SABADO. 03:35 H. ERIC.
- Buenas noches, señor – saludó, levantándose y apoyando
las manos en la superficie de madera-, espero que haya disfrutado la... visita.
- Sí, por supuesto – contestó Eric, al que no se le había
escapado la ironía del tono. Le habría encantado ponerlo en su sitio, pero no
le convenía hacerlo. Era un valioso aliado y sin su colaboración, aquella noche
se habría convertido en un auténtico desastre. Dejó el abrigo sobre el
mostrador y dibujó una sonrisa de compromiso mientras se ponía la americana.
Sacó la elegante cartera del bolsillo interior, extrajo unos billetes y los
dejó sobre el brillante mostrador-. Muchas gracias por su
colaboración, señor...
- Padilla. Gracias a usted, señor por su...- cogió los
billetes, los contó sin disimulo y se los metió en el bolsillo izquierdo del
pantalón- generosidad. Es un placer ayudarle. ¿Le veremos pronto por aquí,
señor?
- Es posible. Se lo haré saber para que pueda organizarse
– Se pasó la mano por el alborotado pelo y se ajustó los puños de la camisa,
dejando a la vista sólo la porción exacta de tela que marcaba la diferencia
entre la elegancia y la chabacanería-. Buenas noches, señor Padilla.
- Oh, no, por favor. Padilla a secas, señor – Hizo una
inclinación de cabeza y volvió a sentarse-. Buenas noches, señor.
Eric dio media vuelta, atravesó el hall haciendo resonar
sus pasos sobre el reluciente mármol, y abandonó el edificio sin mirar atrás.
Había bajado la temperatura y el aire olía a lluvia. Se echó el abrigo sobre
los hombros y pensó en pedir un taxi porque lo último que le hacía falta era
que le pillara el chaparrón, pero decidió que le sentaría bien andar hasta su
casa, que tampoco estaba tan lejos. Necesitaba despejarse la cabeza y quitarse
de encima el exceso de energía que no había podido gastar. Sacó un cigarrillo
de una pitillera de plata y lo encendió con un encendedor a juego, regalo de su
padre cuando cumplió los dieciocho, y echó a andar por la avenida casi
desierta.
SABADO. 03:15 H. MATILDA.
- Mira... de perdidos, al río – dijo en voz alta-. Voy a
salir.
Volvió a la habitación, se quitó la bata y el pijama y se
puso unos calcetines de lana, los tejanos del día anterior, una gruesa sudadera
y, por si acaso, el abrigo rosa que le había regalado su madre y que, a pesar
de odiarlo con todas sus fuerzas, no había podido devolver porque había perdido
el ticket. En el lavabo, se echó un poco de agua fría en la cara y, en el
recibidor, se plantó delante del espejo y contempló, con ojo crítico, su
aspecto.
- Bah, tampoco creo que te vayas a encontrar con el amor
de tu vida a estas horas... A ver, ¿gorro de lana o coleta? – Dudó un instante
y se decidió por un gorro de lana negro que le quedaba fatal, pero le daba
absolutamente igual. Lo descolgó de la percha con un movimiento brusco y el
perchero se tambaleó peligrosamente. Antes de que pudiera evitarlo, cayó al suelo,
provocando un estrépito de mil demonios. En apenas cinco segundos, sus vecinos
estaban aporreando el techo con el palo de la escoba y lanzando improperios a
pleno pulmón. Qué escándalo, ¡acabarían por despertar a todo el edificio! Tan
rápido como fue capaz, cogió las botas, las llaves y salió de casa. Cerró la
puerta despacio, para no hacer más ruido, y descalza, bajó las ciento y pico
escaleras que separaban su piso de la calle. Al llegar al último escalón, se
sentó, se puso las botas y salió.
- Hace una noche preciosa – se dijo, respirando hondo-.
Estás como una cabra. Más vale que tu madre no se entere de esto o te llevará,
arrastrándote por una oreja, de vuelta al pueblo, donde pueda seguir
controlándote.
Echó a andar hacia la avenida principal, cuyas luces de
león parpadeaban al final de la calle.
SABADO. 04:25 H. ERIC.
