lunes, 19 de octubre de 2020

A PROPÓSITO DE ADÁN (Semana 40)

Oye, pues para haber hecho el trabajo en seis días, le quedó un mundo de lo más apañadito. Lástima que el séptimo día se viniera arriba y decidiera tumbarse a la bartola a descansar y darse palmaditas en la espalda por ser tan bueno. Que no digo yo que el pobre no estuviera agotado ni se mereciera un sueñecito reparador, ni mucho menos. Vamos, que si hubiera pedido un masaje en los pies y un mojito, pues también habría estado justificado. Pero, no sé, pienso que igual podría haber esperado un poco más y arreglar algunas cosillas que no le quedaron tan, tan, tan perfectas como él pensaba. Adán, por ejemplo. A ver, el hombre no le había salido mal, aunque tampoco es que tuviera con quien compararlo, ¿verdad? Era el único hombre. Había montones de plantas, árboles y flores, tropecientas especies animales y algunas se las podía haber ahorrado porque son francamente asquerosas. Había variedad de colores, tamaños, formas y sonidos en todo lo que veía, excepto en el tema de los hombres: uno y se acabó. No me parecía justo, qué queréis que os diga.

¿Qué pasaba si se estropeaba? O se rompía. Y si no nos soportábamos, ¿qué íbamos a hacer si no nos aguantábamos? ¿Teíamos que quedarnos solos, cada uno a su aire, en algún rincón lejano del Paraíso? Nah, no me parecía que hubiera sido muy inteligente con esto de la creación, no lo pensó bien. Quiero decir, ¿tenía un plan B? Porque si así era, nos lo debería haber contado, ¿no? Se pasaba el día señalando todo lo bueno que había hecho, ya fuera útil o inútil, hermoso o feo, pidiendo que le hiciéramos casito y cantásemos alabanzas sobre su maestría ¿y no nos daba alternativas por si algo no funcionaba? Qué patinazo... No lo culpo, claro. También era su primera vez en esto de ir creando mundos y llenarlos de criaturas y demás. Seguro que tomó buena nota de los fallos y la próxima vez lo hará mucho mejor. O eso espero, al menos. Lo malo es que a mí me tocó vivir en éste y siento tener que decir que empecé a ver tantas cosas por arreglar que no sabía ni por dónde empezar. Bueno, sí: Adán. Señor, qué muermo.

Se le subió a la cabeza esa tontería de que a él le crearan primero y andaba por todas partes pavoneándose con un orgullo que tenía muy poco de celestial. Si por casualidad se me ocurría señalarle que tanta presunción estaba fuera de lugar porque no había ningún otro, se defendía diciendo que salió tan perfecto que no fue necesario crear más. A mí, lo siento, se me ponían los ojos en blanco cada vez que soltaba esa estupidez. Yo no sé de dónde sacaba tanta prepotencia. Y si le decía cualquier cosa negativa, como que su nariz era demasiado grande y sus manos eran pequeñas y ásperas, se ponía como una fiera, me gritaba y acababa huyendo, hecho un mar de lágrimas, después de echarme en cara que si no fuera por su costilla, yo no existiría. ¡Que debería estarle agradecida y no amargándole la vida todos y cada uno de sus días! Cuánto drama, Señor, ¡se te fue la mano con la carga de sensibilidad! ¿Y dónde iba en busca de consuelo? Exacto, a refugiarse detrás de las faldas de Papá, que era incapaz de ver sus defectos y le mimaba hasta lo indecible. Claro, luego me llamaba a mí y me pegaba unas broncas de miedo. Resulta que yo era mala, ¿te lo puedes creer? No era cariñosa ni comprensiva ni amable ni, horror entre todos los horrores, sumisa. Por lo visto, mi obligación era ver, oír, callar y, sobre todo, obedecer porque lo de la costilla y tal. ¿En serio? Pues sí que estábamos bien, ¡a ver si iba a tener que darle las gracias cada vez que le viera!

