lunes, 23 de noviembre de 2020

CRUCE DE CAMINOS (Semana 45)

SABADO. 03:35 H. ERIC.


Eric salió del ascensor ajustándose la corbata y se acercó al mostrador del portero. El hombre, del que no conseguía recordar cómo se llamaba, le observaba con una sonrisa socarrona en la boca.

- Buenas noches, señor – saludó, levantándose y apoyando las manos en la superficie de madera-, espero que haya disfrutado la... visita.

- Sí, por supuesto – contestó Eric, al que no se le había escapado la ironía del tono. Le habría encantado ponerlo en su sitio, pero no le convenía hacerlo. Era un valioso aliado y sin su colaboración, aquella noche se habría convertido en un auténtico desastre. Dejó el abrigo sobre el mostrador y dibujó una sonrisa de compromiso mientras se ponía la americana. Sacó la elegante cartera del bolsillo interior, extrajo unos billetes y los dejó sobre el brillante mostrador-. Muchas gracias por su colaboración, señor...

- Padilla. Gracias a usted, señor por su...- cogió los billetes, los contó sin disimulo y se los metió en el bolsillo izquierdo del pantalón- generosidad. Es un placer ayudarle. ¿Le veremos pronto por aquí, señor?

- Es posible. Se lo haré saber para que pueda organizarse – Se pasó la mano por el alborotado pelo y se ajustó los puños de la camisa, dejando a la vista sólo la porción exacta de tela que marcaba la diferencia entre la elegancia y la chabacanería-. Buenas noches, señor Padilla.

- Oh, no, por favor. Padilla a secas, señor – Hizo una inclinación de cabeza y volvió a sentarse-. Buenas noches, señor.

Eric dio media vuelta, atravesó el hall haciendo resonar sus pasos sobre el reluciente mármol, y abandonó el edificio sin mirar atrás. Había bajado la temperatura y el aire olía a lluvia. Se echó el abrigo sobre los hombros y pensó en pedir un taxi porque lo último que le hacía falta era que le pillara el chaparrón, pero decidió que le sentaría bien andar hasta su casa, que tampoco estaba tan lejos. Necesitaba despejarse la cabeza y quitarse de encima el exceso de energía que no había podido gastar. Sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió con un encendedor a juego, regalo de su padre cuando cumplió los dieciocho, y echó a andar por la avenida casi desierta.

 

 

SABADO. 03:15 H. MATILDA.

 

Matilda no conseguía dormir. Ni tila, ni somnífero, ni vaso de leche caliente, ni contar ovejitas ni el casi siempre efectivo orgasmo gentileza de su nuevo vibrador; aquella noche, nada parecía funcionar. Harta de dar vueltas en una cama demasiado grande y solitaria, echó hacia atrás la colcha de una patada y se levantó. Se acercó a la ventana, estremeciéndose de frío. ¿Se había olvidado de conectar la calefacción? Se echó una bata por encima y, de puntillas para no molestar a sus muy delicados vecinos, atravesó el minúsculo apartamento hasta el comedor. Efectivamente, el temporizador estaba apagado y ya era demasiado tarde para ponerlo en marcha, se haría de día antes de notar algo de calor.

- Mira... de perdidos, al río – dijo en voz alta-. Voy a salir.

Volvió a la habitación, se quitó la bata y el pijama y se puso unos calcetines de lana, los tejanos del día anterior, una gruesa sudadera y, por si acaso, el abrigo rosa que le había regalado su madre y que, a pesar de odiarlo con todas sus fuerzas, no había podido devolver porque había perdido el ticket. En el lavabo, se echó un poco de agua fría en la cara y, en el recibidor, se plantó delante del espejo y contempló, con ojo crítico, su aspecto.

- Bah, tampoco creo que te vayas a encontrar con el amor de tu vida a estas horas... A ver, ¿gorro de lana o coleta? – Dudó un instante y se decidió por un gorro de lana negro que le quedaba fatal, pero le daba absolutamente igual. Lo descolgó de la percha con un movimiento brusco y el perchero se tambaleó peligrosamente. Antes de que pudiera evitarlo, cayó al suelo, provocando un estrépito de mil demonios. En apenas cinco segundos, sus vecinos estaban aporreando el techo con el palo de la escoba y lanzando improperios a pleno pulmón. Qué escándalo, ¡acabarían por despertar a todo el edificio! Tan rápido como fue capaz, cogió las botas, las llaves y salió de casa. Cerró la puerta despacio, para no hacer más ruido, y descalza, bajó las ciento y pico escaleras que separaban su piso de la calle. Al llegar al último escalón, se sentó, se puso las botas y salió.

