En algún momento de aquella mañana, mi hermana me envió un mensaje la noticia de la muerte de Carlos Ruiz Zafón y, a riesgo de sonar dramática, juro que se me cortó el aire en los pulmones. No sabía que estaba enfermo y me pilló por sorpresa el anuncio de su partida. Se me llenaron los ojos de lágrimas, como si hubiera sido un amigo cercano o, quizá, un familiar al que, a pesar de no ver con frecuencia, aprecias sinceramente. ¿Por qué? Hum, difícil de expresar en palabras porque, como pasa con casi todos los sentimientos, éste también es un poco irracional. No lo conocía en persona, ojalá, pero...
Soy una lectora empedernida desde que tengo memoria. Empecé a enamorarme de los libros gracias a Enid Blyton y sus cinco, las chicas de Santa Clara o Torres de Malory (llegué a desear que me internaran en un colegio, influenciable que es una) y de ahí, a lo que pillara. Y en ese "lo que pillara" se incluye "Nacida inocente", "Pregúntale a Alicia", "Una vez no basta", "Carlos, terror internacional" y "El Víbora", "El Papus", "Cimoc", "Totem", y la saga de Spiderman, Superman (que no soportaba), los Cuatro Fantásticos y demás héroes americanos, todos ellos por gentileza de mi tío Manolo. Por mi cuenta y riesgo, aprendí a sufrir con "Esther y su mundo" y las novelas de aventuras de Bruguera, que editaba versiones en cómic de los clásicos de toda la vida; Verne, Salgari, Karl May, Twain, Stevenson, Dickens, Dumas, Melville, Conan Doyle... No tenía amigos y los encontraba entre esas páginas que, además, me llevaban a lugares del mundo con los que sólo podía soñar. Con el tiempo, ese vicio fue perdiendo espacio para dejar sitio a otros nuevos: el colegio (por obligación, claro), la música, el cine y, en algún momento, los amigos, sobre todo los del verano única época del año en la que yo era realmente, o casi, yo. Seguía leyendo, pero mucho menos y tampoco estoy segura de que lo extrañara. Me seguía gustando, por supuesto, pero ya no era tan importante en mi vida. De vez en cuando tropezaba con algún libro que me parecía maravilloso, lo devoraba en cuestión de días y cuando acababa, pues acababa y punto.
De repente, hace unos (muchos) años, alguien me prestó "La Sombra del Viento" y, en las aproximadamente ocho páginas que tiene el prólogo, me robó el corazón. Fue leer esas palabras y caerme dentro, sin remedio. Descubrí en ese libro una historia, a medio camino del terror gótico y el romanticismo, y una ciudad, Barcelona, que no se parecía en absoluto a la que yo conocía. Y me enamoré, así de sencillo, porque los amores verdaderos no requieren explicaciones complicadas. Me enamoré de un lenguaje usado de manera brillante, de unos personajes muy humanos que me llevaron de la mano por un argumento plagado de historias dentro de otras historias y bibliotecas secretas y libros y autores malditos, amores imposibles, villanos, mujeres trágicas con ínfulas de femme fatale, héroes y heroínas. Y frases memorables, tantas... "Hay peores cárceles que las palabras" es una de ellas, mi favorita quizá, y "Pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón" que es verdad, verdadera. "La Sombra del Viento" no es el primer libro que me ha robado el corazón, pero sí el que me devolvió el gusto de tirarme en un sofá, o en la cama, o en el tren o a la orilla de un río, y olvidarme del mundo real para perderme en uno inventado que, a veces, es mejor que el del día a día. En resumen: me devolvió LA LECTURA, con mayúsculas y luces de neón, y desde entonces...
