domingo, 7 de junio de 2020

POR MIS VENAS (semana 21)


07-MARZO

Volví ayer a casa. Todo me parece extraño, como si perteneciera a otra persona y a otra vida que ya no existe. La puerta de mi habitación ha desaparecido, por recomendación médica, y todas las ventanas tienen ahora un cierre con candado. En la cocina, y prácticamente en toda la casa, han desaparecido los instrumentos cortantes o aquellos objetos que podría convertir en armas para herirme. Estoy bajo vigilancia constante y lo cierto es que no tengo derecho a quejarme, es la penitencia que debo pagar por la gravedad de mis pecados. Mis padres me miran con una mezcla de tristeza y miedo que a duras penas puedo soportar. Soy consciente de que lo intentan y no puedo, ni quiero, pedirles más pero este regreso desde el más allá me está costando demasiado esfuerzo. Anoche me quedé dormido acariciando las cicatrices de mis muñecas. Hay quien cuenta ovejas para superar el insomnio, yo lo hago contando los puntos de sutura que cerraron las heridas por las que casi se me escapó la vida. Es el único punto de realidad que me queda. El resto, todo lo demás y todos los demás, son sólo imágenes borrosas.



16-MARZO

He vuelto de la primera visita con el psiquiatra, la primera hora de terapia como paciente externo. Se ha alegrado de verme y he sido capaz de dibujar una sonrisa que ha interpretado como buena señal. No ha eliminado ninguna de las pastillas que debo tomar pero asegura que estoy mejorando y me ha felicitado por esforzarme tanto. No sabe cómo me cuesta levantarme cada mañana, pronunciar una frase que tenga sentido y poner un pie en la calle. De momento, seguiremos el régimen de visitas cada dos días y la medicación tal y como está. Han sido dos horas intensas, recordando otra vez el largo camino que me ha llevado hasta aquí y ojalá pudiera decir lo contrario pero… no sé. En el fondo, sigo sintiendo el mismo deseo de entonces. Una parte de mí aún quiere acabar con todo y sabe que podría hacerlo sin pestañear. Sin embargo, hay otra parte que se niega en rotundo a rendirse tan pronto y tan fácil. Es pequeña y habla en susurros, por eso no puedo oírla bien, pero sé que está ahí y se deja ver, me obliga a escucharla, a no ignorarla. Le debo una oportunidad porque, después de todo, ¿qué podría perder? Para poner punto y final siempre hay tiempo.


28-MARZO

Sin cambios aparentes. Vivo instalado en una nueva rutina que se parece poco a la que existía hace unos meses. Voy a la consulta del Dr. Roure tres veces por semana, escribo este diario como complemento a su terapia, engullo mis pastillas y hablo, río, como, ando, respiro. Existo y he empezado a admitir que podría salir bien. Aunque… no. Iba a explicar algunas cosas extrañas que me han pasado pero no estoy seguro de que sean reales o un efecto secundario muy potente de la medicación. O eso o me estoy volviendo loco otra vez, de una manera muy distinta y en absoluto detectable. Ya veremos. Ahora tengo que dejarte. Hace un par de días quedé con Daniel y voy a salir por primera vez por ocio, a reencontrarme con el que sigue siendo mi mejor amigo. Me llamó al poco de volver del hospital y me dijo que tenía ganas de verme. Me da miedo mirarle a los ojos, fue él quien me encontró y se hizo cargo de mí hasta que mis padres llegaron a Urgencias, y tengo curiosidad por saber si ya me ha perdonado por haberle dado “el susto más grande de mi vida, cabrón”, como me dijo entre risas. Veremos.


