07-MARZO
Volví
ayer a casa. Todo me parece extraño, como si perteneciera a otra persona y a
otra vida que ya no existe. La puerta de mi habitación ha desaparecido, por
recomendación médica, y todas las ventanas tienen ahora un cierre con candado.
En la cocina, y prácticamente en toda la casa, han desaparecido los
instrumentos cortantes o aquellos objetos que podría convertir en armas para
herirme. Estoy bajo vigilancia constante y lo cierto es que no tengo derecho a
quejarme, es la penitencia que debo pagar por la gravedad de mis pecados. Mis
padres me miran con una mezcla de tristeza y miedo que a duras penas puedo
soportar. Soy consciente de que lo intentan y no puedo, ni quiero, pedirles más
pero este regreso desde el más allá me está costando demasiado esfuerzo. Anoche
me quedé dormido acariciando las cicatrices de mis muñecas. Hay quien cuenta
ovejas para superar el insomnio, yo lo hago contando los puntos de sutura que
cerraron las heridas por las que casi se me escapó la vida. Es el único punto
de realidad que me queda. El resto, todo lo demás y todos los demás, son sólo imágenes
borrosas.
16-MARZO
He
vuelto de la primera visita con el psiquiatra, la primera hora de terapia como
paciente externo. Se ha alegrado de verme y he sido capaz de dibujar una
sonrisa que ha interpretado como buena señal. No ha eliminado ninguna de las
pastillas que debo tomar pero asegura que estoy mejorando y me ha felicitado
por esforzarme tanto. No sabe cómo me cuesta levantarme cada mañana, pronunciar
una frase que tenga sentido y poner un pie en la calle. De momento, seguiremos
el régimen de visitas cada dos días y la medicación tal y como está. Han sido
dos horas intensas, recordando otra vez el largo camino que me ha llevado hasta
aquí y ojalá pudiera decir lo contrario pero… no sé. En el fondo, sigo
sintiendo el mismo deseo de entonces. Una parte de mí aún quiere acabar con
todo y sabe que podría hacerlo sin pestañear. Sin embargo, hay otra parte que
se niega en rotundo a rendirse tan pronto y tan fácil. Es pequeña y habla en
susurros, por eso no puedo oírla bien, pero sé que está ahí y se deja ver, me
obliga a escucharla, a no ignorarla. Le debo una oportunidad porque, después de
todo, ¿qué podría perder? Para poner punto y final siempre hay tiempo.
28-MARZO
Sin
cambios aparentes. Vivo instalado en una nueva rutina que se parece poco a la
que existía hace unos meses. Voy a la consulta del Dr. Roure tres veces por
semana, escribo este diario como complemento a su terapia, engullo mis
pastillas y hablo, río, como, ando, respiro. Existo y he empezado a admitir que
podría salir bien. Aunque… no. Iba a explicar algunas cosas extrañas que me han
pasado pero no estoy seguro de que sean reales o un efecto secundario muy
potente de la medicación. O eso o me estoy volviendo loco otra vez, de una
manera muy distinta y en absoluto detectable. Ya veremos. Ahora tengo que
dejarte. Hace un par de días quedé con Daniel y voy a salir por primera vez por
ocio, a reencontrarme con el que sigue siendo mi mejor amigo. Me llamó al poco
de volver del hospital y me dijo que tenía ganas de verme. Me da miedo mirarle
a los ojos, fue él quien me encontró y se hizo cargo de mí hasta que mis padres
llegaron a Urgencias, y tengo curiosidad por saber si ya me ha perdonado por
haberle dado “el susto más grande de mi vida, cabrón”, como me dijo entre
risas. Veremos.
15-ABRIL
No.
