La niña se había
acostumbrado a ver películas “prohibidas” a través de una rendija. Se metía en
la cama sin protestar y, cuando su madre apagaba la luz y salía de la
habitación, se sentaba a esperar el momento perfecto para deslizarse fuera de
las sábanas. De puntillas, caminaba por el pasillo hasta encontrar el sitio
perfecto que le permitiera ver sin ser vista. Sus padres, confiados en que
dormía plácidamente, se acomodaban en las mecedoras para ver películas, obras
de teatro, series y, una vez a la semana, un programa cuya música inicial le
ponía la piel de gallina y era presentado por un señor con barba que fumaba
como un carretero. No entendía ni jota de lo que hablaban, todos se peleaban
con todos y, a veces, sus padres se indignaban con los comentarios. Ella,
sentada en la frialdad del pasillo, tenía la sensación de asistir a una obra de
teatro real que le fascinaba. Sin embargo, nunca disfrutaba más que cuando
emitían “Mis terrores favoritos”.
Aquellas noches eran
las mejores. Poblaban sus sueños de criaturas de otros mundos, monstruos
sedientos de sangre, asesinos en serie, fantasmas burlones y niños inocentes
que desaparecían al entrar en un bosque encantado. Alguna vez intentó
levantarse y huir pero lo que veía en la pantalla, casi siempre en blanco y
negro, le atraía como la luz a las polillas. Se quedaba hasta que la escena
final se fundía en negro y las palabras “The End” aparecían en pantalla. Ese
era el momento de levantarse, ignorando el dolor de piernas, y volar de vuelta
a la cama antes de que la pillaran. Lo conseguía casi siempre y cuando eso no
pasaba, la regañina era antológica. Prometía no volver a hacerlo pero la
tentación era demasiado fuerte y la semana siguiente, a la misma hora, la niña
repetía el ritual paso por paso. Fue la primera adicción de su vida y la menos
dañina de todas. Años después, cuando lo recordaba, la sonrisa se le escapaba
sin remedio. Añoraba a aquella criatura que se rebelaba contra las reglas y,
además de leer libros bajo las mantas alumbrada por una linterna, vio montones
de clásicos de terror escondida en un pasillo a oscuras.
La adulta que es
ahora lleva clavada en la memoria una pesadilla que, quizá por culpa de
aquellas películas, la asustó durante noches enteras. No por el tema el tema
sino por lo real que le pareció, la sensación de verdad que se le coló bajo la
piel y, muchos años después, todavía sentía en ciertas ocasiones. En el sueño,
la niña dormía plácidamente en la cama de su habitación nueva. Con los muebles
en azul y crema, ese espacio era suyo por completo y se sentía feliz y libre
cuando entraba y cerraba la puerta. Allí dentro sólo tenían cabida sus
fantasías y desilusiones, como no tener un hermano o hermana con quien jugar y
lo mal que lo pasaba en el colegio, donde no tenía amigos que le ayudaran a
pasar mejor las horas. En su habitación, era feliz sin tener que dar
explicaciones. Lo único que habría cambiado era la ventana. No tenía persianas
y la luz se colaba a raudales cada mañana, despertándola. No le daba miedo la
oscuridad, eso vino después, cuando aprendió que allí se escondían monstruos
que podían ser mucho peores que los que su imaginación creaba, pero jamás fue
capaz de dormir con tanta claridad. Le pidió a sus padres que lo remediaran y
lo hicieron, poniendo una tela oscura y tupida colgada en dos clavos sobre la
madera. El remedio no era perfecto, en realidad era bastante chapucero, pero
resultó ser muy eficaz. Durante el día, recogía la tela a un lado para que
entrara la luz y, antes de acostarse, volvía a colocarla en su sitio. Y esa
ventana, con ese trapo colgado, fue el escenario de su peor pesadilla.
Soñó que despertaba
en su cama, con la sensación de que alguien la observaba. Se giró despacio y
vio la silueta de alguien, o algo, perfectamente recortada en la parte exterior
de la ventana. Parecía estar sujeto con manos y pies al marco y que miraba al
interior, vigilándola mientras dormía. La niña quiso darse la vuelta y volver a
dormirse porque incluso en el sueño creía que lo que veía no era realidad. Pero
no podía, cerraba los ojos y notaba la mirada de aquella criatura fija sobre
ella. Sabía que lo único que estaba esperando era que se quedara dormida para
saltar sobre ella y destrozarla. Volvió a mirarle, intentando no hacer ruido
para alertarla, y decidió enfrentarse. Una locura, claro, ya había visto en las
películas cómo podía acabar aquella historia, pero no podía quedarse allí
tumbada, esperando. Tenía que hacer algo.