No siempre fue así, tampoco querría que os hicierais una imagen equivocada. Al contrario, al principio iba todo tan bien... Adán era encantador, divertido, cariñoso, atento. Me despertaba con un beso cada mañana y se pasaba el día trayéndome flores, recogiendo las frutas más dulces para que yo me las comiera, diciéndome lo contento que estaba de que yo existiera. La verdad, se me hacía pesadito tenerlo encima todo el día, no podía dar un paso sin tenerlo pegado a mis talones. ¿Que iba a bañarme a la cascada? Él, detrás de mí. ¿Que me sentaba en un rincón a ver la puesta de sol? Él, a mi ladito. ¿Que salía a pasear con los perros? Él, conmigo. Qué agobio de criatura. Con todo, porque en el fondo soy una buenaza aunque no se dieran cuenta, acabé cediendo. Yo le despertaba con caricias, elegía los mejores frutos de los árboles permitidos para que se alimentara y, en fin, empecé a cogerle cariño, a necesitarle a mi lado. Y entonces, ¡ZAS! Se dio la vuelta y empezó a comportarse como si, en vez de mi compañero, fuera mi dueño y yo no tuviera derecho a hacer nada más que lo que a él le pareciera bien. Tardé en darme cuenta, se ve que yo tampoco estoy muy sobrada de luces o que eso de quererle me anuló el juicio temporalmente, y lo atribuía todo a eso del amor, que me parecía tan bonito... hasta que dejó de serlo y empezó a tocarme las narices de mala manera. Que si dónde has estado toda la mañana y por qué no viniste anoche. Que si me llevas la contraria continuamente. Que si a veces pones cara rara cuando te toco. Que cómo se te ocurre meterme mano, ¿es que no sabes cuál es tu sitio? Que si no me gusta la manera en que caminas, ¿a quién quieres impresionar? ¡A quién quieres impresionar, dijo la criatura! ¡Pero si no había nadie más! Definitivamente, se le fue la cabeza y alguien tenía que pararle los pies. Y estaba claro que iba a tener que ser yo quien lo hiciera porque sabía que con Papá no podía contar. Siempre se ponía de su lado, hiciera lo que hiciera.

Le pedí un tiempo de reflexión, una separación amistosa de unos días. En medio del drama, con llanto desconsolado incluido, recogí mis cuatro cosas y me largué. Había un rincón del Paraíso que me gustaba mucho, me daba paz y tranquilidad, y le dije que me iba a instalar allí una temporada. Me suplicó que no me fuera, que me quedara, que le diera otra oportunidad porque iba a cambiar, pero sabía que eso no iba a pasar, porque ya lo ha dicho otras veces y nada de nada. Le prometí que volvería y le aseguré que estos días nos irían bien a los dos, que así sabríamos si nos queríamos de verdad o porque no nos quedaba más remedio. Si llegábamos a la conclusión de que preferíamos no estar juntos, entonces tendríamos que tomar una decisión. A Adán le quedaban todavía unas cuantas costillas y seguro que Papá le creaba otra mujer en un abrir y cerrar de ojos. Pero ¿qué pasaría conmigo? Lo mismo le daba un ataque de ira y me fulminaba con un rayo divino, que a veces tenía un un carácter de lo más desagradable. ¿Accedería a crear otro hombre para mí? ¿O varios, para que tenga donde elegir? Mis costillas estaban a su disposición, podía usarlas para lo que quisiera. Ah, no, espera, que a él lo hizo con un montón de barro... Pues nada, más fácil todavía porque si de algo íbamos sobrados en estos lares, es de barro. Cómo se ponía todo a la que caían cuatro gotas, era imposible andar por algunos caminos. En fin, que le dejé llorando a lágrima viva en la cueva y yo me vine a mi rincón secreto, a reflexionar y disfrutar de mi soledad, mi paz y mi silencio. Y qué bien, oye.

