domingo, 29 de noviembre de 2020

RED VELVET (semana 46)

Candela llega antes que nadie porque le gusta el silencio que flota en el ambiente hasta que empiezan a llegar el resto de empleados. A partir de ese momento, todo es caos, ruido, confusión, locura y por eso necesita ese espacio de tiempo a solas. Enciende sólo un par de luces y, en la semipenumbra, pasea por la cocina asegurándose de que todo está en su sitio y no falta nada. Repasa el contenido de las estanterías, la nevera industrial y los armarios de los utensilios, y repone lo necesario. Suele hacer frío, porque la calefacción no se pone en marcha hasta las ocho, y para entrar en calor se pone la vieja chaqueta morada que heredó de la única persona que siempre creyó en ella: su abuela. Dios, cómo la echa de menos. A veces tiene la impresión de que, cuando está trabajando en una receta nueva o complicada, puede oírla señalando todos los fallos que comete y ella es incapaz de ver. Le mata la ausencia de su risa; aquel sonido ronco, que parecía salirle del fondo del estómago, seguía siendo, para ella, el más hermoso del mundo. Sonaba a hogar, a paz, a seguridad, aceptación y cariño. Cuando todo se torcía y Candela se ponía dramática, aquella mujer venerable le devolvía a la vida aunque fuera a empujones. Bajo su aspecto frágil, escondía la fuerza de mil huracanes y había sido el centro de toda su existencia hasta el día de su muerte. Sí, la echaba de menos cada día.

Cuando está segura de tenerlo todo listo, pone la cafetera al fuego y, mientras el aroma del café invade hasta el último rincón, conecta el ordenador. Después se sirve una taza, corta un trozo de bizcocho de limón y desayuna repasando los encargos recibidos por mail. Los imprime y ordena según el plazo de entrega y el grado de dificultad, y los distribuye en el tablón que hay frente a los vestuarios. Dos bautizos, tres cumpleaños, una graduación y, lo que más odia, una boda. Aprieta los dientes y respira hondo. Al menos, esta vez le ha llegado con antelación más que suficiente para planificarlo con calma. Lo habitual es de hoy para ya y rara vez queda satisfecha con el resultado.

Una tarta de boda, ¿tiene que ser cursi y recargada por narices? Un piso encima de otro, filigranas doradas, estrellas plateadas, hileras de cuentas de colores, cascadas de flores y, para rematar el delirio, un par de muñecos con cara de espanto y cero parecido a la feliz pareja, bajo un templete griego hecho de bizcocho y pasta de azúcar. Candela suele delegar esos trabajos en su socio, que tenía una capacidad ilimitada para el dramatismo y la exageración. No importaba lo barroca que fuera la idea de los novios, Adrià siempre conseguía ir uno o doscientos pasos más allá. Había que reconocerlo: era un genio. Estaba loco y raro era el día en que no quería estrangularlo unas veinte veces, pero el hombre era un maldito genio.

De vez en cuando llega un pedido que se sale de lo común y representa un desafío. Hace tiempo que la rutina está a la orden del día y no es que se aburra, pero echa de menos el vértigo que sentía al ver la fecha de entrega cada vez más cerca sin tener el proyecto definido. Cree que trabaja mejor bajo presión, su cerebro parece necesitar el chute de adrenalina que genera la incertidumbre. No pierde la esperanza; empieza la temporada de despedida de solteros y solteras, celebraciones que suelen ofrecer muchas posibilidades para romper las reglas.

A las ocho y media llega Adrià, parloteando por los codos y con restos de confeti en el pelo. Pero ¿quién, por Dios, se pasa la noche de un martes de juerga? Candela le pone una taza de café y sonríe mientras le escucha explicar dónde, cuándo y cómo ha conocido al nuevo amor de su vida.

- Madre mía, Candela, si vieras lo grande que es su...

- ¡Alto! – exclama, levantando las manos. Es demasiado temprano para detalles escabrosos-. No necesito tanta información, gracias.