15-ABRIL

No. No son imaginaciones mías. No pueden serlo, tienen demasiados detalles como para salir de mi cabeza, por muy enferma que pueda estar. Ayer, volviendo del supermercado con mi madre, me crucé con ella otra vez. No dio muestras de reconocerme y ¿por qué iba a hacerlo, si no nos habíamos visto nunca hasta hace unas semanas? Y sin embargo, yo la conozco, estoy seguro. No sé su nombre ni dónde vive ni nada de ella, pero la conozco. La primera vez que la vi, saliendo de la panadería un domingo por la mañana, el corazón me dio un vuelco y hasta levanté la mano para saludarla. Ella pasó de largo sin mirarme, mordisqueando un croissant de chocolate, y desapareció por la esquina. Pensé que la había confundido con otra persona y no le di importancia. Desde ese día, aparece en mis sueños, protagonizando escenas felices que me llenan de esperanza y me aterrorizan por igual. ¿Quién es? ¿De dónde sale? ¿Por qué cada vez que la veo siento deseos de salir corriendo a su encuentro y decirle que he vuelto? Volver ¿de dónde? Daniel, a quien acabé por contárselo, dice que debería plantarme delante  y preguntarle si nos conocemos pero me da demasiada vergüenza. Imagina que me dice que no, que es lo que me dirá seguro… Creerá que soy un admirador ridículo que sólo busca una conquista fácil.


23-ABRIL

Amaneció un día radiante y me desperté, lleno de energía, por primera vez en muchos meses. Convencí a mis padres para que se vistieran de fiesta y me acompañaran a Les Rambles, a pasear por las paradas de libros y rosas que dan color y vida a esta Barcelona, con demasiada frecuencia, tan gris. Deberías haber visto la emoción de sus caras… En ese mismo instante me di cuenta del daño que les había hecho y les pedí perdón. Sé que jamás podré compensarles por completo pero les he jurado que me voy a esforzar hasta el final. Dicen que no importa, que lo que ellos quieren es que me recupere y que están contentos de verme mejorar día a día. Total, que antes de las once de la mañana hemos acabado abrazados y llorando los tres, algo que, al parecer, necesitábamos sin saberlo. El resto del día ha sido fantástico. ¿Había sido esta ciudad siempre tan hermosa? Soy consciente de lo que se esconde debajo de la superficie pero, en el fondo, sigue robándome el corazón cada vez que paseo por el Gótic o veo el Mediterráneo perderse en el horizonte. Hemos comido en un chiringuito de la playa, una paella exquisita, y después hemos subido Rambles arriba, deteniéndonos en cada parada para comprobar si aquí los libros eran más baratos que allí o si las rosas eran más o menos bonitas que en el puesto de al lado. Mi madre ha vuelto a casa con siete u ocho rosas y una sonrisa de oreja a oreja. Mi padre ha elegido un libro sobre la historia del Barça, con mucha foto y poca letra,  porque se siente incapaz de entenderse con cualquier otra cosa y yo regresé con un botín de cinco títulos que realmente deseaba leer.

Después de la cena, me he tumbado en la cama y he abierto el primero, una historia sobre libros ambientada en la ciudad después de la Guerra Civil. En la segunda página, que el autor utiliza para la dedicatoria, me ha venido a la memoria una frase: “Para Aina, para que vayas donde te lleve el viento y siempre regreses a mí. Te quiero, Dídac. 23-04-2015”. Y la he visto, a ella, a la chica que no deja de cruzarse en mi camino una y otra vez. La he visto abrazar a alguien, emocionada, y la he escuchado decir “gracias, mi amor” antes de besar a alguien. Me he sentado de golpe y el libro ha ido a parar al suelo. ¿Qué demonios ha pasado? ¿Me he quedado dormido y ha sido sólo un sueño? Mi madre ha asomado la cabeza, cubierta de rulos, por el hueco de la puerta, y me ha preguntado si estaba bien. Le he dicho justo eso, que me había quedado dormido y el libro se me había caído.

Hace un rato que se apagaron todas las luces y el silencio sólo lo rompe el paso de los coches y motos por la calle. Yo sigo despierto, dándole vueltas a esa imagen, susurrando ese nombre y buscando el valor para acercarme a ella. Mañana, sin falta. O pasado.