Os cuento cómo era. Siguiendo el camino que sale del prado dorado, tenías que desviarte por un pequeño sendero que había a la izquierda. Al final te encontrabas con una playa al pie de un inmenso lago, con su islita en el centro y todo, rodeado de acantilados y campos llenos de árboles frutales. Voy a soltar una cursilada pero era un paraíso dentro del Paraíso y si hubiera tenido que elegir, me habría quedado con este, sin dudarlo. En un rincón resguardado del viento, había una cueva amplia y ventilada, elevada sobre la playa, a la que se accedía por unas escaleras naturales, con una plataforma delantera a la que llamé “terraza”. Las vistas eran de aquellas que te quitan el aliento y confieso, un poco avergonzada, que algunos amaneceres y más de un atardecer aquí me han robado alguna lágrima. Soy una sensiblona, qué queréis que os diga. Me habría gustado traer a Adán, compartirlo con él, pero el instinto me decía que mejor lo mantenía en secreto porque algún día me iba a hacer falta un lugar donde esconderme y, por una vez, no me equivocaba.

Llevaba aquí cuatro o cinco días, bañándome en el lago y tumbándome al sol en la terraza, durmiendo hasta que me daba la gana, acostándome cuando el sueño me vencía, comiendo lo que me apetecía y explorando el entorno cuando encontré un camino que se perdía entre los frutales. Estaba oculto detrás de unos rosales que daban unas flores de color rojo oscuro y olor intenso y me pareció buena idea coger unas cuantas y esparcirlas por la cueva, para que oliera bien aquella noche. Rompí algunas ramas y ahí estaba, el camino. Mi primer impulso fue dar media vuelta, alejarme y olvidar lo que había visto. Si Adán hubiera estado conmigo, seguramente eso es lo que habría hecho porque habría empezado a dar la lata con que debía haber algún motivo para que estuviera oculto, que no había necesidad alguna de saber a dónde iba a parar y que eso de ser tan curiosa algún día me iba a dar un disgusto y grande. Visto lo visto, el hombre habría tenido razón pero como no estaba... Atravesé el muro vegetal, arañándome con las espinas en el proceso, y seguí la senda bordeada de árboles y plantas de todos los tamaños y colores. El sol se colaba entre las ramas y ponía parches de luz aquí y allá, el aire olía a fresco y los animales, reunidos en pequeños rebaños, apenas me prestaban atención cuando pasaba por su lado. Un lobezno me siguió, juguetón, durante unos pasos, hasta que su madre se dio cuenta de que se había ido y aulló con suavidad para atraerlo de nuevo a su lado.

Después de un trecho, al girar una curva cerrada, el camino desembocó en un prado despejado en cuyo centro se alzaba, orgulloso y majestuoso, un manzano de proporciones impresionantes, tan cargado de frutos que algunas ramas se inclinaban por el peso hasta rozar el suelo. Y recordé, entonces, cierta historia que nos contó Papá cuando apenas hacía unos días que me había creado.