- ¡Su piso, señorita malpensada! – Contesta Adrià, riéndose a carcajadas-. Nos hemos pasado la noche sentados en su sofá, hablando sin parar. Y te juro que ha sido la mejor de mi vida. ¡La mejor!

- Así que... ¿no ha habido sexo? – Su amigo asintió y se tapó la cara con las manos, como si estuviera avergonzado-. Vaya... Oye, ¿quién eres tú y qué has hecho con mi amigo?

- Lo sé... ¡me he enamorado!

- No sabes cómo me alegro. Ya ha pasado demasiado tiempo desde...

 - Chitón, que me jodes el día – Adrià termina el café y se levanta de un salto-. Voy a ducharme y a trabajar sin pensar en él – Se aleja por el pasillo en dirección a los vestuarios y, a medio camino, retrocede y asoma la cabeza por la puerta-. O, simplemente, voy a ducharme y trabajar.

Candela enciende todas las luces de la cocina mientras el resto de empleados empieza a llegar. Les saluda uno por uno y sale a la tienda, donde conecta los focos que, con luz cálida, iluminan las estanterías en las que se expondrá el género. Los hornos ya están en marcha y pronto empezarán a salir los primeros croissants, palmeras, bollos y demás productos sencillos que se elaboran entre semana. A media mañana harán algunos platos preparados, cosas sin demasiadas complicaciones que consumen, sobre todo, los empleados de las oficinas cercanas. Y por la tarde, después de un breve descanso, empezarán con tartas y pasteles sin demasiadas complicaciones para celebraciones improvisadas y trabajarán también en los proyectos que tienen en marcha. A las ocho, bajarán las persianas, limpiarán, ordenarán y darán por finalizada otra jornada laboral. Candela se queda la última, le gusta esa sensación de silencio recuperado que la envuelve mientras va apagando luces y máquinas. Pero todavía faltan muchas horas para que llegue ese momento y más le vale que se ponga en marcha de una vez.

 

 

 

A primera hora de la tarde, Adrià atiende una llamada que le planta una enorme sonrisa en la cara. Candela, al otro lado de la cocina, no consigue escuchar lo que dice, pero le ve asentir con entusiasmo mientras toma notas en el bloc de pedidos. Cuando cuelga, le hace un gesto para que vaya al despacho y Candela, después de meter en el horno una bandeja de galletas y lavarse las manos, le sigue.

- No te lo vas a creer – dice Adrià, que está sentado en su butaca, frente al ordenador-, ¡este encargo te va a encantar!

- Por favor, dime que no es una boda exprés...

- Noooooo, que ya sé que las odias – Se queda pensando unos segundos y sonríe-. Yo creo que nunca hemos hecho nada así.

- Bueno, confío en que me digas de qué se trata antes de que cumpla el plazo de entrega.

- Ais, doña impaciencia, dame un momento, ¿quieres? – Entra en el buscador, teclea una dirección, espera unos segundos y sonríe-. Qué buena pinta tiene! Candela, te presento la web de “Red Velvet”, una sex shop especialmente concebida para los deseos y necesidades de las mujeres – Le da la vuelta a la pantalla para que Candela pueda verla pero ella la ignora y, simplemente, le mira-. La tienda física se inaugura dentro de quince días y quieren que nosotros hagamos la tarta que servirán en la fiesta de apertura.

- ¿Una sex shop? – Pone cara de escepticismo y coloca la pantalla en su lugar-. No, lo siento, ese no es nuestro estilo.

- No, claro, porque nosotros no hemos hecho, jamás de la vida, una polla de bizcocho de chocolate con su relleno de nata, ¿verdad? – Contesta Adrià, con ironía-. Déjate de remilgos, nena, que no nacimos ayer. Además – vuelve a darle la vuelta a la pantalla y la señala-, mira su web, ¡destila glamour! No es una chabacanería. ¿Quieres hacer el favor de mirarla? Madre mía, ni que acabaras de salir del convento...

