Mariona no solía encapricharse de nada en concreto, pero hace tres años se enamoró de un precioso colgante de diseño modernista que encontró en una pequeña parada situada en un rincón del Mercat. Era una libélula con las alas extendidas y cubiertas de piedras de colores, una filigrana de oro y gemas, y me pareció preciosa. La dueña de la tienda, una anciana encantadora que parecía sacada de otra época, nos contó que aquel colgante, con unos pendientes a juego que también estaban a la venta, había sido el regalo que su bisabuelo Sebastiá hizo a Margarida, su futura esposa, cuando se prometieron. Juró que era auténtico, que había pertenecido siempre a la familia y que si había decidido venderla, junto con otros objetos únicos y muy queridos para ella, era a causa de su mala situación económica. Nos compadecimos de ella, en su voz se transparentaba la pena que sentía al deshacerse de todos esos pequeños tesoros, tan cargados de recuerdos, y a Mariona le habría encantado poder comprarla, no sólo porque le gustaba mucho sino para poder ayudarla. Por desgracia, el precio que pedía sobrepasaba, en mucho, la cantidad que nos podíamos permitir y ni siquiera con una rebaja consiguió acercarse a nuestro presupuesto. Tuvimos que conformarnos con comprar una pequeña cajita de porcelana, algo desportillada pero muy bonita. Le dimos las gracias y, después de desearle suerte, nos despedimos de ella.
En
la imagen, una de esas típicas fotografías de estudio color sepia, una pareja
muy distinguida nos devolvía la mirada. Él, muy alto, posaba de pie con un
sombrero de copa en una mano y la otra apoyada en el respaldo de una silla alta
en la que una mujer joven y hermosa, que podía ser la hermana gemela de
Mariona, con semblante serio, casi triste. Llevaba el pelo cubierto por un velo
de encaje y en las manos, que reposaban sobre el regazo, llevaba un pequeño
ramo de flores.
-
Caramba... – dijo Mariona, tan sorprendida como yo-, sí que nos parecemos. Mira
cómo va vestida. ¿Crees que era el día de su boda? En la parte de atrás sólo
han escrito sus nombres, Sebastiá y Margarida, pero no hay ninguna fecha ni
nada.
-
Podría ser. Qué tiesos están, con lo divertidas que son las de nuestra boda –
Nos reímos a carcajadas al recordar las fotografías que nos hicimos en el parque
de atracciones, llenas de luz, de color y de vida.
-
Bueno, era otra época. No me los imagino haciendo la cabra encima de un auto de
choque. Es una foto bonita, de todas formas, aunque estén demasiado serios. Era
muy guapa, ¿verdad? Tan elegante...
-
Con ese collar, no tienes nada que envidiarle. Estás preciosa esta noche. Como
siempre. Te queda perfecto - le dije, abrazándola y dándole un beso en la nuca.
Contemplamos nuestra imagen en el espejo y sonreí de puro orgullo al verla tan
hermosa.
-
No pienso llevarte la contraria – contestó, riéndose-. Lo único que siento es
que no podré ponérmelo muy a menudo. ¿Me imaginas comprando en la pescadería
con esto al cuello? O saliendo de copas cualquier noche... Si me lo roban, ¡me
muero del disgusto!
-
Bueno, se me ocurre que podrías llevarlo como Marilyn llevaba el Chanel nº 5...
– Le desabroché la camisa, botón a botón, sin apartar la vista de sus ojos
reflejados en el espejo.
-
¿Ah, sí? – respondió, apoyando la cabeza sobre mi pecho. La camisa cayó al suelo
con un susurro y me incliné para besarle el hombro mientras mis manos, tan
torpes como siempre, se peleaban con el cierre del sujetador-. ¿Y cómo sería
eso?
-
Marilyn sólo usaba unas gotas de ese perfume para dormir. Tú podrías ponerte
sólo el collar...
-
No – Le quité los pantalones muy despacio. Luego deslicé las manos por sus
bonitas piernas, le quité las medias y las dejé caer al suelo. Me tumbé sobre
su cuerpo, le besé todo el camino entre su ombligo y el cuello y, al llegar a
la altura de su oreja, me detuve para susurrarle-. Tengo pensado algo mucho
mejor.
