-
Pero ¿qué narices le pasa al mundo? ¿Dónde porras han ido a parar la cortesía,
la educación y el respeto debido a los vecinos? – Me tapé la cara con las manos
y ahogué un gemido de desesperación-. ¡Que no son horas de ponerse a dar
conciertos, por Dios!
Aparté
el nórdico a patadas, salí de la cama y, furiosa, metí los pies en las
zapatillas. Me puse, encima del pijama con dibujos de Mafalda, una sudadera que
había visto tiempos mejores, me recogí el pelo en una trenza mal hecha y evité
mirarme al espejo antes de salir de la habitación. Total, si a esas horas
tampoco iba a cruzarme con nadie, interesante o no, ¿qué más daba la pinta que
tuviera? Atravesé el piso a tropezones con los muebles, abrí la puerta de la
calle, asomé la cabeza y presté atención, intentando averiguar de dónde venia
la música del maldito piano. ¿Venía del hueco de la escalera, quizá? Me acerqué
de puntillas y comprobé que así era.
-
¡Ajá! Ha llegado el momento de poner los puntos sobre las puñeteras íes – Sonreí
con malicia, retrocedí sobre mis pasos, cogí las llaves y abandoné el piso.
Iluminada sólo por las luces de emergencia de las escaleras, seguí la estela de la música hasta la parte más alta del edificio. Cada vez se oía más fuerte y no conseguía entender cómo era posible que nadie más saliera a quejarse. Al llegar al último piso, tuve la sensación de que las paredes incluso vibraban.
-
¿Estarán todos sordos? – me pregunté-. No seas tonta, Cati, lo más probable es
que duerman con tapones para no oírlo. Sea lo que sea, ¡es de locos!
Allí,
justo donde solían estar los antiguos dormitorios del personal de servicio de
las familias burguesas que habitaron originalmente el edificio, el arquitecto
encargado de la renovación había instalado los trasteros. Había uno por piso y
sus tamaños variaban en función de los metros cuadrados de la vivienda
asignada. Algunos eran tan grandes que los propietarios habían instalado un
despacho, una biblioteca, un gimnasio y, al parecer, un estudio de música mal
insonorizado. El mío era de los más pequeños, apenas cabían mis maletas y las
cajas que todavía no había vaciado después de mudarme, hacía menos de dos
meses. No me quejaba, por supuesto, porque la falta de espacio del trastero
quedaba más que compensada con el reducido alquiler, y si bien el piso no era
exactamente lo que siempre había soñado, se le acercaba muchísimo. Estaba en
una de las mejores zonas del Eixample, en uno de esos edificios señoriales que
tanto me gustaban. Techos altos con molduras, suelo de baldosas hidráulicas que
seguían diferentes patrones de diseño, mucha luz y un balcón amplio que daba al
patio ajardinado en el que había planeado pasar muchas tardes cuando llegara el
buen tiempo. ¡Era un regalo del Cielo! Todavía no conocía ni a la mitad de los
vecinos, ni falta que me hacía, pero gracias a la señora Engracia, que llevaba
tantos años ejerciendo de portera que sospechaba que construyeron el edificio a su alrededor, empezaba a estar
al corriente de la vida, milagros y pecados de casi todos ellos. Por desgracia,
el día que le conté que cada noche, a la misma hora, me despertaba algún
gracioso dando una serenata al piano, me miró como si estuviera loca y negó con
la cabeza.
-
No sé de qué me hablas, hija mía, nadie se ha quejado. ¿Estás segura de que no
es un sueño? O tu imaginación, que ya se sabe…
-
Muy segura.
-
Pues no sé qué decirte. Tengo unas hierbitas que van muy bien en infusión. Una
taza cada noche antes de acostarte y ni un cañonazo podrá despertarte – Le
agradecí el ofrecimiento y, con una sonrisa de disculpa, le dije que lo de las
infusiones de hierbitas no iban conmigo. La portera se encogió de hombros y
siguió sacando brillo a las placas de los buzones.
