¿Qué pasaba si se estropeaba? O se rompía. Y si no
nos soportábamos, ¿qué íbamos a hacer si no nos aguantábamos? ¿Teíamos que quedarnos
solos, cada uno a su aire, en algún rincón lejano del Paraíso? Nah, no me parecía
que hubiera sido muy inteligente con esto de la creación, no lo pensó bien.
Quiero decir, ¿tenía un plan B? Porque si así era, nos lo debería haber contado,
¿no? Se pasaba el día señalando todo lo bueno que había hecho, ya fuera útil o
inútil, hermoso o feo, pidiendo que le hiciéramos casito y cantásemos alabanzas
sobre su maestría ¿y no nos daba alternativas por si algo no funcionaba? Qué
patinazo... No lo culpo, claro. También era su primera vez en esto de ir
creando mundos y llenarlos de criaturas y demás. Seguro que tomó buena nota de
los fallos y la próxima vez lo hará mucho mejor. O eso espero, al menos. Lo
malo es que a mí me tocó vivir en éste y siento tener que decir que empecé a
ver tantas cosas por arreglar que no sabía ni por dónde empezar. Bueno, sí:
Adán. Señor, qué muermo.
No siempre fue así, tampoco querría que os hicierais
una imagen equivocada. Al contrario, al principio iba todo tan bien... Adán era
encantador, divertido, cariñoso, atento. Me despertaba con un beso cada mañana
y se pasaba el día trayéndome flores, recogiendo las frutas más dulces para que
yo me las comiera, diciéndome lo contento que estaba de que yo existiera. La
verdad, se me hacía pesadito tenerlo encima todo el día, no podía dar un paso
sin tenerlo pegado a mis talones. ¿Que iba a bañarme a la cascada? Él, detrás
de mí. ¿Que me sentaba en un rincón a ver la puesta de sol? Él, a mi ladito.
¿Que salía a pasear con los perros? Él, conmigo. Qué agobio de criatura. Con
todo, porque en el fondo soy una buenaza aunque no se dieran cuenta, acabé
cediendo. Yo le despertaba con caricias, elegía los mejores frutos de los árboles
permitidos para que se alimentara y, en fin, empecé a cogerle cariño, a
necesitarle a mi lado. Y entonces, ¡ZAS! Se dio la vuelta y empezó a
comportarse como si, en vez de mi compañero, fuera mi dueño y yo no tuviera
derecho a hacer nada más que lo que a él le pareciera bien. Tardé en darme
cuenta, se ve que yo tampoco estoy muy sobrada de luces o que eso de quererle
me anuló el juicio temporalmente, y lo atribuía todo a eso del amor, que me
parecía tan bonito... hasta que dejó de serlo y empezó a tocarme las narices de
mala manera. Que si dónde has estado toda la mañana y por qué no viniste anoche.
Que si me llevas la contraria continuamente. Que si a veces pones cara rara
cuando te toco. Que cómo se te ocurre meterme mano, ¿es que no sabes cuál es tu
sitio? Que si no me gusta la manera en que caminas, ¿a quién quieres
impresionar? ¡A quién quieres impresionar, dijo la criatura! ¡Pero si no había
nadie más! Definitivamente, se le fue la cabeza y alguien tenía que pararle los
pies. Y estaba claro que iba a tener que ser yo quien lo hiciera porque sabía
que con Papá no podía contar. Siempre se ponía de su lado, hiciera lo que
hiciera.
Os cuento cómo era. Siguiendo el camino que sale del
prado dorado, tenías que desviarte por un pequeño sendero que había a la
izquierda. Al final te encontrabas con una playa al pie de un inmenso lago, con
su islita en el centro y todo, rodeado de acantilados y campos llenos de
árboles frutales. Voy a soltar una cursilada pero era un paraíso dentro del
Paraíso y si hubiera tenido que elegir, me habría quedado con este, sin dudarlo.
En un rincón resguardado del viento, había una cueva amplia y ventilada,
elevada sobre la playa, a la que se accedía por unas escaleras naturales, con
una plataforma delantera a la que llamé “terraza”. Las vistas eran de aquellas
que te quitan el aliento y confieso, un poco avergonzada, que algunos
amaneceres y más de un atardecer aquí me han robado alguna lágrima. Soy una
sensiblona, qué queréis que os diga. Me habría gustado traer a Adán,
compartirlo con él, pero el instinto me decía que mejor lo mantenía en secreto
porque algún día me iba a hacer falta un lugar donde esconderme y, por una vez,
no me equivocaba.