Supongo que ya se había dado cuenta de que, de todos mis muchos defectos, según Adán, la curiosidad era uno de los más acusados. Siempre andaba por ahí preguntando qué era esto y por qué aquello, y se debió de temer que en algún momento, la curiosidad y la cabezonería me meterían en un lío importante. Por eso nos reunió, con la excusa de enseñarnos la última criatura que había creado, un bicho repulsivo que se alimentaba de la sangre de los animales, y nos explicó que en un rincón del Paraíso existía un manzano prodigioso, al que llamaba pomposamente “El Árbol del Conocimiento”, y nos prohibió terminantemente buscarlo y, sobre todo, comer fruto alguno de ese árbol. No sé por qué, a Papá se le daba de vicio inventar historias, poner reglas, prohibir hacer cosas e imponer castigos, pero jamás daba ni una sola explicación de sus actos. Tú sí, tú tenías que explicar de “pe a pa” cómo, cuándo y por qué, pero Él no. Y como se te ocurriera pedirle que te razonara la decisión que tomaba, ya te podías ir preparando. Qué carácter tenía, de verdad. En fin, que debió de ver que los ojos se me abrían mucho, mi cerebro empezaba a darle vueltas al tema y se puso muy pero que muy serio. Nos dejó claro que el castigo, si nos saltábamos esa norma, sería de tal proporción que no era ni capaz de decirlo en voz alta. Yo me quedé con la sensación de que no nos lo decía porque no tenía ni idea de en qué iba a consistir y a punto estuve de pedir más detalles, pero la mirada que me lanzó tuvo la virtud de dejarme callada y con la vista clavada en el suelo. Adán no, claro, él juró y perjuró que ni siquiera se molestaría en buscar el dichoso manzano, que desde ese mismo instante se olvidaba hasta de que existía. Pelota, siempre tan obediente. Lo cierto es que yo también acabé por olvidar el manzano y las prohibiciones y el temible castigo pero, al encontrarme frente a este árbol, me pregunté si no habría tropezado con él por pura casualidad. ¿Y qué hice? Pues lo que os podéis imaginar: acercarme.

Era realmente un ejemplar digno de admiración, con un tronco grueso y muy alto, lleno de hojas de un verde radiante y cargado de unas manzanas rojas como la sangre que parecían estar diciendo “cómeme”. La tentación fue fuerte, pero me las arreglé para resistirla. Me conformé con darle la vuelta al tronco, acariciándolo con la mano. Quizá era cosa de mi imaginación, pero juraría que vibraba y que el aire, al pasar entre las ramas, emitía un sonido musical. Definitivamente, me sentía bien allí, como si perteneciera a aquel lugar, y me prometí regresar de vez en cuando y no compartir jamás mi secreto ni con Adán ni, por supuesto, con Papá. Claro que si era cierto lo que nos decía, que nada escapaba a su conocimiento, a esas alturas ya sabría dónde había estado y estaría mascando su furia para descargarla sobre mí en cuanto volviera a casa, pero me dio igual. No había comido ningún fruto del árbol, ¿no? ¡Pues no sé dónde estaba el dichoso problema!

Pues el problema estaba disfrazado de serpiente enroscada en el tronco, ahí estaba el maldito problema. Antes de que pudiera dar media vuelta para irme, se deslizó con suavidad a través de las ramas, e irguió la mitad de su cuerpo escamoso hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos. No sé si os lo he dicho, pero Papá creó algunas criaturas repugnantes y una de las peores, para mi gusto, eran las serpientes. Ese siseo que emiten, los ojos fríos, su manera de arrastrarse sigilosamente y saltarte al paso sin avisar me hiela la sangre. Así que en cuanto la vi tan cerca, tan fija en mí, me quedé paralizada. Vamos, que no caí redonda al suelo de milagro. Y por si eso no fuera ya para echar a correr, abrió la boca y me habló. ¡Lo juro, me habló! Tenía una voz dulce, tan bonita, que no pude hacer más que escucharle. ¿Y qué me dijo?, os preguntaréis. No recuerdo todas las palabras pero, en resumen, me contó que sabía de mi problema con Adán, de mi aburrimiento creciente y la necesidad de aventuras que sentía y me ofreció la posibilidad de solucionarlo todo en un instante.

- ¿Cómo? – le pregunté, muy interesada.

- Comiendo una de estas manzanas.

- ¿Estás loca? ¡La que me caería si hiciera algo así! Que no sabes tú cómo las gasta Papá cuando se cabrea...

- No lo sabrá, te lo aseguro. Este fruto te dará la sabiduría suficiente para ocultarle hasta tus más íntimos pensamientos y podrás manejar a Adán a tu antojo. Reina, vas a ser quien mande aquí. No irás a decirme que no te apetece probarlo... – Bicho malo, sabía perfectamente qué decir para convencerme.