Candela suspira, se incorpora en la silla y presta atención. A primera vista, no hay nada escandaloso en la imagen de portada. Sobre un fondo negro, una mujer, vestida con lencería de seda y encaje y calzando unos tacones de aguja de infarto, mira al frente con una sonrisa picante, cómodamente sentada en un sillón de terciopelo rojo. A sus pies, los restos de una tarta Red Velvet y una frase en mayúsculas: “Ven a descubrir una nueva dimensión de placer, pensada sólo para tí” y, entre paréntesis, con letra más pequeña: “Los caballeros son bienvenidos, seguro que aprenden algo”. A primera vista, no hay nada ofensivo o demasiado evidente. De hecho, le parece sugerente y hasta de buen gusto, incita a seguir curioseando. Coge el ratón y pulsa “Continuar”. Aparece entonces, sobre un fondo rojo, una lista con las distintas posibilidades que ofrecen, desde disfraces hasta juguetes, pasando por aceites de masaje y, por supuesto, una amplia selección de vibradores de todos los tamaños, colores y formas imaginables.

- Qué... ¿ves algo que te interese? – A Candela se le suben los colores y hace un gesto de negación con la cabeza. Se le ha olvidado que Adrià está allí, atento a todas  sus reacciones.

- ¿Yo? No, para nada.

- Ya... En ese caso, supongo que lo que toca ahora es decidir si aceptamos o no el encargo. Yo voto que sí – dice, levantando la mano como si quisiera responder una pregunta en clase. Candela mira la pantalla de reojo, pero no dice nada-. Nena, decídete, que se me cansa el brazo... Va, que lo que querrán será algo con clase, elegante, y de eso estamos sobrados. Di que sí, por faaaaa...

- Está bien, está bien... – Adrià aplaude y ejecuta, sin levantarse de la butaca, su “happy dance”-. ¡Para, hombre, que te vas a cargar la butaca!

- ¡Es que estoy contento! – Candela le lanza una de sus miradas asesinas y para al instante-. Sí. Vale. Ya está. Voy a llamar a Piero, a ver si puede venir esta tarde para empezar con el diseño y demás.

- ¿Quién es Piero?

- El dueño de la sex shop – dice, mientras busca y marca el número en el móvil-. Es italiano y si la voz le hace justicia, será DI-VI-NO. Ciao, Piero! Soy Adrià (...) Sí, de la pastelería. He estado hablando con Candela (...) Mi socia, eso es (...) Un nombre precioso, desde luego. Oye, hemos decidido aceptar el trabajo y quería saber si puedes pasar esta tarde por aquí, para empezar a (...) Ajá (...) Ajá (...) Sí, claro, lo entiendo (...) A mí me es imposible, pero espera un momento, por favor – Pone el teléfono en silencio y se dirige a Candela-. No puede venir, está trabajando en las reformas del local y va contrarreloj. Quiere saber si podemos ir nosotros.

- ¿Hoy? ¿Esta noche?

- Sí, estará allí hasta las diez o las once.

- Bueno, dile que sí, que iremos.

- Es que yo no puedo, he quedado con Arnau. ¡Nuestra primera cita oficial! No puedo anularla. ¿Por qué no vas tú? – Candela niega repetidamente con la cabeza-. Oh, venga... Sólo es la primera toma de contacto, para conocerle y saber qué idea tiene en mente. Por favooooooooor, di que sí...

- De acuerdo – suspira y se rinde-, pero que sepas que te odio.

- Yo, en cambio, ¡te adoro! – Vuelve a activar el teléfono y retoma la conversación-. ¿Piero? No hay problema, Candela irá encantada. ¿Me das la dirección exacta, por favor? (...) Ah, que me la envías por mensaje. Mucho mejor. Grazie! Ciao, ciao... – Cuelga, se guarda el móvil en el bolsillo del delantal y se estira, satisfecho. Candela, al otro lado de la mesa, le mira con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

- ¿Yo estoy encantada de ir? ¿Es esta la cara de una persona encantada de ir a donde sea?

Adrià se ríe con ganas y se pone en pie. Se acerca a ella, le planta un beso en la coronilla y la obliga a levantarse. Luego le pasa el brazo por la cintura y salen del despacho.