No son imaginaciones mías. No pueden serlo, tienen demasiados detalles como
para salir de mi cabeza, por muy enferma que pueda estar. Ayer, volviendo del
supermercado con mi madre, me crucé con ella otra vez. No dio muestras de
reconocerme y ¿por qué iba a hacerlo, si no nos habíamos visto nunca hasta hace
unas semanas? Y sin embargo, yo la conozco, estoy seguro. No sé su nombre ni
dónde vive ni nada de ella, pero la conozco. La primera vez que la vi, saliendo
de la panadería un domingo por la mañana, el corazón me dio un vuelco y hasta
levanté la mano para saludarla. Ella pasó de largo sin mirarme, mordisqueando
un croissant de chocolate, y desapareció por la esquina. Pensé que la había
confundido con otra persona y no le di importancia. Desde ese día, aparece en
mis sueños, protagonizando escenas felices que me llenan de esperanza y me
aterrorizan por igual. ¿Quién es? ¿De dónde sale? ¿Por qué cada vez que la veo
siento deseos de salir corriendo a su encuentro y decirle que he vuelto? Volver
¿de dónde? Daniel, a quien acabé por contárselo, dice que debería plantarme
delante y preguntarle si nos conocemos
pero me da demasiada vergüenza. Imagina que me dice que no, que es lo que me
dirá seguro… Creerá que soy un admirador ridículo que sólo busca una conquista
fácil.
23-ABRIL
Amaneció
un día radiante y me desperté, lleno de energía, por primera vez en muchos
meses. Convencí a mis padres para que se vistieran de fiesta y me acompañaran a
Les Rambles, a pasear por las paradas de libros y rosas que dan color y vida a
esta Barcelona, con demasiada frecuencia, tan gris. Deberías haber visto la
emoción de sus caras… En ese mismo instante me di cuenta del daño que les había
hecho y les pedí perdón. Sé que jamás podré compensarles por completo pero les
he jurado que me voy a esforzar hasta el final. Dicen que no importa, que lo
que ellos quieren es que me recupere y que están contentos de verme mejorar día
a día. Total, que antes de las once de la mañana hemos acabado abrazados y
llorando los tres, algo que, al parecer, necesitábamos sin saberlo. El resto
del día ha sido fantástico. ¿Había sido esta ciudad siempre tan hermosa? Soy
consciente de lo que se esconde debajo de la superficie pero, en el fondo,
sigue robándome el corazón cada vez que paseo por el Gótic o veo el
Mediterráneo perderse en el horizonte. Hemos comido en un chiringuito de la
playa, una paella exquisita, y después hemos subido Rambles arriba,
deteniéndonos en cada parada para comprobar si aquí los libros eran más baratos
que allí o si las rosas eran más o menos bonitas que en el puesto de al lado.
Mi madre ha vuelto a casa con siete u ocho rosas y una sonrisa de oreja a
oreja. Mi padre ha elegido un libro sobre la historia del Barça, con mucha foto
y poca letra, porque se siente incapaz
de entenderse con cualquier otra cosa y yo regresé con un botín de cinco
títulos que realmente deseaba leer.
Después
de la cena, me he tumbado en la cama y he abierto el primero, una historia
sobre libros ambientada en la ciudad después de la Guerra Civil. En la segunda
página, que el autor utiliza para la dedicatoria, me ha venido a la memoria una
frase: “Para Aina, para que vayas donde te lleve el viento y siempre regreses a
mí. Te quiero, Dídac. 23-04-2015”. Y la he visto, a ella, a la chica que no
deja de cruzarse en mi camino una y otra vez. La he visto abrazar a alguien,
emocionada, y la he escuchado decir “gracias, mi amor” antes de besar a alguien.
Me he sentado de golpe y el libro ha ido a parar al suelo. ¿Qué demonios ha
pasado? ¿Me he quedado dormido y ha sido sólo un sueño? Mi madre ha asomado la
cabeza, cubierta de rulos, por el hueco de la puerta, y me ha preguntado si
estaba bien. Le he dicho justo eso, que me había quedado dormido y el libro se
me había caído.
Hace
un rato que se apagaron todas las luces y el silencio sólo lo rompe el paso de
los coches y motos por la calle. Yo sigo despierto, dándole vueltas a esa
imagen, susurrando ese nombre y buscando el valor para acercarme a ella.
Mañana, sin falta. O pasado.
