domingo, 13 de diciembre de 2020

IMPROVISANDO (Semana 48)

 

Esta semana ando escasa de inspiración. Nada, que lo intento y no hay manera que salga algo que valga la pena. Bueno, miento. Digamos que mi carpeta de “Borradores” ha engordado un poco con tres o cuatro principios prometedores que, quizá en otro momento, acabarán convertidos en historias pero, de momento, no soy capaz de sacarlas adelante. Así que me dio por pensar en aquellas cosas que son capaces de arruinarte el día desde que sales de la cama. Ojo, cuidado, que si encima es lunes, no es que te arruine el día sino la semana. Os cuento qué se me ha ocurrido y juro que todas, absolutamente todas, las he vivido en mis propias carnes:

1. *Se fue la luz y no pude hacerme ni un  triste café porqué, oh, vaya, resulta que en mi casa todo es eléctrico. “Eso te pasa por moderna”, me dijeron cuando lo conté, “si tuvieras una cafetera de toda la vida en vez de una de cápsulas, eso no te habría pasado”. A ver, una cosita... ¿Qué parte de “todo es eléctrico” no habéis pillado? Si tengo vitrocerámica y no hay luz, ¿cómo hago la puñetera cafetera que sí tengo? ¿Enciendo quince velas del IKEA, con aroma a frutos rojos, la pongo encima y me armo de paciencia hasta que suba el café? Y de las tostadas ya ni hablamos, ¿no? 

**

*Se enganchó el pan en la tostadora y, para sacarlo, se me ocurrió usar un tenedor. Sin desenchufarla, claro, que no hay nada que dispare más la adrenalina que la posibilidad de sufrir un corrientazo antes de las siete de la mañana. Me quedé sin tostadora, claro, y encima me fui a trabajar agradeciendo que el apagón que siguió al chispazo fuera sólo una falsa alarma y no un cortocircuito general de toda la instalación. 

3. *Me hice café sin problemas y las tostadas salieron perfectas. Cuando me dirigía a la mesa del desayuno cargada, el asa de mi taza favorita, esa que decía “Todo saldrá bien porque tú eres la leche” y ha sobrevivido a tres mudanzas y muchos lavados enérgicos, decide que es un buen momento para romperse. Lógicamente, el asa se me quedó colgando de los dedos y el resto fue a estrellarse contra el suelo, se hizo mil millones de cachitos y el café se extendió por el suelo a la velocidad del rayo. ¿Que qué hice yo? Contemplar el desastre intentando no llorar. Fracasé. 

4. *Me senté a desayunar y, como era verano y hacía un poco de calor, decidí que subir la persiana para que entrara algo de aire era una buena idea. Agarré la cinta con un entusiasmo excesivo y, al primer tirón, se partió. La persiana, con un sonido de mil demonios que debió de despertar a medio pueblo, cayó al suelo y se quedó cerrada a cal y canto. Mi único pensamiento en ese momento fue “No puedo, es demasiado temprano para tanta tragedia”. 5. 

*Conseguí desayunar sin que pasara nada y me fui a la ducha. Me puse mi champú favorito, ese que a la modelo del anuncio le pone unos rizos que parecen de seda (¡malditas novelas románticas, se me pega el lenguaje!) y a mí me deja el pelo limpio y gracias, y cuando abrí el grifo, no cayó ni una gota. Pero ni una, ni una, ¿eh? En un ataque de desesperación, me envolví en la toalla y fui a buscar la garrafa de agua que, menos mal, estaba casi llena y me enjuagué como buenamente pude. Después de esmerarme con el secador y ver que con aquellos pelajos no iba a ninguna parte, recurrí a una socorrida coleta para disimular los daños. Me salvó las pintas pero no de sentirme, todo el día, muy, muy sucia. 

