A sus 75 años, doña Bárbara siente que le pesa el anonimato. No lo reconocería ni en un millón de años, pero así es. La verdad es que a ratos le pesa y, a ratos, le duele. No es una frase hecha o un puñado de palabras que, juntas, suenan bien. No, el suyo es un dolor real, físico. Empieza cuando abre las revistas del corazón y no se ve en ellas. Lo siente en la punta de los dedos, según va pasando las páginas y no se encuentra. Se extiende, como una ola fría, por las manos, los brazos, le sube por la garganta, le hace un nudo en el estómago, paraliza sus piernas y le estruja el corazón. Acaba siempre llorando, lágrimas de tristeza y rabia, y lanzando las revistas contra la pared. Baja las persianas y saca los viejos albumes de recortes y fotos, en un intento siniestro de recuperar un pasado que fue glorioso.
“Ah, qué tiempos”, se dice, “cuando era joven y hermosa y el mundo entero comía de mis manos”. Veranos en Marbella, St. Tropez y Capri. Primavera en París. Fin de año en Nueva York. Primera fila en la Semana de la Moda de Milán. Audiencias privadas en el Vaticano y algunos palacios reales. Palco en Las Ventas, La Maestranza y el Liceu. Carnaval en Venecia y Río. Caseta en la Feria de Abril y balcón en la Semana Santa sevillana. ¿Cuántos años tenía cuando salió en su primera portada? ¿Quince, dieciséis? Fue el escándalo de la temporada. “La Heredera Rebelde”, la llamaron, y el país entero cayó rendido a sus pies. ¿De dónde había salido aquella jovencita que se reía con la cabeza echada hacia atrás? Qué poco se parecía a las otras adolescentes de su círculo, con su larga y rizada melena rubia, los ojos tan azules, los pómulos tan altos, la nariz insolente, los labios frescos, las faldas demasiado cortas, los escotes excesivamente bajos y la voz siempre, siempre, alta y clara.
El
ángel que fue en la infancia había ardido sin que nadie se diera cuenta, y de
sus cenizas surgió un Ave Fénix que arrasó con todo. Fue Atila vestida por los
mejores diseñadores; allí donde pisaba, no volvía a crecer la hierba. Destrozó
matrimonios, arruinó a un magnate y disolvió el grupo musical más famoso del
momento. El día que cumplió 20 años, sopló las velas mientras Mick Jagger le
cantaba al oído “Happy Birthay, dear Bárbara” con acento inglés y etílico.
Después se perdieron en la lavandería del hotel y, entre sábanas y toallas
sucias, le regaló el peor cunnilingus de su vida. “Quién iba a imaginarlo”,
decía siempre entre risas, “con aquella boca que tenía... ¡Juro que creí que me
llevaría al cielo!”
Se casó sin quererlo, fue madre sin desearlo, se divorció en cuanto pudo, vivió en una comuna en Ibiza, se enamoró de hombres y mujeres por igual, volvió a casarse, enviudó, perdió dos hijos y cuando intentó recuperar al resto, salvar la distancia que les separaba, era demasiado tarde y solo encontró indiferencia. Ella, que todo lo tuvo, una mañana despertó y se encontró sola, vieja y triste. Y furiosa. “Ya solo me queda morir en paz”, contestaba cuando alguien le preguntaba qué esperaba del futuro, “y que mi funeral sea tan espléndido que ocupe todas las portadas”. Extraño deseo, quizá, pero era lo único que le daba un poco de alegría.
—Y
ahora, que siento mi final cerca, tengo que lidiar con una de esas... ¿Cómo las
llaman, niña?
—¿A
quién, señora? —preguntó Luciana, la chica que sus hijos habían contratado para
hacerle compañía y cuidarla.
—A
la vecina del otro ático, esa que vino hace tres o cuatro meses.
—¡Ah,
sí! Es una influencer, señora, una chica que vive de su imagen y hace publicidad
de ropa, cosméticos, bebidas, va a fiestas y... básicamente, eso —Le roció con
un generoso chorreón de laca, le retocó el flequillo y asintió, satisfecha
—¡Vaya si no está usted guapa hoy!
—¿Y
para qué? —contestó, girando la cabeza tanto como podía para contemplar su
imagen en el tocador —,si me voy a pasar el día aquí encerrada. ¡Otra vez!
—Hoy
vienen sus nietos, ¿no se acuerda —La ayudó a levantarse y le sonrió— Agustina
está preparando sus platos favoritos y de la pastelería traerán una tarta
especial.
—¿Especial?
—dijo, cogiendo el bastón que descansaba junto al tocador —. ¿Es que celebramos
algo?