- Sí, claro, pero es que me da miedo.

- Un bocadito de nada y se acabaron los miedo, ya verás – Golpeó una rama con la punta de la cola y cayó, en mis manos, una manzana gorda y jugosa. Se me hizo la boca agua y noté que mi determinación se tambaleaba.

- Bueno, por un mordisquito no creo que pase nada... – Y lo hice. Le di un mordisco pequeño, tímido, apenas perceptible, y en cuanto sentí que el dulzor se extendía por la boca, supe que estaba perdida. La devoré en cuestión de segundos y ni siquiera me sentí culpable.

- ¿Qué, estaba buena o no? – preguntó con una sonrisa triunfal.

- ¡Mucho, no había comido nada tan bueno!

- Deberías llevarle una a Adán, pobre, que se merece también disfrutar de semejante manjar, ¿no crees?

- ¡Por supuesto! – respondí. A la porra la prudencia y eso de guardar el secreto y todo lo demás. Cogí una manzana y salí corriendo. Necesitaba llegar cuanto antes a nuestra cueva y contarle lo que había descubierto, compartir mi dicha con él. ¡Pero qué tonta llego a ser!

Cuando llegué a la cueva, me lo encontré sentado en la puerta, con la vista perdida en el horizonte. Al verme, se levantó de un salto y corrió a mi encuentro. No opuse resistencia cuando me abrazó y me llevó, a tirones, al interior. Antes de que se pusiera excesivamente cariñoso, le conté lo que había pasado esa mañana y le ofrecí la manzana que había traído de vuelta sólo para él. Me miró horrorizado y quiso salir por patas a chivarse, pero conseguí que cambiara de opinión derramando algunas lágrimas y pidiéndole comprensión. Se ablandó al verme llorar porque, hasta aquel momento, no lo había hecho jamás. Poco a poco, fui convenciéndole y me ofreció un trato: sólo daría un bocado, uno pequeño y nada más. Acepté, claro, sabiendo que eso no iba a pasar, que en cuanto la probara, querría comérsela entera, pero me callé. Quizá con él funcionaría de otra manera... pero no. Duró nada y menos y, como yo, al instante se sintió poderoso y sabio. Nos miramos y, sin mediar palabra, nos lanzamos el uno en brazos del otro y, ay, qué noche pasamos. ¡Qué noche! La mejor de nuestra vida, sin duda alguna. Antes de quedarme dormida, apoyada en su pecho, pensé que, a partir de ese momento, todo sería distinto, pero nunca pude llegar a imaginar hasta qué punto.

En cuanto salimos de la cueva al día siguiente, muy avanzada la mañana, nos encontramos a Papá esperándonos. Tenía el ceño fruncido, los brazos cruzados sobre el pecho y daba golpecitos con un pie en el suelo. Estaba furioso y no necesitó decir ni media para hacernos saber que ya estaba enterado de lo que habíamos hecho. Clavé los ojos en el suelo y, de repente, me vi desnuda y me invadió un sentimiento completamente nuevo: la vergüenza. No me daban las manos para tratar de cubrir mi cuerpo e intenté esconderme detrás de Adán, que andaba lidiando con el mismo problema, para escapar a la mirada terrible de Papá. Fue inútil, claro, ¡nada escapa a esos ojos!

- ¿Creíais que no iba a enterarme? – Bramó, haciendo temblar el suelo bajo nuestros pies-. ¿Pero es que sois idiotas o qué? ¡Aquí nada escapa a mi conocimiento! A ver, ¿de quién es la culpa? ¿De quién fue la idea?

Adán se apresuró a señalarme con el dedo y yo, como recompensa a su solidaridad, le pegué una patada en la espinilla. Maldito cobarde, no se puede contar con él para nada.