- No te enfades, mujer, piensa que así romperás la rutina de cada día y te dará el aire, que te estás poniendo gris de tanto estar encerrada. – Sonó su móvil, lo sacó del bolsillo y mira la pantalla-. Ah, ya ha enviado la dirección. Qué cumplidor. Esperemos que lo sea también a la hora de pagar.

- ¿Está muy lejos? Dime que no tengo que coger el metro, por favor.

- Pues... no, está por el Gótic y hay un autobús que te deja casi en la puerta. O eso dice él, que me ha enviado hasta un mapa. Cómo son estos italianos, qué elegancia...

- Ya veremos.

- Oh, cállate ya, quejica. Te paso los datos a tu móvil, ¿vale? – Espera que suene el “ping” de los mensajes y que Candela le confirme que le ha llegado bien-. Perfecto, creo que ya está todo. ¡Ah, no!

- Dime.

Adrià se le acercó y, después de asegurarse que nadie les oía, le susurró al oído.

- Hazme un favor. Mejor dicho: hazte un favor esta noche y, si Piero no es un horror y se pone a tiro... ¡te lo tiras! Que ya va siendo hora de que alguien te quite las telarañas de los bajos, señorita – le dio una palmada juguetona en el trasero y se alejó, riéndose, en dirección a la cocina.

- Sí, claro – se dijo Candela, siguiéndole-, porque cosas así me pasan cada día...

 

 

 

Candela llama a la persiana, que está medio abierta, y espera a que le atienda alguien. De la puerta de al lado sale una mujer de unos sesenta años, vestida de negro de la cabeza a los pies y con un moño tirante, que mira a ambos lados y, al verla, sonríe y habla en italiano.

- Buona sera. Posso aiutarti, signorina?

- Buona sera. Vengo a ver a Piero – La mujer la mira, como si esperara algo más-. Soy Candela. De la pastelería.

- Oh, certo! Vieni, per favore – le hace un gesto para que la siga-. Mio figlio sta lavorando.

Cruzan una puerta y entran en la tienda. Está todo patas arriba: maderas tiradas por el suelo, plásticos cubriendo expositores y estanterías, cajas amontonadas, cubos de pintura, herramientas.

- Stai atenta, questo è un disastro, signorina...

- Candela – Extiende la mano pero la señora, en vez de estrechársela, le planta tres sonoros besos en las mejillas.

- Io sono Francesca, ma tutti mi chiamano mamma – subraya la palabra con ese gesto tan italiano  y a Candela se le escapa la risa-. Eccolo... Piero, amore, Candela vi speta!

- Vengo, mamma!

- Va bene! A dopo, bella – se despide Francesca, dejándola sola en medio de un salón caótico.

- ¡Candela, por favor, deme cinco minutos y seré todo suyo! – La voz, con marcado acento italiano y, como dice Adrià, di-vi-na, llega desde el otro lado de una estantería a medio pintar.

- ¡No se preocupe, me espero! – Candela aprovecha para curiosear. Se asoma a una caja medio abierta, al ver el contenido, se le abren mucho los ojos y se le escapa una risita. Son vibradores a los que no les falta ningún detalle. Saca uno de los paquetes y se pregunta si los fabricaron a partir de un modelo real. Al imaginar el conjunto completo, le entra hasta calor.

- Veo que ha encontrado uno de nuestros productos estrella.

Candela se gira de golpe y se encuentra con quien sólo puede ser el muy di-vi-no Piero, que la observa con una sonrisa divertida. No lleva camiseta, sólo unos tejanos salpicados de pintura de varios colores y con un roto a la altura de la rodilla izquierda, y unas botas de trabajo que tienen pinta de pesar una tonelada. Se está limpiando las manos con un trapo que, después, engancha en el bolsillo trasero. Se acerca a ella, que no hace otra cosa que mirarle de arriba a abajo con la boca, se teme, abierta por el asombro. Piero le tiende la mano y amplía la sonrisa, dejando a la vista una hilera de dientes, cómo no, perfectos y a Candela le da un vuelco el estómago. Se da cuenta de que todavía tiene la caja con el vibrador en la mano y se quiere morir de la vergüenza. Lo deja en su sitio y dibuja una mueca que, espera, parezca una sonrisa de disculpa.