- Hace una noche preciosa – se dijo, respirando hondo-. Estás como una cabra. Más vale que tu madre no se entere de esto o te llevará, arrastrándote por una oreja, de vuelta al pueblo, donde pueda seguir controlándote.

Echó a andar hacia la avenida principal, cuyas luces de león parpadeaban al final de la calle.

 

SABADO. 04:25 H. ERIC.


Con las manos en los bolsillos, Eric caminaba sin prestar atención a escaparates o a la poca gente con la que se cruzaba. Andaba perdido en los recuerdos de aquella noche que tanto prometía y que acabó por torcerse de la peor manera posible. Había escapado por los pelos del desastre, pero quizá la próxima vez no tendría tanta suerte. Claro que mientras siguiera pagando al maldito Padilla, podría considerarse relativamente seguro. ¿O no? No es que el soborno fuera pequeño, más bien era justo lo contrario, pero le preocupaba que su conciencia le obligara a explicarle a su jefe lo que sucedía cada vez que abandonaba la ciudad por unos días.

Tenía que acabar con esa historia, de una vez por todas. Lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alejarse de ella no era opción, trabajaban en los mismos proyectos. Y las horas que no pasaban juntos, seguía estando en su mente. Debería cambiar de trabajo, buscar un puesto similar en otro periódico. Con su apellido y su curriculum, no le costaría nada encontrar quién quisiera contratarle. Sí, eso era lo más inteligente que podía hacer, pero...

Una imagen de Sandra, desnuda entra las sábanas de satén negro de su cama, sonriendo y tendiéndole los brazos, le arrancó un gemido a medio camino entre el deseo y la desesperación. ¿Cómo iba a dejarla? ¡Era de locos! Era de locos todo: haberle seguido el juego, caer en sus redes, dejarse atrapar por aquella mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido jamás y, sobre todo, haber sido tan estúpido como para enamorarse de ella. Estúpido, estúpido, ¡estúpido! ¿Qué podía ofrecerle él que ya no tuviera? Le sobraba el dinero, tenía una reputación intachable entre los profesionales del gremio periodístico y, por si le faltaba algo, estaba casada con un hombre temido y respetado a partes iguales. Un hombre que, además, era su jefe, el de los dos. Si su historia se hacía pública,  ella posiblemente no sufriría demasiado pero él ya podría despedirse de su prometedora carrera como analista político y eso sólo para empezar. ¡Le arruinaría la vida! Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De los cuatro meses más increíbles y excitantes de su existencia? De verdad, qué locura. Tenía que romper con ella y cuanto antes, mejor. La próxima vez, sí. La próxima vez sería la última. O la penúltima.

Se detuvo junto a un semáforo en rojo. Había empezado a caer una lluvia fina que, poco a poco, iba empapándole. Le quedaba todavía un buen trecho por recorrer, quizá coger un taxi sería lo más inteligente. Miró a un lado y a otro de la avenida, pero no vio ninguna luz que anunciara la presencia de un vehículo libre. Sacó el móvil, buscó el teléfono de una compañía y cuando iba a marcarlo, un ruido de cristales rotos a su espalda le sobresaltó. Se giró y miró hacia un callejón entre dos edificios antiguos, pero estaba oscuro y apenas distinguió la silueta de los contenedores que había arrimados a la pared, junto a la entrada.

- Bah, serán ratas hurgando en la basura – El móvil vibró en su mano y activó la pantalla. Era un mensaje de Sandra, donde le decía que lamentaba que el regreso inesperado de su marido hubiera interrumpido su cita, y le avisaba que al día siguiente estaría libre. “Te espero en el hotel, a las 16 h. No me falles, cachorrito”, había escrito, y adjuntó una foto suya, desnuda, a modo de incentivo. La simple visión de su cuerpo perfecto le provocó una erección instantánea y se sintió ridículo, patético, estúpido, estúpido, estúpido-. Maldita sea, Sandra...