01-MAYO

Hace unos días que la conocí. Me acerqué a ella en la panadería, el último domingo, y entablamos conversación mientras esperábamos nuestro turno. No dio para mucho, la verdad, pero me las arreglé para averiguar su nombre y evitar la cara de susto cuando pronunció “Aina” con una sonrisa. “Encantado, yo soy Ismael”, contesté, tendiéndole la mano. La ignoró soberanamente y me plantó dos besos en las mejillas. Una de dos, o es una actriz consumada o realmente no sabe quién soy. Claro que yo tampoco sé quién es ella, aunque la conozco. Suena tan absurdo sobre el papel como dicho en voz alta. Nos hemos despedido con un “hasta luego” y, desde entonces, nos hemos ido cruzando por el barrio, saludándonos de lejos o intercambiando algunas frases de cortesía en mitad de la calle. Daniel dice que espabile, que se ve que le gusto y que debo invitarla a tomar algo ya, antes de que aparezca alguien con más cojones y se la lleve. Además, le estoy volviendo loco con tanta paranoia y es que él no cree que nada de lo que le digo pueda ser real. Está convencido de que me he colgado de ella y se alegra por mí, cree que ya va siendo hora de que deje de andar por el mundo como un alma solitaria y en pena. Quizá tenga razón.


06-MAYO

Anoche salí con Aina, los dos solos. No sé cómo ni por qué aceptó una cita conmigo pero lo hizo. Fuimos a cenar al bar de tapas que abrieron hace un par de semanas y que, al parecer, se está convirtiendo en todo un éxito. Su padre es amigo del dueño y pudieron hacernos un hueco al final de la barra. Reconozco que, al principio, nos sentíamos cohibidos. Hablamos del tiempo, de fútbol, de cine, de libros y de sus estudios, evitando mirarnos a los ojos. Cuando  por casualidad se cruzaban, los dos apartábamos la mirada. Para cuando salimos, después de pelear para que me dejara pagar la cuenta, ya habíamos traspasado la barrera invisible del miedo y empezábamos a tener confianza. Sugirió ir a un local del Gótic,  un sitio al que había ido infinidad de veces con Sandra. Por un momento, pensé en la cantidad de recuerdos que todavía quedarían entre aquellas cuatro paredes, incluidos nuestros nombres pintados en rojo en un rincón de la pared del fondo, y a punto estuve de sugerir otro lugar. Pero no lo hice. Ya era hora de que sustituyera un recuerdo amargo por otro, de poner algo de luz entre tanta oscuridad, y dije que me parecía una gran idea. “Pero las copas las pago yo, ¿vale?”, dijo, colgándose de mi brazo.

Los camareros me reconocieron en cuanto crucé la puerta y Santi, el dueño del local, vino a saludarme. Me abrazó y me dijo que sentía mucho lo que nos había pasado a Sandra y a mí,  pero se alegraba de verme por allí y en plena forma, haciendo un gesto con la cabeza hacia Aina, que nos miraba intrigada. “¡La primera ronda, por cuenta de la casa!”, nos dijo, y volvió detrás de la barra a preparar el pedido. Nos sentamos en una mesa con vistas a la calle y empezamos a hablar. Santi nos trajo su mojito, mi cerveza sin alcohol y un bol de palomitas recién hechas y nos dejó a nuestro aire. Le expliqué a Aina que había sido el lugar de referencia de casi todas mis salidas durante dos años largos y había vuelto aquella noche, por primera vez, después de mucho tiempo. Me preguntó quién era Sandra, le dije que había sido mi novia hasta julio del año anterior y quiso saber qué había ocurrido. “Murió”, contesté. Detuvo el gesto de beber a mitad de camino y me miró con la boca abierta. Dejó el vaso sobre la mesita y se tapó los ojos con las manos. Creí que se levantaría y me dejaría allí plantado pero no. Cuando volvió a destaparse los ojos, vi que los tenía llenos de lágrimas. “Lo siento”, susurró, y alargó una mano para ponerla en mi rodilla. Y le conté toda la historia.