- Sí, eh... perdón. Soy Candela – Le estrecha la mano y carraspea para recuperar la voz y la compostura. Se siente como cuando su madre la pilló, a los catorce años, ojeando una de las revistas eróticas de su padre-. Encantada.

- Lo mismo digo. Disculpa que te haya hecho venir pero – hace un gesto con las manos, señalando el caos que les envuelve -, pero las obras van atrasadas y se acerca la fecha de apertura. Tengo que trabajar tanto como me sea posible.

- No pasa nada. ¿Podríamos sentarnos en algún sitio?

- Sí, vamos a la oficina. Es el único sitio donde todavía hay un poco de orden – Recupera una camiseta, que estaba colgada en una percha, y se la pone-. Por favor, sígueme.

El despacho, al final de un corto pasillo, tiene el tamaño justo para poner una estantería, una mesa, una butaca y dos sillas, dejando el espacio suficiente para moverse alrededor sin andar tropezando con los muebles. Las paredes están pintadas de blanco y preside la estancia un cuadro con la misma foto de la portada de la web. Piero se sienta en la butaca y le señala una silla.

- ¿Quieres un café?

- No, gracias, luego no podría dormir – Candela saca su carpeta del bolso y va directa al tema que les ocupa-. Dime, ¿qué ideas tienes para la inauguración?

Pasan la siguiente hora discutiendo las distintas posibilidades. Piero quiere que la fiesta sea, ante todo, elegante porque el suyo, a pesar de la etiqueta “sex shop”, va a ser un negocio con clase. Nada de colores chillones, iluminación escandalosa, rincones oscuros ni música estridente. Vendía lo que vendía y esas cosas, por mucho que se esforzara, no se podían disimular, pero quiere hacer todo lo posible para atenuar el efecto. Su intención es convertir lo grotesco en curiosidad y la perversión, en una promesa de placer. Así que, lo deja bien claro, nada de tartas en forma de pene, magdalenas coronadas con una guinda a modo de pezón ni, por favor, bombones con aspecto de vulva. Candela hace algunos bocetos y Piero promete estudiarlos con calma y darle una respuesta, como mucho, en un par de días. En cuanto al sabor de la tarta, lo tiene muy claro: Red Velvet, para que haga honor a su marca comercial. A Candela le parece demasiado obvio, pero el cliente paga y si quiere Red Velvet, Red Velvet tendrá.

- Creo que ya lo tengo todo – dice, echando un vistazo al reloj del móvil-. Por Dios, qué tarde es – Empieza a recoger los papeles con sus anotaciones, los guarda en la carpeta y la mete en el bolso-. Perdona, te he entretenido demasiado.

- Ni mucho menos – contesta Piero, apoyando la espalda en el respaldo de la butaca-. Ha sido muy... agradable hablar contigo, Candela. Haces que parezca todo muy fácil.

- Es que esta es la parte fácil – Dice, sonriendo. Sabe que tiene que levantarse y despedirse pero no le apetece. A regañadientes, reconoce que ha disfrutado la conversación; el intercambio de ideas ha sido muy estimulante. Y le ha gustado el sonido de su risa. Y su voz. Y esos ojos tan oscuros... Se obliga a detenerse porque cuando su mente se extravía, acaba metiéndose en problemas-. Lo difícil será convertir en realidad el modelo que elijas.

Se pone en pie y Piero la imita. Coge la chaqueta, que ha dejado en la silla vacía, se la pone y se cuelga el bolso, esperando que Piero salga de la oficina para seguirle. Cuando se coloca a su lado y le pone la mano en la espalda, un escalofrío le recorre el cuerpo.

- ¿Tienes frío? Aún no me han instalado el sistema de climatización, lo siento.

- Sí. Digo, no. Bueno – se da una colleja mental a ver si arranca-, es que estoy un poco cansada. Ha sido un día muy largo.

