miércoles, 8 de julio de 2020

FELIZ ANIVERSARIO (semana 25)



Se cumple un año esta noche. Habrá quien piense que es una locura respetar este aniversario y me siento tentado a darles la razón. Es, cuando menos, tétrico. No, muy exagerada la palabra. ¿Lúgubre? Morboso. Sí, esa es la que se le ajusta más: morboso. Bueno, es que siempre he sido una persona con cierto gusto por lo extraño, de esas que se recrean en los detalles escabrosos de cualquier noticia. Cuando compro el periódico, cosa que ocurre muy de tanto en tanto, busco dos secciones: sociedad y sucesos. El resto me importa bastante poco porque siempre son iguales. Los políticos siguen tirándose los platos a la cabeza y culpándose, mutuamente, de los desmanes de los otros. De economía no entiendo más que lo básico para llegar a fin de mes, estirando hasta el último céntimo de mi sueldo, y que todo cuesta cada día más. Y, por favor, no me hagáis hablar de deportes porque podría estar horas hablando de lo ridículo que se ha vuelto el mundo del fútbol, donde un solo jugador gana en diez minutos lo que cualquier mortal en todo un año de duro trabajo. Y mira que me gusta, ¿eh? Pero me jode mucho incluso reconocerlo. No, en serio, mejor lo dejamos, que me indigno y hoy preferiría no hacerlo. Necesito estar tranquilo para celebrar, como se merece, que, un día como éste, la perdí.

¿Celebrar una pérdida?, os preguntaréis. Hombre, pues sí. Bueno, no. Lo que yo celebro es los años que pasamos juntos, los recuerdos que me quedan, nuestra vida. Ya. Muy manido, ¿verdad? Veréis, yo no fui nunca un hombre afortunado en amores. Ni en el juego, para qué vamos a mentir. Digamos que soy un tópico andante. Inteligente, trabajador, de buen carácter, con cultura y conversación. Tengo un sentido del humor que se adapta a prácticamente todas las situaciones y, en general, cuando estoy con gente no soy el perejil de todas las salsas pero no me quedo sentado en un rincón, con un plato de canapés mustios sobre las rodillas y un vaso de cerveza caliente en la mano. Sobreviví a la temible adolescencia, con sus cambios de humor, las hormonas desbocadas y los furibundos ataques de acné, y lo cierto es que no puedo quejarme demasiado. No tenía demasiado éxito pero, de vez en cuando, alguna se fijaba en el chico callado que se sentaba en la última fila de clase y se dignaba a salir conmigo una temporada. Nunca duraba demasiado, más o menos lo que tardaban en fijarse en el cachitas de turno, pero yo disfrutaba todo el proceso, incluso de la ruptura. ¿Por qué no hacerlo? Todo en la vida es un maldito aprendizaje y, de esos años, yo saqué unas muy valiosas enseñanzas. Y estoy convencido de que, gracias a ellas, Silvia acabó entrando en mi vida y quedándose conmigo para compartirla.


Silvia nunca fue la belleza oficial de la oficina. Había algunas mucho más espectaculares, rozando la vulgaridad, pero para mí, ella destacaba por su elegancia y discreción. Las faldas justo por encima de la rodilla, los tacones de ocho centímetros, sólo los dos últimos botones de las blusas desabrochados, el maquillaje suave y el pelo, suelto o recogido, pero con todos los rizos en su sitio. Era la viva imagen de la pulcritud y sencillez. Sus compañeras la consideraban aburrida porque, en las fiestas de Navidad o para celebrar que llegaban las vacaciones, jamás se bebía una copa de más, hacía el ridículo en el karaoke de la esquina o se lanzaba al cuello del primer hombre, desconocido o no, que se cruzaba en su camino. Mis compañeros, en cambio, la tenían por estrecha. No caía en ninguna de sus trampas, no hablaba de sus relaciones ni demostraba interés por las de los demás. Para los jefes, sin embargo, era la empleada modelo porque llegaba la primera, se iba la última y nunca se quejaba de nada. Pronto empezó a escalar posiciones y a cosechar envidias pero su actitud no cambió; siguió cumpliendo con sus obligaciones como si fuera, todavía, la secretaria que llegó con el título fresco debajo del brazo y ganas de comerse el mundo.