Con las manos en los bolsillos, Eric caminaba sin prestar
atención a escaparates o a la poca gente con la que se cruzaba. Andaba perdido
en los recuerdos de aquella noche que tanto prometía y que acabó por torcerse
de la peor manera posible. Había escapado por los pelos del desastre, pero
quizá la próxima vez no tendría tanta suerte. Claro que mientras siguiera
pagando al maldito Padilla, podría considerarse relativamente seguro. ¿O no? No
es que el soborno fuera pequeño, más bien era justo lo contrario, pero le
preocupaba que su conciencia le obligara a explicarle a su jefe lo que sucedía
cada vez que abandonaba la ciudad por unos días.
Tenía que acabar con esa historia, de una vez por todas.
Lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alejarse de ella no era
opción, trabajaban en los mismos proyectos. Y las horas que no pasaban juntos,
seguía estando en su mente. Debería cambiar de trabajo, buscar un puesto
similar en otro periódico. Con su apellido y su curriculum, no le costaría nada
encontrar quién quisiera contratarle. Sí, eso era lo más inteligente que podía
hacer, pero...
Una imagen de Sandra, desnuda entra las sábanas de satén
negro de su cama, sonriendo y tendiéndole los brazos, le arrancó un gemido a
medio camino entre el deseo y la desesperación. ¿Cómo iba a dejarla? ¡Era de
locos! Era de locos todo: haberle seguido el juego, caer en sus redes, dejarse
atrapar por aquella mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido
jamás y, sobre todo, haber sido tan estúpido como para enamorarse de ella.
Estúpido, estúpido, ¡estúpido! ¿Qué podía ofrecerle él que ya no tuviera? Le sobraba el dinero, tenía una reputación intachable entre los profesionales
del gremio periodístico y, por si le faltaba algo, estaba casada con un hombre
temido y respetado a partes iguales. Un hombre que, además, era su jefe, el de
los dos. Si su historia se hacía pública,
ella posiblemente no sufriría demasiado pero él ya podría despedirse de
su prometedora carrera como analista político y eso sólo para empezar. ¡Le
arruinaría la vida! Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De los cuatro meses más
increíbles y excitantes de su existencia? De verdad, qué locura. Tenía que
romper con ella y cuanto antes, mejor. La próxima vez, sí. La próxima vez sería
la última. O la penúltima.
- Bah, serán ratas hurgando en la basura – El móvil vibró
en su mano y activó la pantalla. Era un mensaje de Sandra, donde le decía que
lamentaba que el regreso inesperado de su marido hubiera interrumpido su cita,
y le avisaba que al día siguiente estaría libre. “Te espero en el hotel, a las
16 h. No me falles, cachorrito”, había escrito, y adjuntó una foto suya,
desnuda, a modo de incentivo. La simple visión de su cuerpo perfecto le provocó
una erección instantánea y se sintió ridículo, patético, estúpido, estúpido,
estúpido-. Maldita sea, Sandra...
El ruido de cristales rotos se repitió, como si alguien
se dedicara a estrellar botellas contra el suelo por diversión. Intrigado, dio
unos pasos en dirección a la entrada del callejón y forzó la vista a ver si
distinguía algo. Nada, oscuridad y un olor levemente ácido a basura sin recoger
y, por debajo, algo que no fue capaz de definir. Se acercó un poco más y
escuchó, más allá de los contenedores, un quejido, una especie de llanto o un
gemido de dolor que, sin duda, era humano. Su primer impulso fue dar media
vuelta y largarse tan rápido como fuera posible, tenía sus propios problemas,
gracias, pero la voz de su conciencia le obligó a hacer justo lo contrario.
Encendió la linterna del móvil y, con el brazo en alto para iluminar mejor el
espacio, entró.
La puñalada le pilló por sorpresa. Al fondo del callejón
había visto lo que parecía un cuerpo tirado en el suelo y, pensando que era
alguien herido, echó a correr. Tan pronto como se agachó junto al cuerpo, un
hombre salió de su escondite detrás de un contenedor y se acercó a él sin hacer
ruido.
-Pero ¿qué demonios...? – dijo Eric al darse cuenta de
que el cuerpo, en realidad, era un maniquí desmembrado. Antes de que pudiera
levantarse, el hombre se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo que llevaba
en una mano. Eric ahogó un grito de dolor e intentó levantarse, pero las
piernas no le obedecieron y cayó al suelo, boca abajo. El agresor le dio la
vuelta y le registró los bolsillos. Sacó la cartera, la pitillera, el
encendedor y el móvil y se los guardó. Después le quitó el reloj de acero de
edición limitada, un sello que había heredado de su abuelo y, de un tirón seco,
le arrancó la cadena y el pesado crucifijo de oro que llevaba colgado al
cuello. Para rematar la faena, le quitó los zapatos, salió corriendo y se
perdió en la noche.