- ¿Sabes qué? Que por hoy, ya he trabajado bastante. Voy a recoger los bocetos y la chaqueta y te acompaño – Retrocede sobre sus pasos y vuelve, pasados un par de minutos, con una mochila una chaqueta de piel negra-. Andiamo?

Mientras cruzan la tienda, esquivando todos los obstáculos, Piero explica qué quiere poner en cada zona y a Candela le resulta fácil imaginar cómo quedará. Para su sorpresa, descubre que tiene ganas de verla terminada y, aunque se muere de vergüenza al imaginar el despliegue de objetos sexuales, admite que también siente algo parecido a la excitación.

- Pero... sono stupido! – Piero se detiene en seco y se da una palmada en la frente-. Me he olvidado de una cosa. ¿Me esperas un momento, por favor?

Candela asiente, intrigada. Piero deja la mochila en el suelo, se aleja en dirección al despacho y regresa, al cabo de unos instantes, luciendo una sonrisa traviesa y con las manos en la espalda, como si escondiera algo.

- Cierra los ojos – le dice, parándose cerca de Candela. Muy, muy cerca.

- ¿Cómo dices?

- ¿Confías en mí? – Candela duda y, por toda respuesta, se encoge de hombros-. Pues cierra los ojos, por favor, y extiende las manos.

Candela respira hondo y hace lo que le pide. Pasan unos segundos sin que ocurra nada y está a punto de protestar cuando siente que le dejan algo sobre las palmas de las manos. Abre los ojos y se le escapa una exclamación al ver qué es: un vibrador de color morado y blanco. No sabe si reírse o tirárselo a la cara y mandarlo a la mierda. ¿Qué demonios se ha pensado ese tío? Se conforma con mirarle, frunciendo el ceño.

- Te lo regalo. No es el que mirabas antes, pero éste tiene estimulador de clítoris y del punto G. Se vende mucho y he pensado que... – Se da cuenta de que, posiblemente, ha metido la pata y no sabe cómo rectificar-. Lo siento, es que... No he debido hacerlo. De verdad, perdóname.

A Candela se le ablanda el gesto. Parece tan avergonzado que acaba riéndose.

- Gracias, es un regalo que jamás habría pensado que podría recibir – Le da vueltas a la caja, que es de plástico transparente, y le mira-. Espero que tenga instrucciones, no he tenido ninguno.

- ¿No? – Parece asombrado cuando ella hace un gesto negativo con la cabeza-. Bueno, no tiene mucho secreto. Mira, funciona así...

Coge la caja, la abre y, con cuidado, extrae el aparato. Desmonta la parte inferior, introduce las dos pilas que llevaba en el bolsillo, y pulsa uno de los dos botones. El aparato, que tiene dos cabezales, empieza a vibrar emitiendo un sonido muy leve.

- Mira, pon aquí los dedos – le coge la mano y la coloca sobre el cabezal más grande. A Candela se le escapa la risa al notar la vibración y mira a Piero, que parece muy satisfecho-. Bien, si aprietas el botón de nuevo, sube la intensidad. ¿Lo notas? Y ahora, si vuelves a presionar, va más rápido y, además, cambia el patrón. ¿Lo sientes?

¡Vaya si lo sentía! El cosquilleo en la yema de los dedos es placentero e imagina que si se siente así ahí, qué no podrá hacer en otra zona. De repente, está deseando volver a casa para probarlo pero Piero, que no dice nada pero sigue pulsando el botón, tiene los ojos clavados en ella y observa cada reacción.

- Es muy... agradable. Muy, muy agradable – dice Candela, en voz baja-. El tacto es tan suave...

- Sí, ya te digo que es un súper ventas... Con él, todo son clientas satisfechas – Pulsa el botón superior y se detiene la vibración. Candela no puede evitar que se le escape un gemido de decepción-. Tienes que usarlo siempre con este lubricante con base de agua, para que no se dañe el material. No te preocupes porque está testado dermatológicamente, no te producirá ningún efecto secundario.

Candela abre el pequeño bote y lo acerca a la nariz.