- ¿Quién hay ahí? –
preguntó en voz baja.
Una especie de
gruñido ronco llegó desde el otro lado de la ventana y se estremeció de miedo.
Se tapó la cabeza con las mantas y empezó a temblar. Dejó pasar el tiempo,
atenta a cualquier sonido que activara una alarma en su cabeza, pero no ocurrió
nada. Se atrevió a salir de su refugio y volvió a preguntar. Obtuvo la misma
respuesta pero, esta vez, la forma se movió y rozó el cristal. La niña se sentó
en la cama, sin notar siquiera el frío que hacía, y se quedó mirando a aquella
cosa que acechaba con paciencia. No podría dormir hasta que supiera qué era,
qué quería de ella. Se puso de rodillas y, con cuidado, se acercó a la ventana.
Levantó la cortina azul de encaje y una esquina del trapo oscuro y, con los
nudillos, golpeó el cristal dos o tres veces. Nada, ni un sonido ni un
movimiento, tan solo silencio. La niña respiró hondo y se atrevió a golpear el
cristal de nuevo. Como no ocurrió nada, retrocedió hasta quedar sentada con la
espalda apoyada en el cabecero de la cama y los ojos clavados en el hueco de la
ventana. Le pesaban los párpados de sueño, pero sabía que no podía dormirse,
porque eso era justo lo que la criatura esperaba.
Espero con paciencia,
con los brazos cruzados y las piernas bajo las mantas para protegerse del frío.
Pasó el tiempo sin que ninguno de los dos, el acechador o la acechada, hiciera
nada más que vigilarse mutuamente. Cada vez con más frecuencia, la niña
bostezaba y se restregaba los ojos para espantar el sueño y, de vez en cuando,
del otro lado del cristal le llegaba el sonido de un gruñido ronco y el rascar
de unas uñas contra la madera. Al final, hizo acopio del poco valor que le
quedaba y volvió a acercarse, levantó el trapo oscuro y golpeó con suavidad. En
ese momento, la criatura se abalanzó contra la ventana con la fuerza de un
huracán. La madera y el cristal saltaron hechos mil pedazos y cayeron sobre la
cama y el suelo con un tintineo ensordecedor. La niña, sorprendida, apenas tuvo
tiempo de saltar de la cama, descalza, y se quedó de pie contra el armario de
dos puertas. Con los ojos desorbitados por el terror, contempló a la forma
negra que, poco a poco, se ponía de pie sobre su cama. No sabía qué era aquella
criatura peluda y gigantesca, con dos garras por manos y una boca llena de
dientes puntiagudos, que gruñía con fiereza mientras miraba alrededor y
olisqueaba el aire. La buscaba, por supuesto, porque sabía que tenía que estar
allí, en algún lugar de aquella habitación demasiado llena de muebles. Y cuando
la encontrara, acabaría con ella sin dudarlo.
Todo eso pasó la
mente de la niña en una fracción de segundo. Se llevó las manos a la boca, para
contener el grito que empezaba a subirle por la garganta, y se preparó para
huir. Con cuidado de no hacer ruido, se deslizó por el armario, en dirección a
la puerta. Pisó un cristal, se cortó y se le escapó un quejido que hizo que la
criatura girara la cabeza en su dirección. Se mordió los labios y aguantó la
respiración hasta que pasó el peligro. Dio otro paso más, ignorando el dolor de
la planta del pie, y otro más hasta llegar a la puerta. Por suerte, su madre no
le dejaba que la cerrara del todo por las noches, y quedaba un hueco por el que
se podría deslizar sin problemas. Ya casi estaba en el recibidor del piso
cuando se le enganchó la manga del pijama en la maneta. Empezó a tirar con
suavidad para no delatarse y, después de un tiempo que le pareció eterno,
consiguió liberarse. Miró por la puerta medio abierta y vio que la criatura se
había bajado de la cama y se acercaba, apoyando las garras en el suelo, hasta
la puerta. Por un momento, sus ojos se cruzaron y la niña se quedó paralizada.
La criatura se puso de pie en un solo movimiento y abrió la boca en un rugido
triunfal.
La niña gritó, gritó
tanto que no podía entender cómo sus padres todavía no habían aparecido en la
habitación para salvarla o morir con ella. Y echó a correr, pasillo adelante,
sintiendo el aliento fétido de la criatura en la nuca, segura de que acabaría
por sentir sus garras en la espalda y eso sería todo. Llegó al comedor, tropezó
con el sofá, cayó al suelo y se levantó de un salto. La habitación de sus
padres estaba ya al alcance de su mano. Hizo un último esfuerzo y se lanzó
contra la puerta cerrada. Abrió de un manotazo, entró y cerró de golpe. Al otro
lado, la criatura forcejeaba con la maneta, intentando entrar. La niña,
sabiendo que ya nada podía hacer, se quedó sentada en el suelo, con la espalda
apoyada en la madera, llorando.
