La casa, construida al borde del acantilado, no es demasiado grande. Vista desde el camino de entrada, parece haber sido diseñada como refugio de veraneo para una de esas familias adineradas de principios del siglo XX. De un lateral, al otro lado de un jardín en el que no falta ni el laberinto de setos ni la fuente ornamental, parte un camino que se pierde por el bosque que bordea la costa. En la parte trasera, una amplia terraza embaldosada se asoma a la inmensidad del mar y el cielo. Asomarse por la barandilla produce vértigo y una extraña atracción. El espectador desprevenido no puede evitar pensar qué se sentirá al caer hacia el vacío hasta estrellarse en las rocas contra las que rompen las olas desde que el mundo es mundo. Cuentan las leyendas que algunos cedieron a la tentación y que, en las noches de tormenta o sin luna, se pueden escuchar sus lamentos, coreados por las voces de los marineros que murieron en los numerosos naufragios. El mar es traicionero y se cobra su tributo en sangre.
Dicen que la casa está vacía pero no es cierto. A veces se llena de sonidos, de música tenue como un suspiro y susurros arrastrados por el viento de una habitación a otra. El aire huele a rosas ajadas, a ropa polvorienta y perfumes añejos. Todo se transforma, adquiere los colores de la paleta de un viejo pintos, tonos de tiempo y olvido que brillan bajo la temblorosa luz de las velas. Renace el esplendor que una vez debió tener, cuando sus dueños sembraban envidias y odios y el honor de sus apellidos se limpiaba con dinero, miedo y sangre. Fue después, cuando la gente se cansó de callar y temer, que toda ilusión se vino abajo y apareció el verdadero rostro del mal, y la ruina fue tomando posesión de cada habitante y cada rincón de la casa del acantilado.
De todo se guarda memoria y las historias corren de boca en boca entre las gentes del pueblo, que guardan celosamente todos sus secretos. Si no has nacido allí, no puedes comprenderlo. Hay que tener en la sangre la tierra rojiza que labran un día tras otro y en los ojos, parte de la sal que destila el mar después de un temporal. Para el resto del mundo, sus historias no son más que palabras, cuentos de viejas para contar al calor de una hoguera la Noche de Difuntos y, como tales, se olvidan con la salida del sol. Pero ellos saben la verdad y la guardan, la miman con esmero porque ahí se hunden las raíces de su propia identidad, de su conciencia y sabiduría.
Ellos saben, por ejemplo, que el camino que se pierde en el bosque que bordea la costa lleva hasta un claro despejado de árboles y vegetación, donde se construyó el cementerio familiar. Está rodeado por un muro de piedra y una puerta enrejada, decorada con flores y aves corroídas por el óxido y el salitre, marca el único punto de acceso, la última barrera entre el ruidoso mundo de los vivos y el silencio eterno de los muertos. Sólo se oye el crujido de las olas al pie del acantilado. Sobre la puerta, un mosaico agrietado avisa que allí reposan los restos de la familia Cassas-Llorena y unos versos, escritos con adornada caligrafía, hielan la sangre: "Lo que tú eres, yo lo he sido. Lo que yo soy, tú serás".
Vistas desde la puerta, las tumbas son engañosamente sencillas. Los mismos ángeles, las mismas vírgenes, una columna truncada... Al acercarse, sin embargo, se hace notable el trabajo escultórico. No falta ni un detalle y resultan tan perfectas las figuras que, a pesar del azote del tiempo las ha ido estropeando, casi parece que fueran a moverse en cualquier momento.
Llama la atención un ángel de facciones serenas sentado sobre una lápida de mármol gris. Su mirada de cuencas vacías se pierde en el horizonte, más allá de los árboles que rodean el camposanto. Sobre su regazo, entre sus manos perfectamente talladas, reposa una larga trompeta. Al acercarse, no puede evitarse quedar atrapado por la paz, la tranquilidad, la serenidad... la resignación que transmite. Al mismo tiempo, no se escapa el punto siniestro que cae de la media sonrisa que adorna su boca, como si supiera algo que es desconocido para nosotros, pobres mortales. Al leer el epitafio se comprende qué puede parecerle tan gracioso: "Guárdate del sonido de mi trompeta, pues anunciará tu muerte". Aún en agosto y a pleno sol, se siente un escalofrío, como si una brisa repentina helara el sudor sobre la piel, y se afina el oído, intentando escuchar el sonido distante de una trompeta que anuncia que queda un instante de vida, que el fin se acerca.
Justo enfrente, una niña de piedra, de corta edad, se arrodilla en un rezo que no acabará nunca, con las manos juntas bajo la barbilla, los ojos cerrados y el extraño detalle de un lado demasiado grande para adornar sus rizos. A los pies, sobre una pequeña urna de mármol blanco sucio de arena y barro, el artista tuvo a bien esculpir un oso de peluche, quizá en representación del juguete favorito de la criatura que ahí reposa, para que la acompañe en ese viaje eterno y solitario. El resultado es espeluznante.
En ese momento es posible que el visitante curioso empiece a cansarse de tumbas, de ver muerte y sentir la soledad y el olvido, y quiera salir de allí para no volver jamás. Pero sigue caminando por el recinto como si una fuerza misteriosa le obligara a quedarse hasta completar el intinerario.
Así descubre, en la parte trasera y separados por una línea de setos descuidados, las sepulturas de aquellos que vivieron y murieron sirviendo a la familia. Allí no hay figuras de exquisita factura ni sentencias poeticamente lúgubres. Sólo lápidas sin pulir, maltratadas por años de lluvia, viento y sol; nombres y fechas que nada significan porque ya nadie les recuerda. En ese pedazo de tierra, el recordatorio de la fragilidad humana, de la propia mortalidad, se hace tangible. Polvo somos y al polvo volveremos... o algo así, ¿no es cierto?
De repente el tiempo parece más valioso y nace el deseo de deshacer el camino y regresar al jardín, con su fuerte ornamental y su laberinto de setos sin pulir, rodear la casa y, después de atravesar la amplia terraza trasera, bajar el empinado y casi oculto sendero que lleva hasta la pequeña cala resguardada del viento y la curiosidad del paseante despistado, para hundir los pies descalzos en la arena y entrar poco a poco en el mar en calma, hasta que el frío demuestre que todavía no ha llegado el momento, que la vida late bajo la piel y aquella sombra que seguía nuestros pasos desde el cementerio y se asomó por la barandilla no es más que eso, una sombra, una mala jugada del cerebro embotado... aunque una risa infantil se confunda con las olas y la huella de unos pies diminutos tracen caminos de ida y vuelta por la playa.
Demasiado sol. Demasiada fantasía.
Mjo
17-08-14
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