Le conté que Sandra y yo habíamos conectado desde el minuto uno y que éramos felices e inconscientes. Teníamos diecinueve años y la vida era una fiesta continua que apurábamos sin freno y sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. El último verano fue una locura. El alcohol ya era parte importante de nuestras noches pero empezamos a jugar con drogas y todo se nos fue de las manos. Volvíamos de Sitges un lunes de madrugada, después de un fin de semana en el que apenas dormimos dos horas. Conducía yo y, a pesar de la música a todo trapo, creo que me dormí. No lo sé, no recuerdo nada más que entrar en la autovía y despertar en el hospital, con un brazo y una pierna enyesada y un collarín en el cuello y el cuerpo convertido en un dolor insoportable. No podía hablar y la cabeza me estallaba. Mis padres lloraban a los pies de la cama y volví a caer inconsciente. Días después, cuando la medicación dejó de nublarme el cerebro y fui capaz de articular palabra, me explicaron que habíamos tenido un accidente, que me fui contra el muro de protección lateral antes de dar dos o tres vueltas de campana. Sandra salió despedida en el primer impacto, no se había puesto el cinturón de seguridad, y murió prácticamente en el acto. Yo tuve más suerte, me dijo el médico, taladrándome con la mirada, y me recuperaría de las heridas con tiempo y esfuerzo, pero yo había dejado de escucharle hacía rato. Sandra estaba muerta y la culpa era mía.

Aina me cogió la mano y la apretó, sonrió y me obligó a mirarla. Esperaba la frase que tantas veces había oído, ese “tú no tienes la culpa de nada” que era tan falso como un duro de cuatro pesetas, pero sólo dijo que lo sentía, que era una pena pero debía ser fuerte y seguir adelante. Después propuso un brindis por Sandra, por nuestro pasado y por el futuro. Y la noche, que tan oscura se había puesto, recuperó la luz y el color. Llegué a casa casi a las tres de la mañana y me encontré a mi madre dormida en el sillón. La desperté con un beso en la frente y la acompañé hasta la habitación. Me preguntó cómo había ido. “Bien, mama, bien” le dije, encogiéndome de hombros. Me acarició la cara, contestó “Se nota, cariño, llevas la sonrisa puesta” y cerró la puerta. Fui al baño y me miré al espejo. Tenía razón, sonreía. Me lavé los dientes y la cara con agua fría y, al mirarme de nuevo, vi otra cara en el espejo. Cerré los ojos con fuerza, conté hasta diez, volví a abrirlos y allí estaba yo. Me fui a la cama pensando que había sido una alucinación aunque, en el fondo, sé perfectamente que no.


27-MAYO

Paso con Aina casi todas las tardes. La espero a la salida del trabajo y nos vamos a callejear, que le encanta. Lleva siempre el móvil en la mano y hace fotografías a los detalles más insignificantes. Yo soy incapaz de ver nada de interés pero ella sabe captar un momento, un punto de luz, un hueco en la pared o la cerradura oxidada de una puerta que hace años que no se abre, y lo transforma en belleza, les da vida y una historia.

