Hay algo absolutamente perverso en los recuerdos, sobre todo en esos que creías olvidados y un día cualquiera, sin previo aviso, te saltan al cuello y amenazan con ahogarte.
Esta noche había quedado con un amigo, pero ha tenido un percance y hemos tenido que dejarlo para otra ocasión. Como la noticia me ha llegado a un paso de su casa, he dado media vuelta y he cogido un autobús hasta la estación del tren. Cuando he subido, me he sentado, he sacado el ebook y he empezado a leer. De repente, he mirado por la ventanilla y lo que veía al otro lado me resultaba familiar. "Yo esto lo conozco", he pensado, cosa rara porque no suelo ir por esa zona desde hace años. Pero sí, esa plaza me sonaba, y aquella fachada impresionante y la avenida y la curva exagerada y... Y entonces, se hizo la luz y cai en la cuenta de dónde estaba y por qué lo conocía todo tan bien.
No voy por esa zona de la ciudad hace años, es cierto, hace como cinco años, pero hubo un tiempo en que la pisaba con mucha frecuencia, porque por allí vivía el que resultó, a pesar de lo mucho que prometía, no ser el hombre de mi vida. Vivía y trabajaba, y al menos tres veces por semana, al salir del taller, me iba al suyo hasta que decidía cerrar y nos íbamos a su casa, donde me quedaba a pasar la noche.
El estómago me ha dado un vuelco al pensarlo porque ¿cuánto tiempo hace que no me pasaba por la cabeza? Meses, desde que decidí darle una patada en el culo a su memoria y vendí el anillo que me regaló, que ya hacía demasiado tiempo que juntaba polvo y olvido en el cajón de las bragas, y darme un homenaje a su salud. ¿Y desde cuándo no le he visto? Octubre 2016, antes de irme a Florencia a quemar mis penas en una orgía de arte e historia totalmente premeditada. Nos vimos la semana antes y quedamos en vernos cuando volviera, para hablar (¿de qué?). Me fui cargada de preguntas y volví con respuestas para casi todas, y también con algunas nuevas. El encuentro no se produjo y, lógico, tampoco la conversación que me iba a a aclarar todo (o eso decía), y ahora ya me da igual lo que tuviera que decirme. Más mentiras, imagino, porque, al final, creo que todo lo que viví con él no fue más que eso: una enorme y perfecta mentira que me explotó en la cara justo cuando decidí que le creía y le quería. Así que hace como cinco años que ni le he visto ni sé nada de él, y unos cuatro que dejó de doler e importarme.
Y aquí me tienes, un jueves cualquiera de noviembre, en un autobús rotulado "Plaça Catalunya" pero que, en realidad, va directo al pasado. Iba a escribir "directo al puto infierno", pero tampoco me voy a poner trágica porque ya no tiene sentido. Y como una polilla va directa hacia la luz, aunque se queme las alas, me he pegado al cristal buscando el lugar donde estaba su taller, con el corazón latiendo acelerado y rezando para que ya no existiera (estaba siempre a un paso del abismo y esta crisis, ya se sabe...) o, al menos, estuviera cerrado. Ah, ¿que no quieres caldo? Pues esta noche te tragas dos tazas hasta arriba. No sólo siguen funcionando (de lo que, en un lugar muy al fondo de mi corazón, me alegro) sino que estaba abierto y, ja, qué risa, allí estaba él, atendiendo a un cliente aunque eran casi las ocho y media de la noche. Y, claro, el autobús se ha parado justo enfrente para darme tiempo a quedarme con todos los detalles de la escena. Gracias, destino, a veces eres un auténtico cabronazo.
Desde la distancia que nos separaba (la ventana del autobús, tres carriles y los cristales de la puerta del taller) me ha dado la impresión de que estaba igual que la última vez que le vi. Igual de alto, igual de rubio, igual de cansado, igual de... Joder, igual. El taller parecía nuevo, lo ha arreglado (que falta le hacía) y ahora ya no parece la cueva de Ali Baba, siempre atiborrada de trastos, pero él parece no haber cambiado. Sigue alargando la jornada de trabajo, y recordé la cantidad de horas que pasé allí, hasta que acababa una reparación a la que se había comprometido o entregaba la moto a ese cliente que, según decía, no podía venir antes a recogerla. Después bajaba la persiana, se lavaba las manos y me compensaba (más o menos) la espera. Y yo, tan contenta.
Lo he visto todo tan claro como si hubiera pasado la semana pasada y cuando el autobús ha arrancado, volvía a tener ganas de llorar porque, por muy mal que acabara nuestra historia y a pesar del daño que me hizo, fui feliz durante esos meses, muy feliz. Me costó mucho dejar de desear que volviera, dejar de quererle y olvidarle, pero lo conseguí. Ya lo dicen, que con tiempo y una caña... Os contaré un secreto: la caña no es necesaria, pero adorna la frase; no tiene sentido, pero queda bonica.
Ahora estoy en el tren, esperando que arranque de una vez porque estoy muerta de hambre y tengo ganas de llegar a casa, y haciendo uno de esos exorcismos que tan bien se me dan: poniendo en palabras el torbellino de mi cabeza, para dejarlo a un lado cuando acabe y seguir adelante con mi vida. No hago más que preguntarme que cómo pude equivocarme tanto con él, pero está claro que no he aprendido porque sigo haciéndolo una y otra vez.
Me equivoco porque me arriesgo y me lanzo a la piscina sin mirar si está llena o vacía, porque prefiero lamentarme a quedarme con las ganas, porque en esta vida hacen falta emociones y no incógnitas, porque quiero que alguien me pille por sorpresa, me ponga la vida patas arriba, me erice la piel, me muerda los labios, me abrace hasta que crujan las costillas, me alborote el pelo y haga que me tiemblen las rodillas. Espera, un momento, ¿he escrito que "me equivoco"? Ah, no, para nada, no me equivoco porque detrás de cada error se esconde un acierto que, por un momento o por meses, me hizo sentir viva y pensar que intentarlo valía la pena, que YO valía la pena. Que se vayan siempre quizá sea culpa mía, que una ya no sabe qué pensar, pero el error es suyo porque (ojo, se viene ataque de autoestima) no van a encontrar alguien como yo. Mejores sí, seguro, y fácilmente, pero ¿cómo yo? No, señores; lo siento, pero no.
Una parte de mi ya no cree en nada, ni siquiera en mi; se ha vuelto cínica, recurre a la ironía con frecuencia, se sigue pintando los labios de un rojo furioso, sonríe mucho, incluso se ríe a carcajadas, agradece las muestras de cariño y, cuando nadie mira, llora. Pero la otra es una estúpida e impenitente optimista que, en el fondo, confía en que alguno se quede hasta el final. Y mientras tanto, que me quiten lo bailao, porque ha sido al ritmo de las canciones más bonitas del mundo.
Y ya sabes, mientras suene la música... bailemos.
Mjo
11-11-2021
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