El ruido de cristales rotos se repitió, como si alguien se dedicara a estrellar botellas contra el suelo por diversión. Intrigado, dio unos pasos en dirección a la entrada del callejón y forzó la vista a ver si distinguía algo. Nada, oscuridad y un olor levemente ácido a basura sin recoger y, por debajo, algo que no fue capaz de definir. Se acercó un poco más y escuchó, más allá de los contenedores, un quejido, una especie de llanto o un gemido de dolor que, sin duda, era humano. Su primer impulso fue dar media vuelta y largarse tan rápido como fuera posible, tenía sus propios problemas, gracias, pero la voz de su conciencia le obligó a hacer justo lo contrario. Encendió la linterna del móvil y, con el brazo en alto para iluminar mejor el espacio, entró.

La puñalada le pilló por sorpresa. Al fondo del callejón había visto lo que parecía un cuerpo tirado en el suelo y, pensando que era alguien herido, echó a correr. Tan pronto como se agachó junto al cuerpo, un hombre salió de su escondite detrás de un contenedor y se acercó a él sin hacer ruido.

-Pero ¿qué demonios...? – dijo Eric al darse cuenta de que el cuerpo, en realidad, era un maniquí desmembrado. Antes de que pudiera levantarse, el hombre se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo que llevaba en una mano. Eric ahogó un grito de dolor e intentó levantarse, pero las piernas no le obedecieron y cayó al suelo, boca abajo. El agresor le dio la vuelta y le registró los bolsillos. Sacó la cartera, la pitillera, el encendedor y el móvil y se los guardó. Después le quitó el reloj de acero de edición limitada, un sello que había heredado de su abuelo y, de un tirón seco, le arrancó la cadena y el pesado crucifijo de oro que llevaba colgado al cuello. Para rematar la faena, le quitó los zapatos, salió corriendo y se perdió en la noche.

 

SABADO. 04:35 H. MATILDA.


Llevaba una hora caminando y el cansancio empezaba a pasarle factura. Le pesaban las piernas y bostezaba con tanta frecuencia que se le iban a desencajar las mandíbulas. Había llegado el momento de dar media vuelta y regresar a casa. En uno de esos establecimientos abiertos las 24 horas, pidió un donut de chocolate y un café, descafeinado, y se lo tomó bajo la marquesina, a salvo de la fina llovizna que, poco a poco, iba empapando el suelo. Hacía apenas un mes que se había mudado a la ciudad y era la primera vez que se aventuraba por aquella zona. Normalmente, iba de casa al trabajo, del trabajo a casa y poca cosa más. También había visitado un par de museos, había ido al cine una vez y había intentado recorrer uno de los parques más famosos de la zona, pero se cansó pronto y no vio ni la mitad. Tampoco había salido de noche, asustada por las noticias sobre asaltos, asesinatos y violaciones que su madre, con precisión diabólica, le transmitía por teléfono cada miércoles por la noche y todos los domingos por la mañana. Si se enteraba de su pequeña aventura nocturna, le iba a dar un ataque. Se fijó en un edificio en la acera de enfrente. A la luz mortecina de las farolas, un viejo teatro de considerables dimensiones dormía el sueño del olvido y la decadencia. Matilda, que todo lo que oliera a antiguo le hacía salivar, tiró a una papelera el vaso de café vacío y cruzó la calle a paso ligero para verlo mejor.

La fachada del teatro todavía conservaba algunos elementos modernistas, muy deteriorados pero reconocibles. Tenía las ventanas bloqueadas con tablones,  cubiertos por grafitis más o menos artísticos y anuncios de compañía femenina para “caballeros solventes y solitarios”. En unas vitrinas situadas a ambos lados de la puerta principal, y a pesar del polvo y las telarañas acumuladas, todavía se podía apreciar los carteles anunciadores de la última obra que se representó. A la derecha, bajo una hilera de bombillas rotas, se abría la ventanilla ciega de la taquilla. Matilda, cuya imaginación se disparaba con facilidad, pensó en qué ocurriría si se acercaba al cristal y, de repente, al otro lado aparecía una cara del pasado para preguntarle cuántas entradas quería. Aun sabiendo que no era más que una fantasía macabra, se le puso la piel de gallina y retrocedió unos pasos.