Acabamos trabajando en el mismo departamento y, la mayoría de las veces, en proyectos comunes que requerían de colaboración estrecha entre nosotros. Solíamos reunirnos un mínimo de tres veces por semana y nuestros despachos estaban uno junto al otro, separados por una puerta que casi siempre estaba abierta. A principios de marzo del 2005, nos encargaron un proyecto monumental que nos obligó a hacer más horas que un reloj. No nos daba tiempo de hacer casi nada durante la jornada laboral normal y empezamos a quedar fuera de la oficina, compartiendo cenas informales en su casa o la mía o pasando los fines de semana ahogados entre montañas de documentos, permisos, legislaciones, planos, informes económicos y técnicos, pruebas de resistencia y lidiando con la incompetencia de algunos miembros del equipo que se creían imprescindibles y el aparente pasotismo de los directivos de la empresa. No sé cuántas veces estuvimos tentados de tirar la toalla y rendirnos pero siempre, en el último momento, encontrábamos el resquicio por el que seguir avanzando y nos dábamos un poco más de tiempo.

Después de ocho meses de trabajo ingente, dolores de cabeza intensos y ataques de ansiedad y depresión variados, conseguimos presentar a concurso un proyecto que rayaba la perfección y nos sentamos a esperar el fallo. Ganamos, por poco pero ganamos y nuestros jefes, en agradecimiento, nos regalaron una semana de vacaciones pagadas y una paga extra que me dio para pagar una reparación importante en el coche y cuatro días de relax absoluto en el mejor balneario de Caldes de Montbui. Cuando le comenté mis planes a Silvia, dijo que jamás había estado en uno y que le iría de maravilla para olvidar la tensión de los últimos meses y empezar a recuperar su vida normal. Le propuse que se viniera conmigo, en un tono casual, como si no tuviera importancia. Le dije que había encontrado un auténtico chollo, una oferta de última hora que incluía pensión completa y una variedad de masajes y tratamientos más que suficientes como para volver a casa como si hubiéramos estado en el mismísimo Nirvana. Me miró fijamente y pareció pensárselo mientras se acababa el café, sentada en mi despacho, una fría mañana de diciembre. Imaginé que diría que no o intentaría reservar para otra fecha e irse sola pero me dijo que sí, que se apuntaba a la aventura porque necesitaba, como agua de mayo, salir de la ciudad y no hablar de trabajo durante unos días.

Silvia siempre dijo que fue allí, entre aguas termales, coberturas de fangos y rituales con piedras calientes, donde nos enamoramos. Yo creo que hacía meses que lo estábamos, aunque nos empeñamos en disfrazarlo de camaradería y amistad. Como sea, la segunda noche nos encontramos en la terraza, tomando una tila, bajo las estrellas más brillantes que había visto en mi vida, y la besé. En vez de un bofetón, que es lo que yo esperaba, me respondió devolviendo el beso con las mismas ganas. Una vez superada la sorpresa, hablamos, porque ambos éramos seres muy, demasiado, racionales y decidimos aceptar lo que sentíamos y enfrentar lo que viniera cuando volviéramos a casa. Y lo que vino fue tan bueno, tan… perfecto que ¿cómo no voy a celebrarlo cada día?