Pues
no se le habría quejado nadie, pero ahí estaba la musiquita dichosa. Lástima no
haber cogido el móvil para grabarlo y demostrar que ni era un sueño ni estaba
loca. Ya me valía. Yo nunca salgo de casa sin meterlo en la mochila o el
bolsillo, y voy y me lo dejo cuando más falta me hacía. No importaba, si
pillaba al concertista in fraganti, igual conseguía convencerle de que hiciera
su numerito a horas menos intempestivas y no haría falta nada más. Me
conformaba con eso, de verdad. No había dormido una noche entera prácticamente
desde el momento en que me trasladé y tanto insomnio forzado empezaba a pasarme
factura; estaba de mal humor continuamente, me pasaba el día bostezando, me
había quedado frita en el metro, pasándome de mi parada, tres veces en la
última semana y, por si eso no fuera suficiente, tenía unas ojeras que no había
manera humana de disimular. Tenía que acabar con esa tortura ya. Metí la llave
en la cerradura que daba acceso al pasillo y la giré, puse la mano en el pomo
de la puerta, respiré hondo y abrí. Una ráfaga de aire helado me puso la piel
de gallina, a pesar de las capas de ropa que llevaba, y sentí el impulso de dar
media vuelta, salir por patas y olvidarme de todo porque, al fin y al cabo, quien
quiera que fuera, tocaba muy bien y los tapones de silicona tampoco podían ser
tan caros.
-
¿Qué demonios estás diciendo, Cati? – susurré, para darme valor-. Esto tiene
que acabarse aquí y ahora, que ya está bien de tanta tontería,
¡hombreporfavorya!
Adelanté
un pie y después el otro y, paso a paso, crucé todo el pasillo en penumbra,
hasta llegar al último trastero, de donde parecía salir la música. Por debajo
de la puerta salía una luz pálida y temblorosa. Empujé la puerta con suavidad,
rezando para que estuviera cerrada y poder huir con la dignidad casi intacta,
pero se abrió con un chirrido en cuanto la rocé. La música se interrumpió en
ese mismo instante y una silueta recortada contra la luz de las velas que se
giró para mirar en mi dirección. Cerré los ojos y contuve el aliento, como si
eso me convirtiera automáticamente en invisible, esperando escuchar el sonido
de unos pasos acercándose y una voz gritándome, airada, que hiciera el
puñetero favor de largarme y dejarle en paz. No ocurrió ni una cosa ni la otra.
Al contrario, transcurridos unos segundos, el piano retomó la melodía en el
mismo punto en el que había quedado suspendida.
Solté
el aire poco a poco y me atreví a abrir los ojos de nuevo, con más curiosidad
que miedo esta vez. La silueta siguió tocando durante un par de minutos y
cuando la última nota se extinguió, extendió el brazo derecho e hizo un gesto
en mi dirección, como si me invitara a acercarme. Pensé que si no me había
echado en el primer momento, probablemente no fuera a hacerlo ahora, así que con
cautela, entré en la amplia habitación y me puse frente al pianista. Me quedé
de piedra al verlo. ¿Pero de dónde había salido aquel hombre? ¡Menudo ejemplar!
¿Sería uno de esos vecinos misteriosos?
-
Hombre, pues claro, no va a ser un okupa con ínfulas de genio de la música – me
dije, tirando de ironía-, que se cuela cada noche en el edificio con el único
propósito de jorobarme el sueño.
Caramba,
qué suerte la mía, tener un vecino así que interesante. Iba a ser un gustazo
acudir a las reuniones de escalera, aunque como inquilina no estuviera obligada
a ir. Cuando empezó con una nueva pieza, retrocedí unos pasos y, protegida por
las sombras, le observé sin disimulo.
El
hombre, de unos cuarenta años, parecía haberse olvidado de mi presencia y
volvía a interpretar su música. Como no había partituras, deduje que tocaba de
memoria. Tenía el pelo oscuro, salpicado con algunas canas, la espalda ancha,
cubierta con una sencilla camisa blanca, y las manos grandes, de dedos largos,
delgados y elásticos. “Manos de artista”, me dije, sonriendo con disimulo. La delicadeza
con la que se posaban sobre las teclas, arrancando las notas que ocultaba el
instrumento, me produjo un estremecimiento de placer y me pregunté cómo debían
sentirse sobre la piel. Al darme cuenta del camino que tomaban mis
pensamientos, se me subieron los colores.
-
Frena, Cati, que te estrellas… - susurre. El pianista miró por encima del
hombro y amagó una sonrisa divertida. Quise morirme de la vergüenza al pensar
que podía haberme oído. O simplemente, lo que debería hacer es irme por donde
había venido y rezar para no encontrarme con él en el ascensor, el portal o
cualquier calle en los cinco años que duraba mi contrato de alquiler. Antes de
que me decidiera por una cosa o por otra, acabó la pieza y enlazó con otra.