- Vale, ya está – dijo a media voz -, ha llegado el momento de volver a casa.

Sin cambiar de acera, deshizo el camino que llevaba hasta su apartamento. Caminaba deprisa; de repente, se sentía incómoda y deseaba estar a salvo entre sus cuatro impersonales paredes. Iba con la vista clavada al frente y las manos en los bolsillos, canturreando en voz baja una de sus canciones favoritas. Había cubierto, más o menos, la mitad de la distancia cuando pisó una baldosa rota y se torció un tobillo. Se le escapó un grito de dolor y se apoyó en la esquina de un callejón oscuro entre dos edificios antiguos.

- ¡Maldita sea! – Se masajeó el tobillo por encima del pantalón durante unos segundos, después apoyó el pie en el suelo y dio unos pasos de prueba. Había sido una falsa alarma-. Menos mal...

Un sonido como de cristales que se rompían al caer al suelo le sobresaltó y dio un salto hacia atrás, ahogando un grito. Se quedó quieta, con los ojos clavados en la oscuridad del callejón, esperando que saliera una figura terrorífica: un hombre lobo, un vampiro sediento de sangre, Jack el Destripador, Drogon lanzando fuego, un terraplanista, ¡un político en plena campaña electoral! Y lo que salió fue un hombre, disparado, que de un empujón la tiró al suelo. Ni siquiera se paró a disculparse; le gritó un “¡Aparta, zorra!” por encima del hombro y siguió corriendo sin mirar atrás.

- Joder con la vida nocturna de la ciudad – susurró, levantándose y sacudiéndose el abrigo, que se le había manchado de barro. Al final, iba a tener que darle la razón a su madre: si te despistas, ¡zas! Estás muerta. O por el suelo y dolorida -. Me largo pero ya.

- Socorro... – una voz masculina salió de algún punto del callejón. A Matilda se le escapó un gemido y empezó a temblar-. Socorro, ayuda...

- No eres real – dijo en voz alta, retrocediendo-, no eres real, no eres real...

- ¡Por favor, necesito ayuda! – La voz sonó un poco más fuerte, más desesperada y mucho más asustada que la suya-. ¡Por favor!

- Maldita sea mi estampa... – murmuró Matilda, sin moverse del sitio. Miró alrededor, en busca de alguien a quién acudir, sin suerte-. Pero ¿quién me mandará a mí salir de casa a estas horas?

- Socorro...

Matilda cogió el móvil, encendió la linterna, respiró hondo varias veces, apretó los dientes y, con el brazo en alto para iluminar mejor el callejón, entró. Esquivando cajas de cartón, un colchón cubierto de mugre y varios neumáticos, se acercó hasta el punto del que salía la voz que pedía ayuda. Ahogó una exclamación al ver a un hombre joven, elegantemente vestido, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre que, a la luz del móvil, no dejaba de crecer. Echó a correr y se arrodilló a su lado.

 

 

 

SABADO. 04:40 H. ERIC Y MATILDA.

 

- ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? – Qué pregunta más estúpida, pensó. ¿Qué importaba eso?

- No... No sé – Eric tragó saliva e hizo una mueca de dolor-. Me han atacado por la espalda y me han robado. Por favor, ayúdame.

- Sí, claro... Voy a llamar a una ambulancia... – Empezó a teclear el número pero las manos le temblaban tanto que se le cayó el móvil y se apagó la linterna -. Mierda, ¿dónde está?

Matilda pasó las manos por el suelo, intentando ignorar qué debía ser lo que sentía en los dedos. Sangre, en el mejor de los casos. En el peor... no, no quería ni pensarlo. A su lado, el desconocido emitió un gemido. ¿O quizá estaba llorando? Le iba a dar un ataque. No era buena resolviendo conflictos y ante las situaciones difíciles, solía quedarse bloqueada y se le ocurría la solución perfecta cuando ya era demasiado tarde. No encontraba el móvil y sin él, poco podía hacer. Quizá encontraría alguien en la avenida, alguien que pudiera ayudarles.

- No encuentro el móvil, pero no te preocupes. Voy a salir a ver si encuentro a alguien. – Se puso de pie y se sacudió los pantalones-. O iré a la tienda esa de 24 horas, para que llamen ellos. Sí, eso será lo mejor...