- ¡Huele a fresas! – dice, sorprendida. Piero se ríe y asiente. Se miran durante unos segundos. Por la cabeza de Candela pasan mil imágenes y empieza a notar que está perdiendo el control y, lo que es peor, que le importa un pimiento-. ¿Sólo se puede usar con el vibrador o...?

No acaba la frase porque no es necesario. Piero da un paso y se queda tan cerca que Candela nota el olor que desprende su cuerpo. Madera, sudor, pintura y deseo. Mete el vibrador en la caja y, junto con el bote de lubricante, lo guarda en el bolso. Después se descuelga el bolso, se quita la chaqueta y lo deja todo en el suelo. Piero, que lo ha entendido todo al vuelo, se quita la cazadora y deja que caiga al suelo también.

Candela se pega a él, levanta la cabeza y le busca la boca. Entre ellos no hay más contacto que ese punto, sus labios, que exploran y se buscan. Los brazos de Piero rodean la cintura de Candela, ella pasa los suyos por sus hombros y el abrazo se aprieta, se hace intenso al mismo ritmo que sus besos, que dejan de ser curiosos y se vuelven devoradores. De repente, todos los nervios se ponen en guardia, la piel se eriza, la temperatura sube y sobra la luz y la ropa. Piero se separa el tiempo justo para apagar algunas luces y recuperar, de no se sabe dónde, una alfombra que todavía no ha sido estrenada. La extiende en el suelo y Candela se quita las botas y camina hasta el centro de la alfombra. Piero la imita y en cuanto la tiene cerca, vuelve a buscarle la boca. Se desatan las ganas, las manos tropiezan buscando botones que desabrochar y cremalleras que abrir. Chocan las pieles que van quedando desnudas y caen arrodillados al suelo, ajenos a todo lo que no sea sus formas y sabores.

Piero juega con sus manos, que se pierden entre las piernas de Candela mientras la mira fijamente, porque quiere ver en sus ojos cómo le llega el orgasmo. Tarda un poco, Candela lo desea pero no consigue relajarse; una parte de ella le grita “¡Pero qué estás haciendo!” y la otra le pide, simplemente, que se deje llevar y disfrute. Gana la segunda y acaba llegando el placer como una oleada que se lleva por delante todas las dudas y el último atisbo de cordura que le queda. Candela ríe y tiembla y quiere más. Le quiere dentro y como ya no tiene miedo, se lo pide. Sin medias tintas, sin florituras.

- Fóllame, Piero, ahora – exige, porque, de alguna manera, sabe que el control es suyo, que todo lo que está ocurriendo, ocurre porque ella lo ha querido así. Y se siente poderosa, fuerte, viva.

Piero se separa de ella, abre la mochila y, de la cartera, saca un preservativo. Chico listo, piensa Candela, debe haber pasado por esto muchas veces y ya no le pillan desprevenido. Regresa a su lado y se lo entrega. Candela se arrodilla, rompe el envoltorio y lo saca con cuidado para no romperlo. Antes de ponérselo, le acaricia el pene y Piero, con los ojos cerrados, responde con un gemido. A Candela le gusta el calor que desprende, su tacto, y se pregunta a qué sabrá. Se lo acerca a la boca y lo saborea. ¿Cuándo fue la última vez que se comportó así, tan descarada? No lo recuerda y tampoco le importa. Se entretiene unos segundos en devolverle a Piero parte del placer que le ha dado antes y cuando cree que se está acelerando demasiado, para. Sabe que le acaba de hacer una putada pero es que no quiere que acabe ni así ni tan pronto. Le pone el preservativo despacio y cuando lo ha colocado bien, le pide que se tumbe boca arriba. Piero, que ha rendido el mando hace rato, obedece sin dudar y Candela, después de besarle la frente, los ojos, la punta de la nariz, la boca, el cuello, el pecho, los pezones, sorprendentemente sensibles, y deshace el camino en sentido contrario antes de colocarse sobre él y guiarle hacia su interior. Cierra los ojos y, durante unos segundos, todo es silencio. Luego abre los ojos y empieza a moverse, con las manos apoyadas en su pecho. Piero la sujeta por las caderas, le ayuda para que la penetración sea más profunda, más larga, más intensa. Y el orgasmo le llega sin avisar, atravesándola como un rayo que arrasa con todo y le arranca un grito que llena todo el espacio.