Después de un trecho, al girar una curva cerrada, el camino desembocó en un prado despejado en cuyo centro se alzaba, orgulloso y majestuoso, un manzano de proporciones impresionantes, tan cargado de frutos que algunas ramas se inclinaban por el peso hasta rozar el suelo. Y recordé, entonces, cierta historia que nos contó Papá cuando apenas hacía unos días que me había creado.
Supongo que ya se había dado cuenta de que, de todos
mis muchos defectos, según Adán, la curiosidad era uno de los más acusados.
Siempre andaba por ahí preguntando qué era esto y por qué aquello, y se debió
de temer que en algún momento, la curiosidad y la cabezonería me meterían en un
lío importante. Por eso nos reunió, con la excusa de enseñarnos la última
criatura que había creado, un bicho repulsivo que se alimentaba de la sangre de
los animales, y nos explicó que en un rincón del Paraíso existía un manzano
prodigioso, al que llamaba pomposamente “El Árbol del Conocimiento”, y nos
prohibió terminantemente buscarlo y, sobre todo, comer fruto alguno de ese
árbol. No sé por qué, a Papá se le daba de vicio inventar historias, poner
reglas, prohibir hacer cosas e imponer castigos, pero jamás daba ni una sola
explicación de sus actos. Tú sí, tú tenías que explicar de “pe a pa” cómo,
cuándo y por qué, pero Él no. Y como se te ocurriera pedirle que te razonara la
decisión que tomaba, ya te podías ir preparando. Qué carácter tenía, de verdad.
En fin, que debió de ver que los ojos se me abrían mucho, mi cerebro empezaba a
darle vueltas al tema y se puso muy pero que muy serio. Nos dejó claro que el
castigo, si nos saltábamos esa norma, sería de tal proporción que no era ni
capaz de decirlo en voz alta. Yo me quedé con la sensación de que no nos lo
decía porque no tenía ni idea de en qué iba a consistir y a punto estuve de pedir
más detalles, pero la mirada que me lanzó tuvo la virtud de dejarme callada y
con la vista clavada en el suelo. Adán no, claro, él juró y perjuró que ni siquiera
se molestaría en buscar el dichoso manzano, que desde ese mismo instante se
olvidaba hasta de que existía. Pelota, siempre tan obediente. Lo cierto es que
yo también acabé por olvidar el manzano y las prohibiciones y el temible
castigo pero, al encontrarme frente a este árbol, me pregunté si no habría
tropezado con él por pura casualidad. ¿Y qué hice? Pues lo que os podéis
imaginar: acercarme.
Pues el problema estaba disfrazado de serpiente
enroscada en el tronco, ahí estaba el maldito problema. Antes de que pudiera
dar media vuelta para irme, se deslizó con suavidad a través de las ramas, e
irguió la mitad de su cuerpo escamoso hasta que sus ojos quedaron a la altura
de los míos. No sé si os lo he dicho, pero Papá creó algunas criaturas
repugnantes y una de las peores, para mi gusto, eran las serpientes. Ese siseo
que emiten, los ojos fríos, su manera de arrastrarse sigilosamente y saltarte
al paso sin avisar me hiela la sangre. Así que en cuanto la vi tan cerca, tan
fija en mí, me quedé paralizada. Vamos, que no caí redonda al suelo de milagro.
Y por si eso no fuera ya para echar a correr, abrió la boca y me habló. ¡Lo
juro, me habló! Tenía una voz dulce, tan bonita, que no pude hacer más que
escucharle. ¿Y qué me dijo?, os preguntaréis. No recuerdo todas las palabras
pero, en resumen, me contó que sabía de mi problema con Adán, de mi
aburrimiento creciente y la necesidad de aventuras que sentía y me ofreció la
posibilidad de solucionarlo todo en un instante.
- ¿Cómo? – le pregunté, muy interesada.
- Comiendo una de estas manzanas.
- ¿Estás loca? ¡La que me caería si hiciera algo
así! Que no sabes tú cómo las gasta Papá cuando se cabrea...
- Sí, claro, pero es que me da miedo.
- Un bocadito de nada y se acabaron los miedo, ya
verás – Golpeó una rama con la punta de la cola y cayó, en mis manos, una
manzana gorda y jugosa. Se me hizo la boca agua y noté que mi determinación se
tambaleaba.
- Bueno, por un mordisquito no creo que pase nada...
– Y lo hice. Le di un mordisco pequeño, tímido, apenas perceptible, y en cuanto
sentí que el dulzor se extendía por la boca, supe que estaba perdida. La devoré
en cuestión de segundos y ni siquiera me sentí culpable.