Matilda tropezó varias veces antes de salir del callejón. Miró a ambos lados de la avenida y no vio a nadie y, al mirar al otro lado de la carretera, vio que la tienda había cerrado. Definitivamente, aquella no era su noche. Claro que aquel pobre chico lo tenía peor que ella.

- Piensa, Matilda, piensa... – murmuró mientras volvía a su lado. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar el móvil, sin éxito-. ¿Puedes oírme? No sé qué hacer, no hay nadie en la calle y el móvil... bueno, ¡ha desaparecido! Pero, mira, se me ocurre que, si salgo y grito a pleno pulmón, seguro que alguien sale a la ventana y así... - Tanteó hasta que encontró su mano, la cogió y se la apretó para confortarle. Esperaba que él respondiera de alguna manera, pero ni le devolvió el apretón ni se quejó ni nada de nada.

En ese momento, la banda sonora de “Psicosis” que usaba como tono de llamada para su madre, sonó a todo volumen y le hizo dar un grito. Pero ¿por qué narices le llamaba a esas horas? Daba igual, al menos había servido para descubrir que el maldito cacharro había ido a parar debajo de un neumático. Lo recuperó en un instante, encendió la linterna e iluminó al hombre. Estaba muy pálido y sí, podía ser por el efecto de la luz y el lugar en el que estaban, pero aquello no pintaba bien. A ver, ¿cómo se aseguraban los polis de las series que la víctima había muerto? Buscaban el pulso en la muñeca o el cuello, pero no quería tocarlo. Por Dios, no había visto un muerto en directo en su vida y ¿ahora iba a tener que tocar a uno? Vale, que igual todavía no lo estaba, pero... Respiró hondo, rezó el “Cuatro esquinitas tiene mi cama”, la única oración que todavía recordaba, y acercó una mano temblorosa al cuello del chico. Tanteó arriba y abajo hasta encontrar un leve latido, señal de que todavía vivía. Le costó reprimir el grito de alegría; por un momento, se había convencido de que había muerto y aquello habría sido mucho más de lo que podía soportar. Se inclinó sobre él y le tocó la cara. El hombre abrió los ojos y la miró.

- Oye, por favor, no te mueras, ¿vale? – Cerró los ojos sin responder y a Candela se le cayó el alma al suelo.

Se puso de pie y se alejó unos pasos, mordiéndose el labio inferior, estrujándose el cerebro. Sabía que tenía que llamar a la policía y contarles lo que había pasado, pero, pensándolo fríamente, desde su móvil no. ¿Y si luego le seguían el rastro? Un par de calles atrás había visto una cabina de teléfonos y, al menos a primera vista, parecía que funcionaba. En el bolsillo le quedaban unas monedas que, calculaba, serían más que suficientes para llamar a Emergencias e informar de lo que había ocurrido sin dar sus datos. Era de locos, claro, pero de esa manera, nadie podría relacionarla con aquel hombre. La única persona que podía situarla en la zona era el dependiente de la tienda 24 horas en la que había comprado el café y el donut, pero su cara era tan normal que era posible que se hubiera olvidado de ella en cuestión de minutos. No conocía a nadie más que a la gente de su trabajo y no tenía relación estrecha con ninguno de ellos, al menos por el momento. Su vida en aquella ciudad, tan lejos de casa, distaba mucho de ser perfecta y sí, había momentos en los que se sentía muy sola y le daban ganas de hacer las maletas y volver al pueblo, pero estaba empezando a acostumbrarse a la gente, el ruido, los olores y a pisar asfalto el 99% del tiempo. Allí era libre, por fin, y no quería volver atrás.

Regresó al lado del hombre y le miró. Ni siquiera sabía su nombre, no había pensado en preguntárselo. No le estaba ayudado en absoluto y dejarle allí, tirado y solo, no era algo de lo que se sentirse orgullosa, pero era incapaz de pensar en otra cosa. Cerró los ojos unos segundos y se despidió de él, deseándole buena suerte.  En el último momento, le pidió perdón por no haber sido capaz de salvarle la vida y también por lo que iba a hacer. Después dio media vuelta y, tras asegurarse de que no había nadie que pudiera verla, salió del callejón y regresó a casa. Llegó a la cabina, hizo la llamada forzando la voz y, justo cuando le preguntaron su nombre, colgó. Limpió el auricular con un pañuelo que, después, tiró a la papelera y regresó a su casa andando tan rápidamente como fue capaz.