Candela se queda sin fuerzas y se desploma sobre Piero, que se mueve para colocarla sobre la alfombra y vuelve a penetrarla. Despacio primero, conteniendo las ganas de llegar al final en apenas unos segundos, disfrutando de aquella mujer inesperada, subiendo un punto de placer con cada movimiento. Que le gusta estar dentro de ella, pero le gusta todavía más oírla gemir, pedirle más profundo, más despacio, más rápido, más, más, más. Y no puede más y se aprieta contra su cuerpo, hunde la cabeza en el hueco de su cuello y deja escapar un grito hondo que dura tanto como su orgasmo y le deja vacío, agotado, satisfecho. Feliz. Candela le abraza y se ríe. Le besa la sien, le acaricia la espalda y le susurra “Gracias” al oído. Piero sonríe, contesta “Grazie a te” y la besa.

No tardan en sentir que el frío les muerde la piel y, sin quererlo, se separan. Recuperan sus ropas y se visten sin dejar de mirarse. Candela mira la alfombra y se ríe al ver que se ha manchado.

- Vas a tener que llevarla a la tintorería – dice, señalándola.

- O quizá no... Quizá la deje en mi despacho, como recuerdo de esta noche – contesta Piero, riéndose.

Van hacia la puerta de salida, Piero acciona los botones del cuadro de luces que apaga los focos y el local queda iluminado sólo con las luces de emergencia que hay repartidas por los lugares adecuados. Salen a la calle y caminan, en silencio, en dirección a la avenida principal. Se detienen junto a la parada del autobús y se miran.

- Yo me quedo aquí, el 19 pasa justo al lado de casa – dice Candela, con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Esta parte del juego es la que peor se le da; siempre teme hablar de más o de menos y deja la responsabilidad en manos del otro, algo que no siempre funciona.

- Yo creo que cogeré un taxi, el metro a esta hora está lleno de gente rara – responde Piero, sin saber muy bien qué hacer. Quiere pedirle su teléfono, se muere de ganas de besarla, de decirle que quiere volver a verla, pero no está seguro de que ella desee lo mismo.

Se quedan en silencio. Les separan apenas unos centímetros, pero sienten que la distancia es demasiado grande. Son conscientes de la gente que pasa a su lado, del tráfico en la carretera, de la música que sale de algún punto de la avenida, del frío que hace. El autobús se detiene en la parada y Candela no hace ningún gesto por moverse para subirse. Piero tampoco se fija en la cantidad de taxis libres que pasan. Se acercan un poco y un poco más todavía. Se besan y el mundo desaparece. Cuando se separan, lo tienen todo claro.

- Suena absurdo después de lo que ha pasado, pero ¿me das tu número de móvil? – pregunta Piero. Candela se lo canta y él lo apunta directamente en su teléfono-. El mío lo tienes, ¿verdad?

- Sí, me lo dio Adrià para que pudiera avisarte si surgía algún problema que me impidiera venir. ¿Hablamos mañana?

- No, mejor te llamo cuando llegue a casa y así te doy las buenas noches – Candela sonríe, encantada-. Ahí viene otro autobús.

Piero la besa con suavidad, le aparta el pelo de la cara, la observa mientras sube al vehículo y se queda mirando cómo se aleja. Después detiene al primer taxi que se acerca, sube y le da la dirección de su pequeño apartamento. Saca el móvil del bolsillo y lee los mil mensajes que su madre, histérica, le ha enviado porque no sabe dónde está, no le contesta las llamadas y está preocupada. Teclea un mensaje rápido: “Mamma, sto arrivando. Dieci minuti e sono lì.” Sabe que, cuando llegue, la regañina va a ser de órdago, pero esa noche todo le da igual.

 

 

Mjo

22-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 46

 

 


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