jueves, 11 de noviembre de 2021

SÁBADO, SABADETE

 

- Cariño, hoy querré helado después de cenar. – dijo Anselmo, parapetado detrás de su periódico-. No te olvides de comprarlo – Hizo una pausa y asomó su redondo rostro por encima de las páginas impresas. Sonreía, visiblemente satisfecho consigo mismo-. De fresa y nata, por favor, es mi favorito.

- ¿Hoy? - preguntó Matilde, que estaba recogiendo la mesa después del desayuno.

- ¿Es sábado? - Su esposa asintió y clavó los ojos en el bordado del mantel, para no ver el ceño fruncido de su marido-. Entonces sí, hoy. No hagas preguntas estúpidas, querida, ya sabes cuánto lo detesto.

- Sí, lo siento. Es que ha sido una semana muy ajetreada y... - Anselmo resopló con impaciencia y volvió a concentrarse en la sección de deportes. Su equipo estaba a punto de descender de categoría, lo cual le importaba mucho más que las tonterías de su mujer-. De fresa y nata, claro. No lo olvidaré.

Amontonó los platos, tazas, cubiertos y servilletas decoradas con encajes y, despacio, salió del comedor rumbo a la cocina. Se esforzó por no hacer ruido porque él odiaba que le molestaran mientras leía, y consiguió llegar a su destino sin que le temblara el pulso. Tan pronto como llegó a la cocina, dejó las cosas sobre la brillante encimera, cerró la puerta y fue a la pequeña salita que había justo al lado. Allí solía pasar gran parte de su tiempo, viendo interminables culebrones, leyendo libros de amores felices, cosiendo y también llorando. Se sentó en la mecedora blanca y roja que había heredado de su madre, respiró hondo y empezó a contar. Uno, dos, tres, cinco, diez, veinte, treinta y ocho, cincuenta y tres, setenta y nueve, noventa y cinco... Al llegar a ciento cincuenta, su respiración se había relajado y pudo volver a pensar con claridad de nuevo.

De pequeña adoraba los helados; si alguien le preguntaba cuál era su comida favorita, respondía sin dudar que los helados. En cucurucho, sobre todo, pero también en un palo, entre dos galletas, reinando en la sencillez de un plato de postre, solo o acompañado, cremoso o de puro hielo. Le daba igual el formato y el color. ¿Era un helado? ¡Pues le valía! Era feliz cuando se acercaba el verano y, a diferencia de sus amigas o primos, no porque las vacaciones estuvieran a la vuelta de la esquina. No, para nada. A ella, lo que de verdad le emocionaba era ver cómo instalaban en el Paseo las casetas de las heladerías, con los carteles de vivos colores que anunciaban los sabores de siempre y las novedades de la temporada. ¿Y qué decir de las cubetas metálicas de las que sacaban bolas casi perfectas? Nata, chocolate, limón, horchata, merengue, tuttifrutti, moras, dulce de leche, yogur con frutas del bosque, tarta de queso con arándanos y aquella cosa indefinible, azul y empalagosa hasta la náusea, a la que llamaban “helado de pitufo”. O su favorito, de chocolate con almendras, el mismo que Anselmo le había prohibido comer y que ella guardaba, como si fuera un secreto vergonzoso, en el rincón más escondido del congelador, debajo de las bolsas de coles de Bruselas. Recordaba perfectamente las tardes sentadas en un banco frente a la fuente, saboreando el helado que su madre, su abuela o su padre le habían comprado. Qué pena le daba ver las hojas de los árboles empezando a teñirse de amarillo y caer al suelo, porque anunciaban la llegada del otoño y se acababan los helados. No del todo, claro; solía comerlos en las ocasiones especiales, pero ya no sabían igual, no tenían la misma magia.

Matilde suspiró, se pasó las manos por el pelo y se obligó a regresar a su triste realidad. Miró el anticuado reloj que llevaba en la muñeca derecha y ahogó una exclamación al ver la hora. ¡Las diez de la mañana! Tenía que ir a comprar para toda la semana y aún no había hecho la cama, recogido el baño ni fregado los cacharros del desayuno. Se puso en pie de un salto y regresó a la cocina. En el bloc de notas que había pegado en la puerta de la nevera escribió “Helado de fresa y nata”, añadió varios signos de exclamación y lo subrayó tres veces. Dios, de fresa y nata. No podía ser otro, no, ¡tenía que ser precisamente ese!