Salva fue el amor de mi vida, muy a mi pesar. No sé, yo andaba por el mundo perdida en mis propios asuntos, sin prestar atención a nada que ocurriera más allá de mi mesa de trabajo o la puerta que cerraba mi casa. Había tenido un par de experiencias bastante desagradables en el terreno amoroso y, francamente, se me quitaron las ganas de volver a probarlo. Y otra cosa no, pero cabezona lo soy un rato y conseguí, con mucho esfuerzo, mantenerme a salvo de todo mal. Hasta que tropecé con Salva y su compañerismo, su voz suave, sus modales de caballero antiguo y su deslumbrante sonrisa. No era un hombre guapo ni tenía un cuerpazo espectacular pero, no me preguntéis cómo o por qué, cuando entraba en una habitación, todos los demás pasaban a un segundo o tercer plano. Cada vez que nos reuníamos para discutir los detalles de cualquier proyecto conjunto, mi mente gritaba “¡PELIGRO, DANGER, HUYE!” pero, claro, ¿cómo iba a hacerlo si trabajábamos juntos? Me gustara o no, dependíamos el uno del otro. Aun así, saqué fuerzas de flaqueza y resistí la tentación durante un año.
Cuando nos ofrecieron el proyecto de la biblioteca municipal, que incluía la renovación de un palacio modernista que el tiempo, y el desinterés de las instituciones, había convertido en una ruina, me enfrenté al reto sabiendo que sería una prueba de fuego en todos los sentidos. Pasamos ocho meses de jornadas maratonianas, enfados monumentales, ataques de desesperación agudos e incluso instintos asesinos que afloraron cuando unos herederos, desconocidos hasta entonces,  presentaron una demanda para que se les pagara todavía más por un edificio que corría el riesgo de caerse con el primer soplo de viento. Perdieron, por supuesto, pero nos hicieron perder un tiempo precioso y nos obligaron a invertir más horas de trabajo de las necesarias. Todos nuestros esfuerzos fueron recompensados cuando eligieron el proyecto que presentamos y la empresa, después de marearnos durante meses, nos premió con una semana extra de vacaciones pagadas y una paga extra que gasté en unos zapatos muy preciosos y unos días en un balneario. Jamás había estado en uno de esos centros donde pagas para que te mimen pero siempre estuvo en mi lista de deseos. Salva me comentó que había reservado un paquete completo y me sugirió apuntarme a la aventura. Y qué queréis que os diga… Me harté de resistirme, de negar lo que sentía. Le miré a los ojos mientras me acababa el café y decidí que me gustaba lo que veía, lo que me hacía sentir su mirada. Me sentía protegida y aceptada. Se apagó el cartel mental de peligro y dije que sí. Fueron los cuatro mejores días de mi vida. O al menos, de mi vida hasta aquel momento. En ese tiempo, entre comidas saludables, infusiones calmantes y masajes relajantes, acepté que no era un simple capricho o un enamoramiento de oficina. Le quería de verdad. ¿Se lo dije? No, claro que no. Me limité a elaborar una historia sobre cómo me enamoré de él en esas vacaciones y me creyó. Así soy yo, confiable.

Nos casamos cuatro meses más tarde, en la pequeña capilla del balneario. La ceremonia fue sencilla y asistieron nuestros familiares más cercanos y algunos amigos íntimos que hicieron mucho ruido, bailaron hasta que salió el sol y se bebieron hasta el agua de los jarrones. La luna de miel la pasamos en Sicilia, siguiendo los pasos de Salvo Montalbano, de cuyas historias ambos éramos seguidores acérrimos. De regreso a la vida real, iniciamos nuestra vida en común en su piso, un dúplex de lujo en la mejor zona de la ciudad. Tuve que hacer algunos cambios porque así se respiraba un ambiente demasiado masculino para mi gusto, pero no tardamos en adaptarnos a encontrarnos cada mañana al otro lado de la cama, compartir baño, hacer la compra juntos y limpiar a medias. Yo no era feliz, no, esa palabra se quedaba corta, y Salva parecía vivir un sueño cada día. El primer año fue bueno, muy bueno. El segundo empezamos a hablar de tener un hijo y nos pusimos a ello con entusiasmo. Tardamos un poco más de lo que esperábamos, pero siete meses más tarde, el test casero confirmó lo que mi cuerpo me estaba avisando hacía días: estaba embarazada. Por supuesto, acudimos al médico para desechar cualquier duda y nos dio la enhorabuena en apenas un par de días. Por desgracia, perdimos al bebé antes de llegar al tercer mes. Fue difícil superarlo pero, con la ayuda de Salva, recuperé la ilusión. Quise volver a intentarlo tan pronto como el médico me diera luz verde y así lo hicimos. Después del sexto aborto, abandonamos. Yo me refugié en la pena, dejando a todo el mundo fuera. Incluso a Salva, que no sabía qué hacer para devolverme a la vida que habíamos empezado hacía seis años y que ya no significaba nada para mí.