01-MAYO
Hace
unos días que la conocí. Me acerqué a ella en la panadería, el último domingo,
y entablamos conversación mientras esperábamos nuestro turno. No dio para mucho,
la verdad, pero me las arreglé para averiguar su nombre y evitar la cara de
susto cuando pronunció “Aina” con una sonrisa. “Encantado, yo soy Ismael”,
contesté, tendiéndole la mano. La ignoró soberanamente y me plantó dos besos en
las mejillas. Una de dos, o es una actriz consumada o realmente no sabe quién
soy. Claro que yo tampoco sé quién es ella, aunque la conozco. Suena tan
absurdo sobre el papel como dicho en voz alta. Nos hemos despedido con un
“hasta luego” y, desde entonces, nos hemos ido cruzando por el barrio,
saludándonos de lejos o intercambiando algunas frases de cortesía en mitad de
la calle. Daniel dice que espabile, que se ve que le gusto y que debo invitarla
a tomar algo ya, antes de que aparezca alguien con más cojones y se la lleve.
Además, le estoy volviendo loco con tanta paranoia y es que él no cree que nada
de lo que le digo pueda ser real. Está convencido de que me he colgado de ella
y se alegra por mí, cree que ya va siendo hora de que deje de andar por el
mundo como un alma solitaria y en pena. Quizá tenga razón.
06-MAYO
Anoche
salí con Aina, los dos solos. No sé cómo ni por qué aceptó una cita conmigo
pero lo hizo. Fuimos a cenar al bar de tapas que abrieron hace un par de
semanas y que, al parecer, se está convirtiendo en todo un éxito. Su padre es
amigo del dueño y pudieron hacernos un hueco al final de la barra. Reconozco
que, al principio, nos sentíamos cohibidos. Hablamos del tiempo, de fútbol, de
cine, de libros y de sus estudios, evitando mirarnos a los ojos. Cuando por casualidad se cruzaban, los dos
apartábamos la mirada. Para cuando salimos, después de pelear para que me
dejara pagar la cuenta, ya habíamos traspasado la barrera invisible del miedo y
empezábamos a tener confianza. Sugirió ir a un local del Gótic, un sitio al que había ido infinidad de veces
con Sandra. Por un momento, pensé en la cantidad de recuerdos que todavía
quedarían entre aquellas cuatro paredes, incluidos nuestros nombres pintados en
rojo en un rincón de la pared del fondo, y a punto estuve de sugerir otro
lugar. Pero no lo hice. Ya era hora de que sustituyera un recuerdo amargo por
otro, de poner algo de luz entre tanta oscuridad, y dije que me parecía una
gran idea. “Pero las copas las pago yo, ¿vale?”, dijo, colgándose de mi brazo.
Los
camareros me reconocieron en cuanto crucé la puerta y Santi, el dueño del
local, vino a saludarme. Me abrazó y me dijo que sentía mucho lo que nos había
pasado a Sandra y a mí, pero se alegraba
de verme por allí y en plena forma, haciendo un gesto con la cabeza hacia Aina,
que nos miraba intrigada. “¡La primera ronda, por cuenta de la casa!”, nos
dijo, y volvió detrás de la barra a preparar el pedido. Nos sentamos en una
mesa con vistas a la calle y empezamos a hablar. Santi nos trajo su mojito, mi
cerveza sin alcohol y un bol de palomitas recién hechas y nos dejó a nuestro
aire. Le expliqué a Aina que había sido el lugar de referencia de casi todas
mis salidas durante dos años largos y había vuelto aquella noche, por primera
vez, después de mucho tiempo. Me preguntó quién era Sandra, le dije que había
sido mi novia hasta julio del año anterior y quiso saber qué había ocurrido.
“Murió”, contesté. Detuvo el gesto de beber a mitad de camino y me miró con la
boca abierta. Dejó el vaso sobre la mesita y se tapó los ojos con las manos.
Creí que se levantaría y me dejaría allí plantado pero no. Cuando volvió a
destaparse los ojos, vi que los tenía llenos de lágrimas. “Lo siento”, susurró,
y alargó una mano para ponerla en mi rodilla. Y le conté toda la historia.