Desde entonces he ido leyendo prácticamente todo lo que Carlos (perdón por la familiaridad, es lo que tiene el cariño sincero) fue publicando, marcando en rojo en el calendario la fecha del lanzamiento de su siguiente libro y, a veces, encargándolo con meses de antelación. Cuando el año pasado supe que editarían su libro póstumo, una selección de relatos que llamó "La ciudad de vapor", sentí un pellizco en el corazón al darme cuenta de que sería el último salido de su pluma que vería la luz. El día 17 de noviembre me planté en la librería donde suelo hacer mis compras, lo pedí y salí de allí leyéndolo, persiguiendo la luz de farola en farola. Volví a sentir lo mismo de siempre: que me deshacía de la realidad y me perdía entre sus palabras. Sonreí, me asusté, me emocioné y, al llegar a la última página dos días más tarde, qué tristeza. El último relato es una despedida genial de apenas dos páginas y me di cuenta de que había sido, también, el adiós de un escritor genial a sus lectores. Y lloré, no me avergüenza decirlo, porque ya no volvería a leer más historias surgidas de su mente privilegiada ni conocería a los personajes que no llegaron a nacer por falta de tiempo. ¿Ridículo? Puede, pero me juego lo que quieras a que hay más de una persona que se identifica con lo que digo, que sintió lo mismo o casi, y que todavía le echa de menos. No escribió demasiados libros, no era un autor prolífico, pero lo hizo de tal manera que se ha convertido en inmortal. ¿Exagerada? Bueno, pues como en todo lo que hago, como cuando odio, quiero o deseo: a lo bestia.
Parte de la culpa de que haya querido dar el salto al vacío que, para mí, ha sido publicar mis relatos, es suya. No es que le vaya a hacer sombra, ja ja ja, pero sí que me hizo desear intentarlo al menos. Y mira, aquí me tienes, con mi criaturica de casi tres semanas que va saliendo a explorar el mundo y a intentar encantar gente. Claro que luego una lee un párrafo en particular de un relato en concreto y se dice "Ea, pues ya está. Déjalo porque jamás podrás escribir algo tan increíble como esto ni aunque vivas diez vidas. De verdad, ahórrate los disgustos, que tampoco estás tú como para llevarte uno detrás de otro...". El relato es "El Príncipe de Parnaso" y el fragmento, el que sigue:
Ea, pues ya está. Nunca, nunca seré capaz de escribir algo así, pero ¿sabes que te digo? Pues que lo he intentado y seguiré haciéndolo, porque de la misma manera que los libros de Carlos Ruiz Zafón me han salvado, en muchas ocasiones, de un abismo más o menos real, escribir me ayuda a no perder la cabeza y seguir adelante. Que no me falten nunca ni las palabras ni las ganas y, si algún día me fallan, pueda encontrar la inspiración y el coraje entre las páginas que otros dejaron ya escritas y en las vidas de todos aquellos que, cada día, me sirven de ejemplo.
Hoy, Barcelona, la ciudad que describió de mil maneras distintas, que hizo protagonista de casi todos sus libros y reinventó una y otra vez hasta hacerla única, le ha rendido homenaje de manera oficial. Señores, ya iba siendo hora y dejen que les diga que, como casi siempre, llegan ustedes tarde. Qué manía tenemos en hacer homenajes y reconocer méritos a la gente cuando ya no pueden verlo. No sé si a él le habría gustado ser objeto de homenaje, tengo la sensación de que prefería vivir alejado de los focos y concentrado en sus historias, pero habría estado bien que, al menos, lo supiera. Para mí, el mejor homenaje se lo hacemos los lectores cada vez que, ya sea la primera o la vigésima, abrimos uno de sus libros y nos dejamos llevar hasta la última página. ¿Sabéis qué me gustaría? Que pusieran su nombre a una calle en el Gòtic. "¿Dónde vives?", "En la calle Carlos Ruiz Zafón"... Suena bien, ¿verdad? No sé, en Santa Anna o, si no fuera tan lúgubre esa calle, en Arc del Teatre, donde se supone que, detrás de una puerta que tiene un picaporte con el rostro de un diablillo, se esconde el Cementerio de los Libros Olvidados. Bueno, mientras los políticos, que tanto saben y de nada entienden, deciden hacer algo así, sigamos nosotros haciendo lo que a él seguramente habría elegido: leer y soñar.
Hasta siempre, Carlos, y gracias por todo.
Mjo
17-06-2021
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