SABADO. 04:35 H. MATILDA.
Llevaba una hora caminando y el cansancio empezaba a
pasarle factura. Le pesaban las piernas y bostezaba con tanta frecuencia que se
le iban a desencajar las mandíbulas. Había llegado el momento de dar media
vuelta y regresar a casa. En uno de esos establecimientos abiertos las 24
horas, pidió un donut de chocolate y un café, descafeinado, y se lo tomó bajo
la marquesina, a salvo de la fina llovizna que, poco a poco, iba empapando el
suelo. Hacía apenas un mes que se había mudado a la ciudad y era la primera vez
que se aventuraba por aquella zona. Normalmente, iba de casa al trabajo, del
trabajo a casa y poca cosa más. También había visitado un par de museos, había
ido al cine una vez y había intentado recorrer uno de los parques más famosos
de la zona, pero se cansó pronto y no vio ni la mitad. Tampoco había salido de
noche, asustada por las noticias sobre asaltos, asesinatos y violaciones que su
madre, con precisión diabólica, le transmitía por teléfono cada miércoles por
la noche y todos los domingos por la mañana. Si se enteraba de su pequeña
aventura nocturna, le iba a dar un ataque. Se fijó en un edificio en la acera
de enfrente. A la luz mortecina de las farolas, un viejo teatro de
considerables dimensiones dormía el sueño del olvido y la decadencia. Matilda,
que todo lo que oliera a antiguo le hacía salivar, tiró a una papelera el vaso
de café vacío y cruzó la calle a paso ligero para verlo mejor.
La fachada del teatro todavía conservaba algunos
elementos modernistas, muy deteriorados pero reconocibles. Tenía las ventanas
bloqueadas con tablones, cubiertos por
grafitis más o menos artísticos y anuncios de compañía femenina para
“caballeros solventes y solitarios”. En unas vitrinas situadas a ambos lados de
la puerta principal, y a pesar del polvo y las telarañas acumuladas, todavía se
podía apreciar los carteles anunciadores de la última obra que se representó. A
la derecha, bajo una hilera de bombillas rotas, se abría la ventanilla ciega de
la taquilla. Matilda, cuya imaginación se disparaba con facilidad, pensó en qué
ocurriría si se acercaba al cristal y, de repente, al otro lado aparecía una
cara del pasado para preguntarle cuántas entradas quería. Aun sabiendo que no
era más que una fantasía macabra, se le puso la piel de gallina y retrocedió
unos pasos.
- Vale, ya está – dijo a media voz -, ha llegado el
momento de volver a casa.
- ¡Maldita sea! – Se masajeó el tobillo por encima del
pantalón durante unos segundos, después apoyó el pie en el suelo y dio unos
pasos de prueba. Había sido una falsa alarma-. Menos mal...
Un sonido como de cristales que se rompían al caer al
suelo le sobresaltó y dio un salto hacia atrás, ahogando un grito. Se quedó
quieta, con los ojos clavados en la oscuridad del callejón, esperando que
saliera una figura terrorífica: un hombre lobo, un vampiro sediento de sangre,
Jack el Destripador, Drogon lanzando fuego, un terraplanista, ¡un político en
plena campaña electoral! Y lo que salió fue un hombre, disparado, que de un
empujón la tiró al suelo. Ni siquiera se paró a disculparse; le gritó un
“¡Aparta, zorra!” por encima del hombro y siguió corriendo sin mirar atrás.
- Joder con la vida nocturna de la ciudad – susurró, levantándose
y sacudiéndose el abrigo, que se le había manchado de barro. Al final, iba a
tener que darle la razón a su madre: si te despistas, ¡zas! Estás muerta. O por
el suelo y dolorida -. Me largo pero ya.
- Socorro... – una voz masculina salió de algún punto del
callejón. A Matilda se le escapó un gemido y empezó a temblar-. Socorro,
ayuda...
