domingo, 5 de abril de 2020

POL (semana 12)

Le vi por primera vez una tarde de otoño, en un parque alejado del centro. No era grande ni demasiado bonito, pero a mí me gustaba porque casi nunca había nadie. Era “mi” parque. Cuando salía del colegio, mi madre me llevaba un rato para que quemara el exceso de energía. Me daba la merienda, pan con chocolate La Campana de Elgorriaga, mientras yo iba y venía del tobogán a las barras, al balancín, al puente… Cuando se encendían las luces, cada día más temprano, me cogía de la mano y volvíamos a casa andando. Por el camino, le contaba qué había aprendido en clase y que Leonor era una niña muy idiota. Un día era Leonor, al otro, Mónica, al siguiente, Carlos. Así, de uno en uno, los fui odiando a todos, hasta quedarme sin amigos. Tampoco es que los echara de menos; tenía la imaginación para hacerme compañía y donde ella no llegaba, me llevaban los libros.

Entonces, no sé de dónde, salió Pol con su sonrisa mellada y los pantalones con las rodillas remendadas. Llegaba al parque, solo, arrastrando una mochila con el escudo de su equipo, y se sentaba en un banco con un bocadillo de pan de molde y, lo supe después, foie gras de lata. Se lo comía despacio, balanceando las piernas porque no llegaba al suelo, y me miraba mientras yo correteaba de un lado a otro. Cuando terminaba, se sacudía las migas del jersey azul marino, hacía una bola con el papel de plata y la tiraba a la papelera. Después cogía su mochila y se iba sin mirar atrás. A mi yo de nueve años,   que no prestaba atención a nada ni a nadie, aquel niño le intrigaba. ¿Quién demonios sería? No iba a mi colegio, de eso estaba segura, y tampoco me sonaba de verlo por el barrio. La solución sencilla al enigma habría sido acercarse y preguntar pero no me dio la gana. Si no venía él, ¿por qué iba a hacerlo yo? Tan pequeña y tan orgullosa.


Con la llegada del frío, que aquel año se adelantó bastante, se acabaron las visitas al parque y, como resultado, me olvide del niño. Se acercaba la Navidad, mi época favorita del año, y todos mis esfuerzos se concentraban en portarme lo suficientemente bien como para que los Reyes pasaran por alto todas mis pataletas de los diez meses anteriores. Entre diez de enero y el treinta y uno de octubre, yo podía ser la mismísima piel del diablo pero, del uno de noviembre al cinco de enero, era un ángel caído del cielo. Solía salirme con la mía y la mañana de Reyes, debajo del árbol, encontraba casi todo lo que había pedido en mi extensa carta. También una caja de cartón con mi merecida ración de carbón y una carta de Baltasar, cuya letra se parecía sospechosamente a la de mi padre, en la que me pedía que me portara mejor porque empezaba a estar un poco harto de mí y cualquier día se le iba a terminar la paciencia conmigo. Durante unos días, intentaba con todas mis fuerzas ser una buena hija pero acababa fracasando. El deseo de ser la niña modelo que mis padres querían duraba, más o menos, lo que tardaba en romper el primer juguete. No es que fuera una cría mala; era movida, inquieta, curiosa, algo ansiosa, bastante cabezona, y ser hija única tampoco me ayudaba. Andaba siempre en busca de entretenimientos, donde y como fuera. Lo reconozco, no fui fácil pero ¿qué iban a hacer conmigo? No podían devolverme.

Cuando los días empezaron a alargarse y el frío decidió retirarse, recuperamos la vieja costumbre de pasar por el parque al salir del cole. Yo había cumplido diez años a finales de marzo y empezaba a sentirme un poco mayor para esos juegos, pero todavía era capaz de disfrutar al sentir el aire en la cara cuando me subía al columpio. Una tarde, apareció Manel luciendo una sonrisa nueva y brillante y unos tejanos sin agujeros ni recosidos en las rodillas. Se sentó en el mismo banco, del que ya no le colgaban los pies, se comió el bocadillo con calma, tiró la bola de papel de plata a la basura y, en vez de dar media vuelta y desaparecer, vino hacia mí.

- ¡Hola! – dijo, inclinándose para ponerse a la altura de mis ojos. Yo estaba colgada en el puente, intentando no romperme la crisma al dar una voltereta complicada, con la falda levantada y las bragas, de florecitas rosas, al aire-. Soy Pol. ¿Cómo te llamas?

