miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL CAZADOR Y LA DONCELLA (Semana 33)

Sábado por la noche, en una discoteca cualquiera.

Apoyado en la barra, con un cubata en la mano, Salva no pierde detalle de lo que ocurre más allá de la marea humana que se desplaza sin orden ni concierto. Está solo; sus amigos se han repartido por todo el local en busca de una víctima con la que acabar la noche, pero él, esta noche, no parece tener prisa. La camarera, a la que conoce de sobra, le ha atendido en cuanto se ha acercado. Saca a relucir su mejor repertorio de sonrisas, carantoñas y miradas sugerentes, dejándole claro que, si le apetece compañía, ella está disponible. A Salva no le interesa el ofrecimiento; ya se han liado un par de veces y ninguna de las dos había sido tan memorable como para querer repetir una tercera. Con tacto, la rechaza y ella se encoge de hombros y, fingiendo una indiferencia que no siente, se retira. Sigue atendiendo a los clientes pero le vigila, con disimulo, con el rabillo del ojo. “Nunca se sabe”, piensa, y se anima un poco al pensar que quizá no todo está perdido.

Salva, sin embargo, está mucho más interesado en aquella chica, a la que jamás había visto antes. No vestía de una manera especialmente llamativa; nada de falda muy corta, camisa transparente o con un escote imposible. Llevaba un vestido de tirantes negro que apenas sugería curvas y volúmenes, más elegante que discreto. El pelo, recogido en una coleta alta y un maquillaje sencillo y natural completaba una imagen atractiva y fresca. Nada de joyas, nada de adornos ni brillos, tan solo un pequeño bolso en el que a duras penas debía caber el móvil y una tarjeta de crédito para pagar las copas. No entendía por qué le parecía tan interesante, estaba en las antípodas del tipo de mujer que solía atraerle, pero no conseguía dejar de mirarla. Le gustaba la forma en la que se movía al ritmo de la música, a ratos demasiado ruidosa, cómo se reía echando la cabeza hacia atrás y, sobre todo, cómo apartaba la mirada en cuanto se cruzaba con la suya. Con las luces de colores que se encendían y apagaban como si un loco jugara con el interruptor, era imposible saberlo a ciencia cierta pero estaba seguro de que se le subían los colores cada vez que lo pillaba mirándola. Ese gesto le parecía delicioso y perturbador al mismo tiempo. No creía que la timidez que mostraba fuera fingida y no dudaba que conseguir que cayera en sus redes no sería una tarea fácil pero le apetecía el reto, estaba cansado[U1]  de conquistas fáciles. Tendría que esforzarse mucho menos con la camarera que, sin dejar de atender a los clientes luciendo su mejor sonrisa, seguía revoloteando a su alrededor. Con la morena que se había sentado en el taburete que había quedado libre a su lado, y que no dejaba de lanzarle sonrisas y miradas muy elocuentes, tampoco fallaría el tiro, estaba claro. Era un bombonazo, enfundada en un mono azul tan ajustado que dejaba poco a la imaginación. Durante unos segundos, consideró la posibilidad de aceptar la invitación implícita en sus ojos pero, francamente, le apetecía algo nuevo. Algo como aquella criatura que, en aquel momento, se acercaba a la barra fingiendo no verle. Era su oportunidad y la iba a aprovechar.