6. *Desayuné sin percances, me duché y me aclaré perfectamente y el pelo, por una vez, quedó hasta medio bien. Saqué la fiambrera de la nevera y la metí en una bolsa hermética para que no se ensucie la mochila si todo se vuelca. Perdón, quería decir que intenté meterla en la bolsa porque, como resulta que tengo las manos como de mantequilla, la fiambrera se me escapó y fue a parar al suelo de la cocina. Por supuesto, se destapó y las magníficas y muy suculentas albóndigas con sepia, con su salsita de tomate casera y todos, todos, todos y cada uno de los guisantes quedaron repartidos por el suelo y la pared de la cocina. Me dieron ganas de gritar muy pero que muy fuerte, coger el bolso y largarme. Por desgracia, la voz de mi conciencia, que se parece mucho a la de mi madre, me paró en seco diciendo “¿Se puede saber dónde vas? ¡Recoge eso ahora mismo! ¡Imagina el pastel que te vas a encontrar cuando vuelvas esta noche!” Perdí el tren, llegué tarde al trabajo y, a partir de ahí, todo cuesta abajo. 

7. *Nada más salir de la cama, sonó la alarma del móvil que, con amabilidad, me recordaba que esa mañana tenía visita con el ginecólogo. Y oye, después de eso ya da igual lo que venga porque esas dos palabras, “visita ginecólogo”, son más que suficientes para arruinarte lo que queda de día, de semana y casi, casi de mes. 

A ver, que levante la mano la mujer a la que no se le caiga el alma a los pies cuando tiene que ir al ginecólogo. ¿Tú? Bueno, qué se le va a hacer. Como decía mi abuela, “hay gente pa tó”. Yo, lo siento, pero no lo soporto. Es que lo pienso y me entran sudores fríos. Porque una cosa es que te hagan una prueba sin importancia y otra, muy distinta, que te hurguen los bajos gratuitamente. Llegados a este punto, cambio de tercio y hablo de visitas médicas por las que preferiría no pasar. ¿Me seguís?

A) Una espirometría. Sí, ya sabéis, esa prueba para diagnosticar problemas respiratorios. Te hacen soplar por un tubito para saber si te llega la cantidad de aire suficiente a los pulmones y, mientras a ti se te pone la cara morada y los ojos parecen que están a punto de salirse de las órbitas, el médico, o la enfermera,  te va diciendo “”sopla más, más fuerte, venga, que tú puedes” y tú que piensas que no, que te estás ahogando. Cuando empiezas a ver lucecitas de colores bailando delante de tus ojos, la maldita maquinita decide que ya tiene todos los datos que necesita, pita y empieza a expulsar un papelito lleno de rayas que vaya usted a saber qué significan. El médico, o la enfermera, coge el papel, lo estudia con el ceño fruncido y, después de una eternidad, te mira y dice “todo correcto, podrías correr la maratón de New York sin notarlo, ¡menudos pulmones tienes!” Sonríes, das las gracias y te vas preguntándote de quién narices será el resultado que ha estudiado porque tuyo, seguro que no.

B)   Un análisis de sangre. A primera hora, así, sin desayunar ni nada. Tú, que por la mañana te levantas que te comerías a Cristo por los pies (que me perdonen los creyentes) y resulta que hasta las nueve y pico no puedes meterte en el estómago nada más que agua. Agua, señoras y señores. ¡Agua y en ayunas! Pero ¿qué despropósito es este? Todo el mundo sabe que eso no se puede hacer porque vomitas. ¿El qué, si se supone que tienes el estómago vacío? Pues no lo sé, pero si lo dice la sabiduría popular, vomitas fijo. Si además de sangre, te toca análisis de orina, el cachondeo escatológico de llenar el tarrito ya es para echarse a llorar de risa y/o de pena, dependiendo de si Mercurio está en la órbita de Virgo o en plan retrógrado. Supongamos que aciertas a la primera (¿le ha pasado a alguien? Que comparta el método, por favor) y llenas el tubito sin liarla parda. Lo metes todo en una bolsa que envuelves en papel de plata. ¿Por qué? ¿Para que nadie sepa lo que llevas ahí, porque te da vergüenza que alguien vea el tubito con tu orina? No, en absoluto. Es para que no se estropeé, que hay que explicarlo todo. Llegas a la consulta, haces cola, te sientes observada por todos los que esperan y, cuando dicen tu nombre, saltas del asiento como si te pincharan en el trasero, no sea que por un despiste tonto, se te adelante alguien. Te acercas a la enfermera y, como si le entregaras un gramo de coca, le enseñas el gurruño de papel de plata. “La orina a mí no me la de, a la enfermera de dentro”, dice a voz de grito. Se te suben los colores y, con la cabeza baja, tiras para el cuarto donde te sientan en la silla de la tortura. A mí no me dan miedo las agujas ni me impresiona que me saquen sangre; al contrario, me gusta ver cómo se llena el tubo (una vez me dijeron que cómo puedo ser tan morbosa y le contesté que dónde estaba el problema, si era mi sangre) pero algunos entran blancos y salen casi transparentes. Cuando acaban contigo, te ponen una tirita y te dicen, muy serios, “aprieta hasta que deje de sangrar para que no salga hematoma” y te mandan a desayunar, que ya va siendo hora. No sé a vosotros, pero yo puedo estar apretando dos horas seguidas que igual me sale un morado del tamaño de un campo de fútbol. Qué delicadita soy para algunas cosas, oye.