Quizá sería más exacto decir que intentó rescatarme durante unos meses, lo que tardó en cansarse de mis lágrimas, mis silencios, que no soportara que me tocara y, debo ser honesta, de que le culpara de todos los fracasos. ¿Por qué? No lo sé, la verdad, porque no había ninguna causa médica que justificara los abortos. Simplemente, ocurrían pero yo tenía que quitarme de encima la sensación de estar defectuosa que tenía y él era lo más cercano que tenía.
La relación se fue deteriorando a la velocidad del rayo. No tardaron en llegar los reproches, las peleas a grito pelado, los insultos lanzados a bocajarro. Ah, sí, y las traiciones. Mías no, no podía ni soportar el pensamiento de que Salva volviera a tocarme, ¿cómo pensar siquiera en otros hombres? Salva buscó curarse, a su manera, las heridas que yo le hacía. En la oficina nunca le faltaron candidatas para calentarle la cama y a él le pareció buena idea darse el gusto con algunas de ellas. Marta, Laura, Susana y Carmen se convirtieron en sus amantes a tiempo parcial. De las que encontró fuera del trabajo, no puedo dar nombres, pero sé que hubo más de una. Los dos años que aún estuvimos juntos fueron una tortura, un infierno en la tierra. Salva quería divorciarse y yo, empeñada en hacerle daño al precio que fuera, le dije una y mil veces que no. Después de una discusión en la que salieron todos los rencores que habíamos acumulado, metió cuatro cosas en una maleta y se fue de casa.

Un par de meses más tarde, a finales de septiembre, quedamos para discutir las opciones de futuro que teníamos sobre la mesa. Nos encontramos en un restaurante en la montaña, con una vista magnífica sobre la ciudad. La elección del lugar, que fue suya, me pareció una puñalada por la espalda, porque allí me pidió que me casara con él, hacía una eternidad. Como si eso no fuera suficiente, me llevaron al mismo reservado. Sin esperarlo, el peso de todos los recuerdos me cayó encima como una losa y me di cuenta de que estaba haciendo una locura. ¿Quería aún a aquel hombre que, como si le importara una porra todo, se permitía el lujo de llegar con retraso a la cita? O, al menos, ¿le quería lo suficiente como para pedirle que me diera, nos diera, una última oportunidad? No lo sabía pero quizá fuera capaz de averiguarlo cuando se sentara en la silla que, vacía, parecía burlarse de mí al otro lado de la mesa. Cuando por fin llegó, treinta y cinco minutos más tarde, yo ya me había bebido tres copas de un excelente Penedés que, con el estómago vacío, me convirtieron en una bomba de relojería. Me saludó con dos besos, uno por mejilla, dejó la americana en el respaldo de la silla, se sentó y sonrió como si verme de nuevo le hiciera inmensamente feliz. Cenamos en un ambiente civilizado y pronto se me pasaron las ganas de pelea que había acumulado mientras le esperaba. Me sorprendí riéndome con sus anécdotas del verano y deseando que aquella cena no acabara nunca. Todo parecía tan perfecto que me permití hasta imaginar que conseguiríamos solucionarlo todo, perdonarnos los errores y volver a empezar. Brindamos con cava y, aprovechando que la temperatura era agradable, decidimos salir a dar un paseo. Pagó la cuenta y, cogidos de la mano, salimos del restaurante.

Seguimos el camino que bordeaba la montaña, preparado para románticos paseos bajo puestas de sol de ensueño y declaraciones de amor dramáticas. Llegamos al mirador y nos sentamos en el banco para contemplar cómo se iban iluminando los edificios de la ciudad. Por un momento, pensé en una escena de “La La Land” y sentí deseos de bailar de pura felicidad. Me levanté en un impulso pero la vergüenza me ganó la partida y disimulé acercándome a la barandilla. Y fue entonces cuando…