Le
conté que Sandra y yo habíamos conectado desde el minuto uno y que éramos
felices e inconscientes. Teníamos diecinueve años y la vida era una fiesta
continua que apurábamos sin freno y sin pensar en las consecuencias de nuestros
actos. El último verano fue una locura. El alcohol ya era parte importante de
nuestras noches pero empezamos a jugar con drogas y todo se nos fue de las
manos. Volvíamos de Sitges un lunes de madrugada, después de un fin de semana
en el que apenas dormimos dos horas. Conducía yo y, a pesar de la música a todo
trapo, creo que me dormí. No lo sé, no recuerdo nada más que entrar en la
autovía y despertar en el hospital, con un brazo y una pierna enyesada y un
collarín en el cuello y el cuerpo convertido en un dolor insoportable. No podía
hablar y la cabeza me estallaba. Mis padres lloraban a los pies de la cama y
volví a caer inconsciente. Días después, cuando la medicación dejó de nublarme
el cerebro y fui capaz de articular palabra, me explicaron que habíamos tenido
un accidente, que me fui contra el muro de protección lateral antes de dar dos
o tres vueltas de campana. Sandra salió despedida en el primer impacto, no se
había puesto el cinturón de seguridad, y murió prácticamente en el acto. Yo
tuve más suerte, me dijo el médico, taladrándome con la mirada, y me
recuperaría de las heridas con tiempo y esfuerzo, pero yo había dejado de
escucharle hacía rato. Sandra estaba muerta y la culpa era mía.
Aina
me cogió la mano y la apretó, sonrió y me obligó a mirarla. Esperaba la frase
que tantas veces había oído, ese “tú no tienes la culpa de nada” que era tan
falso como un duro de cuatro pesetas, pero sólo dijo que lo sentía, que era una
pena pero debía ser fuerte y seguir adelante. Después propuso un brindis por
Sandra, por nuestro pasado y por el futuro. Y la noche, que tan oscura se había
puesto, recuperó la luz y el color. Llegué a casa casi a las tres de la mañana
y me encontré a mi madre dormida en el sillón. La desperté con un beso en la
frente y la acompañé hasta la habitación. Me preguntó cómo había ido. “Bien,
mama, bien” le dije, encogiéndome de hombros. Me acarició la cara, contestó “Se
nota, cariño, llevas la sonrisa puesta” y cerró la puerta. Fui al baño y me
miré al espejo. Tenía razón, sonreía. Me lavé los dientes y la cara con agua
fría y, al mirarme de nuevo, vi otra cara en el espejo. Cerré los ojos con
fuerza, conté hasta diez, volví a abrirlos y allí estaba yo. Me fui a la cama
pensando que había sido una alucinación aunque, en el fondo, sé perfectamente
que no.
27-MAYO
Paso
con Aina casi todas las tardes. La espero a la salida del trabajo y nos vamos a
callejear, que le encanta. Lleva siempre el móvil en la mano y hace fotografías
a los detalles más insignificantes. Yo soy incapaz de ver nada de interés pero
ella sabe captar un momento, un punto de luz, un hueco en la pared o la
cerradura oxidada de una puerta que hace años que no se abre, y lo transforma
en belleza, les da vida y una historia.
La
mía ya la tiene, sabe el antes y también el después. Era inevitable que, un día
u otro, viera las cicatrices de mis muñecas y acabara preguntando por qué.