- No eres real – dijo en voz alta, retrocediendo-, no
eres real, no eres real...
- ¡Por favor, necesito ayuda! – La voz sonó un poco más
fuerte, más desesperada y mucho más asustada que la suya-. ¡Por favor!
- Maldita sea mi estampa... – murmuró Matilda, sin
moverse del sitio. Miró alrededor, en busca de alguien a quién acudir, sin
suerte-. Pero ¿quién me mandará a mí salir de casa a estas horas?
- Socorro...
Matilda cogió el móvil, encendió la linterna, respiró
hondo varias veces, apretó los dientes y, con el brazo en alto para iluminar
mejor el callejón, entró. Esquivando cajas de cartón, un colchón cubierto de
mugre y varios neumáticos, se acercó hasta el punto del que salía la voz que
pedía ayuda. Ahogó una exclamación al ver a un hombre joven, elegantemente
vestido, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre que, a la luz del
móvil, no dejaba de crecer. Echó a correr y se arrodilló a su lado.
SABADO. 04:40 H. ERIC Y MATILDA.
- ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? – Qué pregunta más estúpida,
pensó. ¿Qué importaba eso?
- No... No sé – Eric tragó saliva e hizo una mueca de
dolor-. Me han atacado por la espalda y me han robado. Por favor, ayúdame.
- Sí, claro... Voy a llamar a una ambulancia... – Empezó
a teclear el número pero las manos le temblaban tanto que se le cayó el móvil y
se apagó la linterna -. Mierda, ¿dónde está?
Matilda pasó las manos por el suelo, intentando ignorar
qué debía ser lo que sentía en los dedos. Sangre, en el mejor de los casos. En
el peor... no, no quería ni pensarlo. A su lado, el desconocido emitió un gemido.
¿O quizá estaba llorando? Le iba a dar un ataque. No era buena resolviendo
conflictos y ante las situaciones difíciles, solía quedarse bloqueada y se le
ocurría la solución perfecta cuando ya era demasiado tarde. No encontraba el
móvil y sin él, poco podía hacer. Quizá encontraría alguien en la avenida,
alguien que pudiera ayudarles.
- No encuentro el móvil, pero no te preocupes. Voy a
salir a ver si encuentro a alguien. – Se puso de pie y se sacudió los
pantalones-. O iré a la tienda esa de 24 horas, para que llamen ellos. Sí, eso
será lo mejor...
Matilda tropezó varias veces antes de salir del callejón.
Miró a ambos lados de la avenida y no vio a nadie y, al mirar al otro lado de
la carretera, vio que la tienda había cerrado. Definitivamente, aquella no era
su noche. Claro que aquel pobre chico lo tenía peor que ella.
- Piensa, Matilda, piensa... – murmuró mientras volvía a
su lado. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar el móvil, sin éxito-. ¿Puedes
oírme? No sé qué hacer, no hay nadie en la calle y el móvil... bueno, ¡ha
desaparecido! Pero, mira, se me ocurre que, si salgo y grito a pleno pulmón,
seguro que alguien sale a la ventana y así... - Tanteó hasta que encontró su
mano, la cogió y se la apretó para confortarle. Esperaba que él respondiera de
alguna manera, pero ni le devolvió el apretón ni se quejó ni nada de nada.
- Oye, por favor, no te mueras, ¿vale? – Cerró los ojos
sin responder y a Candela se le cayó el alma al suelo.
Se puso de pie y se alejó unos pasos, mordiéndose el
labio inferior, estrujándose el cerebro. Sabía que tenía que llamar a la
policía y contarles lo que había pasado, pero, pensándolo fríamente, desde su
móvil no. ¿Y si luego le seguían el rastro? Un par de calles atrás había visto
una cabina de teléfonos y, al menos a primera vista, parecía que funcionaba. En
el bolsillo le quedaban unas monedas que, calculaba, serían más que suficientes
para llamar a Emergencias e informar de lo que había ocurrido sin dar sus
datos. Era de locos, claro, pero de esa manera, nadie podría relacionarla con
aquel hombre. La única persona que podía situarla en la zona era el dependiente
de la tienda 24 horas en la que había comprado el café y el donut, pero su cara
era tan normal que era posible que se hubiera olvidado de ella en cuestión de
minutos. No conocía a nadie más que a la gente de su trabajo y no tenía relación
estrecha con ninguno de ellos, al menos por el momento. Su vida en aquella
ciudad, tan lejos de casa, distaba mucho de ser perfecta y sí, había momentos
en los que se sentía muy sola y le daban ganas de hacer las maletas y volver al
pueblo, pero estaba empezando a acostumbrarse a la gente, el ruido, los olores
y a pisar asfalto el 99% del tiempo. Allí era libre, por fin, y no quería
volver atrás.
