su padre, donde la princesa vio por primera vez al ya Sir Allard. Había cumplido quince años hacía unos días y se le consideraba, por tanto, doncella casadera. Su obligación era aceptar el matrimonio ventajoso que su padre le ofreciera, fuera quien fuera el candidato. Sabía que su principal preocupación era mantener, cuando no aumentar, el poder de su familia, añadir más tierras al reino y producir tantos hijos varones como fuera posible. Para eso había sido educada con esmero en todas las labores propias de una dama de alta cuna. Era sumisa y prudente, no hablaba si no se le preguntaba, religiosa en su justa medida y jamás expresaba una opinión propia. Era, para todos, un ejemplo de virtud y decencia, la candidata perfecta a reinar en cualquier corte, y le sobraban pretendientes. Aunque no era demasiado bonita, la suma de la dote le añadía los dones que podían faltarle.


Sin embargo, debajo de una fachada tranquila y obediente, Ailena ardía. Había leído a escondidas todos los libros de amor cortés que había podido encontrar, había escuchado tantos romances cantados por juglares y trovadores y cazado al vuelo historias de amores prohibidos entre sus damas y los caballeros de la corte, que su imaginación vivía esperando un gran amor que le pusiera la vida patas arriba. Sabía que su destino era un matrimonio de conveniencia para todo el mundo menos para ella y rezaba cada noche para que el elegido fuera, al menos, un hombre lo suficientemente joven como para encender su deseo. Pero todos aquellos que su padre le presentaba eran viejos decrépitos, o casi, más cerca de exhalar su último suspiro que de ser capaces de provocarle estremecimientos de placer. Había perdido la esperanza cuando su padre le presentó a Sir Edvard, un hombre cuyo mejor momento había pasado mucho antes de que ella naciera, pero tenía tierras fértiles al otro lado del río y más oro del que se atrevía a soñar. Sería él, y no otro, quien se llevara por delante su virginidad y todos sus sueños de felicidad. Se casaría el primer día del año siguiente y partiría, convertida en Lady de su propio castillo, en busca de una felicidad que estaba segura de no poder encontrar.


Entonces vio a Sir Allard y todo su mundo se llenó de música y luz. Se enamoró como sólo las adolescentes pueden hacerlo, sin pensar en las consecuencias y sin remedio. Cuando su padre se lo presentó, sintió que las rodillas le temblaban y ni siquiera fue capaz de mirarle a los ojos. Tan pronto como pudo, se retiró a su cámara y se tumbó en la cama, con una sonrisa soñadora en la boca, a imaginar finales felices para todas sus historias. A partir de aquel día, el caballero desayunaba, comía y cenaba en la mesa real y ella asistía a esas ocasiones vestida con sus mejores galas. En cuestión de semanas, dejó atrás lo poco que aún le quedaba de niña y apareció la mujer que nunca imaginó que pudiera ser. Descubrió su propia voz y la usó para dar opiniones que nadie pedía ni esperaba que pudiera expresar. Aprendió a coquetear con discreción y, a modo de ensayo, rompió algunos corazones. Cuando se sintió preparada, fijó su mirada en Sir Allard y empezó su particular campaña.


Poco imaginaba ella que, mientras tanto, el caballero había ido ganando guerras en el terreno de la batalla y en cuanta cama se le abría. Sabía que su apostura le garantizaba la rendición de cualquier dama y tanto le daba que fuera soltera, casada o viuda, la edad, el color de sus ojos, si dormía bajo un dosel de seda o era pobre de solemnidad. Jamás habría imaginado que pudiera llegar a sentirse tan cómodo en su piel o que una mirada, o una sonrisa, destruyera por completo cualquier muralla. A todas ellas las adoraba durante unas horas o, si tenían suerte, unos días. Después las abandonaba, con tanta delicadeza que ninguna de ellas tenía motivo de queja, y partía en busca de una nueva conquista. No quedó dama en la corte que no probara ni criada que le negara sus favores pero sabía perfectamente que sólo había una que podía contemplar de lejos sin aspirar a rozarle ni un pelo: la princesa Ailena. Como todo lo prohibido, acabó por convertirse en su único deseo. Qué poco podía imaginar que, sentada al otro lado del salón, rodeada de sus damas, ella compartía los mismos pensamientos y deseos. Era inevitable que, un día u otro, ambos cedieran a la tentación y se encontraran frente a frente.