C)  C) La revisión médica del trabajo. Así, en general. Es una vez al año, lo sé, pero lo mismo me fastidia lo más grande. Para empezar, hay que levantarse un poco más temprano y coger el tren antes porque te han dado hora a las ocho y media de la mañana. No es serio, lo siento. Además, tienes que ir sin desayunar, claro, porque te hacen análisis de sangre, y ya te ves tú medio desmayada camino de la clínica, que está donde Cristo perdió una sandalia, pensando en croissants de chocolate, bocadillos de jamón, un bikini de queso y jamón dulce, un donut de azúcar, un café con leche... Llegas al lugar, le das tus datos a la recepcionista, que está tan contenta que parece Campanilla. Te preguntas por qué está de tan buen humor y, automáticamente, la única neurona que está activa te responde “¡Porque ha desayunado!”. Qué envidia... Después de varios malentendidos, que la mujer está animada y un poco sorda también, mete todos tus datos en el ordenador, te da un vasito de pruebas de los de toda la vida y te dice “Para el análisis de orina. El lavabo está al fondo de ese pasillo, a la izquierda, y tienes una fuente de agua por si te hace falta beber”. Coges tu vasito envuelto en plástico, tiras para el lavabo y te encuentras con una reunión muy animada alrededor de la fuente, porque todos están en la misma situación que tú. Bebes y esperas, esperas y bebes, y cuando te toca, entras en el lavabo (uno por sexo, ya les vale) y, en fin, lo escatológico lo dejamos para otro día, ¿vale? Sales ocultando el tubito en el bolso, porque ahí papel de plata no te dan, y vas para la sala. Te sientas y, sí, habéis acertado, esperas que una enfermera venga a buscarte para llevarte a la consulta del médico, a ver cuál te toca. El de este año era entre cachondo y aterrador, según el momento.

Tenía de fondo a Michael Jackson, lo cual no es malo, y de vez en cuando se marcaba un bailecito sentado en la butaca. Me hizo las preguntas de rigor, contesté sin pensarlo siquiera porque cada año es lo mismo, y pasamos a las exploraciones físicas. Lo primero que hacen es endiñarte una humillación gratuita que, con el estómago vacío, duele como una puñalada. “Quítese los zapatos y súbase a la báscula, que la voy a medir y pesar”, dice mientras se pone los guantes quirúrgicos. Y digo yo, ¿qué necesidad habrá de saber mi peso y mi altura? En fin, que soy más bajita de lo que pensaba y peso más de lo que quisiera. Y ya está. “Póngase de pie aquí, con la espalda bien recta, y dígame si le duele algo”. Empieza a toquetear toda la columna vertebral y vas diciendo “no, no, no, no, ahí un poco, no, sí” desde la nuca hasta la rabadilla y te dice que estás perfecta. “A ver si hay contracturas”... y pienso que se va a poner morado porque hace semanas que arrastro un nudo en el omóplato izquierdo que... “No tiene ninguna apreciable, todo está correcto” y camina hacia su mesa para tomar notas, cantando el “Thriller” en voz baja. Yo me muerdo la lengua para no decirle “¿Está usted seguro? Mire que me parece que ha mirado en el sitio equivocado, repita la exploración” porque me parece impresionante que no detecte la contractura que me tiene molida desde hace ya demasiados días. “Quítese el jersey y túmbese en la camilla, vamos a hacer el electro. ¿Lleva medias?”, contesto que sí y suspira, fastidiado. “Qué le vamos a hacer. Pues quítese también los pantalones y las medias”. Menos mal que me puse unas bragas y un sujetador decentes... Me (casi) despeloto y me tumbo en la camilla, con los ojos clavados en el techo. El hombre se acerca, todavía canturreando, con un algodón empapado en alcohol que me pasa por los tobillos, las muñecas y alrededor de los pechos. Luego coge un papelillo y despega unos... ganchos que procede a pegarme en las zonas donde antes ha pasado el algodón. Después descuelga un manojo de cables acabados en un enchufe parecido al de los auriculares y va conectando un cable en cada gancho. Ni me mira, cosa que agradezco, y cuando están todos colocados, me pide que durante unos segundos no respire o que lo haga con mucha suavidad, conecta una máquina y se queda mirando cómo se registra la actividad de mi corazón en un papel pautado. Frunce el ceño y deja escapar un “hum...”. Cuando la máquina se detiene, arranca el papel, lo mira con atención, me dice “No se detecta latido”, y sigue estudiando el papel. ¿Perdón, cómo dice? ¿Que no se detecta latido? Oiga, que yo estoy viva, ¿eh? Deja el papel sobre la mesa, se acerca y empieza a apretar todos los ganchos. “Ay, que éste no estaba bien colocado”, dice y empieza a reírse. Yo, por cortesía, suelto un “ja ja” y le maldigo mentalmente. Repite la operación, el resultado le parece satisfactorio, es decir, que estoy viva, y me dice que me vista y vuelva a la sala de espera.