—David
cumple dieciocho años, señora, ¡ya es todo un hombre!
—¿Cuál
es David? — Los nueve nietos se confundían en su cabeza y había acabado por
llamarlos niño o niña para evitar equivocaciones —. ¿El pequeño de Dolores?
—No,
ese es Esteban y no vendrá hoy, no le han dado permiso en el seminario.
—¿El
seminario? No me digas que estudia para cura...
—Quiere
ser misionero, señora.
Enfilaron
un pasillo decorado con cuadros de pintores famosos y muebles muy exclusivos,
camino de la sala de estar.
—Vaya
por Dios, otro gilipollas... ¡Como si en esta familia no tuviéramos bastantes!
—No
diga eso, señora, debería estar orgullosa de él.
—¿Por
qué? Su madre era idiota y su padre, idiota y medio; lo lógico es que sus hijos
salieran así, gilipollas —Luciana se rió a carcajadas y le dio una palmadita en
la mano—. Cómo me gusta el sonido de tu risa, niña, tiene la virtud de alejar
las sombras de este piso.
—Gracias,
señora, es usted muy amable. Venga, siéntese aquí —La llevó hasta un sillón de
terciopelo rojo algo gastado y la ayudó a sentarse —. Mire, Sebastián ha
encendido la chimenea. ¿Ve qué calentito se está? Hace mucho frío hoy, en la
tele han dicho que puede nevar y todo.
—Bah,
qué tontería; si ya casi no nieva en la montaña, ¿cómo va a hacerlo en Madrid?
— Se colocó un cojín en el hueco de la espalda y se apoyó, suspirando. En los
últimos tiempos, hasta dar diez ridículos pasos la dejaba exhausta—. En la tele
no dicen más que idioteces.
—Dentro
de... —consultó su reloj de muñeca y se agachó a su lado — veinte minutos
empieza la novela. ¿Quiere que se la ponga?
—¿”Los
ricos también lloran”? —Luciana asintió y le puso una manta sobre las piernas—.
Lo que me faltaba, ¡Luis Alfredo y Mariana! Quita, quita, bastante drama he
tenido ya en mi vida. No, mejor te sientas conmigo y me cuentas cosas de esa...
—Influencer.
—Lo
que sea.
—Es
que prometí a Agustina que le ayudaría en la cocina, señora.
—No
creo que tardemos demasiado, tú solo cuéntame lo básico —Le señaló una silla
que había junto al escritorio—. Coge esa silla, anda, que es muy cómoda.
—Agustina
me va a matar...
—Ya
se guardará ella de decirte ni media. Si no recuerdo mal, sigo mandando en esta
casa y os pago a todos. ¿O no?
—Por
supuesto, lo que usted diga —Cogió la silla, tratando de parecer cohibida y no
encantada ante la posiblidad de perder un rato hablando de cotilleos en vez de
soportar a Agustina y sus maneras autoritarias—. A ver, ¿qué quiere saber?
—¿Qué
puedes contarme?
—Veamos...
Se llama Alessia d’Amico y es italiana, nacida en Venecia —Doña Bárbara enarcó
las cejas, sorprendida, y Luciana bajó la voz, como si fuera a contarle un
secreto importante —, pero dicen las malas lenguas que, en realidad, se llama
Eulogio Pérez y nació en un pueblecito de Albacete.
—¿Eulogio?
Entonces... —hizo una pausa, buscando las palabras exactas— me estás diciendo
que, originalmente, ¿la sartén tenía mango?
—¡Señora,
por favor! —Luciana se echó a reír hasta que se le cayeron las lágrimas —. No
sé de dónde saca usted esas expresiones, de verdad.
—Ay,
hija, los años y la experiencia... Así que Eulogio, perdón, “Alessia” es famosa
¿por qué?
—Nadie
lo sabe, en realidad. Un día apareció en una fiesta de la alta sociedad de
Marbella, colgada del brazo de uno de los solteros de oro, y a partir de
entonces... — Hizo un gesto ascendente con la mano y se encogió de hombros—.
Está en todas partes: revistas, programas de cotilleo, inauguraciones de
locales, el palco del Bernabeu, entregas de premios... ¡Incluso estuvo en una
audiencia real! Madre mía, y con qué pinta. Seguro que la vio en alguna de sus
revistas, fue muy sonado: pelo verde, vestido de látex negro, botas con un
tacón de infarto, pintada como una puerta y con un bolso en forma de pene.
—¿De
pene? A ver si es que echa de menos cierta parte de su anatomía...