En ese momento, se
encendió la luz de la lamparilla de su padre.
- Pero… Jose, ¿qué
haces ahí? – preguntó, incorporándose a medias-. ¡Venga y tira para la cama,
que no son horas!
La niña intentó
explicarle que no podía salir, que había un monstruo esperando para matarla. Se
puso en pie y se acercó a su padre, sin dejar de llorar.
- Ángel ¿qué pasa? –
dijo su madre, levantando la cabeza de la almohada.
- No sé. La niña, que
está aquí llorando.
- ¿Llorando? –
encendió también su lamparilla y salió de la cama. Se acercó y le apoyó las
manos en los hombros-. Madre mía, ¡pero si estás temblando!
La niña se abrazó a
ella y, con la voz entrecortada, empezó a contarle lo que había pasado, punto
por punto, mientras su madre le acariciaba la cabeza. Cuando acabó, se agachó
para limpiarle las lágrimas y sonrió.
- No te preocupes,
ahora va tu padre y mira a ver si se ha ido el monstruo, ¿vale? – le dijo,
abrazándola.
- ¿Ahora me tengo que
levantar y…?
- Sí, ahora te tienes
que levantar y…
- Pero si sólo ha
sido una pesadilla, Encarna…
- ¿Es que no ves que
está temblando? Haz el favor de ir a ver si ya se ha ido el puñetero monstruo.
Su padre salió de la
cama y, rezongando, se puso las zapatillas y partió a investigar si había
pasado el peligro. Volvió al cabo de cinco minutos, les aseguró que todo estaba
correcto, que no quedaba ni rastro del bicho y, por arte de magia, la ventana
estaba intacta y podía volver a su cama. La niña empezó a temblar de nuevo y se
abrazó a su madre.
- ¿Quieres quedarte a
dormir esta noche aquí, Jose? – le dijo al oído. La niña asintió-. Ea, pues ya
está. Métete en la cama, que vas a pillar una pulmonía.
- Pero Encarna, por
Dios, que ya tiene seis años…
- No, Ángel, sólo
tiene seis años y está muerta de miedo – contestó su madre, tapándola y
metiéndose ella también en la cama.
- ¿Te acuerdas de lo
que se mueve esta niña cuando duerme? ¡Que da más patadas que los defensas del
Europa! ¡Y yo me tengo que levantar a las seis, que mañana hago turno doble en
la fábrica!
- ¿Ah, sí? Es verdad,
se me había olvidado… Bueno, pues como tienes que descansar porque mañana
tienes un día duro, lo mejor que puedes hacer es dormir tú en la cama de la
niña – Apagó su lamparilla y apoyó la cabeza en la almohada-. Llévate el
despertador, no te olvides de apagar tu luz y, cuando salgas, cierra la puerta.
- El desayuno,
mañana, ¿lo hago yo…?
- Sí, lo haces tú. La
cafetera está preparada y el resto de cosas, ya sabes dónde están. Cierra el
butano antes de irte, por favor.
- Encarna…
- Buenas noches,
Ángel.
El padre se quedó
mirándolas, a su hija profundamente dormida y a su mujer, que le miraba con una
sonrisa burlona. No valía la pena ni intentar razonar con ella así que se
rindió. Recogió la ropa del trabajo, que había dejado preparada en la silla, y
el despertador de la mesilla. Apagó la lamparilla y, a oscuras, palpando el
aire a su alrededor, fue caminando hacia donde suponía que estaba la puerta. Se
golpeó el dedo pequeño del pie derecho con la pata del mueble tocador y lanzó
un montón de maldiciones. Salió al comedor, dejó la ropa en el sofá y,
arrastrando los pies, fue hasta la habitación de su hija.
Arregló un poco las
mantas, que estaban revueltas y se habían salido por la parte de debajo de la
cama, y se acostó con un suspiro. Por suerte, habían había comprado un buen
colchón y, al menos, dormiría cómodo. Si es conseguía dormir algo, claro. Dio
tres o cuatro vueltas, buscando una posición cómoda. Al final se quedó de lado,
mirando hacia la ventana.
- Qué imaginación
tiene esta niña, no sé de dónde la habrá sacado. De mi familia no, eso seguro…
Estaba a punto de
quedarse dormido cuando escuchó un gruñido ronco. Abrió los ojos de par en par
y sintió que se le helaba la sangre al ver la silueta de alguien, o algo, perfectamente
recortada en la parte exterior de la ventana.
Mjo
05-04-2020
Reto RayBradbury
Semana 13
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