- Eva, maldita sea, si es que ya lo sabía yo que, al final, me la ibas a liar. Dime, mujer, ¿ahora qué hago con vosotros?

- Papá, perdónanos, por favor – Me arrodillé, sinceramente arrepentida y maldiciendo, en silencio, a la serpiente que me enredó de mala manera. Quizá si se lo contaba tal y como había sucedido y prometíamos no volver a hacerlo, sería comprensivo y no sería tan severo con su castigo-. Papá, no fue culpa mía. Me engañó una serpiente taimada...

- ¿Una serpiente? Pero ¿es que no me escucháis cuando os hablo? ¡No es una serpiente, es mi archienemigo, el Diablo!

- ¿El Diablo? Yo creo que de él no nos has hablado... – dije, porque realmente no recordaba ese nombre.

- ¿Te atreves a llevarme la contraria, insensata? ¡Os hablé de él cuando os prohibí comer del fruto del Árbol de la Sabiduría! Haz memoria, Eva, hija... de verdad que me desesperas – Se pasó las manos por la cara y se sentó en una roca. Cerré los ojos y traté de recordar aquella conversación de hacía tanto tiempo y puede, puede que sí nos dijera algo de él pero, aburrida, desconecté más de una vez del tema y es posible que me perdiera esa parte de la lección. Por si acaso, y para no enfadarle todavía más, asentí e incliné la cabeza-. Bueno, el mal ya está hecho. Ahora vais a tener que enfrentaros al castigo que, como os dije en aquel momento, será tremendo.

A Adán se le aflojaron las rodillas y cayó a mi lado con un sollozo. Me miró con rencor por un momento y, acto seguido, empezó a suplicar clemencia. Para él, clemencia para él porque no hizo más que decir que Eva esto y Eva lo otro y Eva lo de más allá. Vamos, que llegó a decirle a Papá que lamentaba haberle pedido que me creara. ¡Será posible! Papá le mandó callar y dijo que sí, que igual el primer paso lo había dado yo pero que él me había seguido sin pensárselo mucho y eso le hacía ser tan culpable como yo. No pude evitar reírme entre dientes al ver su expresión de desolación; le estaba bien empleado, por acusica.

- Bien, hijos míos, con gran dolor de mi corazón os expulso del Paraíso y os transformo en mortales en este mismo instante – Nos señaló con el dedo y yo me encogí, esperando un golpe soberbio que me rompiera en mil pedazos, pero no ocurrió nada.

- ¿Qué es eso de ser mortales? – preguntó Adán.

- Ah, sí, que eso no os lo había dicho. Vuestra vida era infinita, no conoceríais sufrimiento ni dolor ni pérdida y viviríais mientras el mundo fuera mundo, bajo mi protección y mis atentos cuidados. Pues ya no, majos, ahora vais a saber lo que son las enfermedades, el hambre y la sed y, un día quizá no muy lejano, dejaréis de respirar y moriréis. Vamos, que dejaréis de existir por completo.

- ¡Hala, Papá, te has pasado! – repliqué, sin poder contenerme. Me di cuenta, por la mirada que me echó, que había metido la pata más todavía, si es que era posible, pero no fui capaz de morderme la lengua-. Si nosotros desaparecemos de la faz de la Tierra, ¿ya no habrá más hombres ni mujeres? ¿O te vas a dedicar a hacer montoncitos de barro, soplarles en la nariz y, después, ir quitándoles costillas para crear nuevos juguetes con los que divertirte?

- Tú, que cargas sobre tus espaldas con la mayor culpa de todas, recibirás un castigo extra. Por chula, ea. Sangrarás una vez al mes, sufrirás vómitos y mareos cada vez que te quedes embarazada y parirás a tus hijos con un dolor que no puedes ni imaginar – No tenía ni idea de lo que estaba hablando, igual el día que nos dio esa charla también me distraje un poco, pero todo lo que decía sonaba mal, muy pero que muy mal. Y lo peor estaba por venir-. Además, tu naturaleza te obligará a sentir un deseo incontrolable por Adán y, gracias a eso, él tendrá sobre ti poder y autoridad. Nada podrás hacer que él no te permita y tiene, desde este momento, potestad para castigarte a su antojo si te opones a sus deseos.