—No
lo sé, pero la fotografía que le hicieron junto a la Reina no tiene
desperdicio. Con lo estirada que es, no puedo ni imaginarme lo que debió
depasarle por la cabeza...
—Mira,
ya me cae un poco mejor la tal Alessia. Igual hasta la invito una tarde a tomar
el té —Se rió con una pizca de malicia y suspiró —. Seguro que tiene muchas
cosas interesantes que contar.
—No
tengo la menor duda.
—Así
que ¿esta señorita es a la que los periodistas esperan en la puerta del
edificio a todas horas? Francamente, tampoco me parece que sea para tanto; en
este país, los espantajos y las petardas de medio pelo abundan. ¿Qué la hace
especial?
—Bueno...
Se rumorea que tiene una relación con —Luciana miró alrededor y, después de
asegurarse de que no había nadie escuchando, siguió hablando — el heredero del Banco
Metropolitano.
—¿El
viejo requeteoperado? —Luciana asintió —. Qué mal gusto tiene, la pobre, si
parece que está hecho de pergamino...
—Ya,
pero su dinero no. Y no crea que es el único. También se le ha visto saliendo
de la casa del presidente de cierto partido político que milita muy a la
derecha, de misa diaria y casado con la hija de un ganadero. Creo que tienen
seis o siete hijos, todos muy rubios y con los ojos muy azules. Se parecen a él
como un huevo a una castaña, no sé si me entiende...
—¡Por
supuesto que te entiendo! Estoy vieja, pero todavía no chocheo...
—Perdone,
no era mi intención ofenderla... —Hizo una pausa en la que solo se escuchó el
crepitar del fuego
y el tráfico distante de la Castellana, que atascaba la ciudad varios pisos más
abajo —. ¿Sabe a quién vi salir una vez de su piso?
—No,
pero vas a decírmelo, ¿verdad?
—A
la Princesa.
—¿Qué
princesa?
—¿Pues
cuál va a ser? ¡Esa princesa!
—Y
será verdad... —La miró de reojo, incapaz de creer lo que le había dicho.
—Se
lo juro por mi santa madre, que en gloria esté.
—Ay,
niña, deja el drama para otro día. Cuenta, cuenta...
—Fue
el sábado... No, ¡el domingo por la noche! Volvía de casa de mi hermana y, al
salir del ascensor, tropecé con un tipo del tamaño de un camión —Abrió los
brazos, intentando dar una idea de lo grande que era —. Sin darme tiempo a
nada, me preguntó el nombre, a qué piso iba, a qué había venido y, bueno, que
me pidió el DNI ¡y hasta tuve que enseñarle el bolso! Lo vació en el suelo del
vestíbulo, ¿se lo puede usted creer? No sé qué puñetas buscaba, pero no se
quedó satisfecho hasta que lo revolvió todo. Después me dijo “Puedes pasar”,
como si me perdonara la vida, y me dio la espalda. Me agaché para recoger mis cosas
y, en ese momento, se abrió la puerta de Alessia y la vi abrazada a una mujer
menuda y morena. Se estaban besando como si quisieran comerse. Cuando se
soltaron y la morena se giró para salir, le vi la cara y me quedé de piedra.
¡La princesa, en carne y hueso, a cuatro metros de mí! Y de qué manera, oiga...
—¿Estás
segura? Mira que podría ser una mujer que se le pareciera, que ya sabes que
tienes la vista un poco así, así... Además, se supone que está en Inglaterra,
estudiando la carrera de... Yo qué sé, cualquier cosa inútil que no necesita
para nada, porque ya tiene la vida solucionada.
—Ya,
yo también lo pensé, pero el tipo ese se acercó a ella y le dijo “Majestad, el
coche espera en el parking. Acompáñeme, por favor”, y la cogió del brazo. Al
pasar a mi lado, me miraron y me saludaron. “Buenas noches”, dijo ella, con una
sonrisa de satisfacción enorme. Se metieron en el ascensor, se cerraron las
puertas y ya está, ahí se acaba mi historia.
—Caramba
—dijo doña Bárbara, impresionada. Si era una invención, estaba muy bien
llevada. Y si era cierto...¡menudo bombazo! —. ¿No te has planteado vender la
exclusiva? Estoy segura de que te pagarían un buen dinero.
—No,
la verdad... ¿Usted cree?
—¡Y
tanto! Puede que te libraras de mí en un abrir y cerrar de ojos — Le hizo un
guiño y le dio una palmadita afectuosa en la mejilla —. Te echaría de menos, la
verdad, pero podrías venir a visitarme...