Fue
una noche magnífica. La cena, que habíamos encargado a nuestro restaurante
favorito y nos habían traído a casa, quedó olvidada en la mesa y nos la comimos
de madrugada, en una pausa obligada para recuperar fuerzas, antes de regresar a
la cama. Hicimos el amor hasta
hartarnos, como cuando nos conocimos y no había manera humana de quitarnos las
manos de encima. Parecíamos dos adolescentes desbocados y no dejaba de
parecernos curioso que, después de tantos años juntos, todavía fuéramos capaces
de sentir aquel deseo abrumador el uno por el otro. Amanecía cuando, agotados,
nos quedamos dormidos y al despertar, muy tarde, Mariona me dijo que había
tenido un sueño rarísimo y le pedí que me lo explicara. Contestó que creía que
haber soñado con la joven de la fotografía, que parecía enfadada y le reclamaba
algo, pero sólo recordaba retazos del
sueño. Me preocupó un poco porque estaba muy pálida y tenía ojeras, algo que
sólo le ocurría cuando estaba enferma, pero lo atribuí a la larga noche que
habíamos pasado y le sugerí que se diera un largo baño caliente mientras yo
improvisaba algo medianamente comestible en la cocina. Aceptó la propuesta y
fue a preparar la bañera. Cuando, una hora más tarde, salió del cuarto de baño,
era otra persona. Volvía a tener color en las mejillas, los círculos oscuros
bajo los ojos habían desaparecido y parecía haber recuperado la energía.
-
Me vas a tener que explicar el secreto de esas sales que has puesto en el agua,
¡son milagrosas! – le dije, mientras acababa de poner la mesa.
-
Te vas a reír pero... – hizo una pequeña pausa y se mordió el labio inferior,
como hacía siempre que estaba preocupada.
-
¿Pero...?
-
Me sentí mejor en cuanto me quité el collar – Me quedé mirándola, sin saber si
hablaba en broma o lo decía en serio-. Sí, ya sé que suena absurdo, pero es la
sensación que me ha dado.
No
supe qué decirle. Mariona no acostumbraba a fantasear, ni por casualidad. Como
cualquier hijo de vecino, se lo pasaba bomba con una película de terror o un
buen libro de misterio, pero decía que no había más fantasmas que los humanos y
que la vida hay que disfrutarla aquí y ahora porque cuando la fiesta se acaba,
se acaba de verdad. Imaginé que la historia del colgante le había impresionado
más de lo que quería admitir y supuse que no tardaría en olvidarlo, así que
inventé alguna explicación más o menos coherente y la aceptó sin dudarlo.
Aquella noche, domingo, metió el collar y la fotografía en la caja de
terciopelo y la guardó en el cajón de arriba de su tocador.
No
volvió a usarlo hasta la boda de su primo favorito, en abril, que le pareció el motivo perfecto para lucirlo en público por
primera vez. No sé si la novia acaparó tanta atención como el colgante, no creo
que quedara nadie que no se acercara a preguntarle de dónde había salido.
Durante la ceremonia, Mariona estuvo bien pero después de la cena empezó a
encontrarse mal. Le dolía la cabeza, se mareaba y tenía dificultades para
respirar. Nos fuimos a casa tan pronto como nos fue posible. Hizo todo el
trayecto dormida en el asiento del copiloto, agitada, como si tuviera pesadillas,
y en algún momento me pareció que incluso lloraba. En cuanto llegamos, fue a la
habitación, se desnudó y se quitó el collar. Yo, que la había seguido de cerca
por si necesitaba ayuda, vi el cambio que experimentó su rostro en cuanto lo
metió en la caja y lo puso de nuevo en el fondo del cajón del tocador. En
cuestión de minutos, desaparecieron el dolor de cabeza, el nudo en la garganta
que le impedía respirar y las náuseas.
-
Te juro que no lo entiendo – me dijo, abrazándome.