Por
su reacción, supuse que no le molestaba la intromisión, y me fui acercado poco
a poco, hasta acabar sentándome en el espacio libre que quedaba en el banco. Para
mí, que disfruto de la música, pero soy incapaz de tocar ni una triste
pandereta, el espectáculo me pareció impresionante. A mi pesar, me sentía
sobrecogida ante la magia de la que me sentía testigo privilegiado. No
reconocía ninguna de las canciones, sinfonías, sonatas o como se quisieran
llamar, que el desconocido interpretaba, pero las sentía resonar en mi
interior. Cada nota parecía tocar un resorte dentro de mí, como si fuera un
instrumento más. Tan controlada que soy normalmente, tan dueña de mi misma en
casi cualquier situación, y estaba perdiendo los papeles a la velocidad del
rayo. ¿Qué narices me estaba pasando? Y lo que era todavía más importante: ¿me
importaba? No. Acabó la pieza y, mientras en el aire todavía flotaban las últimas
notas, sentí que las manos del pianista cogían las mías y las ponían sobre el
teclado.
-
Déjate llevar – me dijo al oído, provocando un escalofrío que me recorrió la
espalda-. Deja que te lleve.
-
De perdidos, al río… - contesté en voz baja, encogiéndome de hombros y cerrando
los ojos.
Y
así, con sus manos cubriendo las mías, empezó a tocar de nuevo. Tenía la
sensación de que era yo quien interpretaba la música y sonreí, feliz. Notaba la
vibración de las teclas, la delicadeza con la que los dedos presionaban los
míos para producir un sonido distinto cada vez y cómo se iban encadenando para
crear una armonía que parecía trascender el tiempo y el espacio. Estábamos
creando algo nuevo, algo mío. Fui consciente en todo momento de dónde y con
quién estaba y, sobre todo, del deseo abrasador que me estaba invadiendo, con
una fuerza que no quería controlar. “Déjate llevar”, me había dicho, y obedecí.
No
podría decir cuándo acabó la música y me atreví a mirarle a los ojos por
primera vez. Me quedé atrapada en ellos, en el color imposible que tenían y el
desafío que me lanzaban. Sonreí, aceptándolo, y se puso en pie, me cogió de la
mano y me llevó hasta un diván que no había visto antes. Me quitó, una a una,
todas las capas de ropa que llevaba. A cada prenda que caía al suelo, me besaba
con suavidad. Cuando estuve completamente desnuda, se retiró unos pasos, abrió
una ventana y dejó que la luz de la luna me iluminara. Yo, que me avergüenzo de
casi todas las partes de mi cuerpo, luché contra el impulso de recuperar la
vieja sudadera y taparme con ella. Fingiendo una seguridad que estaba muy lejos
de sentir, levanté la cabeza con orgullo, apoyé las manos en las caderas y
esperé su próximo movimiento. El pianista respondió desabrochando y quitándose
la camisa y los pantalones con una lentitud que rozaba la perversión.
Vestido
me había parecido atractivo, desnudo me dejó sin habla. Me vino a la memoria el
David de Miguel Ángel, una escultura que adoraba por su perfección, aunque
estaba bastante mejor dotado. Mucho
mejor, de hecho. Me senté en el diván, de repente nerviosa. Aquel hombre, que
había salido de quién sabe dónde y del que ni siquiera sabía el nombre, había
sido capaz de llevarla a un estado de excitación que no recordaba haber sentido
en mucho tiempo. Cuando se acercó y se arrodilló frente a mí, poniendo las
manos sobre mis rodillas para que las separara, se me escapó un jadeo. Y al
sentirlas deslizándose sobre la piel, tecleando como si fuera un piano vivo y
caliente, me apoyé sobre el respaldo y le entregué el mando.
Aquella
noche, y todas las de la semana siguiente, interpretó conmigo y sobre mí todas
las piezas de un reparto que acabé por aprender de memoria, acorde tras acorde.
Adagio crescendo en mi cuello, bajando hasta los hombros, los pechos y mi vientre.
Allegreto con su cabeza entre mis muslos, buscando el mismo centro de mi
placer, arrancando acordes apasionados de mi garganta. Andate moderato hasta
llevarme al borde del precipicio, deteniéndose en el momento justo para
saborearme sin prisa, pero sin pausa. Larghetto, cuando hundía sus dedos entre
mis piernas mientras me besaba, su lengua húmeda y caliente que todavía sabía a
mí, y convertía mi cuerpo en un volcán a punto de estallar. Grave, larghissimo,
moderato, vivace, vivacissimo al penetrarme, al llenarme por completo hasta que
no me quedaba más espacio dentro, y bailaba conmigo al ritmo de una música que
sólo él parecía escuchar. Y presto al llegar al orgasmo, una, dos, tres veces, y
la paz y el silencio reemplazaban las tormentas del cuerpo y el alma.
