
Pertenezco
a una generación de mujeres que creció a medio camino entre la liberación
femenina y el “lo mejor de la vida es ser madre y esposa”. Somos hijas de
mujeres que fueron educadas en la creencia de que su trabajo era procrear,
cuidar a su marido y sus hijos, primero, y a sus propios padres después. En
algún momento de ese caótico pasado, algún lumbrera se inventó el cuento de la
liberación femenina y lo hizo con tanto acierto que caímos en la trampa. O
quizá necesitábamos creerlo, porque en la vida tenía que haber algo más que ese
universo de trapos, recetas de cocina, cuidados familiares y culebrones que nos
habían entregado.
La
pregunta es ¿qué hace una persona cuando, de repente, recibe carta verde para
utilizar su libertad como mejor le parezca? Exacto, ¡el caos! Para empezar,
intentamos ser iguales que los hombres y en eso estamos. Desde luego, hemos
hecho algún avance. ¡Vamos, digo yo! En sueldo no, en el reparto de
responsabilidades pues algo sí, pero no siempre ni todos, en sensibilidad
seguimos peleando con “los niños no lloran”, “las niñas no juegan a fútbol ni
saben de motos” y todos esos tópicos sin sentido. Enumerar las diferencias que
todavía existen sería el cuento de nunca acabar, así que mejor pasamos a otro
tema. Además, creo que no se trata de ponernos a la misma altura sino de
aprovechar las diferencias para conseguir nuestros objetivos. Yo no quiero ser
mejor que un hombre, quiero ser igual de buena y no tener que esforzarme el
doble para que se reconozcan mis méritos. Vale, perdón, ya lo dejo.
Hablemos
de sexo. La liberación femenina trajo, cogidita de la mano, la liberación
sexual. Y con esto, señores y señoras, también estamos todavía lidiando. Es
gracioso que un hombre que se acuesta con cinco chicas en una semana se
convierta en un héroe para los amigos. Cuando se reúnen a hablar de “cosas de
hombres” (léase: fútbol y/o motos y/o coches y/o mujeres), todos le piden que
les cuente sus hazañas, que les de consejos, le envidian con o sin disimulo y
es, en fin, el personaje a imitar aunque, en el fondo, sea más tonto que un
zapato viejo y la mitad de sus aventuras no hayan pasado de la pantalla a la
realidad o sean producto de un sueño muy calenturiento. No todos, no
generalizo, pero haberlos, como las meigas, hailos.
Si
una mujer tiene la ocurrencia de llevarse a la cama a cuatro tipos en un mes,
ya puede prepararse para ser etiquetada como “un poco fresca” o “bastante
suelta”. Sé de lo que hablo, me lo han dicho. Lo más gracioso es que los
primeros en colgarle el cartel serán los propios tíos que se han beneficiado de
sus atenciones pero, no podemos negarlo, las demás mujeres los seguiremos muy
de cerca y, probablemente, sus amigas irán en cabeza. Hay que reconocer que,
cuando nos empeñamos, somos auténticas arpías. Bichos, que decía un amigo mío.
¿Mecanismo de autodefensa? Podría ser, pero es que podemos ser malísimas.