La mía ya la tiene, sabe el antes y también el después. Era inevitable que, un día u otro, viera las cicatrices de mis muñecas y acabara preguntando por qué. Tiene ansias por saber de cualquier cosa y eso me incluye a mí. Le conté que después del accidente caí en una depresión muy profunda. Sandra estaba muerta y yo, que tenía la culpa de todo, seguía viviendo. Yo la había matado. Yo era culpable. Yo era un asesino. Yo me quería morir. Y lo intenté. Le expliqué cómo me había cortado las venas con una vieja cuchilla de afeitar y cómo me había sentado en el lavabo de mi casa, a contemplar cómo la sangre iba escapando de mis venas y tiñendo el suelo de un rojo brillante. Le dije que Daniel, que estaba esperando en la habitación a que yo volviera del baño, me encontró y superó el pánico, llamó a urgencias y me acompañó en la ambulancia hasta el hospital, esperó hasta que llegaron mis padres y, entonces, se derrumbó con un ataque de nervios. El resto,los meses en el psiquiátrico y el tiempo que llevaba en casa, lo resumí en un “sobreviví y aquí sigo, sobreviviendo”. No recurrió a la pena ni me miró con miedo; simplemente me dio un par de palmaditas en la mejilla y dijo “más te vale, chaval, más te vale” y enfocó el móvil hacia una esquina en la que alguien había pegado unas cuantas latas de bebidas, en las que habían pintado una frase sacada de la banda sonora de Bola de Drac. No deja de sorprenderme. Ojalá siga haciéndolo mucho tiempo más.

Algunas noches sueño con el chico del espejo y, algunas veces, también le veo cuando busco mi reflejo. Es apenas un instante y, pasado el sobresalto inicial, desaparece y vuelvo a ser yo.


08-JUNIO

La vida es una maldita tragedia, para todos. ¿Creía estar sólo en el mundo, ser el primero en sufrir, arrastrar una herida incurable? Pues resulta que no.

Esta mañana fui con Aina al Cementiri del Poble Nou. Me pareció un escenario un poco tétrico para una cita pero como hacen visitas guiadas, no le di demasiada importancia. En una esquina, al otro lado de la calle donde está del cementerio, entró en una floristería y salió con un pequeño ramo compuesto por una rosa roja y un lirio azul. Le pregunté para quién era y me dijo que lo sabría enseguida. Atravesamos el portón y deambulamos por las ordenadas calles del camposanto. Aina señalaba esta y aquella tumba, algunas muy ornamentadas y otras tan discretas que no llamaban ni la más mínima atención, y me contaba qué personaje ilustre reposaba allí para la eternidad. Me contó la historia del Santet y su fama de interceder por los vivos. Me llevó hasta su nicho, repleto de flores, recuerdos y exvotos, que habían acabado por tomar el espacio de los nichos cercanos. Se paró un momento delante, cerró los ojos, susurró una oración y sacó un papel doblado del bolsillo del pantalón. Le dio un beso y lo deslizó por el hueco entre la pared y el cristal protector. Después sonrió, me cogió de la mano y seguimos caminando. Atravesamos la parte más antigua, llena de panteones elegantes y exagerados, hasta llegar a una zona mucho más moderna. Dejamos atrás tres bloques de nichos y se detuvo en la entrada del cuarto, frente a una tumba situada en el primer piso. Sacó el ramo seco del jarrón, vació el agua turbia y lo llenó con la que llevaba en una botella que sacó del bolso. Puso las flores que había comprado y volvió a colocarlo en su sitio. Yo, mientras tanto, me había entretenido leyendo la inscripción de la lápida y observando la fotografía que, en blanco y negro, mostraba el rostro de un chico de unos veinte años, o poco más, que sonreía como si el mundo le perteneciera. Le reconocí al instante porque había visto esa cara muchas veces en los últimos tiempos, en sueños o reflejada en un espejo. El corazón me dio un vuelco y creo solté una exclamación porque Aina, que estaba limpiando el cristal con un pañuelo de papel, me miró extrañada. “¿Estás bien?”, preguntó. Tragué saliva y asentí. “¿Quién es”?, dije cuando mi cerebro volvió a ser capaz de juntar palabras. “Se llamaba Dídac y era mi novio”, dijo, acariciando el cristal en el sitio en el que estaba la foto enmarcada.