Regresó al lado del hombre y le miró. Ni siquiera sabía
su nombre, no había pensado en preguntárselo. No le estaba ayudado en absoluto
y dejarle allí, tirado y solo, no era algo de lo que se sentirse orgullosa,
pero era incapaz de pensar en otra cosa. Cerró los ojos unos segundos y se
despidió de él, deseándole buena suerte. En el último momento, le pidió perdón por no
haber sido capaz de salvarle la vida y también por lo que iba a hacer. Después
dio media vuelta y, tras asegurarse de que no había nadie que pudiera verla,
salió del callejón y regresó a casa. Llegó a la cabina, hizo la llamada
forzando la voz y, justo cuando le preguntaron su nombre, colgó. Limpió el
auricular con un pañuelo que, después, tiró a la papelera y regresó a su casa
andando tan rápidamente como fue capaz.
DOMINGO. 14:30 H. MATILDA.
LUNES. 15:35 H. MATILDA.
Matilda estaba concentrada delante del ordenador,
intentando encontrar el apunte contable equivocado que le descuadraba esa
cuenta. Había repasado los números una y otra vez y no era capaz de ver dónde
estaba el error. Se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de recordar que,
justo aquella mañana, había empezado a usar rimmel. Se levantó de la silla para
ir al lavabo, a ver hasta dónde había llegado el desastre y descubrió que lo de
“waterproof” significaba, también, “a prueba de restregones”. Antes de regresar
a su mesa, decidió hacer un descanso de diez minutos. Entró en la cocina, se
preparó un café y se lo tomó mientras miraba por la ventana.
Entre tanto, dos oficiales de policía, uniformados y armados
aparecieron en la oficina, provocando un revuelo al que ella era ajena por
estar ausente. Su jefa les recibió y les pidió que le acompañaran al despacho,
donde hablaron, a salvo de oídos curiosos, durante unos minutos. Cuando Matilda
regresó, se encontró a todos sus compañeros reunidos en pequeños grupos,
algunos con papeles en las manos para disimular, y cuchicheando, sin apartar la
mirada del despacho de la jefa.
- Pero... ¿qué os pasa? – Preguntó a Mireia, una de las
pocas personas con la que había cogido algo de confianza.
- No lo sabemos – le contestó, encogiéndose de hombros-,
pero debe de ser grave. Mira, ha venido la policía y Lola parece estar al borde
de un ataque de nervios.
Matilde oyó la palabra “policía” y empezó a sudar. Se
giró muy despacio y vio, a través de las paredes de cristal del despacho de su
jefa, que ésta la señalaba con el dedo. Los policías asintieron, salieron del
despacho y se dirigieron directamente a ella. Intentó borrar cualquier
expresión de su cara, ya fuera sorpresa, curiosidad o, probablemente, pánico,
pero fracasó por completo.
- ¿Matilda Santos Gorriz? – Se limitó a asentir. Tenía la
garganta tan cerrada que no le habría salido ni un hilo de voz-. Agente Martí y
Agente Páez – Se tocaron la visera de la gorra a modo de saludo-. Necesitamos
que nos acompañe a comisaria, por favor.
- ¿Puedo...? – Le salió un gallo y cerró lo ojos. Respiró
hondo, carraspeó y volvió a intentarlo-. Disculpe, estoy... un poco resfriada.
¿Puedo saber qué ha ocurrido?
- No, lo siento. Acompáñenos y, en comisaría, le dirán
todo lo que necesita saber. ¿Tiene abogado?
- ¿Abogado? No, por Dios – contestó, sintiendo que
empezaban a aflojársele las rodillas-. ¿Es que me hace falta?
- Sí – dijeron los dos agentes al mismo tiempo.
MARTES. PORTADA DE TODOS LOS PERIODICOS.
LA FAMILIA AGRADECE LA LABOR POLICIAL.