-
Pues anda que yo... ¿No será alergia al oro? ¿O a alguna de las piedras que
lleva el colgante?
-
No tengo ni idea y ahora tampoco me apetece pensarlo. Estoy agotada, me voy a
dormir. Buenas noches, cariño – me dio un suave beso en los labios, se metió en
la cama y apagó la luz. Se quedó dormida casi al instante.
-
La he visto, Daniel, la he visto – dijo, entre sollozos.
-
¿A quién? – le pregunté.
-
A Margarida– contestó, abrazándose a mí con desespero.
-
Pero... eso es imposible, habrá sido un sueño. Vamos, te prepararé una tila y
volverás a dormirte enseguida.
-
¡Te digo que la he visto! ¡Y no es la primera vez!
-
¿Qué...? ¿Qué dices, Mariona?
Me
explicó entonces que, de vez en cuando, había vuelto a soñar lo mismo que la
noche en que se lo regalé, cada vez más claro, cada vez más vívido, hasta el
punto en que, cuando despertaba, tenía que encender la luz para asegurarse de
estar a salvo conmigo, en nuestra cama. Al cabo de un tiempo, empezó a verla
reflejada en los espejos, en los cristales de las ventanas o incluso en el agua
de la bañera. A veces era tan rápido que con un parpadeo, desaparecía. Otras,
en cambio, se quedaba mirándola durante unos segundos que se le antojaban
eternos y después, en un abrir y cerrar de ojos, se esfumaba.
-
¿Por qué no me has dicho nada antes?
-
¡Porque creí que me estaba volviendo loca! – Contestó, sentándose en la cama-.
Daniel, tú sabes lo que le pasó a mi madre y a mi abuela. Pensé que ahora me
tocaba a mí, así de simple.
Empezó
a llorar desconsoladamente y lo entendí todo. Su madre y su abuela habían
perdido la cabeza. Su abuela porque durante la Guerra Civil le tocó presenciar
el fusilamiento de su marido y sus tres hijos mayores y su madre, porque sufrió
una enfermedad degenerativa que le destruyó la memoria hasta dejarla reducida a
nada. Su mayor miedo había sido siempre acabar como ellas, me lo había dicho
muchas veces, por eso entendí perfectamente que me ocultara lo que estaba
pasando. La abracé, intentando consolarla, hasta que se calmó un poco.
-
Se me ocurre una idea. Sea lo que sea que está ocurriendo, dices que está
relacionado con el collar. Mañana iré al Mercat dels Encants y buscaré a la
anciana. Le devolveré el colgante y...
-
¿Crees que eso no se me ha ocurrido a mí? – Me interrumpió con una sonrisa
triste-. Fui hace unos meses, Daniel, y cuando pregunté por ella, me dijeron
que murió al poco de vendérnoslo, sin dejar herederos conocidos.
-
Pues lo venderemos nosotros, aunque sea por una mínima parte de lo que me
costó.
-
Suerte con eso, también lo he probado. Nadie lo quiere –dijo. Se levantó, fue
hacia el collar, que había caído al suelo, y lo recogió. Se quedó mirándolo
durante unos segundos, después lo puso de nuevo en la caja y lo guardó en su
sitio-. Nadie excepto ella.
Tenía
razón. Durante el siguiente mes, me pateé todos los anticuarios que fui capaz
de encontrar y a ninguno pareció interesarle el colgante. Todos alababan su
magnífica factura y destacaban el hecho de que estuviera en tan buen estado.
Las tasaciones que me ofrecían eran muy altas, mucho más de lo que yo había
pagado por él, pero nadie se mostró dispuesto a comprarlo con la excusa de que
no había mercado para una joya semejante. En las webs de venta de objetos
usados no tuve mejor suerte y, al final, me rendí.
Hace
poco más de un mes, Mariona me llamó al trabajo, algo que casi nunca hacía. Me
explicó, con voz temblorosa, que había vuelto a casa antes porque se encontraba
mal y, desde que entró, no dejaba de ver a Margarida por todas partes. “Me
sigue allá donde voy, Daniel. Por favor, ven, ¡tengo mucho miedo!”, me dijo.
