sábado, 8 de mayo de 2021

MOONLIGHT SERENADE

Abrí los ojos, miré el móvil y maldije entre dientes al ver la hora. Las 3:33 de la madrugada, como cada noche, y ya iban demasiadas.

- Pero ¿qué narices le pasa al mundo? ¿Dónde porras han ido a parar la cortesía, la educación y el respeto debido a los vecinos? – Me tapé la cara con las manos y ahogué un gemido de desesperación-. ¡Que no son horas de ponerse a dar conciertos, por Dios!

Aparté el nórdico a patadas, salí de la cama y, furiosa, metí los pies en las zapatillas. Me puse, encima del pijama con dibujos de Mafalda, una sudadera que había visto tiempos mejores, me recogí el pelo en una trenza mal hecha y evité mirarme al espejo antes de salir de la habitación. Total, si a esas horas tampoco iba a cruzarme con nadie, interesante o no, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Atravesé el piso a tropezones con los muebles, abrí la puerta de la calle, asomé la cabeza y presté atención, intentando averiguar de dónde venia la música del maldito piano. ¿Venía del hueco de la escalera, quizá? Me acerqué de puntillas y comprobé que así era.

- ¡Ajá! Ha llegado el momento de poner los puntos sobre las puñeteras íes – Sonreí con malicia, retrocedí sobre mis pasos, cogí las llaves y abandoné el piso.

Iluminada sólo por las luces de emergencia de las escaleras, seguí la estela de la música hasta la parte más alta del edificio. Cada vez se oía más fuerte y no conseguía entender cómo era posible que nadie más saliera a quejarse. Al llegar al último piso, tuve la sensación de que las paredes incluso vibraban.

- ¿Estarán todos sordos? – me pregunté-. No seas tonta, Cati, lo más probable es que duerman con tapones para no oírlo. Sea lo que sea, ¡es de locos!

Allí, justo donde solían estar los antiguos dormitorios del personal de servicio de las familias burguesas que habitaron originalmente el edificio, el arquitecto encargado de la renovación había instalado los trasteros. Había uno por piso y sus tamaños variaban en función de los metros cuadrados de la vivienda asignada. Algunos eran tan grandes que los propietarios habían instalado un despacho, una biblioteca, un gimnasio y, al parecer, un estudio de música mal insonorizado. El mío era de los más pequeños, apenas cabían mis maletas y las cajas que todavía no había vaciado después de mudarme, hacía menos de dos meses. No me quejaba, por supuesto, porque la falta de espacio del trastero quedaba más que compensada con el reducido alquiler, y si bien el piso no era exactamente lo que siempre había soñado, se le acercaba muchísimo. Estaba en una de las mejores zonas del Eixample, en uno de esos edificios señoriales que tanto me gustaban. Techos altos con molduras, suelo de baldosas hidráulicas que seguían diferentes patrones de diseño, mucha luz y un balcón amplio que daba al patio ajardinado en el que había planeado pasar muchas tardes cuando llegara el buen tiempo. ¡Era un regalo del Cielo! Todavía no conocía ni a la mitad de los vecinos, ni falta que me hacía, pero gracias a la señora Engracia, que llevaba tantos años ejerciendo de portera  que  sospechaba que construyeron el edificio a su alrededor, empezaba a estar al corriente de la vida, milagros y pecados de casi todos ellos. Por desgracia, el día que le conté que cada noche, a la misma hora, me despertaba algún gracioso dando una serenata al piano, me miró como si estuviera loca y negó con la cabeza.

- No sé de qué me hablas, hija mía, nadie se ha quejado. ¿Estás segura de que no es un sueño? O tu imaginación, que ya se sabe…

- Muy segura.

- Pues no sé qué decirte. Tengo unas hierbitas que van muy bien en infusión. Una taza cada noche antes de acostarte y ni un cañonazo podrá despertarte – Le agradecí el ofrecimiento y, con una sonrisa de disculpa, le dije que lo de las infusiones de hierbitas no iban conmigo. La portera se encogió de hombros y siguió sacando brillo a las placas de los buzones.