Fue el día de San Juan, patrón del reino, después de la misa solemne. En el patio del castillo se había organizado una justa entre los caballeros de su padre y todos lucían unas cintas, atadas en el brazo o adornando la crin de sus monturas, con los colores de su amada, excepto Allard. Cuando hicieron su entrada en el recinto para rendir honores al soberano, Ailena se levantó, se quitó el pañuelo con el que se cubría el pelo y lo ató en la lanza que Allard le ofrecía. El estadio entero contuvo el aliento y el mismo Rey soltó una exclamación de sorpresa antes de aplaudir la ocurrencia de su hija. No le extrañó, sin embargo, porque era su protegido y pensó que le mostraba respeto y admiración. Si hubiera sabido qué acababa de empezar, habría puesto punto y final a la jornada festiva y adelantado la boda. Uno tras otro, los caballeros se fueron enfrentando con lanzas y los favoritos ganaron sus contiendas sin sufrir percances de importancia. De entre todos ellos, Sir Allard era el que más aplausos y vítores recibía y cada vez que salía a escena, Ailena se mordía los labios para no gritar de miedo o de alegría al ver que triunfaba. Como todos esperaban, acabó por ganar el torneo y recibió su premio, una corona de laurel y un cofre con monedas de oro, de manos de la princesa, que a duras penas podía contener el deseo que le ardía en las venas.


El banquete que siguió fue memorable. De las cocinas del castillo no dejaban de salir platos suculentos y el vino corría como agua. Las conversaciones educadas y serias fueron dejando espacio a los cotilleos de alcoba, las historias picantes y las canciones obscenas que encendían las mejillas de las jóvenes y la sangre de los mayores. Al llegar la medianoche, las mesas casi se habían vaciado y sólo quedaban los ancianos, más interesados en presumir de heridas de guerra y conquistas pasadas, y las viejas matronas, recordando antiguos amores de juventud. Nadie se dio cuenta de que Ailena, sin sus damas, había desaparecido por las escaleras que llevaban a su dormitorio, en lo alto de la torre sur. Tampoco vieron que, poco después, Allard seguía el mismo camino después de echar una última mirada por encima de su hombro, para asegurarse que nadie le seguía o trataba de detenerlo. Aquel era territorio prohibido, sólo el Rey, la princesa y sus damas tenían libre acceso y si alguien le descubría, podía costarle la vida. ¿Le importaba? Sí, claro, pero no tanto como para abandonar. Si tenía que hacerlo, sería aquella noche o ninguna otra.


Guiado por las velas que Ailena le había ido dejando encendidas a lo largo del camino, llegó a la cámara de la princesa. Encontró la puerta abierta, entró y cerró a sus espaldas, sin olvidarse de correr el pesado cerrojo que garantizaba que nadie entraría por sorpresa. Recorrió con la vista la amplia estancia, tomando nota de la chimenea encendida, las pieles en el suelo, los lujosos cortinajes que cubrían las ventanas y la cama, con dosel, que ocupaba el centro de la operación. Ailena, de espaldas, esperaba frente a una ventana. Allard se quitó la espada y la dejó sobre una mesa, llenó dos copas con el vino que había en una jarra, y se acercó a ella con una sonrisa. La princesa aceptó el ofrecimiento y bebió un trago sin mirarle a los ojos, de repente asustada y, al mismo tiempo, ansiosa. En el último momento, se sintió tan poca cosa, tan inexperta, que creía que sólo le haría reír. Empezó a arrepentirse y a punto estuvo de pedirle que se fuera de allí y que nunca contara lo que había pasado, o casi, entre aquellas paredes. No alcanzó a abrir la boca más que para recibir el beso del caballero de sus sueños y, una vez superada la sorpresa, devolverlo con las mismas ganas. Se dejó abrazar y le abrazó. Dejó que le desabrochara la túnica y peleó con el jubón de Allard antes de confesar que jamás había desnudado a un hombre y no sabía cómo hacerlo.


Allard le acarició la cara y, cogiéndola de la mano, la llevó hasta la cama. Hizo que se sentara en el borde y, después de darle un beso suave, retrocedió unos pasos y se quitó la ropa poco a poco. Ailena no podía dar crédito a lo que veía, a la magnífica desnudez del que acabaría por ser su amante, y tomó nota, primero con los ojos y después pasando los dedos por encima, de todas y cada una de las cicatrices de su cuerpo. Rendida por completo, olvidada su condición de princesa y el futuro que le esperaba, en cuestión de meses, junto a su futuro esposo, dejó el caballero le quitara cada prenda de ropa y la cubriera de besos, desde la frente hasta los pies, antes de cogerla en brazos para llevarla a la cama. Iba a cerrar las cortinas que garantizarían la intimidad de su lecho pero le pidió que las dejara abiertas; quería verle, a la luz del fuego que llegaba desde la chimenea,  y que la viera.