Tiene ansias por saber de cualquier cosa y eso me incluye a mí. Le conté que
después del accidente caí en una depresión muy profunda. Sandra estaba muerta y
yo, que tenía la culpa de todo, seguía viviendo. Yo la había matado. Yo era
culpable. Yo era un asesino. Yo me quería morir. Y lo intenté. Le expliqué cómo
me había cortado las venas con una vieja cuchilla de afeitar y cómo me había
sentado en el lavabo de mi casa, a contemplar cómo la sangre iba escapando de
mis venas y tiñendo el suelo de un rojo brillante. Le dije que Daniel, que
estaba esperando en la habitación a que yo volviera del baño, me encontró y
superó el pánico, llamó a urgencias y me acompañó en la ambulancia hasta el
hospital, esperó hasta que llegaron mis padres y, entonces, se derrumbó con un
ataque de nervios. El resto,los meses en el psiquiátrico y el tiempo que
llevaba en casa, lo resumí en un “sobreviví y aquí sigo, sobreviviendo”. No
recurrió a la pena ni me miró con miedo; simplemente me dio un par de
palmaditas en la mejilla y dijo “más te vale, chaval, más te vale” y enfocó el
móvil hacia una esquina en la que alguien había pegado unas cuantas latas de
bebidas, en las que habían pintado una frase sacada de la banda sonora de Bola
de Drac. No deja de sorprenderme. Ojalá siga haciéndolo mucho tiempo más.
Algunas
noches sueño con el chico del espejo y, algunas veces, también le veo cuando
busco mi reflejo. Es apenas un instante y, pasado el sobresalto inicial,
desaparece y vuelvo a ser yo.
08-JUNIO
La
vida es una maldita tragedia, para todos. ¿Creía estar sólo en el mundo, ser el
primero en sufrir, arrastrar una herida incurable? Pues resulta que no.
Esta
mañana fui con Aina al Cementiri del Poble Nou. Me pareció un escenario un poco
tétrico para una cita pero como hacen visitas guiadas, no le di demasiada
importancia. En una esquina, al otro lado de la calle donde está del
cementerio, entró en una floristería y salió con un pequeño ramo compuesto por
una rosa roja y un lirio azul. Le pregunté para quién era y me dijo que lo
sabría enseguida. Atravesamos el portón y deambulamos por las ordenadas calles
del camposanto. Aina señalaba esta y aquella tumba, algunas muy ornamentadas y
otras tan discretas que no llamaban ni la más mínima atención, y me contaba qué
personaje ilustre reposaba allí para la eternidad. Me contó la historia del
Santet y su fama de interceder por los vivos. Me llevó hasta su nicho, repleto
de flores, recuerdos y exvotos, que habían acabado por tomar el espacio de los
nichos cercanos. Se paró un momento delante, cerró los ojos, susurró una
oración y sacó un papel doblado del bolsillo del pantalón. Le dio un beso y lo
deslizó por el hueco entre la pared y el cristal protector. Después sonrió, me
cogió de la mano y seguimos caminando. Atravesamos la parte más antigua, llena
de panteones elegantes y exagerados, hasta llegar a una zona mucho más moderna.
Dejamos atrás tres bloques de nichos y se detuvo en la entrada del cuarto,
frente a una tumba situada en el primer piso. Sacó el ramo seco del jarrón,
vació el agua turbia y lo llenó con la que llevaba en una botella que sacó del
bolso. Puso las flores que había comprado y volvió a colocarlo en su sitio. Yo,
mientras tanto, me había entretenido leyendo la inscripción de la lápida y
observando la fotografía que, en blanco y negro, mostraba el rostro de un chico
de unos veinte años, o poco más, que sonreía como si el mundo le perteneciera.
Le reconocí al instante porque había visto esa cara muchas veces en los últimos
tiempos, en sueños o reflejada en un espejo. El corazón me dio un vuelco y creo
solté una exclamación porque Aina, que estaba limpiando el cristal con un
pañuelo de papel, me miró extrañada. “¿Estás bien?”, preguntó. Tragué saliva y
asentí. “¿Quién es”?, dije cuando mi cerebro volvió a ser capaz de juntar
palabras. “Se llamaba Dídac y era mi novio”, dijo, acariciando el cristal en el
sitio en el que estaba la foto enmarcada.
Sentados
en la terraza de un bar con vistas al mar, Aina desgranó su historia. Dídac
había muerto a causa de las heridas sufridas en un accidente de moto. Un
conductor borracho se saltó un semáforo en rojo y se lo llevó por delante.