—No
sufra, no voy a irme a ningún sitio... todavía, jajaja —Miró el reloj y se le
escapó un taco —. ¡Perdón! Madre mía, qué tarde se me ha hecho, Agustina me va
a matar. Le pongo la televisión y me voy a la cocina. Los chicos llegarán en
una hora, más o menos. Aproveche este rato de silencio y paz, ¡que le espera
una tarde movidita!
Le
arregló la manta a toda prisa, conectó la televisión en un canal donde todas
las películas que emitían tenían, como mínimo, cincuenta años, y se alejó por
el pasillo de servicio, rumbo a la parte menos noble del ático.
********************
—Mira, Luciana, yo ya no puedo más, ¿eh? –dijo doña Bárbara, exasperada—. ¡Yo ya no puedo más! O esa pendona cambia su comportamiento o vamos a tener un problema. ¿Qué digo “vamos”? ¡Va a tenerlo ella, conmigo, y bien gordo!
—La
entiendo; he vuelto a avisar al presidente de la comunidad y me asegura que
hablará con ella mañana sin falta.
—¿Y
de qué va a servir? —Golpeó el parquet con el bastón, dejando una muesta sobre
la superficie encerada —. ¡Si no le ha hecho ni puto caso en cuatro meses! Esto
lo arreglo yo, sí o sí.
—Señora,
por favor, no se altere, que le va a dar algo —Luciana miró el congestionado
rostro de la anciana y se preguntó si no debería llamar al médico. ¿O a alguno
de sus hijos? No, mejor al médico; los inútiles de los hijos, con tal de echar
mano a la herencia, eran capaces de quedarse mirándola mientras moría de un
ataque al corazón —. Hagamos una cosa, ¿de acuerdo? Deje que vaya el
presidente, quizá esta vez le haga caso.
—¡Pero
es la ultima oportunidad que le doy! Si no funciona, ¡seré yo quien coja la
sartén por el mango! —Se alejó, cojeando, por el pasillo que llevaba a su
habitación. A medio camino, se giró y gritó —. ¡Aunque se lo hayan cortado!
********************
Tal y como doña Bárbara se temía, la visita del presidente no sirvió de nada. Su famosa vecina siguió con su rutina de fiestas hasta altas horas de la madrugada, música (si es que eso podía llamarse música) a un volumen tal que vibraban las paredes, invitados escandalosos que iban y venían a cualquier hora del día o la noche y dejaban, a su paso, un rastro de mugre y destrozos intolerables. Pintadas en el exquisito estucado veneciano de las paredes, colillas en el ascensor, ¡hasta condones usados y unas bragas encontraron tiradas en las escaleras! La pobre doña Elvira, soltera por vocación y porque el destino así lo quiso, había sufrido una crisis nerviosa al encontrarlos y había pasado cuatro días en cama, rezando por el alma de todos aquellos pecadores. La vida en aquel edificio, antes tan tranquila, se había convertido en un auténtico circo y sus habitantes no ganaban para sobresaltos. Ni siquiera podían poner un pie en la calle sin ser asaltados por una horda de periodistas en busca de una declaración o una imagen que les garantizase máxima audiencia en prime time.
Aquella
locura se tenía que acabar, y cuanto antes, mejor. Doña Bárbara decidió que si
el inútil del presidente no era capaz de poner remedio, los abogados fallaban y
de la policía mejor no hablar, ya se encargaría ella. Así que, sin decir nada a
nadie, trazó un cuidadoso plan de ataque, que puso en marcha el primer domingo
de marzo. Lo cierto es que su conciencia, con la que discutía casi a diario,
protestó bastante, pero la hizo callar con un enérgico puñetazo en la mesita de
café.
********************
El domingo elegido amaneció radiante de sol y frío. Doña Bárbara se levantó temprano, como cada día, desayunó y se vistió sin dar señales del nerviosismo que se la comía por dentro. A las once en punto, el chófer llamó a su puerta y le ofreció el brazo, que ella rechazó con un gesto de supremo desdén, para llevarla a misa de doce en La Almudena. Al llegar, el cura la estaba esperando para acompañarla hasta su banco habitual. No era por amabilidad, porque no la soportaba; lo hacía, en realidad, en agradecimiento por el generoso cheque que le deslizaba en la mano después de cada visita. Atendió a la misa con la mitad de su cerebro, el otro 50% estaba ocupado repasando su plan, en busca de posibles fallos. Cuando acabó, el cura volvió a llevarla hasta la puerta y allí la dejó bajo el atento cuidado del chófer, que había pasado la última hora repasando a las jovencitas que pasaban por la zona y jugando al Candy Crush. Camino de la casa, se detuvieron en el asador, donde recogieron medio pollo asado, una ración de patatas fritas y una porción de tarta de queso con mermelada de arándanos, como cada domingo. A las dos, volvía a estar en el ático, sola porque era el día libre de Luciana, sin nada más que hacer que mirarse al espejo y juntar coraje para, apoyada en su bastón con empuñadura de plata, atravesar el rellano que separaba ambos pisos.