Allí me siento y me da tiempo a leerme un capítulo entero de la novela antes de que venga la enfermera para las últimas pruebas. Las nueve y media de la mañana, por cierto, y yo sin desayunar. La enfermera es, con comparación con el médico, un ángel caído del cielo. Si me llega a dar una galleta después de sacarme sangre, le pido que se case conmigo porque no ni me enteré del pinchazo y, esto sí que es milagroso, ¡no me salió morado! Total, que entre unas cosas y otras, llegué al trabajo a las diez y pico y lo primero que hice fue comerme el bocadillo de jamón que me había comprado por el camino y agradecer que, al menos durante un año, no volvería a tener que pasar por el mismo trance.

D) Me salió un bulto en la frente que no me dolía ni molestaba, pero era poco estético. Después de muchas vueltas, decidí ir a que me hicieran pruebas, porque igual era recomendable quitarlo. El médico que me tocó en suerte me aseguró, después de unos cuantos apretones que me hicieron ver las estrellas, que era un quiste de grasa, que me lo podían quitar en un abrir y cerrar de ojos y que no quedaría cicatriz. Programamos la intervención para un par de meses más tarde y cuando me tuvieron en la camilla, con la anestesia local activada y la frente abierta, escuché decir al cirujano “Esto no es grasa, es hueso”. Para demostrarlo, golpeó un par de veces con no sé, ¿el bisturí?, y efectivamente sonaba a hueso. “Mira, yo no puedo quitarlo porque es más complicado de lo que parece. Te coso y vuelves a pedir hora, a ver qué se puede hacer”. Dicho y hecho, seis puntos y para casa. Y yo, alucinando. ¿Me estaba convirtiendo en un unicornio? Lo que no me pase a mí... Unas semanas más tarde, volví a ver al primer médico. Pidió unas radiografías que demostraban que, efectivamente, mi bulto era de hueso y volvió a programar otra intervención. “No será nada, te abrirán, limarán, cerrarán y a casa durante una semana”. Ya, claro, y yo que me lo creo. Me operaron un viernes y fue una de las cosas más desagradables que me han pasado jamás. La anestesia es local, claro, y los pinchazos en esa zona duelen como si no hubiera un mañana. Cuando están seguros de que ya no sientes nada en la zona, te tapan la cara y dejan a la vista sólo el trozo de frente que van a abrir. Notas el corte, no duele pero lo notas. Y que hurgan en la herida también lo notas. Y lo mejor de todo, les oyes hablar. Porque te han anestesiado la frente, pero no te han puesto tapones en los oídos y te enteras de absolutamente todo; el instrumental que piden, lo raro que les parece esa deformidad ósea, el ruido de la maquinita con la que te están limando el hueso y los planes que tienen para ir a cenar ese fin de semana en un restaurante de la costa que sirven un pescado de primerísima calidad. “¿Quién hace la reserva?”, pregunta alguien. “Yo no tengo el número, pero si me dices el nombre, lo busco y llamo. ¿Cuántos vamos a ser?”, responde una mujer. “Todavía no lo sabemos fijo, Pepito de los Palotes y Mariquita Pérez me tiene que decir algo esta tarde”, contesta un hombre. “Pues como tarden mucho, nos quedaremos sin sitio, que siempre está lleno”. Y yo, tumbada en la camilla con esa sensación tan desagradable en la frente, con ganas de gritarles “¿Podemos estar por lo que tenemos que estar? ¡A ver si se les va a ir la mano con la lima y en vez de bulto, voy a tener un agujero en la frente! ¡Hagan planes luego, coño!”.  Por suerte, no pasó nada, pero joderes, qué susto. Me cosieron, me pusieron otra inyección con calmantes y un antibiótico, y me mandaron para casa con la frente hecha un primor. En realidad, debo decir que hicieron un trabajo excelente porque el bulto desapareció y apenas se nota cicatriz.

