martes, 2 de junio de 2020

GRACIAS POR LA MUSICA (Semana 20)


Hay canciones que están atadas al recuerdo de una persona, porque la escuchaste con ella por primera vez, porque es su favorita o porque fue la banda sonora de un momento especial que nos pertenece por completo. Sea por la razón que sea, cuando te salen al paso, sin avisar, te golpean en medio del pecho con una avalancha de recuerdos. Y a veces duelen, a veces confortan, te arrancan una sonrisa o te animan a continuar. La música es magia, no concibo la vida sin ella.



Si te pido que hagas un ejercicio de memoria, ¿cuál es la primera canción te viene a la cabeza? No tengo claro cuál sería la mía, posiblemente alguna empalagosa de Julio Iglesias, que a mi madre le encantó durante una época larga y dura para quien la sufrió con ella. Si tengo que elegir una mía, sólo mía, me decantaría por Mecano y su “Hoy no me puedo levantar”. El año que debutaron, mi padre bajó de Andorra cargado de regalos, como si los Reyes Magos se hubieran adelantado a principios de verano. Con la ilusión pintada en la cara, dejó sobre la mesa del comedor dos paquetes mal envueltos y los señaló: uno para mi madre, otro para mí. Rompimos los papeles con el ansia de descubrir qué ocultaban y se nos escapó una exclamación de alegría a las dos. Para ella, el “Hey” del (maldito) Julio Iglesias y, para mí, el primero de Mecano, que se llamaba como el grupo. ¡En formato cassette! Nos emocionamos las dos hasta que caímos en la cuenta de que no teníamos dónde escucharlas. Mi padre sonrió con picardía y sacó de la bolsa un paquete más grande. Se lo alargó a mi madre, que lo abrió a la velocidad de rayo, y allí estaba, metido en una caja, el radiocassette más bonito que jamás diseñó nadie. Que vosotros habréis tenido otro, seguro, y más bueno y con más botones, ¡pero no habrá sido tan bueno como el mío!

No sé los años que duró ni la cantidad de cintas que pasaron por aquellos rodillos que, al girar, me transportaba siempre a un mundo donde no cabía nadie más que yo. El aparato solía estar en el comedor, en un sitio a resguardo de mis manos que tenían tendencia a destrozar casi todo lo que tocaban. A veces, si me ponía muy pesada, que me ponía, y prometía tener cuidado, que lo prometía, y no saltar si bailaba, que intentaba no hacerlo pero no siempre me salía, me dejaban llevarlo a mi habitación. Mi padre o mi madre lo llevaban hasta allí, lo enchufaban y me daban mil y una recomendaciones, de las que olvidaba la mitad antes de que se fueran, y me quedaba sola. ¿Sola? No, no, sola no. Me quedaba con ellos y sus canciones, o con las que sonaban en la radio, en esos “40 Principales” que traían sonidos y voces de muy lejos, idiomas que no era capaz de entender pero cantaba a mi manera. Me sentaba sobre la cama y seguía el ritmo con la cabeza, las manos, los pies… hasta que no podía más y saltaba al suelo, abría los brazos, cerraba los ojos y bailaba. En el reducido espacio que quedaba libre entre la cama, el armario, la mesita de noche y el escritorio, me dejaba llevar por la música y acababa dándome golpes con todos los muebles pero me daba igual porque nunca me sentía tan libre como en aquellos momentos. Por supuesto, cada vez que sonaba un golpe, mi madre me pegaba un grito para pedirme que me estuviera quieta. Tarde o temprano, y viendo que no tenía éxito, venía, desenchufaba el cacharro y se lo llevaba, refunfuñando, mientras yo me quedaba triste, sorda y sudada en la habitación.


Años más tarde, lo más de lo más era tener un cassette de doble pletina, para poder grabar de una cinta original a otra pirata. Era el Emule de nuestra época, fíjate, las trampas han tenido siempre su sitio en la vida. Los que, además, tenía una de las pletinas con esa misteriosa función de darse la vuelta para reproducir la otra cara automáticamente, eran un poco el sueño húmedo de mi generación de mentes con deseos inocentes. Yo ahorré durante un año, más o menos, para comprarme uno en Andorra. No la Andorra de ahora sino la de entonces, aquella en que cualquier cosa que compraras, desde el azúcar hasta el tabaco, te costaba la mitad, y que era el paraíso del consumismo para los recursos limitados.