—Valor,
Bárbara, demuestra a esa petarda quién manda aquí —se dijo, para darse ánimos,
antes de tocar el timbre.
El
sonido de una fanfarria de fiesta mayor inundó el rellano, asustando a doña
Bárbara. Con la boca abierta, miró alrededor como si esperase que, en cualquier
momento, hiciese su aparición la Banda Municipal de Matalascañas, interpretando
“Paquito, el chocolatero” con más voluntad que acierto. El escándalo duro unos
quince segundos y cuando terminó, escuchó una voz ronca al otro lado de la
puerta de ébano, elegantemente tallada.
—¿Quién
coño llama a estas horas de la mañana? —Se oyó el ruido de múltiples cierres de
seguridad abriéndose y el ladrido agudo de un perrito que no debía de levantar
ni un palmo del suelo.
Doña Bárbara se mordió la lengua para no soltar la respuesta que le subía por la garganta. Ya que había llegado hasta allí, no iba a estropearlo todo en el último momento. Respiró hondo y compuso su sonrisa más amable e inocente, la misma a la que recurría cuando quería salirse con la suya. Tan pronto como la puerta se abrió, la sonrisa se transformó en una mueca de estupor.
Había visto fotos de su insigne vecina en las revistas que recibía cada jueves, y le había parecido una mujer magnífica, con un cuerpo (retocado) de escándalo y un rostro (retocado también) a medio camino entre la santidad y el vicio. Aunque su forma de vestir estaba en las antípodas de su gusto, le reconocía cierta gracia a la hora de elegir atuendo y sospechaba que, de haber compartido época, habrían salido de compras juntas en más de una ocasión. Sin embargo, la criatura que la contemplaba con cara de fastidio desde su vestíbulo, pintado de rosa y decorado con unicornios y flamencos dorados, era cualquier cosa menos un sueño. Una pesadilla, una aparición quizá, pero ¿un sueño? No, ni de casualidad.
Maquillada
con esmero, Alessia podía ser Alessia. Sin maquillar, Alessia era, sin duda
alguna, Eulogio. Tenía los ojos saltones, la nariz de un boxeador, los labios
finos y crueles, marcas de acné en las mejillas y una sombra gris de barba
incipiente que delataba su origen viril. Llevaba una larga peluca azul ladeada
sobre la frente, un picardías dorado absolutamente ridículo, medias de rejilla
cubriendo unas piernas arqueadas y unas zapatillas de tacón con plumas rojas.
Se apoyó en el marco de la puerta, miró a doña Bárbara de arriba abajo y
bostezó ruidosamente, dejando escapar un aliento que apestaba a alcohol y
tabaco. Después se agachó para coger en brazos un caniche que perforaba el
tímpano con sus ladridos.
—Calla,
Milú, no seas grosero —Le dio un beso en la coronilla y concentró su atención
en la visitante– ¿Qué quieres, vieja?
—Buenas
tardes. Me llamo Bárbara y soy su vecina. Vivo ahí —señaló su puerta, que había
dejado entornada, con el bastón—, no sé si me conoce...
—Pues
no. ¿Debería?
—Hum,
no, no debería... — Sonrió, tragándose las ganas de gritarle—. Verá, tengo
algunos comentarios que hacerle.
—
Sobre?
—Su
comportamiento, querida. Me parece que no es consciente de las... alteraciones
que provoca su forma de vida entre los miembros de esta comunidad.
—¿Te
manda el otro viejo? ¿El que vino hace unos días? Porque suena igual...
—No,
no, yo vengo por iniciativa propia. Como le decía, está causando grandes
problemas al resto de los vecinos.
—Oh,
vaya, estoy desolada — Alessia engoló la voz y puso los ojos en blanco. Después
se echó a reír a carcajadas—. Venga ya, si os moríais de aburrimiento hasta que
yo llegué. No sé de qué os quejáis.
—No
querría tener que recurrir a medidas extremas, pero le aviso de que si no me
deja otra salida...
—Uy,
qué miedo. ¡Socorro, socorro, la momia de mi vecina me está amenazando!
—No,
no la amenazo; la advierto, que es muy distinto, señor...ita.
—Una
advertencia es una amenaza educada.
—Vaya,
pero mira quién ha leído la entrada del diccionario de hoy... – Doña Bárbara
apoyó una mano en la cadera y sonrió con desprecio.