Ella intentó llamar la atención de la camarera sin éxito y Salva acudió al rescate. En un abrir y cerrar de ojos, la desconocida tuvo frente a sus ojos la copa que había pedido, sin alcohol, y le estaba dando las gracias. Salva le dijo que no tenía por qué darlas, se presentó y le preguntó su nombre. Nerea, contestó ella, sonriendo de oreja a oreja. Se dieron dos besos y empezaron a hablar. Como se temía, era mucho más joven de lo que creía. De hecho, celebraba sus dieciocho primaveras y que había aprobado del carnet de conducir después de tres intentos. Brindaron a su salud y siguieron conversando. Poco a poco, Nerea se fue sintiendo más y más cómoda con él. A esa copa siguió una segunda. Sus amigas, desde la pista, le hacían señales para que volviera y una de ellas, la más descarada de todas, incluso se atrevió a acercarse y decirle algo al oído. Nerea, contrariada, se disculpó un momento y la acompañó de vuelta. Las cinco chicas la rodearon al instante, pidiendo informes sobre la situación, mientras Salva las observaba, divertido. Imaginó que le estaban preguntando por él porque, de vez en cuando, le miraban y se reían. Supuso que le recordaban que, a pesar de todo, aquella noche era “su noche” y que la celebración era con ellas y no con un desconocido, por muy atractivo que le pareciera. Nerea se mordía el labio inferior y le miraba de reojo, se notaba que no sabía qué hacer. Si se quedaba con sus amigas, perdería al chico que le gustaba y que, al parecer, estaba interesado en ella. Si se iba con él, iba a tener que aguantar el enfado de sus amigas, ofendidas por ser reemplazadas por un tío cualquiera. Creía saber cuál sería su respuesta pero, por si acaso, fingió interesarse en la morena que había vuelto a acercarse a él. No falla, la indiferencia siempre funciona, aunque sea a medias. Antes de darse cuenta, Nerea había regresado a su lado y le ofrecía invitarle a una copa. Salva aceptó, por supuesto. En la pista quedaron sus amigas, enfadadas, pero a él le dio igual. Les guiñó el ojo, les dio la espalda y le pasó el brazo por la cintura a Nerea, que se estremeció al notar su contacto.

El resto de la noche fue tal y como esperaba. Sobre las tres de la mañana, salieron juntos de la discoteca y fueron a buscar su coche. Se besaron, como si fuera una mala canción, bajo cada farola, en cada portal a oscuras que encontraron, al llegar al coche y en cada semáforo que les obligó a parar entre la discoteca y el mirador, con vistas a la ciudad iluminada, en el que aparcaron. Allí, Salva se dejó de romanticismos y pasó al ataque. Abatió los asientos hasta que estuvieron completamente horizontales y se colocó sobre ella, sin dejar de besarla. Nerea, bastante mareada por el alcohol y la excitación, se dejaba hacer sin demasiado convencimiento. Hasta aquel momento, sus experiencias sexuales se habían limitado a muchos manoseos en el asiento trasero de algún coche y siempre con alguien a quien ya conocía, chicos de su edad y con casi su misma torpeza. Salva era completamente diferente e intuía que no aceptaría un “no” por respuesta... y, por qué negarlo, lo cierto es que le deseaba. Estaba haciéndole sentir una infinidad de cosas nuevas, de las que había oído hablar pero en las que no creía, y quería ir más allá. Cuando le bajó las tirantes del vestido y le desabrochó el sujetador, apartó la mirada, avergonzada, y cuando le subió la falda y le quitó las bragas... cerró los ojos e intentó relajarse. Cuando le preguntó si era virgen, contestó que sí con un susurro y pensó que eso le haría parar. Se equivocaba. Salva se detuvo por un momento y le pidió que le mirara. Le apartó el pelo de la cara, la besó con dulzura y cuando sintió que se había relajado un poco, la penetró sin avisar. Nerea dejó escapar un grito de dolor y se aferró a su espalda. Salva se quedó quieto por un instante y después, poco a poco, empezó a moverse. Despacio, muy despacio al principio, dándole tiempo a acostumbrase a lo que estaba ocurriendo y que su cuerpo se adaptara. Muy a su pesar, Nerea no sentía otra cosa más que dolor, un latido sordo y desagradable, y deseaba que acabara pronto. Cuando Salva aceleró sus movimientos, supo que se acercaba el final y se alegró. Se derrumbó sobre su cuerpo, con la respiración acelerada, y así se quedó durante unos segundos. Después se separó de ella, se quitó el condón, lo tiró por la ventanilla y regresó al asiento del conductor. Se arregló la ropa sin mirarla siquiera y levantó los dos respaldos hasta dejarlos en su posición original. Nerea se bajó la falda, tragándose las ganas de llorar, y se subió el vestido. Buscó el sujetador y las bragas por el suelo del coche y Salva encendió la luz para facilitarle la tarea. Cuando los encontró, le pidió que la apagara y se puso ambas prendas. Salva le preguntó dónde vivía, encendió el motor y se dirigió hacia la carretera que llevaba a la ciudad. Media hora más tarde, la dejaba en la puerta de su edificio. Nerea salió del coche y, antes de que pudiera decirle adiós, Salva arrancó y se perdió en la noche. Subió a casa, se duchó intentando no hacer ruido, se metió en la cama y, entonces sí, lloró hasta quedarse dormida.