Adán se levantó de un salto y me señaló con un dedo, gritando “¡Ajá, pillada!!!!” y a mí se me cortó la respiración. ¿En serio iba a tener que depender para todo de aquel fantoche cuya única gracia era el colgajo que tenía entre las piernas y sólo a ratos? Prefería morirme en ese mismo momento, la verdad. Pero no, eso habría sido magnánimo y Papá no estaba por ahorrarme ni una chispita de sufrimiento. Se levantó y nos miró de arriba abajo con algo parecido a la pena.

- Ah, se siente. Haberlo pensado mejor. La salida está por allí – Nos señaló un camino que se perdía entre las montañas, se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás. Yo me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y eché a andar. Habría llorado de pura rabia pero decidí no mostrar ni la más mínima debilidad. Levanté la barbilla y apreté los dientes, ni Papá ni Adán ni nadie iba a poder conmigo.

- Eva, ¿dónde vas? ¡Espera! – me gritó Adán, parado como un pasmarote en el mismo sitio. No le hice ni caso y seguí mi camino-. ¡Que me esperes, te digo! Pero ¿es que no has oído lo que ha dicho Papá? ¡Yo ordeno y tú obedeces! Eva, ¡Eva!

Y nada, aquí estamos, unos cuantos años después, vagando por el mundo sin destino cierto. Se han cumplido todos los castigos de Papá. Adán ordena mucho, demasiado, y yo obedezco cuando me da la gana. Y sangro cada mes, mis embarazos han sido una fiesta de vómitos y mareos y de los partos ya ni te hablo porque se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo. De vez en cuando, Adán se acuerda del Paraíso y lo bien que vivíamos, le da la llorera y por lanzarme reproches por cualquier cosa desde lo de la manzana hasta que le haya salido un uñero. Depende de cómo me encuentre ese día, me muestro arrepentida o le mando a hacer puñetas y a dormir al campo. Y sí, también siento a veces un ardor que me obliga a arrastrarle detrás de cualquier matorral, arrancarle esas ropas tan feas que lleva y poseerle hasta que no nos queda ni gota de fuerza en el cuerpo. Una cosa hay que reconocerle y es que ha mejorado mucho desde que nos fuimos. Eso de no estar siempre bajo el ojo vigilante de Papá ayuda a que nos soltemos y hemos aprendido mucho. Antes nos lo pasábamos bien, ahora hay momentos en que pierdo el mundo de vista a causa del placer y casi, casi, creo que le quiero. Se me pasa rápido pero, durante unos segundos, de verdad que le quiero. Luego me acuerdo de que, para él, sigo siendo la culpable de todas sus desgracias y me dan ganas de estrangularlo muy lentamente. Qué porras, que él también mordió la manzana, ¿vale? Y no le obligó nadie, lo hizo porque quiso y punto. ¡Así que menos drama, Adán, y más darle a la azada, que las lechugas no se cultivan solas!

Bueno, queríais la verdad sobre eso de la expulsión del Paraíso y aquí la tenéis. Se parece poco a lo que os han contado, ¿verdad? Ya, los hombres, siempre dándole la vuelta a las cosas para que se acomoden a sus necesidades y poniéndonos a nosotras en el centro del huracán. Cualquier día de éstos, se les girará la tortilla y se les acabará el chollo. Ojalá viva lo suficiente para verlo porque, oh, cómo lo voy a disfrutar...

Os dejo, que tengo a Caín y Abel repartiéndose guantazos otra vez. ¡Se llevan fatal! No sé yo si no acabarán mal, estos dos...

Mjo

11-10-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 40

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