Al
final llego a la conclusión de que tampoco tengo tantos pensamientos. Qué
tontería, ¿verdad? Llevo una semana metida en casa y siento que vivo en un
domingo que no se acaba nunca. Y no uno de los buenos, de los que deseas con
todas tus fuerzas que no termine jamás. No, es uno de esos que, a las seis de
la tarde, te tiene deseando que llegue el lunes para volver a trabajar. La
soledad no me molesta, normalmente la llevo bien y hasta la agradezco. Siendo
impuesta, como ahora, me tiene subiéndome por las paredes. Se me ocurren ideas
locas que tengo que dejar aparcadas a un lado, en espera de mejor ocasión,
porque todas requieren estar fuera de aquí. Es absurdo, lo sé, pero a veces
siento que vivo en un circo de tres pistas y sin saber qué espectáculo es el
que vengo a ver.

Quiero
sentarme en una terraza en mitad del paseo más concurrido de la ciudad, pedir
un par de cervezas y unas patatas bravas. Hablar, hablar y hablar hasta
quedarme sin palabras. Hablar sin sentido, contando verdades, confesando
secretos, inventado historias, rescatando recuerdos. Escuchar, escuchar y
escuchar hasta que me duelan los oídos, me desconecte del mundo, me olvide de todo
y me reviente la risa. Mirar alrededor, recuperando colores y formas,
descubriendo lugares comunes y nuevos rincones. Oler el perfume pegajoso de las
flores, la mezcla a veces insoportable de la gente, los coches que pasan por la
carretera, la hierba recién cortada un pequeño jardín y las fritangas que salen
de la cocina de algún bar. Tocar el vaso helado, la servilleta de papel, los
tejanos nuevos, otra piel, otra boca, la cicatriz que tanto me gusta. Joder,
qué ganas tengo de que acabe el encierro.
Tengo pocas cosas que contar. No hago casi nada y casi nada se me ocurre. Y lo que se me ocurre, mejor no contarlo. Es demasiado oscuro o demasiado luminoso o demasiado imposible o demasiado demasiado. Parecerá mentira pero estoy agotada.
Me voy a fregar los
platos. El glamour del confinamiento no tiene fin.
Mjo
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