Sentados en la terraza de un bar con vistas al mar, Aina desgranó su historia. Dídac había muerto a causa de las heridas sufridas en un accidente de moto. Un conductor borracho se saltó un semáforo en rojo y se lo llevó por delante. Estuvo en coma durante días y, al final, después de asegurarles que jamás iba a despertar, le desconectaron. Sus padres, buscando dar cierto sentido a su muerte, decidieron donar sus órganos. “Dídac era donante de sangre, de hecho había hecho su contribución apenas un par de días antes del accidente, así que les pareció lo más lógico”, me dijo. Se me ocurrió entonces una idea descabellada, aunque lo más justo sería decir que fue como si alguien me lo dijera al oído. Le pregunté qué día y en qué hospital lo había hecho y coincidía con la fecha de mi fracasado intento de suicidio y el centro en el que me atendieron. ¿Podría ser?, me pregunté, ¿podría pasar? Sí, claro que sí, me dijo la misma voz. Al fin y al cabo, ¿qué sabemos nosotros de la vida y la muerte, de los mundos entre ellos y las conexiones que nos unen? Me armé de valor, pedí otra ronda, para ella mojito y para mí, una insípida clara sin alcohol porque seguía con medicación, y le expuse mi teoría.

- Yo te conocía desde antes de conocerte, Aina, y también a Dídac, sin haberle visto jamás – me miró con cara de no entender nada pero me animó a continuar. Busqué la mejor manera de explicarle lo que me rondaba por la cabeza, intentando sonar convincente y en absoluto loco. Ella, sentada al otro lado de la mesa, me miraba sin apenas pestañear, ni siquiera cuando le dije que creía que quizá, sólo quizá, parte de la sangre que recibí cuando trataban de salvarme la vida era suya y con ella, de una manera que no era capaz de entender ni explicar, parte de sus recuerdos se habían mezclado con los míos. Luego me quedé callado, esperando su reacción y, durante unos minutos que me parecieron horas, lo único que obtuve fue su silencio y su mirada fija en algún punto a mi espalda. Creí, estaba convencido de que en cualquier momento se levantaría y se iría, sin despedirse ni mirar atrás, y no volvería a verla jamás.

- ¿Tú… tú crees que puede pasar algo tan loco como eso? – Asentí, por supuesto, no iba a boicotear mi propia teoría -. Es que yo no sé, no puedo creerlo. Lo siento, no puedo.

- “Para Aina, para que vayas donde te lleve el viento y siempre regreses a mí. Te quiero, Dídac. 23-04-2015” – recité de memoria, recordando aquella dedicatoria que me había visto hacía ya tanto tiempo.

- ¿Cómo sabes eso? Es imposible que tú…

- Me compré un libro este Sant Jordi y al abrirlo en casa, en la página de la dedicatoria del autor, vi esa frase escrita a mano. En realidad, vi cómo la escribían, para ti, hace tres años.

Por toda respuesta, metió la mano en su bolso de las maravillas y sacó un ejemplar del mismo libro, buscó la página y me la enseñó. Allí, escrita con tinta roja como la sangre, brillaban las mismas palabras que acababa de decirle. Las acarició con la punta de los dedos, con los ojos cerrados, y se mordió los labios. Volvió a cerrarlo, lo metió de nuevo en el bolso, se levantó y salió del local sin mirar atrás, tal y como yo había temido. Suspiré, bebí un trago de la clara y arrugué el gesto al comprobar que se había calentado demasiado. Me hice a la idea de que no volvería a verla más, de que la había perdido. Pedí la cuenta y pagué al camarero con el último billete que llevaba encima. Estaba a punto de levantarme cuando recibí un mensaje en el móvil. Era de Aina y dudé si abrirlo en aquel momento o dejarlo para más tarde o nunca. Pulsé “leer” porque, total, ¿qué podía perder?

- “Bueno, ¿bajas o no? Mira que no tengo todo el día…”

Recogí el cambio y me levanté tan rápido que tiré la silla en la que estaba sentado y atropellé al camarero que, por suerte, iba con las manos vacías. Le pedí perdón y me lancé a la calle en busca de un nuevo comienzo.


Mjo

31-05-2020

Reto Rey Bradbury

Semana 21

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