Un campo de narcisos
amarillos y un hombre con un traje azul. Un hijo que sabe poco de su padre y,
de lo poco que sabe, sólo se cree la mitad. Un pez muy grande, un gigante, un
pueblo encantado, una bruja con un ojo de cristal, unas siamesas japonesas, un
poeta en busca de inspiración, un amor capaz de atravesar la fantasía para
convertirse en realidad… Las historias que contamos a los demás, las historias
que nos contamos a nosotros mismos y las historias que jamás contaremos a
nadie. ¿Dónde está la frontera entre la realidad y la ficción? Quién puede
poner freno a los sueños, a los deseos, a las ganas de encontrar lo que ni
siquiera sabes que buscas. Quién puede evitar vivir.
Había oído hablar de “Big
Fish” a mucha gente y todos me la recomendaban. Hoy me he decidido a verla y me
he encontrado con una película preciosa, muy potente visualmente, una bella
historia sobre el conocimiento entre padres e hijos que me ha dejado pensando.
Cosas del encierro, supongo, y de contar ya demasiados días en el calendario
sin verlos.
¿Qué sabemos de
nuestros padres, antes de nosotros? Sólo aquello que nos han querido contar,
una mínima parte de sus vidas, sus aventuras y desgracias. De pequeños los
vemos como héroes y heroínas, gigantes capaces de cualquier cosa, guardianes
nuestros, incapaces de cometer errores. Cuando crecemos, también lo hace
nuestro ego y los convertimos en villanos, o poco menos. Nos queman las ganas
de volar cada vez más alto, cada vez más lejos, y nos pesan las cadenas con las
que nos atan. De un día para otro, nosotros somos más listos, más fuertes, más
sabios, más rápidos, tenemos más experiencia, más ambición, más medios… y, de
repente, nos sobran. Parece que no vemos la hora de salir del círculo en el que
nos encierran porque estamos convencidos de que, ahí fuera, todo es mucho
mejor. Qué sabemos nosotros del mundo, de la vida, si lo poco que hemos visto y
conocido, ha sido de su mano. Qué arrogancia, la nuestra, creer que estamos
preparados para lo que venga.
Por fortuna, el
tiempo juega a su favor y nos acaba quitando la venda de los ojos. Ni éramos
tan buenos ni ellos tan terribles. Al fin y al cabo, somos seres humanos. Mi
madre siempre dice que nadie nace sabiendo y qué razón tiene. Todos tenemos que
aprender y lo hacemos, a golpes casi siempre, pero lo hacemos. Lo gracioso es
que, con frecuencia, nos sorprendemos repitiendo las mismas frases que decían
ellos, justo esas que nos ponían de los pelos, y actuando tal y como lo harían
ellos en determinadas situaciones. Igual es la carga genética o que lo que nos
quisieron enseñar, a regañadientes, acabamos por aprenderlo. No lo sé y tampoco
soy capaz de averiguar dónde está la verdad del caso. Y francamente, señores y
señoras, me importa un pito. Lo que sí sé es que hace días que me imagino el
momento en que pueda salir de aquí, coger el coche y plantarme en su puerta.
Van a haber lágrimas y abrazos de esos que tanto me gustan, apretados,
rompecostillas. Les echo de menos siempre pero este confinamiento está poniendo
a prueba el límite de todas mis resistencias. Lo dije al principio y lo repito
ahora, treinta y dos días más tarde: gracias a quién inventó el teléfono, Whatsapp y Skype porque a través de ellos puedo sentir que, a pesar de la
distancia, la gente que me importa sigue estando cerca. No tiene precio
escuchar la risa de Cillian jugando conmigo a través de la pantalla del
portátil, por ejemplo, que me levanta el ánimo hasta el infinito y más allá.
Hay mensajes que te arreglan la mañana y otros que te ponen una sonrisa antes
de ir a dormir. Están todos los que necesito y no necesito más.
Las cosas, aquí
encerrada, a veces se magnifican. En lo bueno y en lo malo, para bien y para
mal. Un buen libro es capaz de llevarte de la sonrisa al llanto en el intervalo
de dos páginas. Una película triste te hunde para todo el día y una mala
comedia es capaz de arrancarte carcajadas. O, sea cual sea el género elegido,
te convierte en una filosofa de tres al cuarto que alardea del conocimiento del
género humano, precisamente en esta situación que tantas cosas está destapando.
De la bondad y el esfuerzo de unos a la mala leche y la desvergüenza de otros,
pasando por los que quieren sacar provecho del desastre y llenarse los
bolsillos a costa del sufrimiento y la necesidad ajena. El mundo no se acabará,
reventará porque nosotros haremos que eso pase, porque somos idiotas con
aspiraciones a dioses y no nos damos cuenta de que, en el fondo, no somos más
que una mota en el Universo. Hay quién dice que, cuanto todo esto pase, el
mundo será distinto y mejor. Yo creo que nos durará un suspiro ese estado y,
antes de darnos cuenta, volveremos a las andadas. El ser humano es el único
animal que tropieza mil veces con la misma piedra: nosotros.
En fin. Se acaba el día
32. Seguimos.
Mjo
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