Con
las primeras luces del amanecer, regresaba a casa con la piel encendida, una
enorme sonrisa en la boca y dolor en cada hueso de mi cuerpo. Se lo conté a mi
mejor amiga, por supuesto, y puso el grito en el cielo. Me dijo que estaba como
una cabra, que cómo se me ocurría salir en busca del maldito pianista que me arruinaba
el sueño y, todavía peor, liarme con él sin preguntar siquiera cómo se llamaba
o de dónde había salido. Le di la razón, por supuesto, y prometí que no
volvería a hacerlo. Pero lo hice. En cuanto sonaba la primera nota, saltaba de
la cama y volaba escaleras arriba, a buscarlo. No intenté resistirme, pero sé
perfectamente que, aunque lo hubiera intentado, no habría podido hacerlo.
La
octava noche me quedé esperando que me llegara la música. Las 3:33 llegaron y
se fueron sin que ocurriera nada. No hubo sonata que rompiera la quietud de aquella
noche fría de invierno, que fue más larga de lo que jamás habría podido imaginar,
y no dormí nada en absoluto. Pensé que había debido de ocurrirle algo que le impidiera
subir y que la siguiente me compensaría, pero también acabó sin novedades destacables. Para cuando llegó el fin de semana, había pasado por todos los
estados de ánimos posibles y me había quedado con el menos peligroso para mí:
la ira. Me había tomado el pelo, estaba claro, y lo más sensato habría sido tragarme
el orgullo y olvidarlo lo antes posible, pero necesitaba no tanto una
explicación como dejar salir toda la rabia que sentía dentro y no me dejaba ni
concentrarme ni descansar. Escribí una larga y ridícula carta y, como no había
conseguido averiguar en qué piso vivía, decidí dejarla en su trastero. En un
último momento de debilidad, después de la firma añadí mi número de teléfono,
por si acaso. ¿Por si acaso, qué?, me gritaba la parte cuerda de mi cabeza, y
la loca, la que había perdido absolutamente los papeles, le contestó a gritos
que no lo sabía, por si acaso y punto.
Esperé
que se hiciera de noche y subí, de puntillas, las escaleras hasta el último
piso. Sin sentir miedo esta vez, atravesé el pasillo hasta la zona donde estaba
su trastero. Me encontré la puerta abierta de par en par y, por un momento,
pensé que me había equivocado. No podía ser, de ninguna manera. El que yo
recordaba era una habitación acogedora y limpia, con un diván en una esquina y un
piano de cola negro que brillaba como si fuera nuevo. En cambio, el lugar en el
que yo acababa de entrar estaba vacío, con las esquinas cargadas de telarañas y
el suelo cubierto de polvo sobre el que quedaron impresas mis huellas. Olía a
encierro y olvido, a tristeza, a abandono. Allí hacía años que no había nada ni
nadie. Se me puso la piel de gallina. No conseguía entender qué había ocurrido.
¿Había sido un sueño muy vívido, tan real que había acabado por creer que había
ocurrido de verdad? Pero si lucía un magnífico chupetón en el cuello,
¿no era eso prueba más que suficiente de que no lo había soñado? Me metí la
carta en el bolsillo y volví a casa, mirando constantemente por encima del hombro,
como si temiera que apareciera de entre las sombras, riéndose al ver mi cara de
espanto, antes de llevarme al verdadero trastero para volver a interpretarme
con sus manos. No ocurrió, por supuesto, pero no me sentí a salvo hasta que
volví a mi casa y cerré la puerta.
Unos
días más tarde, incapaz de dejar de darle vueltas, me inventé una historia sobre
que necesitaba más espacio para dejar algunas cosas y pregunté a la señora
Engracia si cabría la posibilidad de alquilar otro trastero. Me dijo que había
uno vacío, muy grande, pero que no estaba disponible.
-
Oh, vaya. ¿Por qué?
-
Bueno, una historia muy rebuscada, la verdad. Ya sabes cómo son los ricos,
hija, son capaces de inventarse cualquier cosa con tal de salirse con la suya –
dijo, bajando la voz, mientras frotaba con brío la madera de la barandilla.
