Noche de jueves.
No puede.
Lo intenta, pero no puede.
Y lo sabe y, en el fondo, le da
igual.
No, no le da igual, pero tampoco
le importa demasiado.
Nada funciona cuando se aleja, lo
sabe, así que ¿por qué debería dejarlo?
¿Para sufrir aún más?
No tiene sentido.
No lo tiene.
Si se pasa el día deseando que
regrese, ¿a santo de qué viene esa necesidad de dejarlo?
Es absurdo. Ridículo. Impensable.
IMPOSIBLE.
Por Dios, qué tontería. ¡Claro
que es posible! ¡Puede dejarlo cuando quiera!
Hoy, por ejemplo. Ya. En este
mismo momento.
Sólo tiene que levantarse, abrir
la puerta, salir y listo.
¿Ves? ¡Es fácil!
¿Ah, sí? ¿Es fácil? Entonces...
¿Por qué no lo haces?
- ¡PUES PORQUE NO PUEDES, IMBÉCIL,
POR ESO NO LO HACES! – le grita Helena a su reflejo. Tiene tentaciones de
ponerse dramática y, como en las películas, pegarle un puñetazo al espejo. Hace
el gesto y, en el último momento, desiste. Le habría encantado destruir su
propia imagen, hacerla añicos, romperla en mil pedazos, pero ya le va lo
suficientemente mal como para invocar otros siete años de mala suerte.
- Helena, ¿estás bien? – La voz
de Carlos le llega amortiguada por la puerta cerrada del baño. Un escalofrío le
recorre la espalda, placer y miedo mezclados en un cóctel explosivo
- ¡Sí, no pasa nada! Me he...
dado un golpe con la mampara. ¡Qué torpe soy, jajaja! – improvisa. Apoya la
frente en el espejo, cierra los ojos y respira hondo varias veces-. Me ducho y
salgo, ¿vale?
- Oye, no te puedo esperar – un par
de golpes en la madera la sobresaltan-. Me esperan en casa y ya voy tarde. Te
he dejado dinero para el taxi en la mesita de noche, ¿vale? Hablamos mañana y
quedamos para la próxima semana. ¡Adiós!
- ¡No, espera! – Sale del baño para
despedirse y sólo alcanza a ver la puerta de la habitación que se cierra sin
hacer apenas ruido-. Quería decirte adiós. Y que te quiero.
Se sienta en la cama y empieza a
llorar.
Durante una hora, se revuelca en
la rabia, la impotencia, la tristeza.
Después se da una larga ducha,
rogando para que el agua se lleve también las últimas lágrimas. Cuando siente
la piel a punto de desprenderse de los huesos, sale, se viste y echa un vistazo
alrededor.
No queda más rastro de su presencia
que las sábanas arrugadas y el dinero en la mesita.
Aunque la habitación está pagada hasta mediodía, no quiere quedarse en esa cama, respirando el olor de su cuerpo y notando el frío a su espalda.
Mejor se va.
Recoge sus cosas y sale sin
mirar atrás.
Hace el camino de vuelta andando.
Quizá el frío de la madrugada le ayude a despejarse, a tomar una decisión, a
hacer algo de una puta vez.
Fuma un cigarrillo tras otro.
Maldice el día en el que lo conoció,
el momento en que la besó por primera vez, el recuerdo de sus manos sobre su
cuerpo.
Le odia.
Le desea.
Vuelve a odiarle.
Le echa de menos.
Y sigue deseándole.
Repasa sus últimos mensajes.
Mira sus fotos, las que le había
hecho con su conocimiento y las que robaba de sus redes sociales.
Sonríe.
Llora un poco.
Se harta.
Le duelen los pies.
Está cansada.
Decide en firme que ha sido la
última vez.
Aprieta los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos, creyendo que ese dolor apagaría el otro, el que no deja huellas, pero se equivoca.
Grita, en una
calle vacía de gente, que no volverá a
verle, que no contestará sus llamadas y se olvidará de él en un abrir y cerrar
de ojos. O dos.
Para cuando llega a casa, poco
después de la medianoche, ya ha cambiado de opinión.
Como siempre.
Maldita estúpida.
Maldito cabrón.
Maldito amor.
Alba se retoca el maquillaje
frente al espejo y, satisfecha, le guiña el ojo a su reflejo.
La mujer que le devuelve la mirada
no tiene dudas ni miedos, está segura de lo que quiere y ha decidido que,
mientras suene la música, seguirá bailando.
No es perfecto. De hecho, está
muy lejos de serlo, pero ¿quién quiere perfección cuando puede sentirse viva?
“Viva, sí... Una vez a la semana,
dos si tienes suerte, tres si se alinean los planetas”, le dice la burlona voz
de su conciencia.
“Menos da una piedra, querida”,
contesta, y se pinta los labios con el rojo furioso que sabe que le gusta.
Suena la puerta. Un toque. Dos.
Alba se da un último vistazo, le guiña un ojo a la mujer del espejo y se acerca
a la puerta.
Abre.
Carlos sonríe, le tiende una rosa
roja de tallo largo y entra.
Cierra la puerta.
La abraza.
Le dice al oído “Qué ganas tenía
de verte”.
La abraza.
La besa.
Y el resto, mañana, da igual.
Mjo
15-10-2021
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