lunes, 7 de marzo de 2016

PUEBLOS

GUÁRDATE DE LOS PUEBLOS DONDE NUNCA PASA NADA. BAJO LA TRANQUILA SUPERFICIE SE OCULTAN LOS SECRETOS MÁS OSCUROS Y ARDEN LAS PASIONES MÁS ARREBATADORAS.


Si te despiertas en mitad de la noche, el silencio puede llegar a dejarte sordo. No es ese silencio que invita a carse la vuelta en la cama y volver a dormir. No. Es ese inquietante que precede al crujido del armario a los pies de la cama, al gemido lastimoso de una puerta que se cierra en algún lugar de la casa o al maullido de un gato que ataca a un ratón descuidado. De alguna manera, sientes el latido del pueblo y sus lamentos callados, aquello que las sonrisas forzadas se empeñan en ocultar. Lo sientes porque formas parte de ellos, aunque no hayas nacido dentro de sus límites, porque hace tanto tiempo que correteas por sus calles que ya lo consideras tuyo.

En esas noches, tu mente se despierta lo suficiente como para reconocer que, en realidad, no te pertenece. El pueblo no tiene más dueño que su propia historia. En cambio, los habitantes son suyos. Todas y cada una de las miserables vidas que han pasado y pasarán por allí le pertenecen. Todos los secretos, todas las pasiones, todas las mentiras, la vida y la muerte son suyas. De ello se alimenta y sobre ellos crece. La gente llega y se va pero el pueblo permanece, como un ídolo pagano que observa, impasible, el paso de los días. No tiene que hacer nada. Sabe que, tarde o temprano, cobrará su tributo de lágrimas y sangre.

En esas noches, el miedo te atenaza. Juras que harás las maletas y te irás, a no tardar mucho, para no volver jamás. Aunque sabes que no lo harás, te duermes repitiendo tu mantra particular: "me iré, me iré, me iré...". Luego amanece y todo parece producto de un mal sueño, la consecuencia de una copa (o dos o tres) de vino de más durante la cena o el recuerdo de alguna película de terror de serie B. Te ríes un poco y te sumerges en la rutina diaria, lo único que a veces es capaz de salvarte de la locura. La noche se convierte en olvido... y el pueblo cierra el puño un poco más alrededor de tu cuello. Sabe que ganará, de la misma manera que tú sabes que nunca te irás del todo, y se sienta a contemplar tu lenta caída.

No tiene prisa.

Al fin y al cabo, el tiempo juega a su favor.


Mjo
08-04-2014

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