Gracias a la cercanía de Adrall con ese “Petit País dels Pirineus”, cada verano hacíamos varias excursiones para aprovisionarnos de productos. Ahora lo pienso y me echo las manos a la cabeza pero, entonces, era lo más normal del mundo. Entonces, como ahora, las caravanas de entrada y salida al principado eran interminables en verano y, con frecuencia, llegaban y sobrepasaban los límites del pueblo. Así, a ojo, un mínimo de 18-20 kilómetros que, para quién las sufrieran a pleno sol, debían ser poco menos que una tortura. Nosotros planificábamos la visita como si se tratara de una operación militar. La hora en que nos hacían levantar se controlaba hasta el último segundo y más de una vez, y más de dos, alguien se quedó en tierra por perezoso. Salíamos en dos coches, para poder repartir el botín, antes de que despertara la mitad de la comarca y, si teníamos suerte, íbamos y veníamos sin problemas. Poco a poco, el garaje donde cabía un solo coche, normalmente el de mi padre, se iba convirtiendo en una especie de cueva de Ali Baba donde los tesoros se iban acumulando antes del viaje definitivo de vuelta a casa, a finales de agosto o principios de septiembre. Azúcar, whisky, mantequilla que se guardaba en una nevera cochambrosa en el garaje y, por supuesto, cartones y cartones de tabaco rivalizaban con las bicicletas desvencijadas y los caracoles que, colgados del techo en bolsas de malla, se depuraban en espera de que la olla les diera un más que honroso final. A veces, las bolsas se rompían y los caracoles huían “a toda velocidad”, sembrando las paredes y el techo de estelas brillantes a la luz.


Pero me desvío, que yo quería hablar de mi cassette de doble pletina. Como os decía, pasé un año ahorrando con esmero lo que sisaba del cambio de la compra sin que mi madre se diera cuenta, las pagas semanales y el regalo de santo, Reyes y cumpleaños. Al llegar el verano, tenía una cantidad de pesetas que, para mí, equivalía a una pequeña fortuna. En el primer viaje a Andorra de ese año, me subí en el coche con mi monedero en el bolsillo. Llegamos a los almacenes, me dieron permiso para ir a curiosear los aparatos y, para mi desgracia, no me llegaba el dinero. No faltaba demasiado, al menos para el modelo más sencillo, pero no tenía suficiente para comprarlo. Qué depresión. Mis padres me dijeron que no me preocupara, que ya miraríamos en otro sitio porque de tiendas de electrodomésticos estaba la Avinguda Meritxell llena, pero yo estaba muy triste. Pensé que también podía cambiarlo por un walkman, que eran también una fantasía para cualquier adolescente que se preciara, pero me dijeron que esperara un poco antes de decidirme y no me quedó más remedio que conformarme. En el último viaje que hicimos aquel verano, volví a pasearme por los expositores con mi cara de pena hasta que mis padres acudieron al rescate. Me preguntaron cuál era el que más me gustaba y cuánto dinero me faltaba para poder comprarlo. No sé cuánto fue pero, como mi regalo era en unos días, me dieron la diferencia a modo de regalo de cumpleaños. ¡Oh, no podrían haberme hecho más feliz! Aquel armatoste negro, de marca ni me acuerdo, fue mi mejor compañero durante mucho tiempo, hasta que años después reuní la cantidad suficiente para comprarme un equipo de música con CD.


¿Qué canciones recuerdo y qué momentos? Veamos… Aparte del inefable Julio Iglesias y mis maravillosos Mecano, guardo un rincón en mi corazón para Tequila y su “Salta” o “Dime que me quieres”. Mi tío Manuel, el pequeño de la familia, tenía un espacio privado en casa de mis abuelos al que se le llamaba “salita”. Allí guardaba sus libros, los cómics y sus muy preciados discos. Nadie, excepto mi abuela cuanto tenía que entrar a limpiar, tenía permiso para entrar sin estar él presente y muy poca gente podía hacerlo en su compañía. Yo era una de los privilegiados y de verdad que abusaba de ese derecho. Aquel espacio donde había un escritorio con libros, un sofá cochambroso, una mesita cargada con revistas y cómics y, el tesoro entre todos los tesoros, un tocadiscos con un montón de discos de vinilo que me educaron musicalmente. Crecí escuchando el “Breakfast in America” de Supertramp, los acordes mágicos del “Europa” de Santana y, sobre todo, a mis muy queridos Tequila, con su acento argentino, sus malos pelos y sus mallas apretadas. Me encantaban, no tenían nada que ver con lo que conocía, fueron un huracán de aire fresco que me sacó de la infancia y me plantó, sin darme cuenta, en la adolescencia. Estaba total, absoluta y perdidamente enamorada de Ariel Roth. Mi tío me ponía el disco, me plantaba la carátula en las manos y se olvidaba de mí. Y yo de él y de todos porque, en ese momento, no necesitaba a nadie más.