Abrió el grifo de la fregadera, cogió el estropajo y empezó a fregar las tazas.




- Matilde, querida, hoy te ha quedado el cordero delicioso. – comentó Anselmo, limpiándose los restos de grasa de los dedos y los labios. Disimuló un eructo detrás de la servilleta, vació la copa de vino de un trago y sonrió, satisfecho. Se dio un par de palmaditas en la prominente barriga y sonrió a su esposa, que le miraba desde el otro lado de la mesa-. Exquisito, verdaderamente exquisito.

- Gracias, Anselmo -contestó con cautela. Jamás le llamaba por ningún apelativo cariñoso; Anselmo era, desde el primer día, Anselmo cuando hablaban entre ellos y “mi marido” cuando salía en conversaciones con otras personas-. Me alegro de que te haya gustado. Hoy tenían un género de primera...

- Sí, sí, muy bien. ¿Pasamos al postre? - y se relamió, anticipándose al momento.

- Claro, el postre – Se levantó y empezó a recoger platos y copas-. ¿Qué te apetece? Compré tarrinas, cucuruchos, barras...

- Tarrina, por favor, y date prisa – la clavó en su sitio con la mirada y torció la sonrisa-, me apetece mucho.

La vajilla tintineó, producto del temblor de manos de Matilde. Se mordió el labio inferior, esperando que no lo hubiera notado. Pero se dio cuenta, por supuesto que lo hizo, porque a Anselmo no se le escapaba nada, nunca. Incluso cuando parecía perdido en sus pensamientos, ajeno a todo lo que le rodeaba, registraba cualquier cosa que ocurriera. Especialmente si tenía que ver con las emociones que producía en su querida esposa. Disfrutaba viéndola alterada y sabiendo que era culpa suya. Chasqueó la lengua, complacido; qué maravilloso poder tenía sobre ella...

- ¿Te ocurre algo, cariño? - preguntó, fingiendo preocupación-. ¿Estás nerviosa, acaso?

- No, en absoluto – se apresuró en contestar y en vez de una sonrisa tranquila, le salió una mueca tensa.

- Sí, lo estás. Y me encanta. Me en-can-ta – dijo, separando las sílabas y bajando la voz hasta convertirla en poco más que un susurro-. Vamos, trae ya el helado, que se está haciendo tarde.

Matilde cogió los platos y caminó, tan rápido como se lo permitieron sus piernas, hasta la cocina. Lo dejó todo en la fregadera, fue a la nevera y, del cajón inferior de congelador, sacó dos tarrinas de helado de fresa y nata. Cogió un par de cucharillas y las limpió con un trapo de cocina. Le habría gustado tomarse más tiempo, retrasar su regreso al comedor tanto como fuera posible, pero Anselmo la llamó y su voz, teñida de amabilidad, no ocultaba su enfado creciente. Más le valía no provocarle. Lo puso todo en una bonita bandeja de plata, respiró hondo varias veces, y emprendió el camino de vuelta.

- Disculpa, Anselmo, me he despistado un instante.

 - No pasa nada, cielo, seguro que harás lo que sea necesario para que te perdone.

Se comieron el helado escuchando una grabación de “El ocaso de los Dioses”, de Wagner. A Anselmo le entusiasmaba la ópera y presumía de ser un gran entendido. De vez en cuando, se vestían con sus mejores galas y acudían a una representación en El Liceu. Le habría gustado alquilar un palco, pero no podían permitírselo. Sin embargo, el simple hecho de mezclarse con el resto de los asistentes, la gente bien de la ciudad, le hacía sentir importante. Él prefería la fuerza de las piezas de Wagner, rotundas y épicas; Matilde se inclinaba por los compositores italianos, que escribían historias de amores trágicos, cuyas sufridas protagonistas tenían la mala costumbre de acabar muertas.

Con los años, aprendió a diferenciar el humor de su marido en función de la música que él elegía para la cena. Rossini, tranquilidad. Verdi, pasión. Wagner, peligro, dolor, miedo. Como aquella noche, en la que no le quitaba la vista de encima mientras se recreaba en saborear cada cucharada de helado que se llevaba a la boca, como si fuera un anticipo de lo que iba a hacer con ella. Matilde deseó que el tiempo se detuviera para siempre, que nunca se acabara el helado o, puestos a soñar, que le diera un ataque fulminante al corazón que la convirtiera en una viuda joven y doliente, pero libre. Como era de esperar, no ocurrió nada de nada. Anselmo rebañó el envase de plástico, pasó la lengua por la cucharilla hasta dejarla brillante y dio por concluida la cena. En cuanto se puso en pie, Matilde empezó a temblar. Y a rezar por dentro.