Pues no se le habría quejado nadie, pero ahí estaba la musiquita dichosa. Lástima no haber cogido el móvil para grabarlo y demostrar que ni era un sueño ni estaba loca. Ya me valía. Yo nunca salgo de casa sin meterlo en la mochila o el bolsillo, y voy y me lo dejo cuando más falta me hacía. No importaba, si pillaba al concertista in fraganti, igual conseguía convencerle de que hiciera su numerito a horas menos intempestivas y no haría falta nada más. Me conformaba con eso, de verdad. No había dormido una noche entera prácticamente desde el momento en que me trasladé y tanto insomnio forzado empezaba a pasarme factura; estaba de mal humor continuamente, me pasaba el día bostezando, me había quedado frita en el metro, pasándome de mi parada, tres veces en la última semana y, por si eso no fuera suficiente, tenía unas ojeras que no había manera humana de disimular. Tenía que acabar con esa tortura ya. Metí la llave en la cerradura que daba acceso al pasillo y la giré, puse la mano en el pomo de la puerta, respiré hondo y abrí. Una ráfaga de aire helado me puso la piel de gallina, a pesar de las capas de ropa que llevaba, y sentí el impulso de dar media vuelta, salir por patas y olvidarme de todo porque, al fin y al cabo, quien quiera que fuera, tocaba muy bien y los tapones de silicona tampoco podían ser tan caros.

- ¿Qué demonios estás diciendo, Cati? – susurré, para darme valor-. Esto tiene que acabarse aquí y ahora, que ya está bien de tanta tontería, ¡hombreporfavorya!

Adelanté un pie y después el otro y, paso a paso, crucé todo el pasillo en penumbra, hasta llegar al último trastero, de donde parecía salir la música. Por debajo de la puerta salía una luz pálida y temblorosa. Empujé la puerta con suavidad, rezando para que estuviera cerrada y poder huir con la dignidad casi intacta, pero se abrió con un chirrido en cuanto la rocé. La música se interrumpió en ese mismo instante y una silueta recortada contra la luz de las velas que se giró para mirar en mi dirección. Cerré los ojos y contuve el aliento, como si eso me convirtiera automáticamente en invisible, esperando escuchar el sonido de unos pasos acercándose y una voz gritándome, airada, que hiciera el puñetero favor de largarme y dejarle en paz. No ocurrió ni una cosa ni la otra. Al contrario, transcurridos unos segundos, el piano retomó la melodía en el mismo punto en el que había quedado suspendida.

Solté el aire poco a poco y me atreví a abrir los ojos de nuevo, con más curiosidad que miedo esta vez. La silueta siguió tocando durante un par de minutos y cuando la última nota se extinguió, extendió el brazo derecho e hizo un gesto en mi dirección, como si me invitara a acercarme. Pensé que si no me había echado en el primer momento, probablemente no fuera a hacerlo ahora, así que con cautela, entré en la amplia habitación y me puse frente al pianista. Me quedé de piedra al verlo. ¿Pero de dónde había salido aquel hombre? ¡Menudo ejemplar! ¿Sería uno de esos vecinos misteriosos?

- Hombre, pues claro, no va a ser un okupa con ínfulas de genio de la música – me dije, tirando de ironía-, que se cuela cada noche en el edificio con el único propósito de jorobarme el sueño.

Caramba, qué suerte la mía, tener un vecino así que interesante. Iba a ser un gustazo acudir a las reuniones de escalera, aunque como inquilina no estuviera obligada a ir. Cuando empezó con una nueva pieza, retrocedí unos pasos y, protegida por las sombras, le observé sin disimulo.

El hombre, de unos cuarenta años, parecía haberse olvidado de mi presencia y volvía a interpretar su música. Como no había partituras, deduje que tocaba de memoria. Tenía el pelo oscuro, salpicado con algunas canas, la espalda ancha, cubierta con una sencilla camisa blanca, y las manos grandes, de dedos largos, delgados y elásticos. “Manos de artista”, me dije, sonriendo con disimulo. La delicadeza con la que se posaban sobre las teclas, arrancando las notas que ocultaba el instrumento, me produjo un estremecimiento de placer y me pregunté cómo debían sentirse sobre la piel. Al darme cuenta del camino que tomaban mis pensamientos, se me subieron los colores.

- Frena, Cati, que te estrellas… - susurre. El pianista miró por encima del hombro y amagó una sonrisa divertida. Quise morirme de la vergüenza al pensar que podía haberme oído. O simplemente, lo que debería hacer es irme por donde había venido y rezar para no encontrarme con él en el ascensor, el portal o cualquier calle en los cinco años que duraba mi contrato de alquiler. Antes de que me decidiera por una cosa o por otra, acabó la pieza y enlazó con otra.