E)   Del ginecólogo no pienso hablar. Como ya he dicho, que te toquen los bajos sin invitarte antes a café es francamente desagradable. Esa zona se hizo para ser tratada delicadamente, ya seas hombre o mujer, y hay médicos que la delicadeza no la conocen. Por fortuna, al menos en mi caso, son minoría, pero son los que más recuerdo. Como una señora “muy amable” que me gritaba porque estaba tensa y si no me relajaba, me dolería. Y cada vez que intentaba hacer la exploración, me hacía más daño, volvía a gritarme, yo me ponía más nerviosa y, en fin, que decidió que debía tener una matriz, unos ovarios y un útero en perfectas condiciones porque no hubo manera de que acabara con la exploración. Volví a casa sangrando, lo juro, y estuve dos o tres días que no podía sentarme sin que me doliera. Qué burra, por Dios.

Y creo que por hoy ya hay bastante. Lo siento, no es más que un compendio de anécdotas, todas reales, que me ha dado por contar, pero es que, de verdad, esta semana no ha habido manera humana de hilar una historia de principio a fin. Qué coraje, con lo que disfruté escribiendo la anterior y lo bien que quedó. La próxima semana habrá más suerte, espero. No sé qué me ha pasado... O sí. No sé, tengo mis sospechas. Con esto de no pasar de fase y que si los datos empeoran, la Navidad va a saltar por los aires, ando un poco desanimada. Me pongo a escribir y sólo me salen tonterías sentimentales y tristes que, francamente, me hacen sentir mal y no me apetece compartir. No durará este estado de ánimo, o de desánimo, eso lo tengo claro, pero de momento, madre mía, qué asco todo. Y qué asco la gente. Ya está, tenía que decirlo.

No pasa nada. Hoy cierro estos días de estupidez suprema y empiezo otra semana con más ganas. Esta mañana fui a comprar adornos navideños para mi casa, por primera vez en dieciséis años. Nunca he puesto ningún tipo de decoración porque como las pasaba con mi familia, no le encontraba sentido a colgar cosas si no las iba a disfrutar. Esta vez, como es más que posible que no pueda ir a verlos (aunque se permita la movilidad entre provincias, me da miedo), he pensado que estaría bien poner cuatro tonterías que me alegren un poquillo. Nada excesivo, algunos adornos y una ristra de luces led de esas blancas que dan ambiente, pero no deslumbran. Y ya están puestas. No me convencen demasiado, me da la impresión de que se ve pobre el resultado o quizá es que no estoy acostumbrada... En el fondo, no está tan mal. Después de todo, me ponga yo como me ponga, diga el virus lo que diga y haga lo que haga la gente irresponsable e idiota, la Navidad está a la vuelta de la esquina. Celebremos lo que podamos, aunque sea a través de Skype, y seamos prudentes para que el año que viene sea, de verdad, mejor que éste. Me parece que no va a ser difícil...

Oye, que no lo he dicho... ¡FELIZ NAVIDAD!

 

Mjo

06-12-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 48

 

 

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