Ailena había oído, a escondidas, historias sobre el dolor y la humillación que las mujeres experimentan cuando perdían la virginidad. La mayoría de ellas deseaban que el momento pasara lo más rápidamente posible y la situación se repitiera, con suerte, una o dos veces al mes. Alguna hablaba de cierto placer y, en voz baja, una de ellas reconoció que disfrutaba tanto o más que su marido y, a veces, era ella quién provocaba el encuentro. Ninguna de esas historias contadas entre susurros le habían preparado para el auténtico terremoto que sintió cuando Allard, la tendió sobre la cama y fue recorriendo, primero con las manos y después con su boca, cada centímetro de su piel. Se detuvo en la base de su cuello, en los pechos temblorosos, en su estómago, detrás de las rodillas, los tobillos y rehízo el camino de ascenso por sus piernas para perderse entre ellas. Nadie, ni siquiera ella misma, le había tocado jamás allí y sintió que caía la primera vez que le rozó con la punta de los dedos. Levantó la cabeza, con los ojos muy abiertos, y se mordió el labio inferior para callar el gemido que le subía por la garganta. Cuando cambió los dedos por la boca, ya no hubo manera de guardar silencio. Poco a poco, el placer que le recorría el cuerpo fue subiendo de escala y concentrándose en ese punto, desconocido hasta el momento. Deseaba pedirle que parara y, al mismo tiempo, que siguiera, que siguiera, que siguiera… hasta que algo explotó en su interior y le obligó a gritar mientras se agarraba a las sábanas para no caer en el vacío. Cuando volvió a la Tierra, pasados unos segundos, pensó que ninguna de sus damas había sido capaz de sentir, o explicar, ni la mitad de lo que ella había experimentado en apenas unos minutos. Y se escuchó reír a carcajadas, mientras Allard le abrazaba y le decía, al oído, que era perfecta.


Fue su turno, entonces, de descubrir y jugar. Le pidió que se tumbara en la cama y se arrodilló a su lado. Primero le miró con curiosidad, volviendo a acariciar sus cicatrices y preguntándole dónde se había hecho ésta y dónde aquella. Las besó todas y cuando llegó a su entrepierna, la observó con atención. Hasta aquel momento, no había visto jamás a un hombre adulto desnudo. Como mucho, a sus hermanos pequeños cuando ayudaba a bañarlos pero en cuanto cumplieron cinco años, los enviaron lejos, a formarse como caballeros, y habían vuelto tan pocas veces al castillo que apenas les recordaba. Le llamaba la atención aquel trozo de carne que parecía tener vida propia y se endurecía cuando lo rozaba con la punta de un dedo. No sabía si le parecía atractivo o ridículo pero, definitivamente, estaba dispuesta a averiguarlo. Lo cogió con la mano, sorprendiéndose por su calor y la textura de la piel, y cuando la movió, sintió una vibración para nada desagradable. Repitió el movimiento, arrancándole pequeños gemidos a Allard, que se dejaba hacer con los ojos cerrados. Ailena se preguntó qué ocurriría si acercaba la boca… y lo hizo. Se atrevió a darle un beso en el extremo y obtuvo, como recompensa, una exclamación de sorpresa por parte de Allard. Le dio otro y otro hasta que él le pidió que parara. Le preguntó si le molestaba o le hacía daño y contestó que no, al contrario, pero si seguía acabaría pronto y tenían mucho tiempo y otras cosas que hacer antes de dejarse llevar.


Se besaron con pasión, arrodillados en la cama, hasta que se dejaron caer en el colchón. Ailena separó las piernas y Allard se colocó entre ellas, sin dejar de mirarle a los ojos. Sabía, por experiencia, que algunas mujeres sentían mucho dolor en aquel momento y quería evitarle, en la medida de lo posible, cualquier sufrimiento. Tanteó en la entrada y jugó con sus dedos antes, sin dejar de besarla, para prepararle. Cuando la sintió húmeda y receptiva, fue penetrándola poco a poco, tomándose su tiempo, sin prisas. Sintió que su cuerpo se tensaba en un momento y quiso detenerse pero ella no le dejó y, apretándose contra él, completó el movimiento. Se mordió el labio por un momento y cerró los ojos con fuerza pero apenas duró un instante. Allard, atento a su rostro, empezó a moverse con cuidado, lentamente, abriendo el camino. Ailena, una vez superado el dolor, se relajó y se dejó llevar. Con cada vaivén del cuerpo de Allard, una parte de su cuerpo parecía despertar y pronto acabó por moverse al ritmo que sus caderas le marcaban. Más profundo, más rápido, más fuerte… Cruzó las piernas a la espalda del caballero y le pidió que no parara. Los gemidos de Allard se hicieron más roncos, más fuertes; su cuerpo se movía más deprisa, más deprisa, más deprisa, hasta que se detuvo en seco, echando la cabeza hacia atrás, y dejó escapar un grito ronco antes de derrumbarse sobre su cuerpo. Se quedaron abrazados, respirando agitados, y cuando se separaron, se miraron a los ojos y sonrieron. Se cubrieron con la sábana y se quedaron dormidos, el uno en los brazos del otro.