La vergüenza hizo que soltara una mano de la barra para colocar la falda en su sitio, pero lo hice tan rápido y a lo loco que lo único que conseguí fue resbalar y caer encima de él. Nuestras cabezas chocaron y acabamos en el suelo, hechos un revoltillo de brazos y piernas. Yo me levanté quejándome de un dolor inhumano en el brazo izquierdo y él, con una brecha sobre la ceja derecha, de la que brotaba la sangre como si fuera una fuente.

Mi madre, que presintió el desastre desde el primer momento y, a pesar de la carrera, no llegó a tiempo de evitarlo, se quitó el foulard del cuello y le envolvió la cabeza con él. Quiso cogerme el brazo para comprobar los daños pero, apenas lo rozó, solté un grito tan fuerte que le convenció de no volver a intentarlo. Dudó unos segundos mientras nos miraba y luego nos arrastró hasta la calle en busca de un taxi que nos llevara al hospital. No dejé de llorar en todo el camino. Pol, sin embargo, no perdió la sonrisa ni por un instante y, además, se permitió el lujo de consolarme.

Pasamos unas horas en urgencias. A él le dieron cinco puntos, le pusieron la antitetánica y, después de comprobar que no había conmoción u otras lesiones, le dieron el alta. Yo salí de allí con el brazo escayolado y un precioso chichón en la frente. Había dejado de llorar pero, de vez en cuando, se me escapaba un gemido dramático porque aquella era, de lejos, la cosa más trágica que me había pasado en la vida.

Mientras nos atendían, el personal del hospital se puso en contacto con la madre de Pol y, al salir, le estaba esperando. En cuanto se levantó de la silla de plástico verde roñoso, se me olvidó el dolor del brazo y me quedé mirándola con la boca abierta. Bueno, yo y el resto de la gente que esperaba pacientemente a que les atendieran. ¡Era imposible no hacerlo!

No se parecía para nada a su hijo. Tenía una larga melena de rizos desordenados, de un rubio imposible, los ojos más azules del mundo y una cara que dejaba en ridículo a cualquiera de los Ángeles de Charlie, sobre todo a Sabrina. Llevaba unos pantalones rojos tan ceñidos que parecían ser parte de su propia piel, una camisa de flores abierta hasta el punto de asomar la puntilla del sujetador, todos los collares y medallas que pudo encontrar y caminaba sobre unos tacones de infarto. A su paso, dejó una estela de perfume dulzón y una sonajera de pulseras metálicas. Parecía escapada de una revista del corazón de las que leía mi madre. Era todo lo que los hombres deseaban tener y todo lo que las mujeres deseaban ser. A su lado, mi madre, que era guapa y vestía siempre con clase, parecía una maestra de pueblo gris y aburrida.

- ¡Pol, hijo mío! ¿Cómo estás? – exclamó, arrodillándose para abrazarlo. Manel me miró de reojo, avergonzado, y no dijo ni mu. Se separó de él, le levantó el flequillo y le miró con los ojos entrecerrados-. Espero que no te quede una cicatriz, sería muy poco favorecedor.

- No se preocupe, la herida era pequeña y limpia, la he podido cerrar sin problemas – contestó el médico que le había atendido. Le entregó el informe médico y una lista con la medicación y consejos de higiene, sin apartar la vista de su escote-. Les espero en una semana a ver cómo evoluciona y, si es posible, quitarle los puntos.

- Sí, ya veremos – dijo ella, mirando de arriba abajo al médico-. En fin, ya no podemos hacer nada, ¿verdad? Esto te pasa por no hacerme caso.

- Lo siento, mamá– susurró Pol con los ojos clavados en el suelo. Su madre suspiró, se puso de pie, agitó la melena y otras cosas, provocando un infarto al médico y a la mitad de los pacientes que esperaban y, cogiéndole de la mano, echó a andar hacia la salida.

- Mira que te lo he dicho veces, hijo, que te quedes en casa. ¿Es que no tienes bastante con los jardines y la pista de tenis? No, claro, tú tienes que ir a un parcucho cualquiera, al otro lado de la ciudad. ¡Y solo! De verdad, a ver si maduras de una vez porque yo no puedo estar pendiente de ti todos los días. Por Dios, ¡que ya tienes doce años!

Mi madre y yo, que caminábamos detrás de ellos, no nos perdíamos ni una palabra del rapapolvo. No dejó de regañarle ni un instante, culpándole de todo lo que había pasado, sin darle una mínima oportunidad para explicarse. A pesar de todo, me dio un poco de pena. Cuando llegamos a la calle, llovía a cántaros. Nos quedamos a resguardo bajo el alero de la entrada a Urgencias, en un silencio incómodo, hasta que la rubia explosiva se dignó a mirarnos y sonrió por primera vez.