Afortunadamente, nos estamos dando cuenta de que esta actitud no es sana y no
es que empieces a admirarlas ni nada de eso, la educación cristiana pesa y pesa
mucho, pero un buen día te descubres teniendo una relación sexual, por ejemplo,
con un tío que te sonrió en el metro tres mañanas seguidas. ¡Y no te sientes
para nada culpable! Alto ahí, algo está pasando y no seré yo quien diga lo
contrario. Pero no nos confundamos, tampoco es que nos hayamos lanzado a la
caza de víctimas con el único, y absurdo, objetivo de marcar más muescas que
nadie en el cabecero de la cama. Somos mujeres y, después de todo, lo que
buscamos es el príncipe azul, el hombre de nuestra vida, el padre de nuestros
hijos. Algunas cosas cambian y otras, pues no tanto.Y
mientras lo encuentras, o no, ¿quién te impide divertirte? Lo que pasa es que
el camino hasta llegar a divertirse, en la cama, tampoco es tan fácil…
Me
gusta. Para qué mentir… Pero no siempre fue así. De hecho, hubo una temporada
en mi vida en que creí que no había nacido yo para disfrutarlo y casi me había
resignado a esos escasos momentos de “ay, parece que ahora sí…” que duraban
apenas un segundo. No conseguía entender qué narices ocurría y con mi escaso
conocimiento del tema, lo único que se me ocurrió pensar fue que la culpa era
mía y ya está. Las primeras experiencias marcan mucho y yo soy de las que las
tuvo desastrosas. No todas pero sí las suficientes. Veamos… ¿Cómo empezamos
todos? Ajá, los besos. Ay, los besos…
Mis
primeros besos me los dio el que me parecía el chico más guapo que había visto
en mi vida. Yo tenía unos trece años, él
era un poco mayor que yo y tenía la piel morena porque se pasaba el verano
ayudando a su padre en el campo. Andaba por el mundo a tropezones; era alto y
desgarbado, como si hubiera crecido de golpe y todavía tuviera que
acostumbrarse a las nuevas dimensiones de su cuerpo. Pero su sonrisa seguía
siendo la misma que había visto, año tras año, durante las vacaciones, aunque
ese verano a mí me pareció diferente, más brillante y hermosa. Tenía una boca
preciosa, unos labios que daban ganas de tocarlos con los dedos y, lo confieso,
fueron mi primer deseo carnal consciente. Con él desarrollé una timidez que me
hacía bajar la vista al suelo cuando nos cruzábamos por el pueblo y si se le
ocurría hablarme, me quedaba en blanco o tartamudeaba como una idiota. Así soy yo,
disimular se me da de puta pena. Vale, era una niña descubriendo el mundo pero,
en serio, qué penica.
Conseguí
meterme en su grupo de amigos y ese fue el primer verano de mi vida que vale la
pena recordar. Como canta John Travolta, “Oh, esas noches de verano…”. No
teníamos playa pero nos sobraban campos para perdernos y juegos que inventar.
¿Verdad, acción o beso? Beso, beso, casi siempre beso. Y con él aprendí a
besar. “No sé cómo hacerlo”, confesé avergonzada la primera vez que me eligió.
“No te preocupes, yo te enseño”, me dijo con una sonrisa, “sólo cierra los ojos
y…” Cerré los ojos y, oh, Dios, mío, qué bonito, qué bien. Hasta que me dejé
llevar, abrí la boca y… Un momento. ¿Qué demonios es eso? ¿Una lengua? ¿Una
lengua que no es la mía? ¡SEÑOR, QUÉ ASCO! Vale, qué asco tampoco, fue el
susto, la sorpresa. Le di un pequeño empujón y le miré con cara de “¿qué estás
haciendo, tío loco!?”. Pobre, qué paciencia; pilló al vuelo que acababa de
arrearme mi primer beso con lengua sin previo aviso y en vez de darse la vuelta
y dejarme ahí plantada, me lanzó a bocajarro otra de sus sonrisas avergonzadas
y me pidió perdón. “¿Confías en mí?”, me dijo al oído. Lo hice, qué remedio,
porque la curiosidad, y las ganas, pudieron más que la escasa sensatez que por
entonces tenía. Aquel
verano, entre julio y agosto, en un pueblo del Pirineo, empecé a desprenderme
de la infancia, me “enamoré” como una loca y aprendí a besar.
Curiosamente,
casi todas mis primeras veces importantes han tenido lugar en el mismo
escenario y con gente que allí vivían. Los veranos locos en un sitio en el que
podíamos ser alguien distinto, hacer casi cualquier cosa. Todos tenemos uno, o
eso quiero pensar, y a veces desearía volver a aquellos días en los que nada
importaba excepto vivir. No, ya está, de la melancolía hablaremos otro día.