—Mira,
vieja, no tengo ni idea de qué coño quieres, pero te voy a decir una cosita: me
paso tus quejas y tus advertencias por los huevos, ¿lo entiendes o te hago un
tutorial de Twitch? —Dejó el perro en el suelo y se cruzó de brazos—.¿Ves este
piso? ¿Y me ves a me? Pues aquí nos vamos a quedar hasta que me salga del toto,
así que vete haciendo a la idea de que vas a tener Alessia para rato, mona.
—Así
que quieres guerra —Alessia apoyó las manos en las caderas y asintió —. Creí
que serías más inteligente, querida; al fin y al cabo, hay que serlo para haber
llegado hasta aquí desde un pueblucho de Albacete...
—Pero
¿qué dices, tía loca? ¡Yo soy italiana, nací en Venecia! ¡Y descendemos de la
famila real!
—Y
yo soy Mata Hari, ¿te hago la danza de lo siete velos?
—No
me lo puedo creer... ¡No me puedo creer que haya interrumpido mi sueño para
esto! ¡Que yo necesito dormir doce horas para recuperar mi belleza! —. Se echó
hacia atrás la peluca, que acabó por ladearse por completo, dejando a la vista
una buena porción de cráneo pelado.
—Doce
horas, dice el bicho —Doña Bárbara se rió entre dientes y entrecerró los ojos,
dispuesta a asestar otro golpe —. ¡Doce horas, un equipo de cirujanos y una
tonelada de maquillaje es lo que necesitas, so mamarracha!
—¿Cómo
me has llamado?
—¡So
mamarracha!
—Mira,
vieja —Alessia avanzó un par de pasos, obligando a Doña Bárbara a retroceder —,
no quiero recurrir a la violencia, pero si sigues por este camino, igual pierdo
del todo las maneras ¡y entonces sí que vas a tener un problema!
—No
me das miedo, zorrón. ¿Quieres asustarme? Otras mejores que tú lo intentaron
antes y también fallaron. ¡No tienes ni idea de quién soy yo!
—¿La
hermana fea de Nefertiti? — Y se echó a reír como si se hubiera vuelto loca, y
el sonido era tan estridente que su espantoso perrito empezó a dar vueltas
sobre sí misma antes de escapar, aullando, hacia el interior del piso. Tres
plantas más abajo, el pomerania de pura raza de doña Lucía también empezó a
aullar y, en el principal, el pastor belga del Teniente Romerales se unió al coro, creando una cacofonía
insportable.
Doña
Bárbara sintió que un velo le cubría la mirada, tiñéndolo todo de rojo, y un
sabor extraño, metálico y amargo como la hiel, le inundaba la boca. ¿Cómo se
atrevía aquel esperpento escupido del infierno a llamarla “fea”? Ella, que
había sido la belleza oficial del país durante más años de los que la muy
fantoche llevaba depilándose el bigote. Ella, que había roto corazones por
deporte y se había bañado en las lágrimas de sus víctimas sin remordimiento
alguno. Ella, que podía parar el tráfico con solo enseñar las piernas. Ella,
que tenía poder para arruinar la vida de cualquiera con un simple guiño. ¿Fea,
ella? ¿FEA, ELLA?
—¡Cállate,
perra! —gritó, apretando los puños hasta hacerse daño. Alessia reaccionó
riéndose todavía más fuerte y siguió gritando “¡Feaaaaaa, viejaaaaaa!”, como si
se hubiera vuelto loca. Se apoyó en el marco de la puerta y fue resbalando
hasta quedar de rodillas en la entrada de su piso de diseño —. ¡Que te calles te digo, petarda! ¡Cállate,
cállate, CÁLLATEEEEEEEE!
********************
Dos días más tarde, doña Bárbara despertó en una cama ajena. Sentía la cabeza atontada y, después de forcejear unos segundos, se dio cuenta de que tenía la mano izquierda inmovilidada por unas esposas metálicas, firmemente cerradas en la barandilla lateral. Miró al frente y vio a Luciana dormida en un sillón que tenía pinta de haber sido diseñado para torturar los cuerpos y, posiblemente, también las almas.
—Luciana
—Tenía la boca tan seca que se le había pegado la lengua al paladar, y le salió
la voz como un chirrido. Se incorporó un poco y volvió a llamarla —. Luciana. ¡Luciana!
—¿Señora?
—La joven abrió los ojos, enfocó la vista y en cuanto vio que se había
despertado, se levantó de un salto y acudió a su lado —. ¡Alabado sea Dios,
señora, menos mal que ya despertó! Nos tenía muy preocupados, ¿sabe?