- ¿Has terminado, amor? – Ella asintió con la cabeza y dejó la tarrina medio llena sobre la mesa. No podría tragar ni un poquito más-. Bien, yo me encargaré de recoger la mesa. Tú, querida mía, ve a la habitación a prepararte. No tardes, por favor, ya sabes que no me gusta que me hagas esperar.

Se alejó por el pasillo tarareando y se entretuvo fregando los platos, limpiando el horno a conciencia y dejando impoluta la superficie de las encimeras. Después pasó por el baño, se lavó los dientes, se roció generosamente con su perfume favorito, una fragancia densa y pesada que se quedaba suspendida en el aire durante horas, y fue a la habitación. Se detuvo frente a la puerta cerrada, contó hasta diez y entró sin anunciarse.




Tal y como le había enseñado, las luces estaban apagadas y las cortinas del amplio ventanal, corridas. Sobre las mesitas de noche y en el tocador, varias velas rojas aportaban la claridad suficiente como para no andar tropezando con los muebles. Matilde estaba tumbada en la cama, vestida con un conjunto de ropa interior de encaje negro, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja abrochados al tobillo. Tenía la respiración agitada y las mejillas encendidas. ¿Excitación? ¿Nervios? ¿Miedo? Ni que importara; la sensación le gustaba. Sintió que la sangre empezaba a calentarse en sus venas y se obligó a controlarse, no fuera a arruinar la diversión por un arrebato tonto.

Le dio la espalda a la cama y sacó el móvil del bolsillo. Conectó la aplicación que sincronizaba el mp3 con un altavoz que estaba sobre el zapatero, buscó la pista que deseaba y pulsó Play. “La Cabalgata de las Valkirias” sonó inmediatamente, llenando toda la habitación, y Matilde se mordió los labios para contener un gemido de pavor. Cruzó las manos sobre el estómago y clavó los ojos en el techo. Anselmo, que la veía reflejada en el espejo, estuvo a punto de relamerse de gusto. Se quitó la ropa despacio, la dejó perfectamente doblada sobre una silla. Cómo disfrutaba de esos momentos previos a la acción, cuando su mujer se iba poniendo tensa por la espera. Podía notarla, sentirla, olerla, casi saborearla, y le gustaba.

- Veamos, querida, ¿con qué podría sorprenderte hoy? – abrió un cajón del tocador y, después de estudiar su contenido, sacó una larga venda de seda negra, un par de esposas (de las auténticas, no de esas cubiertas con un trozo de peluche) y una fusta de jinete forrada de piel-. Esto servirá, ¿no crees? ¿Tienes miedo, cariño?

Matilde, incapaz de articular ni una sola palabra, negó con la cabeza. Hacer lo contrario, reconocer que estaba aterrorizada, solo servía para excitarle más y aún recordaba cómo acabó la última vez que se atrevió a decirlo.

- Pues deberías, cariño – se acercó a la cama, se golpeó la palma de la mano con la fusta y sonrió -, deberías.




Cuando Matilde despertó, aún quedaba una vela encendida. Se deslizó por la cama tan despacio como pudo, intentando no despertar a Anselmo, que roncaba a su lado como si no hubiera un mañana. Necesitó unos minutos para controlar el temblor de las piernas y, arrastrando los pies, se acercó al armario para sacar una bata. Estaba helada y le dolía cada centímetro de su cuerpo, pero necesitaba salir de allí, alejarse siquiera los tres metros que separaban la habitación del baño. Recorrió el camino apoyándose en las paredes, tragándose las lágrimas y los quejidos para no despertar a su marido. Sólo cuando cerró la puerta y corrió el cerrojo, se sintió relativamente segura. Dudó si encender la luz porque no quería verse en el espejo, pero acabó por hacerlo para no tropezar y caerse. Era lo único que le faltaba, romperse la cabeza contra el inodoro... Contó hasta tres, accionó el interruptor y parpadeó un par de veces, cegada por la brillante luz blanca del fluorescente. Y entonces sí, buscó su reflejo en la superficie pulida y se quiso morir.

