sábado, 28 de marzo de 2020

CONFINADOS (3)

Catorce días metida en casa y la necesidad de contacto humano, de sentir el contacto de otra piel, empieza a ser desesperante. No pienso en sexo (que también) pero, ahora mismo, mataría por un abrazo. Sólo eso: un abrazo. Uno de esos que empiezan fuertes, que te hacen crujir las costillas, y según se van alargando, aflojan la presión y se convierten en apoyo sólido, cálido, cómodo. Vamos, que se transforma en el único sitio en el que te quedarías a vivir sin pensarlo mucho. Pienso en los abrazos de mis padres, que me dan sensación de hogar y pertenencia; los de mi hermana, que van más allá de los lazos de sangre. Los abrazos de Cillian, tiernos y desinteresados (casi siempre jajaja). Los de mis amigas, que me dan la bienvenida a un mundo que nos pertenece sólo a nosotras. Y otros, que son privados y únicos. Los necesito todos. Los echo de menos todos.


¿Y el silencio? ¿Quién habría imaginado que el silencio pudiera llegar a ser tan atronador? Pongo la tele, la radio, música y, por debajo de todo ese ruido, todavía siento el silencio. Pesa, puedo tocarlo y, a ratos, me agobia. A veces me dan ganas de coger el teléfono y llamar a alguien sólo por el placer de escuchar otra voz que no sea la mía. Hablo sola, pero eso no es novedad. Cuando ésto acabe, como se alargue mucho, me voy a ir de cabeza al psiquiátrico. De momento, Semana Santa a la porra y ya veremos después, porque si la gente no se conciencia de la importancia de quedarse en casa, iremos acumulando encierros hasta perder la cuenta de los días, las semanas y, espero que no, los meses.


Trato de imaginar cómo será el primer día que podamos salir y me cuesta controlar el miedo y el entusiasmo. Se mezcla todo en un cóctel explosivo que sirve para todo menos para relajarme. En mi cabeza aparecen imágenes de la celebración del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las hemos visto todos en documentales y reportajes; "The V Day", el día de la victoria. La gente se echó a la calle a celebrar, juntos, que la peor pesadilla que podían imaginar por fin había acabado y, lo más importante, habían sobrevivido. La música, las risas, los abrazos y los besos tomaron las calles de tantas ciudades que la energía del mundo, aquel día, debió de cambiar por unas horas. Del miedo y la tristeza a la alegría y la esperanza. Atrás quedaron los muertos, los heridos, los países arrasados y el odio. A partir de aquel día, nació un mundo nuevo. Al menos, sobre el papel. Lo que pasa es que, como me han dicho últimamente, sobre el papel todo se aguanta. Es cuando uno se enfrenta a la realidad que aparecen los fallos del sistema y se repiten los viejos errores. Con suerte, aprenderemos algo de todo ésto pero la historia me dice que no, que no lo haremos. Y si lo hacemos, lo olvidaremos pronto. El ser humano es así, está programado para tropezar una y mil veces con la misma maldita piedra: NOSOTROS.

El caso es que pienso en el día que nos digan que las cosas están bajo control y nos den permiso para retomar nuestras vidas, más o menos, en el punto en el que las dejamos suspendidas. Y me doy cuenta de que hay una imagen que no consigo tolerar: volver a coger el tren cada mañana, a eso de las 8'15 h, para ir a trabajar. Lo reconozco, recuerdo los vagones atestados de gente y se me cae el alma al suelo. ¿Será seguro? ¿Cómo sé que estaré a salvo? ¿Quién me dice que no habrá alguien enfermo y todo volverá a empezar de nuevo? De verdad que me da miedo, no debo pensarlo. Tampoco es que esté todo el día con el mismo pensamiento de ida y vuelta, pero sí es cierto que, cuando pienso en la vuelta a la normalidad, eso es lo primero que me viene a la cabeza y me preocupa. Con la cantidad de manías, fobías y tonterías que ya tengo... No, lo siento, no creo que me quede sitio para dar la bienvenida a la agorafobia. Bueno, lo principal es que todo se arregle, que pase esta tremenda crisis con la que nadie contaba (aunque ahora resulta que todo el mundo lo sabía desde mucho antes) y podamos volver a empezar. Y cuando llegue el momento, ya veremos cómo lidiamos con eso que se llama vida. 

Son las ocho y cinco. Ya he aplaudido en la terraza, como cada tarde. En los balcones del otro lado, alguien se dedica a encender y apagar unas linternas al ritmo de la música que, hoy, ha durado menos que nunca. Un par de pisos más arriba, una pareja baila con los brazos en alto. Seguimos. 

Mjo

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