Por su reacción, supuse que no le molestaba la intromisión, y me fui acercado poco a poco, hasta acabar sentándome en el espacio libre que quedaba en el banco. Para mí, que disfruto de la música, pero soy incapaz de tocar ni una triste pandereta, el espectáculo me pareció impresionante. A mi pesar, me sentía sobrecogida ante la magia de la que me sentía testigo privilegiado. No reconocía ninguna de las canciones, sinfonías, sonatas o como se quisieran llamar, que el desconocido interpretaba, pero las sentía resonar en mi interior. Cada nota parecía tocar un resorte dentro de mí, como si fuera un instrumento más. Tan controlada que soy normalmente, tan dueña de mi misma en casi cualquier situación, y estaba perdiendo los papeles a la velocidad del rayo. ¿Qué narices me estaba pasando? Y lo que era todavía más importante: ¿me importaba? No. Acabó la pieza y, mientras en el aire todavía flotaban las últimas notas, sentí que las manos del pianista cogían las mías y las ponían sobre el teclado.

- Déjate llevar – me dijo al oído, provocando un escalofrío que me recorrió la espalda-. Deja que te lleve.

- De perdidos, al río… - contesté en voz baja, encogiéndome de hombros y cerrando los ojos.   

Y así, con sus manos cubriendo las mías, empezó a tocar de nuevo. Tenía la sensación de que era yo quien interpretaba la música y sonreí, feliz. Notaba la vibración de las teclas, la delicadeza con la que los dedos presionaban los míos para producir un sonido distinto cada vez y cómo se iban encadenando para crear una armonía que parecía trascender el tiempo y el espacio. Estábamos creando algo nuevo, algo mío. Fui consciente en todo momento de dónde y con quién estaba y, sobre todo, del deseo abrasador que me estaba invadiendo, con una fuerza que no quería controlar. “Déjate llevar”, me había dicho, y obedecí.

No podría decir cuándo acabó la música y me atreví a mirarle a los ojos por primera vez. Me quedé atrapada en ellos, en el color imposible que tenían y el desafío que me lanzaban. Sonreí, aceptándolo, y se puso en pie, me cogió de la mano y me llevó hasta un diván que no había visto antes. Me quitó, una a una, todas las capas de ropa que llevaba. A cada prenda que caía al suelo, me besaba con suavidad. Cuando estuve completamente desnuda, se retiró unos pasos, abrió una ventana y dejó que la luz de la luna me iluminara. Yo, que me avergüenzo de casi todas las partes de mi cuerpo, luché contra el impulso de recuperar la vieja sudadera y taparme con ella. Fingiendo una seguridad que estaba muy lejos de sentir, levanté la cabeza con orgullo, apoyé las manos en las caderas y esperé su próximo movimiento. El pianista respondió desabrochando y quitándose la camisa y los pantalones con una lentitud que rozaba la perversión.  

Vestido me había parecido atractivo, desnudo me dejó sin habla. Me vino a la memoria el David de Miguel Ángel, una escultura que adoraba por su perfección, aunque estaba bastante mejor dotado.  Mucho mejor, de hecho. Me senté en el diván, de repente nerviosa. Aquel hombre, que había salido de quién sabe dónde y del que ni siquiera sabía el nombre, había sido capaz de llevarla a un estado de excitación que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Cuando se acercó y se arrodilló frente a mí, poniendo las manos sobre mis rodillas para que las separara, se me escapó un jadeo. Y al sentirlas deslizándose sobre la piel, tecleando como si fuera un piano vivo y caliente, me apoyé sobre el respaldo y le entregué el mando.

Aquella noche, y todas las de la semana siguiente, interpretó conmigo y sobre mí todas las piezas de un reparto que acabé por aprender de memoria, acorde tras acorde. Adagio crescendo en mi cuello, bajando hasta los hombros, los pechos y mi vientre. Allegreto con su cabeza entre mis muslos, buscando el mismo centro de mi placer, arrancando acordes apasionados de mi garganta. Andate moderato hasta llevarme al borde del precipicio, deteniéndose en el momento justo para saborearme sin prisa, pero sin pausa. Larghetto, cuando hundía sus dedos entre mis piernas mientras me besaba, su lengua húmeda y caliente que todavía sabía a mí, y convertía mi cuerpo en un volcán a punto de estallar. Grave, larghissimo, moderato, vivace, vivacissimo al penetrarme, al llenarme por completo hasta que no me quedaba más espacio dentro, y bailaba conmigo al ritmo de una música que sólo él parecía escuchar. Y presto al llegar al orgasmo, una, dos, tres veces, y la paz y el silencio reemplazaban las tormentas del cuerpo y el alma.