 

 

Al día siguiente, y como cada año, nos reunimos para celebrar el cumpleaños de mi primo, acontecimiento que, en esta familia mal avenida que había hecho del arte de fingir una forma de vida, raramente nos saltábamos. Dos hermanas con sus respectivos maridos, un sobrino (el homenajeado), una sobrina (yo), tres amigos de aquellos que alaban al anfitrión y aspiran a recibir una parte del brillo que le presuponen y que, como todo lo demás, no es más que una pantalla de humo que ocultaba muchas miserias. En total, diez personas: cinco mujeres, cinco hombres.


Me habría quedado en casa muy a gusto pero no me dieron opción. “Es el cumpleaños de tu primo y nos esperan a todos. ¿Qué quieres? ¿Darles más motivos para criticarnos?”, fueron las frases que utilizó mi madre para desmontar todos mis argumentos. No me quedó más remedio que salir de la cama, ducharme, vestirme de persona y maquillarme con la cara de “Qué alegría, qué feliz soy” de las reuniones con cierta parte de la familia. El camino en coche lo hice en silencio, desconectada de todo por obra y gracia de mis auriculares nuevos y un mp3 que había sobrevivido a un ciclo completo en la lavadora. Indestructible, el cacharrito. Llegamos a casa de mis tíos demasiado pronto y, después de perder diez minutos buscando aparcamiento, subimos y empezó la función.

En la mesa del comedor, las inevitables bebidas frescas y platos con aperitivos. Patatas fritas de bolsa, cortezas artificiales, ganchitos de esos que te dejan los dedos naranjas, olivas rellenas y aliñadas, calamares a la romana, almejas a la marinera, jamón “del bueno, el más caro de la tienda”, mejillones de lata y algo pringoso, de aspecto y sabor indefinido, que todo el mundo probaba por educación y, después de tragarlo con dificultad, dejaba olvidado en un rincón.

El esquema era conocido y con un pequeño toque rancio. Las mujeres se reunían en la cocina, removiendo ollas, compartiendo recetas y afilando la lengua con los cotilleos habituales. Quién abandonaba a quién, quién se había quedado embarazada ¡otra vez!, quién fingía tener una posición social que estaba muy lejos de ser real y, sobre todo, la asignación de etiquetas a amigos y conocidos. Aquel caldo de cultivo agotador, cuidadosamente atizado por amas de casa aburridas, se repetía en todas las reuniones. Yo me preguntaba qué narices encontraban en ese pasatiempo no tan inocente y por qué, tarde o temprano, acababa yo recibiendo mi ración de bromas malintencionadas y críticas, siempre precedidas por un “lo digo por tu bien”. Qué cansancio.

Acabé huyendo. Hay días que estás más preparada, o resignada, para aguantar el martirio pero aquel no era, definitivamente, uno de ellos. Rescaté el libro que había metido en el bolso, a modo de escudo protector, y me senté en el sofá del comedor a escuchar la sesuda conversación de los hombres. Fútbol, por supuesto, que la noche anterior se había jugado el clásico y ni culés ni merengues estaban satisfechos con el resultado. Política, que no podía faltar. La política, el tiempo, los cabrones de los jefes, lo caro que estaba todo y lo poco que se cobraba, el último coche que se habían comprado (“mi coche es más grande que el tuyo” en sustitución de “mi pene es más grande que el tuyo”), los hijos propios, los hijos ajenos... Yo les escuchaba y, por dentro, me reía a carcajadas. Los mismos tópicos, repetidos hasta la saciedad. De verdad, qué cansancio.

Mediado el aperitivo, hizo acto de presencia la estrella del día, el orgullo de mis tíos y el elemento familiar más alabado en todas las reuniones. Yo no encontraba motivos para tanta celebración, me parecía un niño consentido y con un concepto de sí mismo muy alejado de la realidad, pero lo mismo me levanté  y le felicité con entusiasmo, plantándole dos sonoros besos en las mejillas y rematando la faena con un abrazo rompecostillas. Y listo, ya podía volver a mi retiro. Él me lo agradeció con una sonrisa condescendiente y,  con sus andares de “no me caben entre las piernas”, se colocó en el centro de atención masculino, dispuesto a recibir alabanzas a diestro y siniestro.