Estuvo en coma durante días y, al final, después de asegurarles que jamás iba a
despertar, le desconectaron. Sus padres, buscando dar cierto sentido a su
muerte, decidieron donar sus órganos. “Dídac era donante de sangre, de hecho
había hecho su contribución apenas un par de días antes del accidente, así que
les pareció lo más lógico”, me dijo. Se me ocurrió entonces una idea
descabellada, aunque lo más justo sería decir que fue como si alguien me lo
dijera al oído. Le pregunté qué día y en qué hospital lo había hecho y
coincidía con la fecha de mi fracasado intento de suicidio y el centro en el
que me atendieron. ¿Podría ser?, me pregunté, ¿podría pasar? Sí, claro que sí,
me dijo la misma voz. Al fin y al cabo, ¿qué sabemos nosotros de la vida y la
muerte, de los mundos entre ellos y las conexiones que nos unen? Me armé de
valor, pedí otra ronda, para ella mojito y para mí, una insípida clara sin
alcohol porque seguía con medicación, y le expuse mi teoría.
-
Yo te conocía desde antes de conocerte, Aina, y también a Dídac, sin haberle
visto jamás – me miró con cara de no entender nada pero me animó a continuar.
Busqué la mejor manera de explicarle lo que me rondaba por la cabeza, intentando
sonar convincente y en absoluto loco. Ella, sentada al otro lado de la mesa, me
miraba sin apenas pestañear, ni siquiera cuando le dije que creía que quizá,
sólo quizá, parte de la sangre que recibí cuando trataban de salvarme la vida
era suya y con ella, de una manera que no era capaz de entender ni explicar,
parte de sus recuerdos se habían mezclado con los míos. Luego me quedé callado,
esperando su reacción y, durante unos minutos que me parecieron horas, lo único
que obtuve fue su silencio y su mirada fija en algún punto a mi espalda. Creí,
estaba convencido de que en cualquier momento se levantaría y se iría, sin
despedirse ni mirar atrás, y no volvería a verla jamás.
-
¿Tú… tú crees que puede pasar algo tan loco como eso? – Asentí, por supuesto,
no iba a boicotear mi propia teoría -. Es que yo no sé, no puedo creerlo. Lo
siento, no puedo.
-
“Para Aina, para que vayas donde te lleve el viento y siempre regreses a mí. Te
quiero, Dídac. 23-04-2015” – recité de memoria, recordando aquella dedicatoria
que me había visto hacía ya tanto tiempo.
-
¿Cómo sabes eso? Es imposible que tú…
-
Me compré un libro este Sant Jordi y al abrirlo en casa, en la página de la
dedicatoria del autor, vi esa frase escrita a mano. En realidad, vi cómo la
escribían, para ti, hace tres años.
Por
toda respuesta, metió la mano en su bolso de las maravillas y sacó un ejemplar
del mismo libro, buscó la página y me la enseñó. Allí, escrita con tinta roja
como la sangre, brillaban las mismas palabras que acababa de decirle. Las
acarició con la punta de los dedos, con los ojos cerrados, y se mordió los
labios. Volvió a cerrarlo, lo metió de nuevo en el bolso, se levantó y salió
del local sin mirar atrás, tal y como yo había temido. Suspiré, bebí un trago
de la clara y arrugué el gesto al comprobar que se había calentado demasiado.
Me hice a la idea de que no volvería a verla más, de que la había perdido. Pedí
la cuenta y pagué al camarero con el último billete que llevaba encima. Estaba
a punto de levantarme cuando recibí un mensaje en el móvil. Era de Aina y dudé
si abrirlo en aquel momento o dejarlo para más tarde o nunca. Pulsé “leer”
porque, total, ¿qué podía perder?
-
“Bueno, ¿bajas o no? Mira que no tengo todo el día…”
Recogí
el cambio y me levanté tan rápido que tiré la silla en la que estaba sentado y
atropellé al camarero que, por suerte, iba con las manos vacías. Le pedí perdón
y me lancé a la calle en busca de un nuevo comienzo.
Mjo
31-05-2020
Reto
Rey Bradbury
Semana
21
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