- ¿Qué, estaba buena o no? – preguntó con una
sonrisa triunfal.
- ¡Mucho, no había comido nada tan bueno!
- Deberías llevarle una a Adán, pobre, que se merece
también disfrutar de semejante manjar, ¿no crees?
- ¡Por supuesto! – respondí. A la porra la prudencia
y eso de guardar el secreto y todo lo demás. Cogí una manzana y salí corriendo.
Necesitaba llegar cuanto antes a nuestra cueva y contarle lo que había
descubierto, compartir mi dicha con él. ¡Pero qué tonta llego a ser!
En cuanto salimos de la cueva al día siguiente, muy
avanzada la mañana, nos encontramos a Papá esperándonos. Tenía el ceño
fruncido, los brazos cruzados sobre el pecho y daba golpecitos con un pie en el
suelo. Estaba furioso y no necesitó decir ni media para hacernos saber que ya
estaba enterado de lo que habíamos hecho. Clavé los ojos en el suelo y, de
repente, me vi desnuda y me invadió un sentimiento completamente nuevo: la
vergüenza. No me daban las manos para tratar de cubrir mi cuerpo e intenté
esconderme detrás de Adán, que andaba lidiando con el mismo problema, para
escapar a la mirada terrible de Papá. Fue inútil, claro, ¡nada escapa a esos
ojos!
- ¿Creíais que no iba a enterarme? – Bramó, haciendo
temblar el suelo bajo nuestros pies-. ¿Pero es que sois idiotas o qué? ¡Aquí
nada escapa a mi conocimiento! A ver, ¿de quién es la culpa? ¿De quién fue la
idea?
Adán se apresuró a señalarme con el dedo y yo, como
recompensa a su solidaridad, le pegué una patada en la espinilla. Maldito
cobarde, no se puede contar con él para nada.
- Eva, maldita sea, si es que ya lo sabía yo que, al
final, me la ibas a liar. Dime, mujer, ¿ahora qué hago con vosotros?
- Papá, perdónanos, por favor – Me arrodillé,
sinceramente arrepentida y maldiciendo, en silencio, a la serpiente que me
enredó de mala manera. Quizá si se lo contaba tal y como había sucedido y
prometíamos no volver a hacerlo, sería comprensivo y no sería tan severo con su
castigo-. Papá, no fue culpa mía. Me engañó una serpiente taimada...
- ¿Una serpiente? Pero ¿es que no me escucháis
cuando os hablo? ¡No es una serpiente, es mi archienemigo, el Diablo!
- ¿El Diablo? Yo creo que de él no nos has
hablado... – dije, porque realmente no recordaba ese nombre.
- ¿Te atreves a llevarme la contraria, insensata?
¡Os hablé de él cuando os prohibí comer del fruto del Árbol de la Sabiduría!
Haz memoria, Eva, hija... de verdad que me desesperas – Se pasó las manos por
la cara y se sentó en una roca. Cerré los ojos y traté de recordar aquella
conversación de hacía tanto tiempo y puede, puede que sí nos dijera algo de él
pero, aburrida, desconecté más de una vez del tema y es posible que me perdiera
esa parte de la lección. Por si acaso, y para no enfadarle todavía más, asentí
e incliné la cabeza-. Bueno, el mal ya está hecho. Ahora vais a tener que
enfrentaros al castigo que, como os dije en aquel momento, será tremendo.
- Bien, hijos míos, con gran dolor de mi corazón os
expulso del Paraíso y os transformo en mortales en este mismo instante – Nos
señaló con el dedo y yo me encogí, esperando un golpe soberbio que me rompiera
en mil pedazos, pero no ocurrió nada.
- ¿Qué es eso de ser mortales? – preguntó Adán.
- Ah, sí, que eso no os lo había dicho. Vuestra vida
era infinita, no conoceríais sufrimiento ni dolor ni pérdida y viviríais
mientras el mundo fuera mundo, bajo mi protección y mis atentos cuidados. Pues
ya no, majos, ahora vais a saber lo que son las enfermedades, el hambre y la
sed y, un día quizá no muy lejano, dejaréis de respirar y moriréis. Vamos, que
dejaréis de existir por completo.
- ¡Hala, Papá, te has pasado! – repliqué, sin poder
contenerme. Me di cuenta, por la mirada que me echó, que había metido la pata
más todavía, si es que era posible, pero no fui capaz de morderme la lengua-.