Había
aprendido a besar y no fue fácil. El paso siguiente se me antojaba un poquito
más difícil. Para empezar, tenía que crecer unos cuantos años más. No muchos,
los justos para saber y… Bueno, lo cierto es que llevaba grabadas en la memoria
tantas advertencias, que me daba pánico el simple hecho de pensarlo. “No se la
entregues al primero que se presente”, “no dejes que te toquen ahí”, “mantén
las piernas cerradas”, “espera al que realmente se la merezca”. Vamos a ver,
por favor, ¿qué puñetas pasa con la virginidad? Madre mía, qué polémica con
ella. Si total, no sirve para nada, ¿a qué viene esa ansia loca de cuidarla y
mantenerla como si fuera nuestro bien más preciado? Y lo digo yo, que tardé
veintitrés años, como veintitrés soles, en quitármela de encima. No es que me
mantuviera casta y pura hasta que llegó el momento ni, desde luego, que
esperara que Mr. Right viniera a buscarla.
Me
costó un mundo volver a confiar no en otro sino en mí. Cogí miedo, sobre todo
al descubrir que lo de no sentir casi nada no era sólo con una persona sino que
me ocurría con casi todos aquel a quién le di la oportunidad. Tardé pero
digamos que la espera valió la pena. Dos años más tarde me encontré con un
señor diez años mayor que yo que me demostró lo equivocada que estaba. Se tomó su tiempo, a pesar de
que no nos sobraba, para quitarme la ropa y, uno a uno, los miedos. Una noche.
Una única noche fue suficiente para descubrir que, si saben dónde tocar y cómo
hacerlo, los fuegos artificiales acaban estallando para todos. Cuando volví al
hotel, lo hice con el pelo revuelto y la sonrisa más brillante del mundo
puesta. Podría decir que allí y entonces se acabó el historial de mis desastres
pero ¿qué queréis que os diga? Nadie está a salvo de ellos, nadie, nunca, en
ningún lugar. Hubo otros pero menos de los que cabría esperar.
Pero
sí es cierto que allí y entonces aprendí a dejar de darle importancia, a no
tener miedo, a relajarme y a hablar de lo que quiero y cómo lo quiero. Dejarse
llevar es genial, no digo lo contrario. Ceder las riendas y que la otra persona
te dirija, pues gusta. Pero si el camino que elige no te satisface, si
necesitas o deseas otras cosas o de otra manera… no te puedes callar. Si no lo
dices ¿cómo puede alguien saber si lo que te hace o cómo lo hace te gusta? No
es malo, es lo correcto. Si de pequeños nadie nos hubiera corregido, ¿habríamos
aprendido a hablar, leer, escribir, jugar? Pues en esto, también hay que
aprender. Y para eso, hay que abrir la boca. Para otras cosas, también pero de
eso ya hablaremos otro día. Si queréis.
El
sexo, tal y como yo lo veo, es juego, diversión, cariño, compañía, sal,
pimienta, un poco de azúcar, algo de perversión, un par de cachetes en el
momento justo, vendarse los ojos, reírse. Dios, sexo y risas, ¿se os ocurre una
combinación mejor? Lo siento, a mí no. Y
lo voy a echar de menos, mucho más de lo que estoy dispuesta a admitir delante
de cualquiera. Es lo que pasa cuando te acostumbras a ciertas cosas y, de
repente, te dicen que no, no, no. Síndrome de abstinencia, ni más ni menos.
Además, puestos a desmontar bulos, no, el chocolate no sustituye al sexo. Ni a
muchas otras cosas, ya que estamos. Consuela, sí, pero es el tipo de consuelo
que se te instala en las cartucheras y ese no gusta. Si algo tiene que dejar
huella en el cuerpo, prefiero que sea un chupetón en el cuello o un mordisco
suave en el trasero.
Me
voy a hacer ejercicio. De alguna manera tendré que quemar la energía que, de
repente, empieza a sobrarme.
Mjo
22-03-2020
Reto
Rey Bradbury
Semana
11
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