… me acerqué a ella por la espalda. No sé si me oyó venir y se dejó abrazar o si la pillé por sorpresa. En cualquier caso, me resultó muy fácil rodearla con los brazos, apretarla un poco como sabía que le gustaba, darle un beso en la nuca y empujarla por encima de la barandilla. No verle la cara en el último momento lo hizo todo mucho más sencillo, creo que si le hubiera mirado a los ojos no habría sido capaz de hacerlo. La oí gritar y quise seguir su descenso pero la falta de luz lo hizo imposible. Esperé unos segundos, hasta que escuché el sonido de su cuerpo al llegar al fondo del barranco, y entonces eché a correr en dirección al restaurante. Entré pidiendo ayuda a gritos, anunciando que mi mujer había tenido un accidente. No tardó en llegar la policía y me acompañó al lugar de los hechos. El equipo de rescate colocó el dispositivo necesario para acceder a su cuerpo y, después de confirmar que la habían encontrado y estaba muerta, lo subieron hasta el mirador. Al verla, con la ropa destrozada, la cara manchada de tierra y sangre y los ojos desorbitados por el miedo, empecé a llorar, como habría hecho cualquier otro viudo reciente. Quise acercarme a ella, abrazarla por última vez, pero no me lo permitieron.

Los miembros del equipo de emergencia se la llevaron hasta la ambulancia, que esperaba en el aparcamiento del restaurante, y partieron al Instituto Forense porque, dada la situación, iban a tener que practicarle la autopsia. Yo me fui directo a comisaría, a declarar. Estaba destrozado y ya no fingía. Esos ojos abiertos, que no desaparecían de mi mente, me acusaban. No puedo decir que estaba arrepentido, hice lo que tenía que hacer para conseguir mi libertad, pero lamentaba sinceramente haber tenido que llegar a ese extremo. Si hubiera aceptado firmar el divorcio cuando se lo pedí, nada de eso habría ocurrido pero no me dejó más opción. La investigación decretó que había sido un desgraciado accidente. Nos entregaron el cuerpo en apenas dos días y la enterramos con una ceremonia laica y sencilla, con la música que más le gustaba y cientos de lirios azules y tulipanes amarillos. Durante meses, interpreté el papel de viudo desconsolado y, cuando el revuelo y la pena empezaron a desaparecer, me casé con Amalia, la mujer por la que había cruzado la única línea roja de mi vida.




Lo que Salva no cuenta es que cuando volvió al piso que compartimos, después de la pantomima de mi entierro, empezó a sentir cosas extrañas. Objetos que no aparecían donde él los había dejado, los grifos que se abrían y cerraban solos, susurros que sonaban en nuestra habitación en mitad de la noche, una fotografía mía que no dejaba de salir del cajón en el que la había condenado y algunos mensajes con mi voz en el contestador de su móvil. Se negaba a creer que yo, a pesar de todo, siguiera amargándole la vida desde el inframundo pero, al final, tuvo que rendirse a la evidencia y acudió a una vidente. Le hicieron una limpieza energética que le costó un dineral y, por no poder justificar el gasto, una bronca monumental con su nueva esposa, la muy perfecta Amalia. Que, por cierto, le pone los cuernos con su jefe. Justicia poética, dirán algunos. Que se joda, digo yo.

Cuando se cumplió el primer aniversario de mi muerte, acudió al mirador al filo de la medianoche. Llevaba en la mano un pequeño ramo con mis flores favoritas, lirios azules y tulipanes amarillos, y se sentó en el mismo banco en el que tuvimos nuestra última conversación. Después de asegurarse de estar solo, se aclaró la voz y empezó un monólogo en el que a medias me pedía perdón y, a medias, se justificaba por lo que había hecho. Se llevó un susto de muerte cuando aparecí sentada a su lado, toda etérea y fantasmal. Su cara de espanto absoluto fue lo mejor de mi primer año de muerta que se niega a desaparecer del mapa porque había dejado algo pendiente por hacer: amargarle todos y cada uno de los días que le quedaran por vivir. Total, no tenía nada mejor que hacer y la eternidad se me antojaba demasiado aburrida.




Casi me mata del infarto cuando apareció sentada a mi lado, como si nada. Durante unos minutos, el corazón me latió a cinco mil por hora y respiré a bocanadas. Quise levantarme del banco y salir corriendo pero no sentía las piernas y, además, estaba convencido de que iba a morirme en cualquier momento. De lo que no dudé ni por un instante es que lo que veía era real y no producto de mi imaginación culpable. Cuando fui capaz de respirar con normalidad y deduje que no, que todavía no había llegado mi hora, la miré y me sorprendió encontrarla con una sonrisa de satisfacción en la cara. Y habló.