Dejé todo lo que estaba haciendo, me metí en el coche y crucé la ciudad tan
rápido que, a juzgar por las multas que recibí después, hice saltar varios
radares de velocidad. Fue inútil. Al llegar a la calle donde vivimos, un cordón
policial me impidió acercarme al parking de nuestro edificio. A lo lejos, las
luces de un coche de policía y una ambulancia emitían destellos de color. Dejé
el coche aparcado de mala manera y salí corriendo. Me acerqué al policía que
custodiaba el acceso y le expliqué que vivía allí, que mi mujer me había
llamado porque tenía la sensación de que había alguien en el piso con ella y me
pidió los datos. En cuanto leyó mi nombre en el DNI, me miró con una expresión
extraña, se alejó un poco y llamó a su compañero por el comunicador que llevaba
colgado en la chaqueta. Hablaron un par de minutos, mientras yo me consumía de
nervios, y cuando acabó, se acercó de nuevo, levantó la cinta y me pidió que le
acompañara.
-
Sí, sí, Mariona.
-
Lamento comunicarle que su esposa ha fallecido, señor Ruiz...
Todo
lo que dijo después lo he olvidado. Por más que lo intento, no consigo recordar
ni una sola de las palabras que me dijo pero lo que no puedo quitarme de la
cabeza es la imagen de la sábana que, manchada de sangre, cubría su cuerpo en
mitad de la calle. La mano izquierda, pálida, asomaba por un lateral y en el
dedo anular brillaba, cada vez que le daba una de las luces de emergencia, la
alianza que le puse en el dedo el día que nos casamos, hacía casi ocho años.
“Eternos”, había grabado en el interior. Cómo iba a imaginar entonces que la
eternidad iba a durarnos tan poco...
Mariona
saltó, o se cayó, desde nuestro balcón poco después de llamarme. Qué pasó
exactamente es algo jamás podré saber. Cuando la policía me interrogó, repetí
la misma historia que había contado al principio, que me había dicho que estaba
asustada porque creía que había alguien en el piso. No sabía nada más. Las
investigaciones posteriores, como era de esperar, no encontraron evidencias de
que hubiera habido algún tipo de allanamiento y se decretó que su muerte fue
accidental. A la vista del historial de enfermedades mentales de su familia, no
descartaron la posibilidad de que fuera suicidio. No puse pegas a ninguna de
las dos conclusiones porque, en realidad, me daba exactamente igual el motivo.
A mí lo que me importaba era que Mariona ya no estaba, que se había ido y ni
siquiera había podido despedirme de ella.
La idea de volver a nuestro piso, donde habíamos sido felices, me parecía insoportable, así que decidí ponerlo en venta y, hasta que saliera un comprador, regresé a casa de mis padres. Ayer fui a recoger lo más imprescindible, la ropa sobre todo, y alguna documentación que me habían pedido en la inmobiliaria para poder empezar el proceso de venta. Al buscar las escrituras, encontré el estuche del colgante y se me paró el corazón, me había olvidado por completo de él. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar la cara de Mariona, radiante de felicidad, cuando se lo puso por primera vez. Cerré el cajón de golpe y me apoyé en el tocador, respirando a bocanadas, hasta que el dolor cedió un poco. Volví a abrir el cajón, saqué el estuche, lo dejé sobre el mueble y me quedé mirándolo, decidiendo qué hacer con él. Al final lo abrí y, para mi sorpresa, estaba vacío. Revolví los papeles que había en el cajón, por si se había caído, pero no lo encontré. Pensé que quizá Mariona, en un intento por ocultarlo de su vista, lo había guardado en el compartimento inferior. Levanté la tapa y lo único que encontré fue la vieja fotografía color sepia de Sebastiá y Margarida. Iba a dejarla de nuevo en su sitio pero algo me llamó la atención. Me acerqué a la ventana, abrí las cortinas y levanté por completo las persianas para verla mejor. Sí, no me había equivocado.
Mjo
01-11-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 43
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