Conocido conquistador, sobre todo porque le encantaba relatar sus conquistas, en seguida fue llevando la conversación
 a su terreno. Hacía poco más de dos años que tenía novia formal y decía estar muy enamorado, tanto que hasta había pensado pedirle que se casara con él y echar al mundo dos o tres churumbeles que heredaran su buena planta y su inteligencia. De la aportación genética materna no hizo mención, supongo que para él no era importante. La novia en cuestión vivía a unos cuatrocientos kilómetros de distancia y no se podían ver tanto como les gustaría. Cada vez que hablaba de ella, ponía ojos de cordero degollado y las mujeres suspiraban con sentimiento. Apostaría que más de una envidiaba a aquella mujer lejana, celosa y posesiva, capaz de lanzarte una mirada asesina si te acercabas a “su hombre” más de lo que ella deseaba. Ante el mundo, eran la pareja ideal y su amor, casi legendario. Yo sabía que no era más que una fachada cuidadosamente construida. Mi primo aprovechaba el fin de semana que no venía su chica para tirarse a cualquier otra y no me lo inventaba ni me basaba en rumores: había recibido la información de su propia boca. Lo justificaba, como no podía ser de otra manera, diciendo que lo que sentía por su novia ausente era amor y lo de las demás, sexo. “Da igual, Salva. Como se entere, te la corta, la echa al lavabo y tira de la cadena”, le dije la tarde que, animado por un par de cervezas de más, me lo contó. Se encogió de hombros y pidió otra ronda. Al final, el secreto saltó a la luz en los círculos familiares y quiero pensar que la muchacha no se enteró nunca, porque se casaron y, de momento, crían a un mocoso con los ojos de su madre y el remolino en la coronilla de su padre. De la inteligencia todavía no hay señales, pero apenas ha empezado a andar, vamos a darle tiempo a la criatura.

La cuestión es que aquel día de finales de verano, Salva se dedicó a contar a su devoto público, formado por su padre, el mío y los amigos más cercanos, su última hazaña. Me habría encantado no escucharle, ser capaz de meterme dentro del libro y quedarme sorda y ciega, pero no tuve esa suerte. Así que, sentada en el sofá junto a la terraza, escuché el relato de cómo había acudido a la discoteca que solía frecuentar en busca de alguien con quien “pasar un buen rato, ya sabéis” (guiño a la audiencia y codazo a su padre, que le devolvió el gesto de machote con una carcajada cómplice). Localizó a una “chiquita” que bailaba despreocupada en la pista, rodeada por una pandilla de orcos (Dios, el lenguaje...) y comenzó el asedio. Miradas, sonrisas, más miradas, más sonrisas. Cayó, por supuesto, que para eso ella era ella y él, el tío más macho de todo el local. Hablaron, bebieron y, a su debido tiempo, Salva sugirió ir a un sitio más tranquilo y ella, que a duras penas sabía ya ni cómo se llamaba, aceptó sin pensarlo demasiado. Lo que vino a continuación fue la historia de una relación sexual, más o menos consentida, más o menos impuesta, de un adulto que cumplía treinta y dos años con una cría que debutaba en la mayoría de edad. Con pelos y señales, y apostaría que exagerando sus habilidades, explicó cómo había conseguido que le hiciera una mamada para empezar y que, cuando ella intentó besarle después, la rechazó porque “joder, la muy guarra, ¡que acababa de comerme la polla!”. Describió cómo se las arregló para tumbar los asientos y ponerse entre sus piernas, el tamaño de sus pechos al quitarle el sujetador, cómo estaba de seca cuando intentó penetrarla e imitó su expresión de sorpresa cuando, por fin, consiguió hacerlo. “Era virgen, ¿os lo podéis creer? ¡Me tiré a una virgen!”, decía, riéndose. Y terminó contando que la había llevado a casa y le había dejado en la puerta, arrancando el coche sin preocuparse de si estaba bien ni, claro, despedirse. ¿Para qué? No era más que otra muesca en el cabecero de su cama, ¿qué sentido tenía fingir que le importaba aunque fuera sólo un poco?  Los hombres a su alrededor, los amigos, su padre, el mío, también reían, brindaban por su hazaña (“¡Un brindis por el rompebragas!”, creo que dijo mi orgulloso tío) y hacían comentarios tan grotescos como desagradables. Levanté la vista del libro y lo que vi fue a una pandilla de cromañones escapados de una cueva que celebraban el éxito de la cacería del mamut dándose golpes en el pecho.