 

DOMINGO. 14:30 H. MATILDA.


Contra todo pronóstico, Matilda se quedó frita en cuanto se metió en la cama. Despertó muy tarde y agotada, después de unas horas de sueños inquietos en los que intentaba alejarse del callejón y, no sabía cómo, acababa volviendo una y otra vez al mismo sitio. Se arrastró hasta la cocina, recalentó el café que había sobrado el día anterior y se sentó en el sofá mientras se lo tomaba. Puso la televisión y enganchó el principio del noticiero principal. La noticia de portada era el hallazgo del cadáver de un prometedor periodista que, además, resultó ser el heredero de una de las familias principales de la ciudad. Se le atravesó el café y casi se ahoga al ver en pantalla, a todo color y rebosante de vida, al hombre que había abandonado en aquel callejón asqueroso. Eric no sé qué, se llamaba, tenía treinta y dos años y un brillante futuro que jamás se haría realidad porque ella no fue capaz de ayudarle. Y la culpabilidad le golpeó en el estómago como si fuera un puñetazo.

 

 

LUNES. 15:35 H. MATILDA.

 

Matilda estaba concentrada delante del ordenador, intentando encontrar el apunte contable equivocado que le descuadraba esa cuenta. Había repasado los números una y otra vez y no era capaz de ver dónde estaba el error. Se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de recordar que, justo aquella mañana, había empezado a usar rimmel. Se levantó de la silla para ir al lavabo, a ver hasta dónde había llegado el desastre y descubrió que lo de “waterproof” significaba, también, “a prueba de restregones”. Antes de regresar a su mesa, decidió hacer un descanso de diez minutos. Entró en la cocina, se preparó un café y se lo tomó mientras miraba por la ventana.

Entre tanto, dos oficiales de policía, uniformados y armados aparecieron en la oficina, provocando un revuelo al que ella era ajena por estar ausente. Su jefa les recibió y les pidió que le acompañaran al despacho, donde hablaron, a salvo de oídos curiosos, durante unos minutos. Cuando Matilda regresó, se encontró a todos sus compañeros reunidos en pequeños grupos, algunos con papeles en las manos para disimular, y cuchicheando, sin apartar la mirada del despacho de la jefa.

- Pero... ¿qué os pasa? – Preguntó a Mireia, una de las pocas personas con la que había cogido algo de confianza.

- No lo sabemos – le contestó, encogiéndose de hombros-, pero debe de ser grave. Mira, ha venido la policía y Lola parece estar al borde de un ataque de nervios.

Matilde oyó la palabra “policía” y empezó a sudar. Se giró muy despacio y vio, a través de las paredes de cristal del despacho de su jefa, que ésta la señalaba con el dedo. Los policías asintieron, salieron del despacho y se dirigieron directamente a ella. Intentó borrar cualquier expresión de su cara, ya fuera sorpresa, curiosidad o, probablemente, pánico, pero fracasó por completo.

- ¿Matilda Santos Gorriz? – Se limitó a asentir. Tenía la garganta tan cerrada que no le habría salido ni un hilo de voz-. Agente Martí y Agente Páez – Se tocaron la visera de la gorra a modo de saludo-. Necesitamos que nos acompañe a comisaria, por favor.

- ¿Puedo...? – Le salió un gallo y cerró lo ojos. Respiró hondo, carraspeó y volvió a intentarlo-. Disculpe, estoy... un poco resfriada. ¿Puedo saber qué ha ocurrido?

- No, lo siento. Acompáñenos y, en comisaría, le dirán todo lo que necesita saber. ¿Tiene abogado?

- ¿Abogado? No, por Dios – contestó, sintiendo que empezaban a aflojársele las rodillas-. ¿Es que me hace falta?

- Sí – dijeron los dos agentes al mismo tiempo.

 

MARTES. PORTADA DE TODOS LOS PERIODICOS.

 

DETENIDA, EN TIEMPO RECORD, LA PRESUNTA ASESINA DE ERIC SANZ.