Con las primeras luces del amanecer, regresaba a casa con la piel encendida, una enorme sonrisa en la boca y dolor en cada hueso de mi cuerpo. Se lo conté a mi mejor amiga, por supuesto, y puso el grito en el cielo. Me dijo que estaba como una cabra, que cómo se me ocurría salir en busca del maldito pianista que me arruinaba el sueño y, todavía peor, liarme con él sin preguntar siquiera cómo se llamaba o de dónde había salido. Le di la razón, por supuesto, y prometí que no volvería a hacerlo. Pero lo hice. En cuanto sonaba la primera nota, saltaba de la cama y volaba escaleras arriba, a buscarlo. No intenté resistirme, pero sé perfectamente que, aunque lo hubiera intentado, no habría podido hacerlo.

La octava noche me quedé esperando que me llegara la música. Las 3:33 llegaron y se fueron sin que ocurriera nada. No hubo sonata que rompiera la quietud de aquella noche fría de invierno, que fue más larga de lo que jamás habría podido imaginar, y no dormí nada en absoluto. Pensé que había debido de ocurrirle algo que le impidiera subir y que la siguiente me compensaría, pero también acabó sin novedades destacables. Para cuando llegó el fin de semana, había pasado por todos los estados de ánimos posibles y me había quedado con el menos peligroso para mí: la ira. Me había tomado el pelo, estaba claro, y lo más sensato habría sido tragarme el orgullo y olvidarlo lo antes posible, pero necesitaba no tanto una explicación como dejar salir toda la rabia que sentía dentro y no me dejaba ni concentrarme ni descansar. Escribí una larga y ridícula carta y, como no había conseguido averiguar en qué piso vivía, decidí dejarla en su trastero. En un último momento de debilidad, después de la firma añadí mi número de teléfono, por si acaso. ¿Por si acaso, qué?, me gritaba la parte cuerda de mi cabeza, y la loca, la que había perdido absolutamente los papeles, le contestó a gritos que no lo sabía, por si acaso y punto.

Esperé que se hiciera de noche y subí, de puntillas, las escaleras hasta el último piso. Sin sentir miedo esta vez, atravesé el pasillo hasta la zona donde estaba su trastero. Me encontré la puerta abierta de par en par y, por un momento, pensé que me había equivocado. No podía ser, de ninguna manera. El que yo recordaba era una habitación acogedora y limpia, con un diván en una esquina y un piano de cola negro que brillaba como si fuera nuevo. En cambio, el lugar en el que yo acababa de entrar estaba vacío, con las esquinas cargadas de telarañas y el suelo cubierto de polvo sobre el que quedaron impresas mis huellas. Olía a encierro y olvido, a tristeza, a abandono. Allí hacía años que no había nada ni nadie. Se me puso la piel de gallina. No conseguía entender qué había ocurrido. ¿Había sido un sueño muy vívido, tan real que había acabado por creer que había ocurrido de verdad? Pero si lucía un magnífico chupetón en el cuello, ¿no era eso prueba más que suficiente de que no lo había soñado? Me metí la carta en el bolsillo y volví a casa, mirando constantemente por encima del hombro, como si temiera que apareciera de entre las sombras, riéndose al ver mi cara de espanto, antes de llevarme al verdadero trastero para volver a interpretarme con sus manos. No ocurrió, por supuesto, pero no me sentí a salvo hasta que volví a mi casa y cerré la puerta.

Unos días más tarde, incapaz de dejar de darle vueltas, me inventé una historia sobre que necesitaba más espacio para dejar algunas cosas y pregunté a la señora Engracia si cabría la posibilidad de alquilar otro trastero. Me dijo que había uno vacío, muy grande, pero que no estaba disponible.

- Oh, vaya. ¿Por qué?

- Bueno, una historia muy rebuscada, la verdad. Ya sabes cómo son los ricos, hija, son capaces de inventarse cualquier cosa con tal de salirse con la suya – dijo, bajando la voz, mientras frotaba con brío la madera de la barandilla.