- Qué rápido pasa el tiempo – le pregunté. Salva se encogió de hombros y apartó la mirada-. Para ti sí, claro. Enhorabuena, por cierto, estuve en tu boda. Qué maravilla de vestido llevaba, por cierto, debió costarle una fortuna. Espero que hayas disfrutado estos meses juntos porque te queda poco. Se acuesta con su jefe, un señor decrépito al que le quita un año de vida con cada revolcón, y le ha convencido para que la convierta en su quinta esposa. De aquí a nada, os divorciaréis, te dejará con una mano delante y otra detrás y después se casará con su viejo podrido de millones. Pero no te preocupes, que no te quedarás solo porque yo no pienso dejarte jamás.




Me levanté horrorizado al escucharla. Lo cierto es que tenía mis sospechas desde hacía tiempo pero escuchar que Amalia me engañaba me dolió con una patada en la entrepierna. Ver a Silvia disfrutar con mi sufrimiento hizo que todo fuera todavía peor. Me hubiera gustado matarla otra vez pero tuve que conformarme con ponerme de pie y alejarme de su figura, transparente y luminosa. Me detuve al pie de la barandilla y respiré hondo. Se detuvo a mi lado y miró al fondo del barranco.

- Fue justo aquí, ¿verdad? – preguntó. No había emoción alguna en su voz y, quizá por eso, me aterró.
- Sí, aquí te maté – contesté, con un hilo de voz.

- Bueno… pues aquí morirás tú también.

Lo último que recuerdo es ver la oscuridad que ascendía rápidamente hasta encontrarse conmigo pero yo ya no estaba en el mirador, sino en el suelo pedregoso, mirando a las estrellas y sintiendo que mi cuerpo era un único núcleo de dolor. Poco a poco, la luz se fue apagando y creí que me estaba quedando dormido pero…




… cuando Salva abrió los ojos, no física sino mentalmente, lo primero que encontró fue a mí, arrodillada a su lado. El pobre parecía perdido y, lo confieso, me dio un poco de pena. El plan era decirle que estaba muerto y largarme, dejarle allí tirado a solas para que lidiara con la noticia, pero no pude hacerlo. Me sentí obligada a explicarle lo que había ocurrido.

- Verás, Salva, que estás muerto. Nada, un arranque tonto que me dio y decidí pagarte con la misma moneda. Ya sabes lo que dicen, la venganza es un plato que se sirve frío. Helado, en nuestro caso, pero da igual. No te quejes, no he hecho nada que no me hicieras tú antes, excepto eso de ir por tu casa a alborotar las cosas y tal. No sabes cómo lo he disfrutado… No, no te muevas todavía, hombre. Mira, ya se oyen las sirenas, seguro que alguien te ha oído gritar y ha llamado al 112 ¿o al 061? No sé, me liaba con los números cuando estaba viva, imagina ahora que no los necesito para nada. Llegarán y te encontrarán en un abrir y cerrar de ojos. El proceso que seguirá ya te lo imaginas, lo has vivido ya. La diferencia es que creerán que es un suicidio porque, claro, estabas solo aquí, el lugar en el que murió tu anterior esposa y en el día del primer aniversario de su fallecimiento. Vamos, que cuando sumen dos y dos, verán que dan cuatro y cerrarán el caso. Míralo por el lado positivo, hombre, te ahorrarás todos los trámites y malos tragos del divorcio con Amalia. Ella tendrá que fingir pena y esperar unos meses para casarse con su galán pero acabará por tener su final feliz. Si es que ya lo dice el refranero popular, el muerto al hoyo y el vivo, al bollo. Y tú no te preocupes, de verdad, que tampoco es tan terrible. Dentro de un año, volveremos a sentarnos en ese mismo banco y nos reiremos de todo esto.

- ¿Me lo prometes? – preguntó.

- Te lo prometo. Y quién sabe, lo mismo ese día, la pobre Amalia viene a rendirte homenaje y no sé, tiene un tropezón tonto y… Donde comen dos, comen tres.




Mjo

28-06-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 25

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