—Dame
agua, por favor, estoy ardiendo de sed —Se bebió dos vasos casi sin respirar y
cuando acabó, cerró los ojos y se dejó caer contra la cama de nuevo —. ¿Dónde
estoy?
—Esto...
—Luciana tragó saliva y pensó unos segundos; le daba miedo decirle la verdad.
Igual le daba un jamacuco que la despachaba al otro mundo o entraba en cólera y
lo pagaba con ella. Y ahora que sabía de lo que era capaz, prefería no
provocarla —. Señora, yo creo que lo mejor es que hable con sus hijos. Ahora
mismo les llamo y...
—Ahora
mismo me lo cuentas tú, ¿me oyes? ¿Dónde coño estoy?
—Pues
señora... Ay, señora — La pobre muchacha se retorcía las manos, nerviosa
perdida —. Está usted en un hospital psiquiátrico. Fíjese..
—¿En
un...? Pero ¿qué gilipollez estás diciendo? —Se quedó callada un momento, asimilando
las palabras —. ¿Y por qué, si puede saberse?
—No
me diga que no se acuerda, señora... — Doña Bárbara negó lentamente y se
encogió de hombros. Luciana, incapaz de explicarlo, retrocedió hasta una
mesilla baja en la que se amontonaban periódicos y revistas. Buscó uno en
particular, se lo llevó y le enseñó la primera página. Allí, en grandes letras
de imprenta, se leía “Tragedia en el mundo de las redes: descubierto el cadáver
de Alessia d'Amico, presuntamente asesinada por su vecina”.
—¡Dios
mío! Pobre Alessia... ¿Quién ha sido?
—Usted,
señora, usted...
—¿Te
has vuelto loca? ¡A ver si a quién hay que encerrar es a ti! ¿Cómo iba yo a
matarla si...? —La frase murió en sus labios antes de terminarla porque, de
repente, una bomba había explotado en su cabeza, esparciendo imágenes y sonidos
por su memoria. Y lo vio todo.
Vio
a Alessia, de rodillas en el suelo, riéndose de ella hasta las lágrimas,
llamándola fea, vieja, momia, dinosauria, bruja, hasta puta la llamó, y a ella
gritándole que se callara, que se callara. Y los perros aullando, y Alessia que
no dejaba de reír y ella gritando, gritando, gritando...
Y
el bastón con empuñadura de plata, que había pertenecido a su difunto padre y
ella utilizaba como apoyo en su vejez, levantándose como si tuviera vida
propia, para estrellarse contra la cabeza pelada de aquella criatura
desvergonzada. Un golpe, dos, tres. El crujido del hueso. La sangre que brota y
salpica. Sus ojos, que la miran desorbitados. Sus manos, que intentan
arrebatarle el alma. Los perros, que aúllan cada vez más fuerte. Alessia, que
deja de reír y empieza a quejarse, a pedir que, porfavorporfavorporfavor, pare,
que pare, ¡que pare! Sus pies, pies de hombre con las uñas primorosamente
pintadas de rojo, que han perdido las zapatillas de meretriz y luchan por
alejarse y llevarse, a rastras, ese cuerpo que sufre. Doña Bárbara sigue
golpeando con la regularidad de un metrónomo, la boca apretada en una línea
cruel y los ojos que lo miran todo pero, en realidad, no ven nada. La peluca
azul de sirena varada, que se va tiñendo de sangre y acaba tirada en el suelo,
bajo el arco rococó que separa el vestíbulo del salón, como si fuera una
fregona descartada.
Hay
una espacio en blanco desde que Alessia se quedó inmovil y en silencio, la
cabeza convertida en un amasijo sanguinoliento que una vez tuvo vida y
pensamientos, y su despertar en el psiquiátrico. Le duelen todos los huesos y
se le revuelve el estómago al darse cuenta de la magnitud de su tragedia. ¿No
será de su crimen? No, no, de su tragedia, porque Alessia estará muerta, pero
la tragedia es suya, ella es la víctima. Hizo lo que hizo porque no tuvo más
remedio, y ahora ve su futuro borroso e incierto. ¿Van a la cárcel las señoras
mayores? No, no puede ser. Ademas, no tiene por qué preocuparse, sus apellidos
la protegerán, como siempre, de todo mal y donde ellos no lleguen, llegarán sus
muchas amistades. Todavía es alguien y los alguienes no acaban en
la cárcel. Al menos, no en este país de chichinabo en el que le ha tocado
vivir, en el que las personas de bien son juzgadas y las doñas nadie se llevan
la fama.