Tenía restos de sangre seca en la comisura de los labios, el ojo izquierdo empezaba a hincharse y ponerse negro, y un bonito morado estaba formandosele en la barbilla. En el cuello y los pechos lucía las huellas de los dedos de Anselmo, y en los glúteos y las piernas, marcas alargadas con la forma de la fusta que, menos mal, no habían llegado a sangrar. Y el dolor intenso, lacerante, en su vagina, producto de sus embestidas salvajes sin preocuparse por si estaba o no preparada para la penetración. Abrió el grifo de la ducha, reguló la temperatura del agua y pasó quince minutos debajo del chorro, llorando, deseando que sus dolores, los recuerdos y todos sus miedos también se fueran por el desagüe. Cuando acabó, se secó con cuidado, curó sus heridas y volvió a ponerse la bata. Tenía la intención de regresar a la habitación antes de que Anselmo despertara, por si le daba por hacer un segundo pase de la misma función, pero...




Matilde se detuvo junto a la cama, observando a su marido, que seguía durmiendo a pierna suelta, con una mezcla de curiosidad y repugnancia. Se tapó la boca con una mano, para ahogar las carcajadas que subían por su garganta, al darse cuenta de que parecía un león marino y sonaba exactamente igual. Sintió que se desdoblaba, que una parte de ella seguía inmóvil donde estaba y la otra cogía la lámpara de la mesita y golpeaba la cabeza de Anselmo con la base de cristal. No muy fuerte, lo justo para que pasara del sueño a la inconsciencia, porque para lo que se le estaba ocurriendo, necesitaba que no se moviera durante un buen rato.




Lo primero que notó Anselmo al despertar fue un tremendo dolor de cabeza. Lo segundo, que estaba esposado a los barrotes de la cama. Lo tercero, que el peso que sentía sobre el estómago era Matilde, que estaba sentada a horcajadas encima de él, y le miraba sonriente. Lo cuarto, que su mujer tenía un cuchillo de considerables dimensiones en la mano. Y lo quinto, que empezaba a enfadarse mucho.

- ¿Qué coño estás haciendo, Matilde? – preguntó, dando tirones a ver si conseguía soltar las manos-. ¿Te has vuelto loca?

- No sé, puede – contestó ella, apartándose el pelo de la cara-, aunque creo que no he estado más cuerda en toda mi vida.

- Suéltame.

- No.

- Suéltame, Matilde.

- No, Anselmo.

- Si me sueltas ahora, te juro que no te pasará nada – dijo, intentando sonar amable y fracasando estrepitosamente -. Me lo tomaré como una broma y nos reiremos juntos, ¿vale?

- No.

- ¡Que me sueltes, zorra! – gritó, revolviéndose sobre la cama con intención de tirarla al suelo, pero ella apretó las piernas con fuerza contra sus caderas, se inclinó sobre su pecho y le puso la punta del cuchillo sobre la garganta. Anselmo se quedó inmóvil al instante y a Matilde le encantó la expresión que cruzó sus ojos. La conocía muy bien.

- ¿Tienes miedo, Anselmo? – preguntó, aumentando la presión del cuchillo contra el cuello. Una diminuta gota de sangre se deslizó sobre la piel. Anselmo tragó saliva y negó con la cabeza. Estaba seguro de que no se atrevería a hacerlo, le faltaban cojones. Tarde o temprano, se daría cuenta de la estupidez que estaba cometiendo y se rendiría. Y cuando lo hiciera, él se encargaría de recordarle quién mandaba en su cama, en su casa y en su vida-. ¿No? Pues deberías, cariño, deberías...




Cuando la policía, alertada por un preocupado vecino, llegó varias horas más tarde, encontró a Anselmo todavía en la cama, tendido en medio de un charco de sangre que empezaba a secarse, con un corte que iba de un lado al otro de su garganta y una expresión de absoluta sorpresa en los ojos, que no hubo manera de cerrar.

Matilde, sentada en una silla junto al tocador, le miraba con una sonrisa divertida. En el informe policial, el agente encargado del caso escribió: “La presunta culpable, que según la documentación que encontramos es la esposa del fallecido, se mostró dispuesta a colaborar desde el principio y en ningún momento negó los hechos, se encontraba en el dormitorio conyugal. Aparentemente estaba tranquila, se había vestido y maquillado como si se dispusiera a salir en cualquier momento, y comía un cucurucho de chocolate con almendras con evidente deleite”.

 

 

Mjo

11-11-2021


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