- Me ha despertado la curiosidad. Cuénteme, por favor.

Ella miró a un lado y al otro del portal, se metió el trapo en el bolsillo de la bata y me llevó hasta un rincón.

- El dueño del edificio viene de una familia rica de las de toda la vida, ¿sabes? Me regalaron un libro con su historia un año por Navidad. Ya ves tú, que a mí me habría hecho más apaño una buena pata de jamón, pero les di las gracias y ahí está, juntando polvo en la estantería del comedor de mi casa– Asentí, esperando que no se dedicara a contarme el árbol genealógico de ese señor y fuera directa al grano-. El caso es que su tío, ¿o era el abuelo? Ay, ahora no me acuerdo bien, era un pianista muy famoso que se pasaba la vida dando conciertos por todo el mundo. El hombre se fue a enamorar de una soprano o algo así que tenía una voz portentosa y una belleza única, así que tenía una auténtica legión de admiradores que la seguía donde quiera que fuera. El día que el pianista la conoció, cayó rendido a sus pies, como todos los demás, pero ella, que era un poquito ligera de cascos, se limitó a dejarse querer y darle la patada cuando apareció otro pretendiente con más posibles. Cuentan que la noche que le dio calabazas, de una manera muy poco fina, vino aquí, subió al último piso y se saltó la tapa de los sesos.

- Pero ¿qué me está contando, señora Engracia? ¡Qué tragedia! – Se me pusieron los pelos de punta al imaginar la escena.

- Hombre, pues más que tragedia, tontería. Pues ni que fuera el primero en sufrir de amores. Culpa suya, que sabiendo la fama de la señora, va y se enamora como un tonto. De verdad que el dinero no da la inteligencia… Y mira que era guapo, ¿eh? Muy estirado, pero muy guapo. Sale una foto suya en el libro ese que te he dicho. Pero a lo que iba, que el sitio donde se fue a suicidar es el único trastero que queda libre – Y en ese momento se me cayó el alma al suelo y todavía debe estar por allí, atascada en la grietas de las baldosas hidráulicas-. Que en realidad no es un trastero, tampoco, porque no lo acabaron de arreglar nunca, sigue estando casi igual que cuando se mató. Igual le dieron una manita de pintura, para borrar las manchas de la sangre o algo así, pero ya está. Y claro, así no lo pueden alquilar y ahí lo tienen, muerto de la risa y sin sacarle rendimiento. Claro que tampoco es que les haga falta, porque…

- Señora Engracia, ¿usted me dejaría el libro para que lo lea? – Le corté, sabiendo que si no lo hacía, acabaría por recibir otra ración de cotilleos vecinales que ni me apetecían ni necesitaba.

- Claro, hija, espera un momento, que te lo traigo ahora mismo.

Ya en la tranquilidad de mi casa, sentada en el sillón que había heredado de mi abuela y en el que me sentía protegida de cualquier mal, abrí el libro y fue pasando páginas hasta llegar a la triste historia de Genís Farrós, genio de la música que se quitó la vida por amor a finales del siglo XIX. Y allí, para ilustrar el sensacionalista artículo, estaba la foto del sujeto, sentado al piano en actitud de interpretar alguna obra maestra. Reconocí al instante el pelo, ligeramente más largo de lo que aconsejaba la moda del momento, algo desordenado, como si hubiera usado las manos para peinarse, los dedos largos apoyados sobre las teclas y la mirada intensa que aprecía traspasar el papel. No podía ser, era imposible. Aquel era el hombre con el que había compartido siete noches del mejor sexo que había tenido en mi vida ¿y llevaba muerto más de cien años? Que no, que no podía ser, hombre. Debía ser un descendiente que, por uno de esos caprichos de la genética, había ido a heredar su buena planta. Y, de paso, aprovechó la circunstancia para pegarse unas fiestecitas con una inquilina boba. Claro, esa era la explicación. Yo soy tonta, tonta, ¡tonta de remate!

Estaba a punto de reírme a carcajadas cuando la figura de la foto empezó a moverse sobre el teclado y escuché las primeras notas de una sinfonía que solía interpretar para mí. Genís, un Genís en papel sepia satinado, me guiñó un ojo y sonrió.  Se me escapó un grito y me puse en pie de un salto, haciendo que el libro cayera al suelo y se cerrara. 

 

Mjo

23-05-2021





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