En la tarde de ayer se procedió a la detención de M.S.G.,
de 27 años y oriunda de XXX, acusada del asesinato de Eric Sanz, cuyo cuerpo
sin vida se halló en un callejón cercano al centro en la madrugada de sábado a
domingo. Las numerosas pruebas recogidas en el escenario del crimen, entre
ellas un colgante que la acusada ha reconocido como de su propiedad y las
huellas dactilares en el cuello de la víctima, así como las imágenes captadas
por las cámaras de seguridad de varios establecimientos cercanos y las
destinadas al control de tráfico, han permitido que las fuerzas de seguridad
hayan podido realizar una detención, con una base muy sólida, en un espacio de
tiempo realmente corto. Se trabaja con la hipótesis de un robo que salió mal,
ya que no se han hallado ni la cartera ni varias joyas, algunas de gran valor
sentimental. Hasta este momento, en los sucesivos registros efectuados en el
domicilio de la presunta culpable no han aparecido ninguno de los objetos
sustraídos, que podrían estar en manos de un posible cómplice o haber sido
vendidos.
La detenida llegó a la ciudad hace poco más de un mes y apenas
se le conocen relaciones. Trabajaba como contable en una gestoría, lugar en el
que se procedió al arresto, ante la sorpresa de sus compañeros. “Era una chica
tranquila y callada, muy tímida y educada” – ha declarado su jefa, que prefiere
mantener su identidad en el anonimato-. “Jamás habríamos imaginado que fuera
capaz de hacer algo así”. Vivía en un bloque de apartamentos a varias manzanas
del lugar de los hechos y tampoco tenía relación con sus vecinos. Sin embargo,
algunos de ellos han asegurado que desde el primer momento dio problemas. “Era
muy escandalosa, ponía la televisión y escuchaba música a un volumen
absolutamente intolerable. ¡Y los golpes que daba a cualquier hora del día y la
noche!” – explicaron Mariana T. y Esteban P., un matrimonio de avanzada edad
que viven en el piso de abajo-. “Hablamos con el administrador de la finca y le
pedimos que la echara, pero no nos hizo caso. Creen que estamos seniles, que
nos quejamos demasiado y por cualquier cosa, pero está claro que teníamos
razón. ¡Esa mujer no era buena! Le tocó a ese pobre chico, Dios lo tenga en su
Gloria, pero podría haber sido cualquiera de nosotros...”
Según su abogado, las pruebas han sido manipuladas para que
el caso se resolviera lo antes posible, dada la importancia social de la
familia del fallecido y los amplios círculos de poder en los que interviene. La
acusada, durante los interrogatorios, ha declarado que, antes de que ella
entrara en el callejón, salió un hombre que literalmente la arrojó al suelo en
su prisa por huir, pero su rocambolesca historia no se sostiene de ninguna
manera, puesto que no sólo no se han hallado otras huellas que no sean las
suyas en el lugar de los hechos, sino que en las imágenes de las cámaras no se
recoge la presencia de nadie más que la víctima y ella misma. Su abogado ha
presentado una solicitud para que un experto en medios digitales compruebe si
las grabaciones han sido alteradas de algún modo, pero, hasta el momento, los
análisis efectuados han arrojado resultados negativos.
Al serles comunicada la noticia, la familia del
fallecido, a través de su portavoz oficial, ha querido expresar su
agradecimiento por la efectividad en la investigación. Así mismo, han
depositado toda su confianza en la justicia de este país. “Eric era un hombre
brillante, con un futuro muy prometedor por delante, que ha dejado una familia
destrozada para siempre y un vacío que será imposible de llenar entre sus
amigos y conocidos. Esperamos que se haga justicia y esta mujer, a la que no
conocía de nada, pase el resto de su vida entre rejas y que su sufrimiento sea,
al menos, igual al que la ausencia de Eric nos producirá todos y cada uno de
los días que viviremos sin él”. Así mismo, ha comunicado que el entierro tendrá
lugar el próximo jueves, en la más estricta intimidad, y ruega encarecidamente
a prensa y curiosos que se abstenga de acudir a la iglesia o al cementerio,
puesto que la familia y su entorno merecen el máximo respeto a la hora de dar
el último adiós al hijo, hermano y amigo.
Redacción central – Equipo de sucesos.
Mjo
16-11-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 45
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