Debería haberme quedado callada, lo sé. Debería haber salido a la terraza o ir a la cocina o salir del piso y dar un paseo hasta que la comida estuviera puesta en la mesa, pero no fui capaz. De repente me vi de pie, frente a todos ellos, mirándoles con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

- ¿Qué te pasa? ¿Quieres algo? – preguntó mi padre

- ¿En serio le estáis felicitando por haber actuado de esa manera con una cría que, por lo que dice, no sabía ni lo que estaba pasando? – contesté.

- A ver, no exageres, que nadie le obligó a meterse en el coche. Además, de cría nada. Ya sabes lo que dicen... – dijo Salva, para defenderse. Bebió un trago de cerveza, eructó y me miró a los ojos-, si puede andar sola, puede follar.

Otro coro de carcajadas acompañó su frase gloriosa y me sentí indignada y, sobre todo, muy avergonzada. Los amigos de mis tíos me daban absolutamente igual y mi tío, pues qué queréis que os diga, no me pillaba de sorpresa porque conocía muy bien su visión machista de la vida. Pero, ¿mi padre? Él tenía dos hijas a las que siempre había protegido, aconsejado y advertido contra los peligros de salir de noche y encontrarse con según qué elementos. Y allí estaba, en modo hooligan, sin encontrar nada criticable en la actitud de mi primo.

- Va, hija, no exageres. Son cosas que pasan, – dijo mi padre, en tono conciliador-, tampoco es tan grave.

- No es tan grave... Papa, ¿qué te parecería que a mí o a mi hermana nos pasara algo así? – Se le borró la sonrisa de la cara-. ¿Te gustaría que un gilipollas nos tratara como si fuéramos un trozo de carne, un agujero más, y después se dedicara a contarlo como si fuera algo tremendamente divertido?

- Por Dios, no, ¡claro que no! ¡Que sois mis hijas!

- Ah... pues piensa que esa niña también tiene un padre.

Di media vuelta y, perseguida por un silencio atronador, salí a la terraza y me senté una silla de espaldas al comedor. Tenía ganas de llorar de pura rabia y, por qué no decirlo, de decepción. Y pensar que todo el mundo me decía que hiciera el favor de buscarme un novio, como si encontrarlo o no dependiera única y exclusivamente de mi habilidad o deseo... Se me quitaban las ganas escuchando conversaciones como esa, la verdad. Yo no había tenido la desgracia de encontrarme con uno elemento parecido, ni por casualidad, a Salva pero también cargaba con una mochila llena de desastres. ¿Por qué siempre atrae quién menos lo merece? Debemos tener un defecto genético que hace que nos prendemos por el gilipollas de turno porque, no podemos negarlo, el canalla atrae más que el buenazo. Al menos, hasta que cumplimos cierta edad y, a fuerza de hostias, interiorizas la lección y aprendes a seleccionar un poquito. Pero el riesgo existe siempre, da igual el tiempo que pase, y tampoco podemos olvidar que el lobo puede estar escondido debajo de la piel del cordero.

Andaba yo en esas reflexiones tan profundas y optimistas cuando un sonido me distrajo. Mi padre había salido también a la terraza y estaba colocando, sobre la mesa de cristal, un plato con patatas y calamares y un par de cervezas. Interpreté el gesto como una petición de perdón encubierta y le hice un gesto conciliador con la cabeza. Él sonrió a medias, se sentó en una silla al otro lado de la mesa, abrió “El Mundo Deportivo” y tuvimos el resto de la fiesta en relativa paz.

 

Mjo

23-08-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 33

No hay comentarios:

Publicar un comentario