- Por favor – dijo, apoyando una mano en el hombro de mi madre-, ha sido tan amable de hacerse cargo de mi hijo… lo mínimo que puedo hacer es llevarles hasta su casa.

- Oh, no se moleste, gracias – contestó mi madre, poco amiga de recibir favores de desconocidos-. La parada del autobús está justo ahí enfrente. Esperaremos un poco a que pare de llover y ya está. No se preocupe.

- No es molestia, tengo el coche ahí mismo – señaló un coche grande y ridículo, pintado del rosa más cursi que se pudiera imaginar, que estaba aparcado en zona prohibida-. De camino, pararemos a cenar en algún sitio divertido, ¿de acuerdo?

- De verdad, gracias, pero no…

- Ea, ¡pues no se hable más! Ahora vengo – Sacó del bolso un diminuto paraguas plegable que, una vez abierto, a duras penas le cubría los hombros, y echó a correr hacia el coche.

- Mama, ¿tenemos que ir? – pregunté en voz baja. Empezaba a dolerme bastante el brazo y lo único que quería era irme a casa, a que me mimaran un poco.

- Bueno, está claro que esa mujer no admite que le lleven la contraria… - sonrió como sólo ella sabía hacerlo, y me apartó el pelo de la cara-. No tardaremos mucho, ya verás. Estaremos en casa antes de que te des cuenta.

- Por favor, venid – susurró Pol, con la vista clavada en la punta de sus zapatos. El brazo derecho le quedaba fuera del alero y se estaba mojando. Parecía tan triste, tan solo que, maldita sea, de verdad que me dio pena. Justo en ese momento, el coche frenó frente a nosotros. Mi madre y yo nos miramos y, sin decir nada, abrimos las puertas y entramos.

- ¿Ya estamos todos? – preguntó la rubia, mientras nos acomodábamos en los asientos de piel negra. Hubo un murmullo de afirmación y, sin previo aviso, arrancó. Salimos del aparcamiento con un rechinar de ruedas, entre los bocinazos de los demás conductores que tuvieron que frenar de golpe, cuando se incorporó al tráfico de la calle sin mirar siquiera-. Me llamo Esther, por cierto.

Aquella mujer conducía como una loca. Frenaba de golpe, cogía las curvas como si estuviera en un circuito de carreras, y no sé cómo se las arreglaba pero pillaba todos los baches que había en el asfalto. Mi madre, sentada en el asiento delantero, no tardó en aferrarse con ambas manos a la agarradera del techo para compensar los movimientos bruscos. Pol y yo, en el asiento trasero, no teníamos tanta suerte. El coche era amplio y, de haber sido conducido por una persona medio normal, ni nos habríamos rozado. Sin embargo, con cada bache y en cada curva, salíamos despedidos el uno contra el otro sin remedio. Cada vez que me tocaba el brazo, se me escapaba un quejido.

- ¿Te duele? – preguntó después del quinto o sexto golpe.

- ¿A ti qué te parece?

- Que sí.

- Entonces, ¿para qué preguntas? – le dije, con los dientes apretados. Ya no me daba pena, para nada.

- No sé, por hablar de algo – hizo una pausa que aprovechó para apartarse el flequillo de los ojos-. Todavía no me has dicho tu nombre.

Solté un bufido y giré la cabeza para mirar por la ventanilla. Aquel niño me ponía nerviosa. Lo único que yo quería era volver a casa, meterme en la cama y dejar que me mimaran. En cambio,  allí estaba, aguantando meneos como si fuera en una montaña rusa y, de regalo, aguantándole a él. Si pretendía ser simpático, convertirse en mi amigo o, el colmo de los colmos, que le perdonara, lo llevaba claro. ¡Me había roto el brazo por su culpa! No sabía entonces lo cabezota que podía llegar a ser él, mucho, pero mucho más que yo. Insistió y siguió haciéndome preguntas hasta que agotó mi paciencia y le contesté.

- ¡Sofía, me llamo Sofía y tú eres muy pesado! – le grité sin poder contenerme. En el interior del coche se hizo el silencio. Mi madre me miró, horrorizada, y Esther se limitó a reír y menear la cabeza mientras decía “niños, cómo son…”. Cerré los ojos, respiré hondo y, cuando volví a abrirlos, Pol, muy serio, me tendía una mano.

- Encantado de conocerte, Sofía – Estreché aquella mano manchada de tinta y con las uñas comidas. En ese momento sonrió y yo, muy a mi pesar…




- … me rendí – confesé, entre risas, a mis amigas, que circulaban por la habitación a medio vestir, a medio peinar y a medio maquillar. Y medio borrachas ya, gracias a los cócteles de cava que nos habían traído desde el bar del hotel.