LA FAMILIA AGRADECE LA LABOR POLICIAL.

 

En la tarde de ayer se procedió a la detención de M.S.G., de 27 años y oriunda de XXX, acusada del asesinato de Eric Sanz, cuyo cuerpo sin vida se halló en un callejón cercano al centro en la madrugada de sábado a domingo. Las numerosas pruebas recogidas en el escenario del crimen, entre ellas un colgante que la acusada ha reconocido como de su propiedad y las huellas dactilares en el cuello de la víctima, así como las imágenes captadas por las cámaras de seguridad de varios establecimientos cercanos y las destinadas al control de tráfico, han permitido que las fuerzas de seguridad hayan podido realizar una detención, con una base muy sólida, en un espacio de tiempo realmente corto. Se trabaja con la hipótesis de un robo que salió mal, ya que no se han hallado ni la cartera ni varias joyas, algunas de gran valor sentimental. Hasta este momento, en los sucesivos registros efectuados en el domicilio de la presunta culpable no han aparecido ninguno de los objetos sustraídos, que podrían estar en manos de un posible cómplice o haber sido vendidos.

La detenida llegó a la ciudad hace poco más de un mes y apenas se le conocen relaciones. Trabajaba como contable en una gestoría, lugar en el que se procedió al arresto, ante la sorpresa de sus compañeros. “Era una chica tranquila y callada, muy tímida y educada” – ha declarado su jefa, que prefiere mantener su identidad en el anonimato-. “Jamás habríamos imaginado que fuera capaz de hacer algo así”. Vivía en un bloque de apartamentos a varias manzanas del lugar de los hechos y tampoco tenía relación con sus vecinos. Sin embargo, algunos de ellos han asegurado que desde el primer momento dio problemas. “Era muy escandalosa, ponía la televisión y escuchaba música a un volumen absolutamente intolerable. ¡Y los golpes que daba a cualquier hora del día y la noche!” – explicaron Mariana T. y Esteban P., un matrimonio de avanzada edad que viven en el piso de abajo-. “Hablamos con el administrador de la finca y le pedimos que la echara, pero no nos hizo caso. Creen que estamos seniles, que nos quejamos demasiado y por cualquier cosa, pero está claro que teníamos razón. ¡Esa mujer no era buena! Le tocó a ese pobre chico, Dios lo tenga en su Gloria, pero podría haber sido cualquiera de nosotros...”

Según su abogado, las pruebas han sido manipuladas para que el caso se resolviera lo antes posible, dada la importancia social de la familia del fallecido y los amplios círculos de poder en los que interviene. La acusada, durante los interrogatorios, ha declarado que, antes de que ella entrara en el callejón, salió un hombre que literalmente la arrojó al suelo en su prisa por huir, pero su rocambolesca historia no se sostiene de ninguna manera, puesto que no sólo no se han hallado otras huellas que no sean las suyas en el lugar de los hechos, sino que en las imágenes de las cámaras no se recoge la presencia de nadie más que la víctima y ella misma. Su abogado ha presentado una solicitud para que un experto en medios digitales compruebe si las grabaciones han sido alteradas de algún modo, pero, hasta el momento, los análisis efectuados han arrojado resultados negativos.

Al serles comunicada la noticia, la familia del fallecido, a través de su portavoz oficial, ha querido expresar su agradecimiento por la efectividad en la investigación. Así mismo, han depositado toda su confianza en la justicia de este país. “Eric era un hombre brillante, con un futuro muy prometedor por delante, que ha dejado una familia destrozada para siempre y un vacío que será imposible de llenar entre sus amigos y conocidos. Esperamos que se haga justicia y esta mujer, a la que no conocía de nada, pase el resto de su vida entre rejas y que su sufrimiento sea, al menos, igual al que la ausencia de Eric nos producirá todos y cada uno de los días que viviremos sin él”. Así mismo, ha comunicado que el entierro tendrá lugar el próximo jueves, en la más estricta intimidad, y ruega encarecidamente a prensa y curiosos que se abstenga de acudir a la iglesia o al cementerio, puesto que la familia y su entorno merecen el máximo respeto a la hora de dar el último adiós al hijo, hermano y amigo.

Redacción central – Equipo de sucesos.

 

 

 

Mjo

16-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 45

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