-
Me ha despertado la curiosidad. Cuénteme, por favor.
Ella
miró a un lado y al otro del portal, se metió el trapo en el bolsillo de la bata
y me llevó hasta un rincón.
-
El dueño del edificio viene de una familia rica de las de toda la vida, ¿sabes?
Me regalaron un libro con su historia un año por Navidad. Ya ves tú, que a mí
me habría hecho más apaño una buena pata de jamón, pero les di las gracias y
ahí está, juntando polvo en la estantería del comedor de mi casa– Asentí,
esperando que no se dedicara a contarme el árbol genealógico de ese señor y
fuera directa al grano-. El caso es que su tío, ¿o era el abuelo? Ay, ahora no
me acuerdo bien, era un pianista muy famoso que se pasaba la vida dando
conciertos por todo el mundo. El hombre se fue a enamorar de una soprano o algo
así que tenía una voz portentosa y una belleza única, así que tenía una
auténtica legión de admiradores que la seguía donde quiera que fuera. El día
que el pianista la conoció, cayó rendido a sus pies, como todos los demás, pero
ella, que era un poquito ligera de cascos, se limitó a dejarse querer y darle
la patada cuando apareció otro pretendiente con más posibles. Cuentan que la noche que
le dio calabazas, de una manera muy poco fina, vino aquí, subió al último piso
y se saltó la tapa de los sesos.
-
Pero ¿qué me está contando, señora Engracia? ¡Qué tragedia! – Se me pusieron
los pelos de punta al imaginar la escena.
-
Hombre, pues más que tragedia, tontería. Pues ni que fuera el primero en sufrir
de amores. Culpa suya, que sabiendo la fama de la señora, va y se enamora como
un tonto. De verdad que el dinero no da la inteligencia… Y mira que era guapo,
¿eh? Muy estirado, pero muy guapo. Sale una foto suya en el libro ese que te he
dicho. Pero a lo que iba, que el sitio donde se fue a suicidar es el único
trastero que queda libre – Y en ese momento se me cayó el alma al suelo y
todavía debe estar por allí, atascada en la grietas de las baldosas hidráulicas-.
Que en realidad no es un trastero, tampoco, porque no lo acabaron de arreglar
nunca, sigue estando casi igual que cuando se mató. Igual le dieron una manita
de pintura, para borrar las manchas de la sangre o algo así, pero ya está. Y
claro, así no lo pueden alquilar y ahí lo tienen, muerto de la risa y sin
sacarle rendimiento. Claro que tampoco es que les haga falta, porque…
-
Señora Engracia, ¿usted me dejaría el libro para que lo lea? – Le corté,
sabiendo que si no lo hacía, acabaría por recibir otra ración de cotilleos
vecinales que ni me apetecían ni necesitaba.
-
Claro, hija, espera un momento, que te lo traigo ahora mismo.
Ya en la tranquilidad de mi casa, sentada en el sillón que había heredado de mi abuela y en el que me sentía protegida de cualquier mal, abrí el libro y fue pasando páginas hasta llegar a la triste historia de Genís Farrós, genio de la música que se quitó la vida por amor a finales del siglo XIX. Y allí, para ilustrar el sensacionalista artículo, estaba la foto del sujeto, sentado al piano en actitud de interpretar alguna obra maestra. Reconocí al instante el pelo, ligeramente más largo de lo que aconsejaba la moda del momento, algo desordenado, como si hubiera usado las manos para peinarse, los dedos largos apoyados sobre las teclas y la mirada intensa que aprecía traspasar el papel. No podía ser, era imposible. Aquel era el hombre con el que había compartido siete noches del mejor sexo que había tenido en mi vida ¿y llevaba muerto más de cien años? Que no, que no podía ser, hombre. Debía ser un descendiente que, por uno de esos caprichos de la genética, había ido a heredar su buena planta. Y, de paso, aprovechó la circunstancia para pegarse unas fiestecitas con una inquilina boba. Claro, esa era la explicación. Yo soy tonta, tonta, ¡tonta de remate!
Estaba a punto de reírme a carcajadas cuando la figura de la foto empezó a moverse sobre el teclado y escuché las primeras notas de una sinfonía que solía interpretar para mí. Genís, un Genís en papel sepia satinado, me guiñó un ojo y sonrió. Se me escapó un grito y me puse en pie de un salto, haciendo que el libro cayera al suelo y se cerrara.
Mjo
23-05-2021
Ayyyy, con música aún es más guay!!!!!
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