Todo estaba saliendo a la perfección, a pesar de la tremenda tormenta con la que el día amaneció. Duró apenas una hora y dejó el cielo limpio de nubes, de un azul brillante y hermoso, el escenario perfecto para la obra que íbamos a representar. Mi madre se presentó en mi habitación hecha un flan. Jamás la había visto tan nerviosa, y me costó mucha imaginación, y media botella de cava, conseguir que se relajara lo suficiente para que la peluquera y la maquilladora obraran su magia en ella. Yo estaba tranquila, muy tranquila, puede que demasiado. Creí que iría de un sitio a otro de la habitación, histérica perdida, comprobando que no me había dejado en casa nada importante. Por ejemplo, los zapatos o la ropa interior. No, por una vez hice la maleta sin olvidarme de nada ni meter cosas innecesarias. Esas, los “por si acaso”, estaban en las maletas que nos llevaríamos de viaje al día siguiente.

No soy capaz de recordar las cantidad de anécdotas que rescatamos sólo por el gusto de oírnos reír, pero no creo que olvide jamás la cara de mi madre cuando se enteró de que había perdido la virginidad, en su cama, el primer verano que se atrevió a dejarme sola. A la pobre casi le da un soponcio. Mi padre, disfrazado de galán de película americana, vino a recogerme justo a tiempo, con los ojos empañados por la emoción. Le acompañaba mi primo favorito, vestido de traje creo que por primera vez en su vida, que traía el ramo y un poema empalagoso que no gustó a nadie pero hizo llorar a todos. La maquilladora tuvo que volver a abrir el maletín de los milagros para disimular los daños.

Por fin, y siguiendo la tradición, quince minutos después de la hora señalada, me bajé de un coche clásico, color crema, en la puerta del ayuntamiento de la ciudad.

- Rojo – protestaba mi madre, por enésima vez desde que lo elegí, mientras yo me acomodaba el vestido para que no le salieran más arrugas de las inevitables -, tenías que ir de rojo. ¿Qué van a decir tus tías? ¡Van a pensar que no eres virgen!

- Es que no lo soy, mama.

- Sí, de eso me he enterado esta mañana – se me escapó la risa-. ¡Y en mi cama! Qué poca vergüenza.
- Anda que pensar que todavía estaba entera, Marina… - dijo mi padre, recolocándose la flor del ojal.
- Eso, tú defiéndela, como siempre. Sois tal para cual.

- Perdonad, pero ¿podemos dejar esta bonita conversación para otro día? Nos están esperando y vamos tarde – dije, poniéndome entre ellos y agarrándome del brazo de mi padre-. Tira, mama, tú primero.

Subió los cuatro escalones muy tiesa, cogida del brazo de mi primo. Nosotros les seguimos de cerca. Entramos en el ayuntamiento, donde un guardia urbano nos dio la bienvenida, me dijo que estaba muy guapa y nos señaló el camino hacia el salón de actos. Allí esperamos un minuto, el tiempo necesario para que mi madre llegara a su sitio y se sentara. Cuando empezó a sonar la música de apertura de Star Wars, elegida para sustituir la aburrida marcha nupcial, miré a mi padre y sonreí.

- Que la fuerza te acompañe, Sofía – dijo, dándome un beso en la mejilla.

Se abrió la doble puerta y empezamos a andar. Yo habría corrido pasillo adelante pero me aguanté las ganas y fui, pasito a pasito, saludando a unos y a otros. Vi a una de mis tías mirarme con cara de horror, a mis amigas sonriendo en el segundo banco, mi madre con el pañuelo en la mano y a Esther, vestida de plata y negro, con su inconfundible melena rubia y un escote capaz de distraer al alcalde que oficiaría la ceremonia. Genio y figura, a pesar de los años. Y al final de todo, vestido con un traje azul marino que le quedaba como un guante, guapo a reventar y tranquilo como siempre estaba, Pol.
Cuando llegué a su altura, mi padre le dio la mano, le dijo que más le valía cuidarme o le patearía el culo y, después de darme otro beso, me soltó y fue a sentarse en su sitio. Pol me cogió la mano y sonrió.

- Hola, soy Manel. ¿Cómo te llamas? – me susurró al oído, poniéndome la piel de gallina.

- Sofía, me llamo Sofía y tú eres muy pesado – contesté, levantando la mano para acariciar la cicatriz, que me encantaba, sobre su ceja izquierda.

- Sí, pero te conseguí.



Mjo
29-03-2020
Reto Rey Bradbury
Semana 12

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