La música que marca mis recuerdos suena en inglés y español. Alaska y los Pegamoides, Mecano, Radio Futura, Loquillo y los Trogloditas, Duncan Dhu. Y Enrique y Ana, Parchís, Los Pecos, Francisco, Rocío Durcal, Isabel Pantoja (no criticar, todos tenemos manchas en nuestros expedientes, ¿vale?). Nikka Costa, Madonna, U2, Mike Olfield, Alan Parsons Project, Spandau Ballet, Duran Duran, Wham, Pet Shop Boys, Robert Palmer, A-ha, OMD, Irene Cara, Iron Maiden, The Beatles y Rolling Stones, Elvis Presley, Europe, Bon Jovi, New Kids on the Block, la recopilaciones del verano con los sucesivos “Bolero Mix” y la mezcla de música disco con factura italiana y, por supuesto, Michael Jackson asustando a la gente con el video de “Thriller”, que marcó un antes y un después para todo el mundo. De los primeros me aprendía todas las canciones que sonaban en la radio y que grababa, con más pasión que acierto, en mi flamante radio cassette de doble pletina. Con los otros iba capeando el temporal como buenamente podía, que yo estudié francés en EGB y de inglés sabía… nada. Todos tienen una canción que me trae un recuerdo, un nombre, un lugar, una pequeña parte en mi vida, para bien o para mal.

La música tiene poder para… Iba a poner “para arreglar lo que está roto” pero igual exagero. Lo cierto es que es no soluciona nada pero ayuda a olvidar, reconforta y levanta el ánimo. Hay letras que parecen escritas sólo para ti, porque no hay nadie en el mundo que haya pasado lo que ahí se explica. Otras te arrancan una carcajada por lo absurdo (me viene a la memoria Los Inhumanos, entre otros), te transportan a otros mundos y otras épocas. A veces no ayuda pero dudo mucho que haya alguien que sea inmune a los efectos de una buena canción. Se aman o se odian, nos acompañan durante toda la vida y nos marcan. Algunas no se escuchan en años y, de repente, en una emisora de radio con espíritu retro o en un programa de televisión como “Cachitos de hierro y cromo” (¿no lo veis? Pues hacedlo, que os estáis perdiendo uno de los mejores espacios televisivos que hay en la actualidad. Eso sí, genera adicción), la lanzan al aire y te viene encima una avalancha de recuerdos que se te lleva por delante.

Cuando me puse a escribir esta cosa rara, fui apuntado las canciones que me venían a la memoria y, qué ocurrencia, mirando los años en los que se editaron. Curioso, pocas de ellas sobreviven a los años 80. Como no tengo otra cosa que hacer, os dejo una lista, a ver si coincidís en alguna de ellas. Y si os apetece, compartid las vuestras, que me gustará saberlas. Igual acabo montando una playlist que me acompañe cuando salgo a andar o cuando, un día de estos, por fin pueda salir de aquí para ir a ver a la familia. Se van a quedar muchas en el tintero pero tampoco es cuestión de agobiaros más de lo que, posiblemente, ya lo he hecho. Así que con  quién y por qué asocio algunas de ellas, si os apetece, os lo cuento otro día.

Si os portáis bien.

Mjo

24-05-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 20



- With or without you – U2 (1987)
- Forever Lovers – Italian Boys (1987)
- I love Chopin – Gazebo (1983)
- Salta / Dime que me quieres – Tequila (1981 – 1980)
- Breakfast in America – Supertramp (1979)
- Europa – Carlos Santana (1976)
- Cómo pudiste hacerme esto a mí? – Alaska y los Pegamoides (1984)
- Cadillac Solitario – Loquillos y los Trogloditas (1983)
- Cien Gaviotas – Duncan Dhu (1986)
- Enter Sadman – Metallica (1991)
- Like a Virgin / True Blue – Madonna ( 1984 – 1986)
- Escuela de Calor / El Canto del Gallo / Annabel Lee – Radio Futura (1984 – 1987)
- Hoy no me puedo levantar / Aire – Mecano (1981 – 1984)
- Nuovi eroi – Eros Ramazzotti (1986)


- Moonlight Shadow / Blue Nights / Far Country – Mike Oldfield (1983 – 1989)
- Words – FR Davis (1982)
- Johnny and Mary – Robert Palmer (1980)
- Enola Gay / Joan of Arc – OMD (1980 – 1981)
- Eye in the sky / Don’t answer me – Alan Parsons Project (1982 – 1984)
- Take on me – A-ha (1985)
- What a feeling / Fame – Irene Cara (1983 – 1980)
- Gold – Spandau Ballet (1983)
- Wild Boys – Duran Duran (1984)
- Westend Girls – Pet Shop Boys (1984)
- Lobo Hombre en París – La Unión (1984)
- Born in the USA – Bruce Springsteen (1986)
- The Final Countdown – Europe (1986)
- Livin’ on a prayer – Bon Jovi (1986)
- Billy Jean - Michael Jackson (1982) 





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