—Señora,
¿se encuentra bien? —pregunta Luciana, con voz temblorosa, y la saca de sus
ensoñaciones. Asiente, no del todo segura de que así sea, y suspira —. ¿Quiere
que llame a sus hijos ahora? Están muy preocupados por usted.
—Y
un huevo, querida —contesta, recuperando parte de su altivez —. Si eso fuera
cierto, estarían aquí, conmigo, en vez de estar, supongo, conspirando con mis
abogados para encerrarme, tirar la llave al río y quedarse con todo.
—No
diga eso... —Maldita sea, ¿cómo lo sabía? Sus hijos se habían pasado los dos
últimos días de reunión en reunión, colgados del teléfono y rodeados de
escrituras, extractos bancarios y pólizas de seguros, buscandoel resquicio que
les permitiera meter las manos en la fortuna familiar y sacarlas llenas.
—Que
no me chupo el dedo, Luciana. Los he parido yo y les conozco mejor que nadie...
Pues se van a llevar una bonita sorpresa.
—¿Cuál?
—Se sabrá a su debido
tiempo, ahora no importa. Dime, niña, ¿qué dicen los periódicos de mí? ¿Hay
fotos? Quiero verlas.
********************
Pasó la semana viendo su cara, desencajada y salpicada de sangre, en la mayoría de las primeras páginas de los periódicos, las secciones de sucesos y sociedad, y en las portadas de las revistas mal llamadas del corazón. Casi llegó a odiarse, ¿en qué momento se había convertido en una vieja loca? Por suerte, las mismas publicaciones no tardaron en recuperar sus antiguas historias y empezó a aparecer tal y como le gustaba recordarse, cuando el mundo todavía le pertenecía: joven, hermosa y desafiante. Desgranaron su vida con pelos y señales, haciendo especial hincapié en los escándalos que había protagonizado. Todo el mundo se preguntaba qué le había llevado a hacer lo que hizo y tenía una teoría, a cual más descabellada. No había tertulia radiofónica o televisiva que no dedicara horas al espantoso crimen, y Alessia, pobre desgraciada, acabó relegada a un segundo plano, doble víctima de una sociedad cada vez más superficial. Y lo peor de todo es que a nadie pareció importarle demasiado.
Como
le habían comunicado ya que estaba oficialmente detenida, el mismo día del alta
debía ser trasladada a dependencias judiciales para prestar declaración. Aceptó
con una graciosa inclinación de cabeza al oficial que se lo comunicó, y pidió a
Luciana que se esmerase con su aspecto. La mujer que abandonó la habitación, al
filo de las nueve de la mañana de un jueves plomizo y frío, poco tenía que ver
con con la anciana desorientada que había entrado una semana antes. Apoyada en
el brazo de su nuevo abogado, un joven con falso acento de Oxford, sonrisa de
tiburón y cero escrúpulos, salió del ascensor y se dirigió, con paso elegante y
seguro, hacia la puerta principal del hospital. Allí la esperaban dos policías
nacionales, destinados a escoltarla hasta el juzgado. Los saludó con
cordialidad y les aseguró que estaba preparada para lo que viniera a
continuación.
Tan pronto como atravesó la doble puerta automática, una avalancha de periodistas se le echó encima. El cordón policial que habían organizado se las vio y se las deseó para contener a los periodistas que, armados con micros y cámaras, se peleaban por conseguir captar sus primeras palabras y la mejor imagen de la mujer que, tantos años después, había vuelto a ponerse el país por montera.
Doña
Bárbara se detuvo en la mitad de las escaleras e hizo un gesto a su abogado.
Este se inclinó, ella le dijo algo al oído y, después de un tira y afloja que
terminó con un enérgico golpe de bastón en el suelo, el joven se dirigió a la
multitud congregada.
—Señores
y señoras de las prensa, les ruego un momento de silencio, por favor —Esperó
unos segundos a que se callaran y siguió hablando —. Mi clienta querría hacer una breve
declaración, tras la cual no se admitirán preguntas de ningún tipo. Si son tan
amables de dejarle un poco de espacio, por favor... — Todos retrocedieron unos
pasos y formaron un semicírculo al pie de la escalera — Eso es, perfecto,
muchas gracias. Ahora les dejo con ella. Doña Bárbara, cuando guste...
—Muchas
gracias, querido —Bajó un escalón, miró alrededor y se tomó unos segundos para
saborear la excitación creciente. Después respiró hondo, dibujó su mejor
sonrisa y, extendiendo los brazos a derecha e izquierda, habló en voz alta y
clara—. Señoras y señores, ¡he vuelto!
Mª José
22-02-2022
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