Si nosotros desaparecemos de la faz de la Tierra, ¿ya no habrá más hombres ni
mujeres? ¿O te vas a dedicar a hacer montoncitos de barro, soplarles en la
nariz y, después, ir quitándoles costillas para crear nuevos juguetes con los
que divertirte?
- Tú, que cargas sobre tus espaldas con la mayor
culpa de todas, recibirás un castigo extra. Por chula, ea. Sangrarás una vez al
mes, sufrirás vómitos y mareos cada vez que te quedes embarazada y parirás a
tus hijos con un dolor que no puedes ni imaginar – No tenía ni idea de lo que
estaba hablando, igual el día que nos dio esa charla también me distraje un
poco, pero todo lo que decía sonaba mal, muy pero que muy mal. Y lo peor estaba
por venir-. Además, tu naturaleza te obligará a sentir un deseo incontrolable
por Adán y, gracias a eso, él tendrá sobre ti poder y autoridad. Nada podrás
hacer que él no te permita y tiene, desde este momento, potestad para
castigarte a su antojo si te opones a sus deseos.
Adán se levantó de un salto y me señaló con un dedo,
gritando “¡Ajá, pillada!!!!” y a mí se me cortó la respiración. ¿En serio iba a
tener que depender para todo de aquel fantoche cuya única gracia era el colgajo
que tenía entre las piernas y sólo a ratos? Prefería morirme en ese mismo
momento, la verdad. Pero no, eso habría sido magnánimo y Papá no estaba por
ahorrarme ni una chispita de sufrimiento. Se levantó y nos miró de arriba abajo
con algo parecido a la pena.
- Ah, se siente. Haberlo pensado mejor. La salida
está por allí – Nos señaló un camino que se perdía entre las montañas, se dio
la vuelta y se marchó sin mirar atrás. Yo me levanté, me sacudí el polvo de las
rodillas y eché a andar. Habría llorado de pura rabia pero decidí no mostrar ni
la más mínima debilidad. Levanté la barbilla y apreté los dientes, ni Papá ni
Adán ni nadie iba a poder conmigo.
- Eva, ¿dónde vas? ¡Espera! – me gritó Adán, parado
como un pasmarote en el mismo sitio. No le hice ni caso y seguí mi camino-.
¡Que me esperes, te digo! Pero ¿es que no has oído lo que ha dicho Papá? ¡Yo
ordeno y tú obedeces! Eva, ¡Eva!
Y nada, aquí estamos, unos cuantos años después,
vagando por el mundo sin destino cierto. Se han cumplido todos los castigos de
Papá. Adán ordena mucho, demasiado, y yo obedezco cuando me da la gana. Y sangro
cada mes, mis embarazos han sido una fiesta de vómitos y mareos y de los partos
ya ni te hablo porque se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo. De
vez en cuando, Adán se acuerda del Paraíso y lo bien que vivíamos, le da la
llorera y por lanzarme reproches por cualquier cosa desde lo de la manzana
hasta que le haya salido un uñero. Depende de cómo me encuentre ese día, me
muestro arrepentida o le mando a hacer puñetas y a dormir al campo. Y sí, también
siento a veces un ardor que me obliga a arrastrarle detrás de cualquier
matorral, arrancarle esas ropas tan feas que lleva y poseerle hasta que no nos
queda ni gota de fuerza en el cuerpo. Una cosa hay que reconocerle y es que ha
mejorado mucho desde que nos fuimos. Eso de no estar siempre bajo el ojo
vigilante de Papá ayuda a que nos soltemos y hemos aprendido mucho. Antes nos
lo pasábamos bien, ahora hay momentos en que pierdo el mundo de vista a causa
del placer y casi, casi, creo que le quiero. Se me pasa rápido pero, durante
unos segundos, de verdad que le quiero. Luego me acuerdo de que, para él, sigo
siendo la culpable de todas sus desgracias y me dan ganas de estrangularlo muy
lentamente. Qué porras, que él también mordió la manzana, ¿vale? Y no le obligó
nadie, lo hizo porque quiso y punto. ¡Así que menos drama, Adán, y más darle a
la azada, que las lechugas no se cultivan solas!
Bueno, queríais la verdad sobre eso de la expulsión
del Paraíso y aquí la tenéis. Se parece poco a lo que os han contado, ¿verdad?
Ya, los hombres, siempre dándole la vuelta a las cosas para que se acomoden a
sus necesidades y poniéndonos a nosotras en el centro del
huracán. Cualquier día de éstos, se les girará la tortilla y se les acabará el
chollo. Ojalá viva lo suficiente para verlo porque, oh, cómo lo voy a
disfrutar...
Mjo
11-10-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 40
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