Aquella noche gloriosa, Ailena descubrió qué resortes debía tocar para provocar una reacción inmediata en su amante. Allard, por su parte, reconoció que jamás había disfrutado tanto con ninguna mujer y decidió que, a partir de aquel momento, era ella o nadie. El sol les encontró enredados en sus cuerpos, agotados pero hambrientos, y se separaron a regañadientes. El caballero recogió sus ropas y se vistió tan rápido como pudo y la princesa, desde su cama, no se perdió ninguno de sus movimientos. Se despidieron con un beso largo y húmedo que a punto estuvo de devolverles a la cama pero la cordura, que habían dejado a un lado hacía unas horas, acudió al rescate y les obligó a separarse. Al otro lado de la puerta, el castillo iba despertando y no tardarían en aparecer las doncellas para prepararle el baño. Si les encontraban juntos, o alguien veía a Allard salir de allí, el sueño podría transformarse en pesadilla en un abrir y cerrar de ojos. No valía la pena arriesgarse más de lo necesario. Prometieron volver a verse en cuanto encontraran la ocasión y se dijeron adiós. 


Ailena volvió a su cama, se abrazó a la almohada que aún conservaba el olor de Allard y se quedó dormida casi al instante. Allard bajó las escaleras atento a cada sonido y, al llegar al salón, se encontró con la mayoría de los caballeros durmiendo la borrachera sobre las mesas o el suelo y, por suerte, con ningún guardia a la vista. Pudo salir del castillo, atravesar el patio y llegar a su habitación, en la muralla norte, justo antes de que sonara el toque de campana que llamaba a la guarnición. Se cambió de ropa tan rápido como pudo y se unió a sus compañeros que formaban en el patio. Alguno le guiñó un ojo porque, conociéndole, imaginaban que había pasado la noche con alguna mujer del castillo pero jamás serían capaces de adivinar quién.


Por desgracia, la aventura apenas duró unos meses. El verano pasó en un suspiro y, en demasiadas ocasiones, las incursiones de ladrones por los caminos obligó a Allard a alejarse del castillo. En noviembre, un falso pretendiente al trono se atrevió a invadir el país por la frontera este y tuvieron que enfrentarse, en una batalla que dejó numerosas bajas y al caballero herido. Ailena vivió con el corazón encogido hasta que le aseguraron que sobreviviría pero necesitaría cuidados durante varias semanas. En cuanto se encontró con fuerzas, se escapó una noche para visitarle en la enfermería y le encontró pálido, muy delgado, demasiado débil para hacer algo más que abrazarla y besarla. Y en Navidad, su prometido llegó al castillo con toda su corte, preparado para convertirla en su mujer y ejercer su legítimo derecho a desflorarla. Ailena empezó a llorar tan pronto como le vio atravesar el puente levadizo y siguió haciéndolo hasta que, el tres de enero, partió hacia su nuevo hogar como dueña y señora. Allard la acompañó a su destino, como parte del séquito de su padre, y aprovecharon cualquier oportunidad para pasar un rato juntos. Llegaron al castillo, viejo y desolado, tres días más tarde y repitieron la ceremonia de boda ante los ojos tristes de sus nuevos súbditos.  Una semana más tarde, el séquito real emprendió el camino de vuelta y la dejaron sola. No pudo conservar a su lado a ninguna de sus damas y tuvo que acostumbrarse al silencio y la oscuridad de su corte. Sabía que volverían a verse, ella iría a visitar a su padre y, por los acuerdos suscritos por el matrimonio, sus tropas prestarían servicio a su esposo durante, al menos, tres meses cada año pero se les antojaba que el tiempo les pasaría demasiado despacio cuando estuvieran separados,  y muy rápido cuando estuvieran juntos.


A finales de febrero, al castillo del Rey llegó un mensajero. Traía noticias de Ailena y había cabalgado día y noche hasta llegar a su destino. Sin asearse siquiera, le llevaron ante el Rey y le entregó una carta sellada con el emblema de su hija. Despidió al mensajero, dando instrucciones para que le alimentaran y le dieran alojamiento para descansar durante dos o tres días, y acompañado por Allard, al que había nombrado guardia personal, se retiró a sus aposentos, donde leyó la carta en voz alta.


“Querido padre,


Espero que cuando recibas mi mensaje, se encuentre bien de salud. Yo, por mi parte, estoy bien y feliz, ya que tengo noticias gozosas que comunicarle. Estoy embarazada.”


Y Allard, después de felicitar a su soberano, regresó a su habitación preguntándose si sería él el padre. 



Mjo


06-07-2020


Reto Ray Bradbury


Semana 26


No hay comentarios:

Publicar un comentario